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EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo > SEGUNDA PARTE - EJEMPLOS > CAPÍTULO VII - Espíritus endurecidos > La Pommeray
La Pommeray
El castigo por la luz
En una de las sesiones de la Sociedad de París, en que se discutió la cuestión de la turbación que sigue generalmente a la muerte, un espíritu al cual nadie había aludido y que no se pensaba evocar se manifestó espontáneamente por medio de la comunicación siguiente. Aunque no se firmó, se reconoció sin esfuerzos a un gran criminal que la justicia humana acababa de ajusticiar.
¿Qué es lo que decís de turbación? ¿Por qué empleáis palabras vanas? Sois unos visionarios y utopistas. Ignoráis completamente aquellas cuestiones de las cuales pretendeis ocuparos. No, señores, la turbación no existe sino en vuestro cerebro. ¡Yo estoy muerto sin ninguna clase de duda, y me veo claro en mí mismo, alrededor de mí y por todas partes!... ¡La vida es una lúgubre comedia! ¡Aquellos que se hacen quitar de la escena antes de caer el telón, son unos torpes!... La muerte es el terror, un castigo o un deseo, según la debilidad o la fuerza de los que la temen, la desafían o la imploran. ¡Para todos es una amarga irrisión!... La luz me deslumbra y penetra como aguda flecha la sutileza de mi ser... Me han castigado con las tinieblas de la cárcel, se han creído castigarme con las tinieblas de la tumba o con las que sueñan los supersticiosos católicos. Y bien, sois vosotros, señores, quienes sufrís la oscuridad, y yo, el desgraciado social, me cierno sobre vosotros... ¡Quiero permanecer yo! Fuerte por el pensamiento, desdeño las advertencias que resuenan a mi alrededor... Veo claro... ¡Un crimen! ¡Es una palabra! El crimen existe por todas partes. Cuando es ejecutado por masas de hombres, se le glorifica. En un particular, es infamado. ¡Absurdo!
“No quiero quejarme..., no pido nada..., me basto y sabré 1uchar contra esta odiosa luz.”
El que ayer era un hombre
Habiéndose analizado esta comunicación en la sesión siguiente. se reconoció en el mismo cinismo del lenguaje una grave enseñanza, y se vio que la situación de este desgraciado es una nueva faz del castigo que espera a los culpables. En efecto, mientras que los unos están hundidos en las tinieblas o en un aislamiento absoluto, otros sufren durante muchos años las angustias de su última hora, o se creen aún de este mundo. La luz brilla para ése.
Este espíritu goza de la plenitud de sus facultades. Sabe perfectamente que está muerto y no se queja de nada, no pide ninguna asistencia y hasta desprecia las leyes divinas y humanas. ¿Puede presumirse que se evadirá del castigo? No, sino que la justicia de Dios se cumple bajo todas las formas, y lo que constituye la alegría de los unos es para los otros un tormento. Esta luz constituye su suplicio, contra el cual se resiste, y a pesar de su orgullo, lo confiesa cuando asevera: “Me basto y sabré luchar contra esta odiosa luz”, y en esta otra frase: “La luz me deslumbra y penetra como una aguda flecha la sutileza de mi ser.” Estas palabras, sutileza de mi ser, son características: reconoce que su cuerpo es fluídico y penetrable a la luz a que no puede escapar, y esta luz le traspasa como una flecha aguda.
Este espíritu se coloca en este lugar, entre los endurecidos, porque tardó mucho en manifestar el menor arrepentimiento. Es un ejemplo de la verdad de que el progreso moral no sigue siempre al progreso intelectual. No obstante, poco a poco se ha enmendado, y más tarde dio comunicaciones sabiamente razonadas e instructivas. Hoy puede colocarse entre los espíritus arrepentidos.
Después de rogar a nuestros guías espirituales para que dijeran su parecer sobre este objeto, dictaron las tres comunicaciones siguientes, que merecen fijemos en ellas una formal atención.
I
Los espíritus, en el estado errante, están, evidentemente, desde el punto de vista de las existencias, inactivos y en expectación. Pero, a pesar de ello, pueden expiar, con tal que su orgullo, la tenacidad formidable y terca de sus errores, no les retenga en el momento de su ascensión progresiva.
Tenéis de esto un ejemplo terrible en la última comunicación de este criminal endurecido, luchando contra la justicia divina que le estrecha después de la de los hombres. En este caso, la expiación, o mejor dicho, el sufrimiento fatal que le oprime, en lugar de aprovecharle y de hacerle sentir la profunda significación de sus penas, le exalta, le subleva, y le hace dar lo que la Escritura, en su poética elocuente, llama rechinamientos de dientes, ¡imagen por excelencia! ¡Signo del sufrimiento abatido! ¡Perdido en el dolor, pero cuya rebelión es todavía lo bastante grande para que se resistan a reconocer la verdad de la pena y la verdad de la recompensa!
Los grandes errores se continúan a menudo, y casi siempre en el mundo de los espíritus, lo mismo que las conciencias muy criminales. Ser él a pesar de todo y hacer alarde ante lo infinito, se parece mucho a la ceguera del hombre que contempla las estrellas y las toma por los arabescos de un techo, tal como lo creían los galos en tiempo de Alejandro.
¡Hay la moral infinita! ¡Miserable, ínfimo es aquel que bajo pretexto de continuar las luchas y las fanfarronadas abyectas de la tierra, no ve más allá, en el otro mundo. que lo que veía en la tierra! Para éste es la ceguera, el desprecio de los otros, la egoísta y mezquina personalidad y la detención del progreso. ¡Oh. hombres! Es una gran verdad que entre la inmortalidad de un nombre puro dejado en la tierra y la inmortalidad que guardan realmente los espíritus en sus pruebas sucesivas, hay un secreto acuerdo.
Lamennais
II
Precipitar a un hombre en las tinieblas o en torrentes de claridad. El resultado, ¿no es el mismo? El uno y el otro no ven nada a su alrededor, y se acostumbrarán con más facilidad a la sombra que a la intensa claridad eléctrica en la cual puede ser sumergido. Por consiguiente, el espíritu que se ha comunicado en la última sesión expresa bien la verdad de su situación cuando exclama: “¡Oh! ¡Yo me libraré de esta odiosa luz!” En efecto, esta luz es tanto más terrible, tanto más espantosa, cuanto más penetra por completo, haciendo visibles y transparentes sus más recónditos pensamientos. Ese es uno de sus castigos espirituales más rudos. Se encuentra, por así expresarlo, dentro de la casa de vidrio que pedía Sócrates. También en esto tenemos una enseñanza, porque lo que hubiera sido la alegría y el consuelo del sabio se vuelve un castigo infamante y continuo del mal, del criminal, del parricida, espantado ante su propia personalidad.
¿Comprendéis, hijos míos. el dolor y el terror que deben oprimir a aquel que, durante una existencia siniestra, se complacía en combinar, en maquinar los más tristes crímenes en el fondo de su ser, donde se refugiaba como una bestia salvaje en su caverna, y que hoy se encuentra echado de su guarida, donde se ocultaba a las miradas y a la investigación de sus contemporáneos? ¡Su máscara de impasibilidad le ha sido ahora arrancada y cada uno de sus pensamientos se refleja sucesivamente en su frente!
Sí, en adelante, ningún reposo, ningún asilo para este formidable criminal. Cada pensamiento malo, y Dios sabe si su alma lo siente, se descubre por fuera y en su interior, como a un choque eléctrico superior. Quiere ocultarse a la multitud, y la luz, odiosa para él, lo presenta continuamente a la vista de todos. ¡Quiere ocultarse, y huye jadeante y desesperado a través de los espacios inconmensurables. y por todas partes la luz! Por todas partes las miradas que lo penetran, y se precipita de nuevo en persecución de la sombra buscando la noche, y la sombra y la noche no existen para él. Llama a la muerte en su ayuda, pero la muerte no es más que una palabra vacía de sentido. ¡El desgraciado huye siempre, marcha a la locura espiritual, castigo terrible! ¡Dolor horroroso! ¿Cómo luchará consigo para desembarazarse de sí mismo? Porque tal es la ley suprema más allá de la Tierra. Es el culpable mismo quien se convierte en el más inexorable castigo de sí mismo.
¿Cuánto tiempo durará? Hasta que su voluntad, por fin, vencida, se doble bajo la opresión punzante del remordimiento, y su frente soberbia se humille ante sus víctimas aplacadas y ante los espíritus de justicia. Y observad, finalmente. la alta lógica de las leyes inmutables. En esto cumplirá también lo que escribía en esta altiva comunicación, tan clara, tan lúcida, y tan tristemente llena de sí mismo, que dio el viernes último, libertándose por un acto de su propia voluntad.
Erasto
III
La justicia humana no hace excepción de la individualidad de los seres que castiga, midiendo el crimen por el mismo crimen. Hiere indistintamente a los que lo han cometido, y la misma pena alcanza al culpable sin distinción de sexo y cualquiera que sea su educación. La justicia divina procede de otra manera. Los castigos corresponden al grado de adelanto de los seres a los cuales son impuestos. La igualdad entre los individuos: dos hombres culpables en el mismo grado pueden estar separados por la distancia de los polos que se hunde, el uno en la opacidad intelectual de los primeros círculos iniciadores, mientras que el otro, habiéndolos pasado, posee la lucidez que libra al espíritu de la turbación. Entonces no son las tinieblas las que castigan sino la agudeza de luz espiritual. Ella traspasa la inteligencia terrestre, y le hace sentir la angustia de una llaga viva.
Los seres desencarnados a quienes persigue la representación material de su crimen sufren el choque de la electricidad física: sufren por los sentidos. Los que están ya desmaterializados, por el espíritu: sienten un dolor muy superior que anonada, en sus amargas agitaciones, el recuerdo de los hechos para no dejar subsistir sino la creencia de sus causas.
El hombre puede, pues, a pesar de la criminalidad de sus acciones, poseer un adelanto inferior, y mientras que las pasiones le hacen obrar como un bruto, avivadas sus facultades, le elevan por encima de la espesa atmósfera de las capas inferiores. La ausencia de ponderación, de equilibrio entre el progreso moral y el progreso intelectual, produce las anomalías muy frecuentes en las épocas de materialismo y de transición.
La luz que tortura al espíritu culpable es, ciertamente, el rayo espiritual que inunda de claridad las moradas secretas de su orgullo, descubriéndole la inutilidad de su ser destrozado. Estos son los primeros síntomas y las primeras angustias de la agonía espiritual, que anuncian la separación o disolución de los elementos intelectuales y materiales que componen la primitiva dualidad humana y deben desaparecer en la gran unidad del ser acabado.
Juan Reynaud
Estas tres comunicaciones, obtenidas simultáneamente, se complementan la una con la otra, y presentan el castigo bajo un nuevo aspecto eminentemente filosófico y racional. Es probable que los espíritus, queriendo tratar esta cuestión presentando un ejemplo, habían provocado, con este objeto, la comunicación espontánea del espíritu culpable.
Al lado de este cuadro tomado sobre un hecho real, pondremos otro de un predicador que predicaba la cuaresma en Montreuil sur-Mer, en 1865, describiendo el infierno, estableciendo de este modo un paralelismo:
“¡El fuego del infierno es millones de veces más intenso que el de la Tierra, y si uno de los cuerpos que arden en él sin consumirse cayese sobre nuestro planeta, lo apestaría de uno a otro extremo! El infierno es una vasta y sombría caverna, erizada de clavos puntiagudos, de hojas de espadas muy aceradas, de hojas de navajas de afeitar muy afiladas, en el cual son precipitadas las almas de los condenados" (véase la Revista Espiritista, julio de 1864, p. 199).
En una de las sesiones de la Sociedad de París, en que se discutió la cuestión de la turbación que sigue generalmente a la muerte, un espíritu al cual nadie había aludido y que no se pensaba evocar se manifestó espontáneamente por medio de la comunicación siguiente. Aunque no se firmó, se reconoció sin esfuerzos a un gran criminal que la justicia humana acababa de ajusticiar.
¿Qué es lo que decís de turbación? ¿Por qué empleáis palabras vanas? Sois unos visionarios y utopistas. Ignoráis completamente aquellas cuestiones de las cuales pretendeis ocuparos. No, señores, la turbación no existe sino en vuestro cerebro. ¡Yo estoy muerto sin ninguna clase de duda, y me veo claro en mí mismo, alrededor de mí y por todas partes!... ¡La vida es una lúgubre comedia! ¡Aquellos que se hacen quitar de la escena antes de caer el telón, son unos torpes!... La muerte es el terror, un castigo o un deseo, según la debilidad o la fuerza de los que la temen, la desafían o la imploran. ¡Para todos es una amarga irrisión!... La luz me deslumbra y penetra como aguda flecha la sutileza de mi ser... Me han castigado con las tinieblas de la cárcel, se han creído castigarme con las tinieblas de la tumba o con las que sueñan los supersticiosos católicos. Y bien, sois vosotros, señores, quienes sufrís la oscuridad, y yo, el desgraciado social, me cierno sobre vosotros... ¡Quiero permanecer yo! Fuerte por el pensamiento, desdeño las advertencias que resuenan a mi alrededor... Veo claro... ¡Un crimen! ¡Es una palabra! El crimen existe por todas partes. Cuando es ejecutado por masas de hombres, se le glorifica. En un particular, es infamado. ¡Absurdo!
“No quiero quejarme..., no pido nada..., me basto y sabré 1uchar contra esta odiosa luz.”
El que ayer era un hombre
Habiéndose analizado esta comunicación en la sesión siguiente. se reconoció en el mismo cinismo del lenguaje una grave enseñanza, y se vio que la situación de este desgraciado es una nueva faz del castigo que espera a los culpables. En efecto, mientras que los unos están hundidos en las tinieblas o en un aislamiento absoluto, otros sufren durante muchos años las angustias de su última hora, o se creen aún de este mundo. La luz brilla para ése.
Este espíritu goza de la plenitud de sus facultades. Sabe perfectamente que está muerto y no se queja de nada, no pide ninguna asistencia y hasta desprecia las leyes divinas y humanas. ¿Puede presumirse que se evadirá del castigo? No, sino que la justicia de Dios se cumple bajo todas las formas, y lo que constituye la alegría de los unos es para los otros un tormento. Esta luz constituye su suplicio, contra el cual se resiste, y a pesar de su orgullo, lo confiesa cuando asevera: “Me basto y sabré luchar contra esta odiosa luz”, y en esta otra frase: “La luz me deslumbra y penetra como una aguda flecha la sutileza de mi ser.” Estas palabras, sutileza de mi ser, son características: reconoce que su cuerpo es fluídico y penetrable a la luz a que no puede escapar, y esta luz le traspasa como una flecha aguda.
Este espíritu se coloca en este lugar, entre los endurecidos, porque tardó mucho en manifestar el menor arrepentimiento. Es un ejemplo de la verdad de que el progreso moral no sigue siempre al progreso intelectual. No obstante, poco a poco se ha enmendado, y más tarde dio comunicaciones sabiamente razonadas e instructivas. Hoy puede colocarse entre los espíritus arrepentidos.
Después de rogar a nuestros guías espirituales para que dijeran su parecer sobre este objeto, dictaron las tres comunicaciones siguientes, que merecen fijemos en ellas una formal atención.
I
Los espíritus, en el estado errante, están, evidentemente, desde el punto de vista de las existencias, inactivos y en expectación. Pero, a pesar de ello, pueden expiar, con tal que su orgullo, la tenacidad formidable y terca de sus errores, no les retenga en el momento de su ascensión progresiva.
Tenéis de esto un ejemplo terrible en la última comunicación de este criminal endurecido, luchando contra la justicia divina que le estrecha después de la de los hombres. En este caso, la expiación, o mejor dicho, el sufrimiento fatal que le oprime, en lugar de aprovecharle y de hacerle sentir la profunda significación de sus penas, le exalta, le subleva, y le hace dar lo que la Escritura, en su poética elocuente, llama rechinamientos de dientes, ¡imagen por excelencia! ¡Signo del sufrimiento abatido! ¡Perdido en el dolor, pero cuya rebelión es todavía lo bastante grande para que se resistan a reconocer la verdad de la pena y la verdad de la recompensa!
Los grandes errores se continúan a menudo, y casi siempre en el mundo de los espíritus, lo mismo que las conciencias muy criminales. Ser él a pesar de todo y hacer alarde ante lo infinito, se parece mucho a la ceguera del hombre que contempla las estrellas y las toma por los arabescos de un techo, tal como lo creían los galos en tiempo de Alejandro.
¡Hay la moral infinita! ¡Miserable, ínfimo es aquel que bajo pretexto de continuar las luchas y las fanfarronadas abyectas de la tierra, no ve más allá, en el otro mundo. que lo que veía en la tierra! Para éste es la ceguera, el desprecio de los otros, la egoísta y mezquina personalidad y la detención del progreso. ¡Oh. hombres! Es una gran verdad que entre la inmortalidad de un nombre puro dejado en la tierra y la inmortalidad que guardan realmente los espíritus en sus pruebas sucesivas, hay un secreto acuerdo.
Lamennais
II
Precipitar a un hombre en las tinieblas o en torrentes de claridad. El resultado, ¿no es el mismo? El uno y el otro no ven nada a su alrededor, y se acostumbrarán con más facilidad a la sombra que a la intensa claridad eléctrica en la cual puede ser sumergido. Por consiguiente, el espíritu que se ha comunicado en la última sesión expresa bien la verdad de su situación cuando exclama: “¡Oh! ¡Yo me libraré de esta odiosa luz!” En efecto, esta luz es tanto más terrible, tanto más espantosa, cuanto más penetra por completo, haciendo visibles y transparentes sus más recónditos pensamientos. Ese es uno de sus castigos espirituales más rudos. Se encuentra, por así expresarlo, dentro de la casa de vidrio que pedía Sócrates. También en esto tenemos una enseñanza, porque lo que hubiera sido la alegría y el consuelo del sabio se vuelve un castigo infamante y continuo del mal, del criminal, del parricida, espantado ante su propia personalidad.
¿Comprendéis, hijos míos. el dolor y el terror que deben oprimir a aquel que, durante una existencia siniestra, se complacía en combinar, en maquinar los más tristes crímenes en el fondo de su ser, donde se refugiaba como una bestia salvaje en su caverna, y que hoy se encuentra echado de su guarida, donde se ocultaba a las miradas y a la investigación de sus contemporáneos? ¡Su máscara de impasibilidad le ha sido ahora arrancada y cada uno de sus pensamientos se refleja sucesivamente en su frente!
Sí, en adelante, ningún reposo, ningún asilo para este formidable criminal. Cada pensamiento malo, y Dios sabe si su alma lo siente, se descubre por fuera y en su interior, como a un choque eléctrico superior. Quiere ocultarse a la multitud, y la luz, odiosa para él, lo presenta continuamente a la vista de todos. ¡Quiere ocultarse, y huye jadeante y desesperado a través de los espacios inconmensurables. y por todas partes la luz! Por todas partes las miradas que lo penetran, y se precipita de nuevo en persecución de la sombra buscando la noche, y la sombra y la noche no existen para él. Llama a la muerte en su ayuda, pero la muerte no es más que una palabra vacía de sentido. ¡El desgraciado huye siempre, marcha a la locura espiritual, castigo terrible! ¡Dolor horroroso! ¿Cómo luchará consigo para desembarazarse de sí mismo? Porque tal es la ley suprema más allá de la Tierra. Es el culpable mismo quien se convierte en el más inexorable castigo de sí mismo.
¿Cuánto tiempo durará? Hasta que su voluntad, por fin, vencida, se doble bajo la opresión punzante del remordimiento, y su frente soberbia se humille ante sus víctimas aplacadas y ante los espíritus de justicia. Y observad, finalmente. la alta lógica de las leyes inmutables. En esto cumplirá también lo que escribía en esta altiva comunicación, tan clara, tan lúcida, y tan tristemente llena de sí mismo, que dio el viernes último, libertándose por un acto de su propia voluntad.
Erasto
III
La justicia humana no hace excepción de la individualidad de los seres que castiga, midiendo el crimen por el mismo crimen. Hiere indistintamente a los que lo han cometido, y la misma pena alcanza al culpable sin distinción de sexo y cualquiera que sea su educación. La justicia divina procede de otra manera. Los castigos corresponden al grado de adelanto de los seres a los cuales son impuestos. La igualdad entre los individuos: dos hombres culpables en el mismo grado pueden estar separados por la distancia de los polos que se hunde, el uno en la opacidad intelectual de los primeros círculos iniciadores, mientras que el otro, habiéndolos pasado, posee la lucidez que libra al espíritu de la turbación. Entonces no son las tinieblas las que castigan sino la agudeza de luz espiritual. Ella traspasa la inteligencia terrestre, y le hace sentir la angustia de una llaga viva.
Los seres desencarnados a quienes persigue la representación material de su crimen sufren el choque de la electricidad física: sufren por los sentidos. Los que están ya desmaterializados, por el espíritu: sienten un dolor muy superior que anonada, en sus amargas agitaciones, el recuerdo de los hechos para no dejar subsistir sino la creencia de sus causas.
El hombre puede, pues, a pesar de la criminalidad de sus acciones, poseer un adelanto inferior, y mientras que las pasiones le hacen obrar como un bruto, avivadas sus facultades, le elevan por encima de la espesa atmósfera de las capas inferiores. La ausencia de ponderación, de equilibrio entre el progreso moral y el progreso intelectual, produce las anomalías muy frecuentes en las épocas de materialismo y de transición.
La luz que tortura al espíritu culpable es, ciertamente, el rayo espiritual que inunda de claridad las moradas secretas de su orgullo, descubriéndole la inutilidad de su ser destrozado. Estos son los primeros síntomas y las primeras angustias de la agonía espiritual, que anuncian la separación o disolución de los elementos intelectuales y materiales que componen la primitiva dualidad humana y deben desaparecer en la gran unidad del ser acabado.
Juan Reynaud
Estas tres comunicaciones, obtenidas simultáneamente, se complementan la una con la otra, y presentan el castigo bajo un nuevo aspecto eminentemente filosófico y racional. Es probable que los espíritus, queriendo tratar esta cuestión presentando un ejemplo, habían provocado, con este objeto, la comunicación espontánea del espíritu culpable.
Al lado de este cuadro tomado sobre un hecho real, pondremos otro de un predicador que predicaba la cuaresma en Montreuil sur-Mer, en 1865, describiendo el infierno, estableciendo de este modo un paralelismo:
“¡El fuego del infierno es millones de veces más intenso que el de la Tierra, y si uno de los cuerpos que arden en él sin consumirse cayese sobre nuestro planeta, lo apestaría de uno a otro extremo! El infierno es una vasta y sombría caverna, erizada de clavos puntiagudos, de hojas de espadas muy aceradas, de hojas de navajas de afeitar muy afiladas, en el cual son precipitadas las almas de los condenados" (véase la Revista Espiritista, julio de 1864, p. 199).