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EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo > PRIMERA PARTE > CAPÍTULO VI - Doctrina de las penas eternas > Origen de la doctrina de las penas eternas
Origen de la doctrina de las penas eternas
1. La creencia en la eternidad de las penas pierde cada día tanto terreno que, sin ser profeta, cada uno puede prever su próximo fin. Ha sido combatida con argumentos tan poderosos y tan perentorios, que casi parece superfluo ocuparse de ella de hoy en adelante, y basta dejarla que se extinga. Sin embargo, hay que conceder que, aunque caduca, es todavía el escudo de los adversarios de las nuevas ideas, el cual defienden con más empeño, porque es uno de los lados más vulnerables y prevén las consecuencias de su caída. Desde este punto de vista, esta cuestión merece un examen serio.
2. La doctrina de las penas eternas, como la del infierno material, tuvo su razón de ser cuando ese temor podía ser un freno para los hombres poco adelantados intelectual y moralmente. Por lo mismo que poco o nada se hubieran impresionado con la idea de las penas morales, tampoco se hubieran sobrecogido con la de las penas temporales, ni aun habrían comprendido la justicia de las penas graduadas y proporcionadas, porque no eran aptos para distinguir las diferencias, algunas veces poco sensibles, entre el bien y el mal, ni el valor relativo de las circunstancias atenuantes o agravantes.
3. Cuando más cerca están los hombres del estado primitivo, tanto más materiales son. El sentido se desarrolla en ellos con más lentitud. Por esta misma razón sólo pueden tener de Dios y de sus atributos una idea muy imperfecta, lo mismo que de la vida futura. Asimilan a Dios a su propia naturaleza. Para ellos es un soberano absoluto, tanto más temible cuanto más invisible, como un monarca déspota que, escondido en su palacio, no se muestra nunca a sus súbditos. Sólo es poderoso por la fuerza material, porque no comprenden la fuerza moral. Se lo representan armado con el rayo, o en medio de los relámpagos y de la tempestad, sembrado en sus excursiones la ruina y el desconsuelo, a imitación de los guerreros invencibles. Un Dios de mansedumbre y de misericordia no sería un Dios, y sí un ser débil que no sabría hacerse obedecer. La venganza implacable, los castigos terribles, eternos, nada tenían que contradijeran la idea que tenían formada de Dios, ni que repugnase a su razón. Implacables como eran en sus resentimientos, crueles para con sus enemigos, sin piedad para los vencidos, Dios, muy superior a ellos, debía ser todavía más terrible.
Para hombres tales, se necesitan creencias religiosas asimiladas a su naturaleza todavía adusta. Una religión completamente espiritual, toda amor y caridad, no podía hermanarse con la brutalidad de las costumbres y de las pasiones. No vituperamos, pues, a Moisés por su legislación draconiana, que apenas bastaba para contener a su pueblo indócil, ni el haber representado a Dios como a un Dios vengador.
Era necesario en aquella época. La apreciable doctrina de Jesús no habría encontrado eco y hubiera sido ineficaz.
Para hombres tales, se necesitan creencias religiosas asimiladas a su naturaleza todavía adusta. Una religión completamente espiritual, toda amor y caridad, no podía hermanarse con la brutalidad de las costumbres y de las pasiones. No vituperamos, pues, a Moisés por su legislación draconiana, que apenas bastaba para contener a su pueblo indócil, ni el haber representado a Dios como a un Dios vengador.
Era necesario en aquella época. La apreciable doctrina de Jesús no habría encontrado eco y hubiera sido ineficaz.
4. Según se fue desarrollando el espíritu, el velo material se fue disipando poco a poco para comprender las cosas espirituales. Pero esto sólo se verificó gradualmente. Cuando vino Jesús pudo anunciar un Dios clemente, hablar de su reino que no es de este mundo, y decir a los hombres: “Amaos unos a otros, haced bien a los que os odian.” Siendo así que los antiguos decían: “Ojo por ojo, diente por diente.”
¿Quiénes eran, pues, los hombres que vivían en tiempo de Jesús? ¿Eran almas nuevamente creadas y encarnadas? Si esto fuese, Dios habría creado en tiempo de Jesús almas más adelantadas que en tiempos de Moisés. Pero entonces, ¿qué se hicieron de éstas? ¿Habrían languidecido durante la eternidad en el embrutecimiento? El solo sentido común rechaza esta suposición. No, eran las mismas almas que, después de haber vivido bajo la ley mosaica, habían adquirido durante muchas existencias un desarrollo suficiente para comprender una doctrina más elevada, y están hoy lo bastante adelantadas para recibir una enseñanza todavía más completa.
¿Quiénes eran, pues, los hombres que vivían en tiempo de Jesús? ¿Eran almas nuevamente creadas y encarnadas? Si esto fuese, Dios habría creado en tiempo de Jesús almas más adelantadas que en tiempos de Moisés. Pero entonces, ¿qué se hicieron de éstas? ¿Habrían languidecido durante la eternidad en el embrutecimiento? El solo sentido común rechaza esta suposición. No, eran las mismas almas que, después de haber vivido bajo la ley mosaica, habían adquirido durante muchas existencias un desarrollo suficiente para comprender una doctrina más elevada, y están hoy lo bastante adelantadas para recibir una enseñanza todavía más completa.
5. Sin embargo, Cristo no pudo revelar a sus contemporáneos todos los misterios del porvenir. Él mismo dijo: “Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero no las comprenderíais, por esto os hablo en parábolas.” Sobre todo, en lo relativo a la moral, es decir, los deberes de hombre a hombre, fue muy explícito, porque haciendo vibrar la cuerda sensible de la vida material, sabía que le comprenderían. Sobre los demás puntos se limitaba a sembrar, bajo una forma alegórica, los gérmenes de lo que debería desarrollarse más tarde. La doctrina de las penas y de las recompensas futuras pertenece a este último orden de ideas. Sobre todo con respecto a las penas, no debió combatir por de pronto todas las admitidas. Venía para señalar a los hombres nuevos deberes. La caridad y el amor del prójimo en lugar del espíritu de odio y de venganza, La abnegación, en lugar del egoísmo, esto era ya mucho. No podía razonablemente amenguar el temor del castigo reservado a los prevaricadores sin debilitar al mismo tiempo la idea del deber.
Prometía el reino de los cielos a los buenos. Esta mansión era, pues, prohibida a los malos. ¿A dónde irían? Era necesaria la alternativa contraria, propia para impresionar inteligencias todavía demasiado materiales como para identificarse con la vida espiritual, porque no hay que perder de vista que Jesús hablaba al pueblo, a la parte menos ilustrada de la sociedad, para la cual se necesitaban, por decirlo así, imágenes casi palpables y no ideas fútiles. Por esto no entra en detalles superfluos: le bastaba oponer un castigo al premio. No se necesitaba más en aquella época.
Prometía el reino de los cielos a los buenos. Esta mansión era, pues, prohibida a los malos. ¿A dónde irían? Era necesaria la alternativa contraria, propia para impresionar inteligencias todavía demasiado materiales como para identificarse con la vida espiritual, porque no hay que perder de vista que Jesús hablaba al pueblo, a la parte menos ilustrada de la sociedad, para la cual se necesitaban, por decirlo así, imágenes casi palpables y no ideas fútiles. Por esto no entra en detalles superfluos: le bastaba oponer un castigo al premio. No se necesitaba más en aquella época.
6. Si Jesús amenazó a los culpables con el fuego eterno, también los amenazó con echarlos a la Gehenna. ¿Y qué era esa Gehenna? Un sitio cercano a Jerusalén, un pudridero a donde iban las inmundicias de la ciudad. ¿Deberíamos tomar esto así, al pie de la letra? Era una de aquellas figuras enérgicas con cuya ayuda impresionaba a las masas. Lo mismo sucede con el fuego eterno. Si tal no hubiese sido su pensamiento, estaría en contradicción consigo mismo enalteciendo la clemencia y la misericordia de Dios, porque la clemencia y la inexorabilidad son tan contrarias, que se anulan. Sería, pues, interpretar muy mal el sentido de las palabras de Jesús, ver en ellas la sanción del dogma de las penas eternas, cuando toda su enseñanza proclama la mansedumbre del Creador.
En la oración dominical nos enseña a decir: “Señor, perdónanos nuestras ofensas, como perdonamos a los que nos han ofendido.” Si el culpable no pudiera esperar perdón alguno, no haría falta pedirlo. ¿Pero este perdón es sin condición?, ¿es una gracia, un indulto puro y sencillo del merecido castigo? No, la medida de este perdón está subordinada al modo con que habremos perdonado, es decir, que si no perdonamos, no seremos perdonados. Dios, imponiendo como condición absoluta el olvido de las ofensas, no podía exigir que el hombre débil hiciese lo que el Todopoderoso no hiciera. La oración dominical es una protesta diaria contra la venganza de Dios.
En la oración dominical nos enseña a decir: “Señor, perdónanos nuestras ofensas, como perdonamos a los que nos han ofendido.” Si el culpable no pudiera esperar perdón alguno, no haría falta pedirlo. ¿Pero este perdón es sin condición?, ¿es una gracia, un indulto puro y sencillo del merecido castigo? No, la medida de este perdón está subordinada al modo con que habremos perdonado, es decir, que si no perdonamos, no seremos perdonados. Dios, imponiendo como condición absoluta el olvido de las ofensas, no podía exigir que el hombre débil hiciese lo que el Todopoderoso no hiciera. La oración dominical es una protesta diaria contra la venganza de Dios.
7. Para hombres que sólo tenían una noción confusa de la espiritualidad del alma, la idea del fuego material nada chocante era, tanto menos cuanto que estaba en la creencia vulgar, derivada de la del infierno pagano, casi universalmente esparcida. La eternidad de las penas nada tenía tampoco que repugnarse a gentes sometidas desde muchos siglos a la legislación del terrible Jehová. En el pensamiento de Jesús, el fuego eterno no podía ser más que una figura. Poco le importaba que aquella figura fuese tomada al pie de la letra, si debía servir de freno. Bien sabía que el tiempo y el progreso se encargarían de hacer comprender su sentido alegórico, sobre todo cuando, según su predicción, el Espíritu de Verdad vendría a iluminar a los hombres sobre todas las cosas.
El carácter esencial de las penas irrevocables es la ineficacia del arrepentimiento. Jesús, pues, jamás dijo que el arrepentimiento nunca hallaría perdón ante Dios. En todas las ocasiones, al contrario, muestra a Dios clemente, misericordioso, dispuesto a recibir al hijo pródigo a su regreso, bajo el techo paterno. No lo presenta inflexible más que con el pecador endurecido. Pero si tiene el castigo en una mano, en la otra tiene siempre el perdón para el culpable, cuando éste vuelve sinceramente hacia Él.
No es éste, por cierto, el retrato de un Dios sin piedad. Así es que conviene hacer notar que Jesús nunca pronunció contra persona alguna, ni aun contra los mayores culpables, una condenación irremisible.
El carácter esencial de las penas irrevocables es la ineficacia del arrepentimiento. Jesús, pues, jamás dijo que el arrepentimiento nunca hallaría perdón ante Dios. En todas las ocasiones, al contrario, muestra a Dios clemente, misericordioso, dispuesto a recibir al hijo pródigo a su regreso, bajo el techo paterno. No lo presenta inflexible más que con el pecador endurecido. Pero si tiene el castigo en una mano, en la otra tiene siempre el perdón para el culpable, cuando éste vuelve sinceramente hacia Él.
No es éste, por cierto, el retrato de un Dios sin piedad. Así es que conviene hacer notar que Jesús nunca pronunció contra persona alguna, ni aun contra los mayores culpables, una condenación irremisible.
8. Todas las religiones primitivas, de acuerdo con el carácter de los pueblos, tuvieron dioses guerreros que combatieron mandando los ejércitos. El Jehová de los hebreos les daba mil medios para exterminar a sus enemigos, les premiaba con la victoria o les castigaba con la derrota. Según la idea que se formaba de Dios, se creía honrarle o aplacarle con la sangre de los animales o de los hombres. De aquí proceden los sacrificios sangrientos que tan importante papel hicieron en todas las religiones antiguas. Los judíos habían abolido los sacrificios humanos. Los cristianos, a pesar de la enseñanza de Cristo, creyeron por mucho tiempo honrar al Creador entregando por millares a las llamas y a los tormentos a aquellos que llamaba herejes. Eran, bajo otra forma, verdaderos sacrificios humanos, puesto que lo hacían para mayor gloria de Dios, y con acompañamiento de ceremonias religiosas. Hoy mismo invocan todavía al Dios de los ejércitos antes del combate, y le glorifican después de la victoria, y esto, muchas veces por las causas más injustas y más anticristianas.
9. ¡Cuán tardío es el hombre en desprenderse de sus preocupaciones, de sus costumbres y de sus ideas primeras! Cuántos siglos nos separan de Moisés, y nuestra generación cristiana ve todavía huellas de los antiguos y bárbaros usos, admitidos, o al menos aprobados, por la religión actual. Ha sido necesario el poder de la opinión de los no ortodoxos, de aquellos apellidos herejes, para concluir con las hogueras y hacer comprender la verdadera grandeza de Dios. Pero a falta de hogueras, las persecuciones materiales y morales están en todo su vigor. Tan arraigada está en el hombre la idea de un Dios cruel. Imbuido de sentimientos que le inculcan desde la niñez, ¿puede el hombre admirarse de que el Dios que le representan honrándose por actos bárbaros, condene a tormentos eternos, y vea sin piedad los padecimientos de los condenados?
Sí, son algunos filósofos impíos, en sentir de algunos, los que se escandalizaron al ver el nombre de Dios profanado por actos indignos de Él. Son aquellos que lo mostraron a los hombres en toda su magnitud, despojándole de las pasiones y de las pequeñeces humanas que le atribuía una creencia poco ilustrada. La religión ganó en dignidad lo que perdió en prestigio exterior, pues si son menos los hombres adictos a la forma, es mayor el número de los que son con más sinceridad religiosos en su corazón y en sus sentimientos.
Pero al lado de aquellos, ¡cuántos hay que, quedándose en la superficie, han venido a parar a la negación de toda providencia! Por no haber sabido poner al tiempo las creencias religiosas en armonía con los progresos de la razón humana, han hecho surgir en los unos el deísmo, en los otros la incredulidad absoluta, en otros el panteísmo; es decir, que el hombre se hizo Dios a sí mismo por no ver uno bastante perfecto.
Sí, son algunos filósofos impíos, en sentir de algunos, los que se escandalizaron al ver el nombre de Dios profanado por actos indignos de Él. Son aquellos que lo mostraron a los hombres en toda su magnitud, despojándole de las pasiones y de las pequeñeces humanas que le atribuía una creencia poco ilustrada. La religión ganó en dignidad lo que perdió en prestigio exterior, pues si son menos los hombres adictos a la forma, es mayor el número de los que son con más sinceridad religiosos en su corazón y en sus sentimientos.
Pero al lado de aquellos, ¡cuántos hay que, quedándose en la superficie, han venido a parar a la negación de toda providencia! Por no haber sabido poner al tiempo las creencias religiosas en armonía con los progresos de la razón humana, han hecho surgir en los unos el deísmo, en los otros la incredulidad absoluta, en otros el panteísmo; es decir, que el hombre se hizo Dios a sí mismo por no ver uno bastante perfecto.