17. Sed indulgentes para con las faltas de los otros, cualesquiera que
sean; sólo
debéis juzgar con severidad vuestras acciones, y el Señor usará de
indulgencia con
vosotros, así como vosotros la habréis usado para con los demás.
Sostened a los fuertes animándoles a la perseverancia; fortificad a los
débiles
enseñándoles la bondad de Dios, que toma en cuenta el menor
arrepentimiento; mostrad a todos el ángel del
arrepentimiento extendiendo sus blancas alas sobre las faltas de los
humanos, velándolas
de este modo a los ojos de aquél que no puede ver lo que es impuro.
Comprended toda
la misericordia infinita de vuestro Padre, y no os olvidéis jamás de
decirle con vuestro
pensamiento; y sobre todo con vuestros actos: "Perdonad nuestras ofensas
así como
nosotros perdonamos a los que nos han ofendido". Comprended bien el
valor de esas
sublimes palabras: no sólo su letra es admirable, sí que también la
enseñanza que
encierra. ¿Qué solicitáis del Señor cuando le pedís que os perdone? Es
sólo el olvido de
vuestras ofensas, olvido que os deja en la nada, porque Dios se contenta
con olvidar
vuestras faltas, no castiga, "pero tampoco recompensa". La recompensa no
puede ser el
precio del bien que no se ha hecho y aun menos del mal causado, aun
cuando este mal
fuese olvidado. Pidiéndole el perdón de vuestras infracciones, me pedís
el favor de sus
gracias para no volver a caer en la falta y la fuerza necesaria para
entrar en el buen
camino, camino de sumisión y de amor en el que podéis añadir la
reparación al
arrepentimiento.
Cuando perdonéis a vuestros hermanos, no os contentéis con correr el
velo del
olvido sobre sus faltas; este velo es a menudo muy transparente a
vuestros ojos; cuando
les perdonéis, ofrecedles al mismo tiempo vuestro amor; haced por ellos
lo que
quisiérais que vuestro Padre celeste hiciere por vosotros. Reemplazad la
cólera que
mancha por el amor que purifica. Predicad con vuestro ejemplo esa
caridad activa, infatigable,
que Jesús os ha enseñado: predicadla como El mismo lo hizo todo el
tiempo
que vivió en la tierra visible a los ojos del cuerpo, y como la ha
predicado también sin
cesar desde que sólo es visible a los ojos del espíritu. Seguid a ese
divino modelo; no os
apartéis de sus pasos; ellos os conducirán al lugar de refugio en donde
encontraréis el reposo después de la lucha. Cargáos, como él, con
vuestra cruz, y subid penosamente, pero con ánimo, vuestro calvario; en
la cumbre está
la glorificación. (Juan, obispo de Bordeaux, 1862).