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EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo > PRIMERA PARTE > CAPÍTULO IV - El Infierno > Cuadro del infierno cristiano > 13
13. El autor añade a este cuadro las reflexiones siguientes, cuyo alcance es fácil de comprender. “La resurrección de los cuerpos es un milagro, pero Dios hace otro milagro dando a aquellos mortales, gastados ya por las pruebas pasajeras de la vida, aniquilados ya una vez, la virtud de subsistir sin disolverse, en un horno en el cual se evaporarían los metales. Que diga que el alma es su propio verdugo, que Dios no la atormenta, pero que la abandona en el fatal estado que ella escogió, esto puede en rigor comprenderse, aunque el abandono eterno de un ser extraviado y atormentado parezca poco conforme con la bondad del Creador. Pero lo que se dice del alma y de las penas espirituales no puede decirse de los cuerpos y de las penas corporales. No basta que Dios retire su mano. Es necesario, al contrario, que la manifieste, que intervenga, que obre, pues sin esto el cuerpo sucumbiría.” Los teólogos, suponen, pues, que Dios, en efecto, después de la resurrección, aquel segundo milagro del cual hemos hablado. Retira, primero, del sepulcro que los había devorado, nuestros cuerpos de tierra, los saca de allí tal cual fueron sepultados, con sus enfermedades originales y las degradaciones sucesivas de la edad, de la enfermedad y del vicio. Nos los restituye en aquel estado decrépito, tiritando, gotosos, llenos de necesidades, sensibles a una picadura de abeja, marchitos para las señales de vida y de muerte, y éste es el primer milagro. Después, a estos cuerpos deleznables, prontos a volver al polvo de que salieron, impone una propiedad que nunca tuvieron, y he aquí el segundo milagro. Les impone la inmortalidad, aquel mismo don que encolerizado, decid más bien en su misericordia, retiró a Adán al salir del Edén. Cuando Adán era inmortal era invulnerable, y cuando cesó de ser invulnerable, fue mortal: la muerte fue inmediata al dolor. La resurrección no nos restablece las condiciones del hombre inocente ni las del hombre culpable. Es una resurrección de nuestras miserias solamente, pero con un recargo de otras nuevas, infinitamente más horribles. Es, en parte, una verdadera creación, la más maliciosa que la imaginación se haya atrevido a concebir. Dios cambia de parecer, y para añadir a los tormentos espirituales de los pecadores tormentos carnales que puedan durar siempre, varía de repente, por un efecto de su poder, las leyes y las propiedades asignadas por Él mismo, desde el principio, a los compuestos de materia. Resucita carnes enfermas y corrompidas, y uniendo con un nudo indestructible aquellos elementos que naturalmente tienen que separarse, mantiene y perpetúa, contra el orden natural, aquella podredumbre viviente, la echa al fuego no para purificarla, sino para conservarla tal como es, sensible, quejumbrosa, ardiente, tal como la quiere, inmortal. Con este milagro se hace de Dios uno de los verdugos del infierno, porque si los condenados no pueden culparse más que a sí mismos de sus males espirituales, en recompensa, no pueden atribuir los otros más que a Dios. Sin duda sería poca cosa abandonarlos después de su muerte a la tristeza, al arrepentimiento y a todas las angustias de un alma que siente haber perdido el supremo bien: Dios irá, según los teólogos, a buscarlos en aquella noche al fondo de aquel abismo. Los llamará por un momento a la luz del día, no para consolarlos, sino para revestirlos de un cuerpo asqueroso, ardiente, imperecedero, más apestado que la túnica de Dejanira, y entonces es cuando los abandonará para siempre. Y aun así no los abandonará, puesto que el infierno no subsiste, así como tampoco la tierra y el cielo, sino es por un acto permanente de su voluntad, siempre activa, y todo desaparecería si cesase de sostenerlo. Tendrá puesta continuamente su mano sobre ellos para impedir que se apague el fuego y que su cuerpo no se consuma, queriendo que aquellos desgraciados inmortales contribuyan, por sus suplicios constantes, a la edificación de los elegidos.