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EL GÉNESIS LOS MILAGROS Y LAS PROFECÍAS SEGÚN EL ESPIRITISMO > EL GÉNESIS > CAPÍTULO III - El Bien y El Mal > Origen del bien y del mal
Origen del bien y del mal
1. Dios es el principio de todo, y ese principio es una trilogía de cualidades: sabiduría,
bondad y justicia. Por lo tanto, todo lo que de Él emane debe estar impregnado de esos atributos.
Siendo sabio, justo y bueno no puede producir nada irracional, malo o injusto. El mal que vemos no
se ha originado en Él.
2. Si el mal se encontrase en los atributos de un ser especial, llamado Ahrimán o Satanás,
llegaríamos a la encrucijada siguiente: o bien ese ser sería igual a Dios y, en consecuencia, tan
poderoso como Él desde el inicio de los tiempos, o bien sería inferior.
De acuerdo con el primer supuesto, tendríamos dos poderes rivales en la lucha incesante,
cada uno intentando malograr lo que el otro hace y atacándose mutuamente. Esta hipótesis es
inconciliable con la unidad que revela el orden universal.
Según el segundo supuesto, ese ser estaría subordinado a Dios debido a su inferioridad. En
ese caso, no sería su igual desde el comienzo, sino que debió ser creado. Pues bien, sólo Dios pudo
hacerlo, pero esa creación sería incompatible con su infinita bondad, ya que habría dado vida al
espíritu del mal (El Cielo y el Infierno o la Justicia Divina según el Espiritismo, cap. IX “Los
demonios”).
3. Sin embargo, el mal existe y tiene una causa.
Los diferentes males, físicos o morales, que afligen a la Humanidad, pertenecen a categorías
distintas que es necesario diferenciar: unos, son los males que el hombre puede evitar; los otros, son
independientes de su voluntad. Entre estos últimos, debemos incluir a las catástrofes naturales.
Las facultades del hombre son limitadas, motivo por el que no le es posible penetrar o
comprender las razones del Creador. Juzga a las cosas de acuerdo a su personalidad, en razón de
intereses ficticios y prejuicios que él mismo ha creado, y que no son parte del orden natural. Por eso
encuentra a menudo injusto y oscuro lo que consideraría admisible y justo si conociese la causa, la
finalidad y el resultado definitivo. Al buscar la utilidad y la razón de ser de cada cosa, verá que todo
está saturado de sabiduría infinita, ante la que se inclinará, aun mismo en cosas que no alcanza a
comprender.
4. Como compensación, el hombre ha recibido un don: su inteligencia, gracias a la cual
puede conjurar, o al menos atenuar, en gran medida, los efectos de los desastres naturales. Más
conocimientos adquiere y más avanza la civilización, menos peligrosos son esos desastres. Con una
organización social sabiamente previsora podría, incluso, neutralizar las consecuencias, si bien no
sería posible evitarlos por completo. Es así que Dios ha dado al hombre facultades espirituales y
medios de paralizar los efectos de las catástrofes naturales, hechos éstos que serán beneficiosos en
el futuro para el orden general de la Naturaleza, pero que ocasionan daños en el presente.
Es así que el hombre sanea los campos, neutraliza los miasmas pestíferos, fertiliza las tierras
áridas, se ingenia para preservarlas de las inundaciones, construye casas más salubres, más sólidas y
resistentes a los vientos, tan necesarios para depurar la atmósfera, se protege de la intemperie, y,
poco a poco, esas circunstancias le instan a crear ciencias, gracias a las cuales mejora las
condiciones de habitabilidad del planeta y aumenta el bienestar general.
5. El hombre progresa, y los males a los que se halla expuesto estimulan el ejercicio de su
inteligencia y de sus facultades psíquicas y morales, incitándolo a la búsqueda de medios para
sustraerse a las calamidades. Si no temiese a nada, ninguna necesidad le empujaría a la
investigación, su espíritu se entorpecería en la inactividad y no inventaría ni descubriría nada. El
dolor es como un aguijón que impulsa al hombre hacia adelante por la vía del progreso.
6. Pero los males más numerosos son los que el hombre crea llevado por sus vicios, los
cuales se originan en su orgullo, su egoísmo, su ambición, su rapacidad, los que nacen de todos los
excesos, son causas de las guerras y de todas las calamidades que ellas acarrean: disensiones,
injurias y opresión del débil por el fuerte, así como de la mayor parte de las enfermedades.
Dios estableció leyes de sabiduría, cuya sola finalidad es el bien. El hombre encuentra
dentro de sí todo lo que necesita para seguirlas, su conciencia le traza el camino, la ley divina está
grabada en su alma y, además, Dios nos la trae a la memoria sin cesar, enviándonos mesías y
profetas, espíritus encarnados que han recibido la misión de iluminar, moralizar y mejorar al
hombre y, últimamente, una multitud de espíritus desencarnados que se manifiestan en todos los
ámbitos. Si el hombre actuase conforme a las leyes evitaría los males más agudos y viviría feliz
sobre la Tierra. Si no lo hace, es en virtud de su libre albedrío, y por eso sufre las consecuencias
que merece (El Evangelio según el Espiritismo, cap. V:4, 5, 6 y ss.).
7. Pero Dios, todo bondad, colocó el remedio al lado del mal, es decir, que el mismo mal
hace nacer el bien. Llega el instante en que el exceso de mal moral se vuelve intolerable y el
hombre siente la necesidad de cambiar. Aleccionado por la experiencia intenta encontrar un
remedio en el bien, siempre de acuerdo con su libre arbitrio, pues cuando penetra en un camino
mejor es por su voluntad y porque ha reconocido los inconvenientes del otro que seguía. La
necesidad le obliga a mejorar moralmente para ser más feliz, como esa misma necesidad le induce a
mejorar las condiciones materiales de su existencia (n.º5).
8. Se puede decir que el mal es la ausencia del bien, como el frío es la ausencia del calor. El
mal no es un atributo distinto, como el frío no es un fluido especial: uno es la parte negativa del
otro. Donde el bien no existe, allí, forzosamente reina el mal. No hacer el mal es ya el comienzo del
bien. Dios sólo desea el bien, el mal proviene exclusivamente del hombre. Si existiese en la
Creación un ser encargado del mal, nadie podría evitarlo. Pero la causa del mal está en el hombre
mismo y, como éste posee el libre arbitrio y la guía de las leyes divinas, lo podrá evitar cuando así
lo desee.
Tomemos un ejemplo simple como comparación. Un propie tareo sabe que en su campo hay
un lugar lleno de peligros y que quien en él se aventure podrá resultar herido o incluso morir. ¿Qué
hace, pues, para evitar posibles accidentes? Coloca cerca del sitio un cartel con la prohibición
escrita de no entrar en él en razón del peligro existente. La adversidad es sabia y previsora. Pero, si
pese al aviso, un imprudente hace caso omiso de la advertencia y entra, sucediéndole alguna
desgracia, ¿a quién va a culpar si no es a sí mismo?
Lo mismo sucede con respecto al mal: el hombre lo evitaría si respetase las leyes divinas.
Por ejemplo: Dios puso un límite para la satisfacción de las necesidades. La saciedad le advierte,
mas si a pesar de ella el hombre pasa el límite, lo hace voluntariamente. Las enfermedades y la
muerte que podrán acaecerle son producto de su imprevisión y no un hecho que pueda ser atribuido
a Dios.
9. El mal es el resultado de las imperfecciones del hombre, criatura creada por Dios. Pero
Dios -se podrá decir- creó el mal o, al menos, la causa del mal. Si hubiese creado al hombre
perfecto el mal no existiría.
Si el hombre hubiese sido creado perfecto se inclinaría fatalmente hacia el bien. Pero en
virtud de su libre albedrío, no es conducido premeditadamente ni hacia el bien ni hacia el mal. Dios
quiso que estuviese sujeto a la ley del progreso y que fuese el resultado de su propio trabajo, para
que sea suyo el mérito del bien realizado y la responsabilidad del mal cometido por su propia
voluntad. El problema es, entonces, descubrir cuál es en el hombre el origen de la propensión al
mal.1
10. Si hacemos un estudio de las pasiones, e incluso de los vicios, veremos que su origen
común está en el instinto de conservación. Ese instinto predomina en los animales y los seres
primitivos más próximos a la animalidad. Domina en ellos porque no poseen el contrapeso del
sentido moral: el espíritu no llegó aún a la vida intelectual. El instinto se debilita a medida que la
inteligencia se desarrolla, ya que ésta domina a la materia.
La meta del espíritu es la vida espiritual. Pero en las primeras fases de la existencia corporal
sólo busca la satisfacción de las necesidades materiales, motivo por el cual el ejercicio de las
pasiones es una necesidad para la conservación de la especie y de los individuos, hablando
materialmente. Pero una vez superada esa etapa, aparecen otras necesidades: al comienzo ellas son
semimorales y semimateriales, y más tarde exclusivamente morales. En ese momento el espíritu
domina a la materia. Si se sacude el yugo que lo aprisionaba, avanzará por la vía providencial, se
aproximará a su meta. Si, por el contrario, se deja dominar por la materia, se retardará y asemejará
al bruto. En esta situación, lo que antes era un bien, porque era una necesidad de su naturaleza, se
convierte en un mal por dos motivos: 1) porque ya no es una necesidad, y 2) porque es perjudicial
para la espiritualización del ser. Lo que era benéfico en el niño se convierte en perjudicial en el
adulto. El mal es relativo y la responsabilidad es proporcional al grado de adelanto.
Todas las pasiones poseen una utilidad providencial, pues de otro modo Dios hubiese hecho
cosas inútiles o perjudiciales. El abuso engendra el mal. El hombre abusa en virtud de su libre
arbitrio. Más adelante, llevado por su propio interés, elegirá libremente entre el bien y el mal.