18. Hermanos míos, amad a los huérfanos; si supiérais cuán triste es el estar solo
y abandonado, sobre todo en edad temprana! Dios permite que haya huérfanos para
inducirnos a servirles de padre. ¡Qué divina caridad la de ayudar a una pobre criatura
abandonada, la de impedir que sufra hambre y frío, la de dirigir su alma con el fin de que
no se pierda en el vicio! El que tiende la mano al niño abandonado, es agradable a Dios
porque comprende y practica su ley.
Pensad también que el hijo que socorréis, os ha sido con frecuencia muy amado en otra
encarnación, y si pudiéseis acordaros, no sería caridad, sino un deber. Así, pues, amigos
míos, todo ser que sufre es vuestro hermano y tiene derecho a vuestra caridad, no a esa
caridad que hiere el corazón, no a esa limosna que quema la mano del que la recibe,
porque vuestros óbolos rehusarían, si la enfermedad y la desnudez no les esperasen en la
bohardilla que habitan! Dad con delicadeza; añadir al beneficio el más precioso de todos:
una buena palabra, una caricia, una sonrisa de amigo; evitad ese tono de protección que
atormenta el corazón, y pensad que haciendo bien, trabajáis para vosotros y los
vuestros. (Un espíritu familiar. París, 1860).