Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Septiembre

En la propagación del Espiritismo sucede un fenómeno digno de señalar. Hace apenas algunos años que –resucitado de las creencias antiguas– ha hecho su reaparición entre nosotros, no más como antiguamente a la sombra de los misterios, sino en plena luz y a la vista de todo el mundo. Para unos ha sido objeto de curiosidad pasajera, un entretenimiento que se lo deja como a un juguete para tomar otro; en muchos, no ha encontrado más que la indiferencia; en la mayoría, la incredulidad, a pesar de la opinión de los filósofos cuyos nombres se invocan a cada instante como autoridad. Esto no tiene nada de sorprendente: el propio Jesús ¿convenció a todo el pueblo judío con sus milagros? Su bondad y la sublimidad de su doctrina, ¿le hicieron encontrar la gracia ante sus jueces? ¿No ha sido tratado de embustero y de impostor? Y si no le han aplicado el epíteto de charlatán fue porque, por entonces, no se conocía ese término de nuestra civilización moderna. Sin embargo, hombres serios han visto en los fenómenos que suceden en nuestros días otra cosa más que un objeto de frivolidad; ellos han estudiado, han profundizado con los ojos del observador concienzudo y han encontrado la clave de una multitud de misterios hasta entonces incomprendidos; esto ha sido para ellos un rayo de luz, y he aquí que de esos hechos ha surgido toda una doctrina, toda una filosofía y, podemos decir, toda una ciencia, al inicio divergente según el punto de vista o la opinión personal del observador, pero poco a poco tendiente a la unidad de principios. A pesar de la oposición interesada de algunos y sistemática de aquellos que creen que la luz sólo puede salir de sus cerebros, esta doctrina encuentra numerosos adeptos porque esclarece al hombre sobre sus verdaderos intereses presentes y futuros, porque responde a sus aspiraciones en cuanto al porvenir, vuelto de cierto modo palpable; en fin, porque a la vez satisface a su razón y a sus esperanzas, y disipa las dudas que degeneraban en una absoluta incredulidad. Ahora bien, con el Espiritismo, todas las filosofías materialistas o panteístas caen por sí mismas; la duda no es más posible con respecto a la Divinidad, a la existencia del alma, a su individualidad, a su inmortalidad; su futuro se nos aparece como la luz del día, y sabemos que este futuro –que siempre deja una puerta abierta a la esperanza– depende de nuestra voluntad y de los esfuerzos que hagamos para el bien.

En cuanto se vio en el Espiritismo solamente fenómenos materiales, no se interesaron por el mismo sino como por un espectáculo, porque se dirigía a los ojos; pero desde el momento en que se ha elevado a la categoría de ciencia moral, ha sido tomado en serio, porque ha hablado al corazón y a la inteligencia, y porque cada uno ha encontrado en Él la solución de aquello que buscaba vagamente en sí mismo; una confianza basada en la evidencia ha reemplazado a la incertidumbre punzante; del punto de vista tan elevado en que nos ubica, las cosas de la Tierra aparecen tan pequeñas y tan mezquinas que las vicisitudes de este mundo no son más que incidentes pasajeros que soportamos con paciencia y resignación; la vida corporal es sólo una corta parada en la vida del alma, y para servirnos de la expresión de nuestro sabio y espiritual compañero –el Sr. Jobard–, no es más que un mal albergue, donde no vale la pena deshacer las maletas.Con la Doctrina Espírita todo es definido, todo está claro, todo habla a la razón; en una palabra, todo se explica, y aquellos que la han profundizado en su esencia obtienen en la misma una satisfacción interior a la cual no quieren renunciar más. He aquí por qué ha encontrado en tan poco tiempo numerosas simpatías, y estas simpatías no son reclutadas en el círculo restricto de una localidad, sino en el mundo entero. Si los hechos no estuvieran ahí para probarlo, lo juzgaríamos por nuestra Revista que sólo tiene algunos meses de existencia, cuyos suscriptores –aunque no se cuenten todavía por millares– están esparcidos por todos los puntos del globo. Además de los abonados de París y de sus Departamentos, nosotros los tenemos en Inglaterra, Escocia, Holanda, Bélgica, Prusia, San Petersburgo, Moscú, Nápoles, Florencia, Milán, Génova, Turín, Ginebra, Madrid, Shangai –en China–, Batavia, Cayena, México, Canadá, Estados Unidos, etc. No lo decimos por fanfarronería, si no como un hecho característico. Para que un periódico que recién nace, especializado, sea desde hoy solicitado en regiones tan diversas y tan distantes, es preciso que el objeto de que trate encuentre allí adeptos; de otro modo, no lo suscribirían por simple curiosidad desde varias millares de leguas, aunque fuese del mejor escritor. Por lo tanto, es su objeto el que interesa y no su modesto redactor; a los ojos de sus lectores, su objeto es por lo tanto serio. Resulta así evidente que el Espiritismo tiene raíces en todas las partes del mundo y, desde este punto de vista, veinte suscriptores repartidos en veinte países diferentes probarían más que cien concentrados en una sola localidad, porque no se lo podría suponer como la obra de una camarilla.

La manera con la cual se ha propagado el Espiritismo, hasta este día, no merece una atención menos seria. Si la prensa hubiese hecho resonar su voz a su favor, si lo hubiera ensalzado; en una palabra, si el mundo estuviese harto de oír hablar de Él, se podría decir que se ha propagado como todas las cosas que encuentran consumo gracias a una reputación ficticia y con la cual se quiere experimentar, aunque no fuese más que por curiosidad. Pero nada de esto ha tenido lugar: la prensa, en general, no le ha prestado voluntariamente ningún apoyo; ella lo ha desdeñado, o si, en raros intervalos, de Él habló, ha sido para ponerlo en ridículo y para enviar a sus adeptos a los manicomios, cosa poco animadora para los que hubiesen tenido la veleidad de iniciarse. Apenas el propio Sr. Home ha tenido los honores de algunas menciones medio serias, mientras que los acontecimientos más vulgares encuentran en la misma un amplio espacio. Además es fácil percibir, en el lenguaje de los adversarios, que éstos hablan de la Doctrina Espírita como los ciegos de los colores, sin conocimiento de causa, sin examen serio y profundo, y únicamente bajo una primera impresión; también sus argumentos se limitan a una negación pura y simple, porque nosotros no honramos con el nombre de argumentos a los chistes groseros; las bromas, por más espirituosas que sean, no son razones. Sin embargo, no es preciso acusar de indiferencia o de mala voluntad a todo el personal de la prensa. Individualmente el Espiritismo cuenta en ella con adeptos sinceros, y conocemos a más de uno entre los más distinguidos hombres de letras. ¿Por qué entonces guardan silencio? Es que a la par de la cuestión de creencia está la de la personalidad todopoderosa de este siglo. La creencia –entre ellos como entre muchos otros– es concentrada y no expansiva; además, están obligados a seguir los procedimientos rutinarios de su periódico, y tal periodista teme perder suscriptores enarbolando francamente una bandera cuyo color podría desagradar a algunos de éstos. ¿Durará este estado de cosas? No; pronto sucederá con el Espiritismo lo que ocurrió con el Magnetismo, del cual antes sólo se hablaba en voz baja, y que hoy nadie más teme reconocer.208 Ninguna idea nueva, por más bella y justa que sea, se implanta instantáneamente en el espíritu de las masas, y aquella que no encontrase oposición sería un fenómeno completamente insólito. ¿Por qué el Espiritismo sería la excepción a la regla? A las ideas –como a las frutas– es preciso el tiempo para madurar; pero la liviandad humana hace conque se las juzgue antes de su madurez o sin tomarse el trabajo de sondar sus cualidades íntimas. Esto nos recuerda la espirituosa fábula de La Joven Mona, el Mono y la Nuez. Esta joven mona, como se sabe, recogió una nuez con su cáscara verde; al llevarla a los dientes, hizo una mueca y la arrojó, admirándose de que se crea buena a una cosa tan amarga; pero un viejo mono, menos superficial y sin duda profundo pensador de su especie, recogió la nuez, la partió, la limpió, la comió y la encontró deliciosa. Esto se acompaña de una bella moraleja dirigida a todas las personas que juzgan las cosas nuevas por las apariencias.

Por lo tanto, el Espiritismo ha debido marchar sin el apoyo de ninguna ayuda extraña, y he aquí que en cinco o seis años se divulgó con una rapidez prodigiosa. ¿De dónde ha sacado esta fuerza, si no de sí mismo? Por lo tanto, es preciso que haya en sus principios algo muy poderoso para haberse así propagado sin los medios sobreexcitantes de la publicidad. Es que, como lo hemos dicho anteriormente, cualquiera que se tome el trabajo de profundizarlo, encuentra en Él lo que buscaba, lo que su razón le hacía entrever: una verdad consoladora, y al final de cuentas extrae del mismo la esperanza y un verdadero gozo. También las convicciones adquiridas son serias y durables; de ninguna manera son esas opiniones ligeras que un soplo hace nacer y otro desaparecer. Últimamente alguien nos decía: «–Encuentro en el Espiritismo una tan suave esperanza, y extraigo de Él tan dulces y tan grandes consuelos, que todo pensamiento contrario me haría muy infeliz, y siento que mi mejor amigo se me volvería odioso si intentara alejarme de esta creencia». Cuando una idea no tiene raíces, puede lanzar un resplandor pasajero, como esas flores que se las hace brotar a la fuerza; pero pronto, a falta de sustento, mueren y de ellas no se habla más. Al contrario, aquellas que tienen una base seria, crecen y persisten: terminan por identificarse de tal modo con los hábitos que más adelante nos admiramos por jamás habernos podido privar de ellas.

Si el Espiritismo no ha sido secundado por la prensa de Europa, se dirá que no sucedió lo mismo con la de América. Esto es verdad hasta un cierto punto. Existe en América, como en todas partes, la prensa general y la prensa especializada. Sin duda, la primera se ocupó de Él mucho más que entre nosotros, aunque menos de lo que se piensa; también ella tiene sus órganos hostiles. La prensa especializada cuenta, solamente en los Estados Unidos, con dieciocho periódicos espíritas, de los cuales diez son semanales y varios de formato grande. Vemos que todavía estamos bien a la zaga en este aspecto; pero allá, como aquí, los periódicos especializados se dirigen a las personas especializadas; es evidente que una gaceta médica, por ejemplo, no será buscada de preferencia ni por arquitectos, ni por los hombres de ley; del mismo modo, un periódico espírita no es leído, salvo algunas excepciones, sino por los adeptos del Espiritismo. El gran número de periódicos americanos que trata de esta materia prueba una cosa: que para mantener a los mismos hay bastantes lectores. Sin duda, ellos han hecho mucho; pero, en general, su influencia es puramente local; la mayoría son desconocidos por el público europeo, y los nuestros no les han hecho más que muy raras transcripciones. Al decir que el Espiritismo se ha propagado sin el apoyo de la prensa, hemos querido referirnos a la prensa general que se dirige a todo el mundo, aquella cuya voz alcanza a millones de oídos a cada día y que penetra en los lugares más ocultos; a aquella con la cual el anacoreta, en el fondo del desierto, puede estar al corriente de lo que sucede, tanto como el habitante de la ciudad; en fin, a la que siembra ideas a manos llenas. ¿Cuál es el periódico espírita que puede jactarse de hacer resonar así los ecos del mundo? Ése habla a las personas convencidas; no llama la atención de los indiferentes. Por lo tanto, estamos en lo cierto al decir que el Espiritismo ha sido librado a sus propias fuerzas; si por sí mismo ha dado tan grandes pasos, ¡qué será cuando pueda disponer de la poderosa palanca de la amplia publicidad! A la espera de ese momento, por todas partes Él planta jalones; por todas partes sus ramas han de encontrar puntos de apoyo; en fin, por todas partes encontrará voces cuya autoridad habrá de imponer silencio a sus detractores.

La cualidad de los adeptos del Espiritismo merece una atención particular. ¿Son encontrados en los bajos estratos de la sociedad, entre las personas iletradas? No; éstos se ocupan de Él poco o nada; apenas han oído hablar del mismo. Incluso las mesas giratorias han encontrado entre ellos pocos practicantes. Hasta el presente sus prosélitos están en los primeros estratos de la sociedad, entre las personas esclarecidas, entre los hombres de saber y de raciocinio; y una cosa notable: los médicos que han hecho durante tanto tiempo una guerra encarnizada al Magnetismo, adhieren sin dificultad a la Doctrina Espírita; nosotros contamos con un gran número de ellos, tanto en Francia como en el extranjero, entre nuestros suscriptores, en cuyo número también se encuentran –en su gran mayoría– hombres superiores en todos los aspectos, notabilidades científicas y literarias, altos dignatarios, funcionarios públicos, oficiales generales, comerciantes, eclesiásticos, magistrados, etc., todas personas demasiado serias como para tomar a título de pasatiempo un periódico que, como el nuestro, no presume de ser divertido y menos aún en el que se crea encontrar fantasías. La Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas no es una prueba menos evidente de esta verdad, por la elección de las personas que reúne; sus sesiones son seguidas con un sostenido interés, con una atención religiosa, inclusive podemos decir con gran anhelo, y sin embargo sólo se ocupa de estudios graves, serios, a menudo muy abstractos y no de experiencias propias para suscitar la curiosidad. Hablamos de lo que sucede ante nuestros ojos, pero podemos decir lo mismo de todos los Centros que se ocupan del Espiritismo desde el mismo punto de vista, porque casi por todas partes (como los Espíritus lo habían anunciado) el período de curiosidad llega a su declinación. Estos fenómenos nos hacen entrar en un orden de cosas tan grandes, tan sublimes, que ante esas graves cuestiones un mueble que gira o que golpea es un juguete de niño: es el abecé de la ciencia.

Además, sabemos a qué atenernos ahora sobre la cualidad de los Espíritus golpeadores y, en general, de los que producen efectos materiales. Ellos han sido justamente llamados los saltimbanquis del mundo espírita; es por eso que nos vinculamos menos a ellos que con aquellos que pueden esclarecernos.

Podemos asignar a la propagación del Espiritismo cuatro fases o períodos distintos:

1º) El de la curiosidad, en el cual los Espíritus golpeadores han desempeñado un papel principal para llamar la atención y preparar los caminos.

2º) El de la observación, en el cual entramos, y que también podemos llamar período filosófico. El Espiritismo es profundizado y se depura; tiende a la unidad de Doctrina y se constituye en ciencia. Vendrán después:

3º) El período de la admisión, donde el Espiritismo ha de ocupar un lugar oficial entre las creencias universalmente reconocidas.

4º) El período de influencia sobre el orden social. Será entonces que la Humanidad, bajo la influencia de estas ideas, ha de entrar en un nuevo camino moral. Esta influencia, desde hoy, es individual; más adelante, actuará sobre las masas para el bien general.

Así, por un lado, he aquí a una creencia que se esparce en el mundo entero por sí misma y poco a poco, y sin ninguno de los medios usuales de propaganda forzada; por otro lado, esta misma creencia echa raíces, no en los bajos estratos de la sociedad, sino en su parte más esclarecida. ¿No existe en ese doble hecho algo muy característico y que debe llevar a la reflexión a todos aquellos que aún tratan al Espiritismo de cosa fútil? Contrariamente a muchas otras ideas que parten de abajo –deformadas o desnaturalizadas– y que no penetran sino a la larga en los altos estratos donde se depuran, el Espiritismo parte de lo alto y solamente llegará a las masas cuando esté liberado de las ideas falsas, inseparables de las cosas nuevas.

Sin embargo, es preciso concordar que todavía entre muchos adeptos no hay más que una creencia latente; en unos el miedo al ridículo, en otros el temor a herir –en su perjuicio– ciertas susceptibilidades, los impiden de expresar francamente sus opiniones; sin duda, esto es pueril, y no obstante lo comprendemos; no se puede pedir a ciertos hombres lo que la Naturaleza no les ha dado: el coraje de enfrentar el qué dirán; pero cuando el Espiritismo esté en todas las bocas –y ese tiempo no está lejos–, ese coraje vendrá a los más tímidos. En este aspecto, un cambio notable ya se ha operado desde hace algún tiempo: se habla más abiertamente de Él; ya se arriesgan, y esto hace abrir los ojos a los propios antagonistas que se preguntan si es prudente –en el interés de su propia reputación– criticar severamente una creencia que, quiérase o no, se infiltra en todas partes y encuentra apoyo en lo alto de la sociedad. También el epíteto de locos, tan largamente prodigado a los adeptos, comienza a ser ridículo; este argumento usado ya se ha vuelto trivial, porque pronto los locos serán más numerosos que las personas sensatas, y ya más de un crítico se ha alistado a su lado; además, es el cumplimiento de lo que han anunciado los Espíritus, al decir que: los mayores adversarios del Espiritismo se convertirán en sus más fervientes partidarios y en sus más ardientes propagadores.

En los curiosos documentos célticos que publicamos en nuestro número de abril, hemos visto la doctrina de la reencarnación profesada por los druidas, según el principio de la marcha ascendente del alma humana a la cual hacían recorrer los varios grados de nuestra escala espírita. Todo el mundo sabe que la idea de la reencarnación remonta a la más alta Antigüedad, y que el propio Pitágoras la ha extraído de entre los hindúes y los egipcios. Por lo tanto, no es admirable que Platón, Sócrates y otros compartiesen una opinión admitida por los más ilustres filósofos de aquel tiempo; pero lo que quizá es más notable, es encontrar en esa época el principio de la doctrina de la elección de las pruebas, enseñada hoy por los Espíritus, doctrina que presupone la reencarnación, sin la cual no tendría ninguna razón de ser. No discutiremos hoy esta teoría, que estaba tan lejos de nuestro pensamiento cuando los Espíritus nos la revelaron y que extrañamente nos ha sorprendido, porque –lo reconocemos con toda humildad– lo que Platón había escrito sobre este asunto especial nos era por entonces totalmente desconocido, nueva prueba, entre miles, que las comunicaciones que han sido dadas no son en absoluto el reflejo de nuestra opinión personal.

En cuanto a la de Platón, simplemente constatamos la idea principal, pudiendo cada uno fácilmente tener en cuenta la forma bajo la cual ella es presentada, y juzgar los puntos de contacto que puede tener, en ciertos detalles, con nuestra teoría actual. En su alegoría del Huso de la Necesidad, él supone un diálogo entre Sócrates y Glaucón, y atribuye al primero el siguiente discurso sobre las revelaciones de Er, el Armenio, personaje ficticio –según todas las probabilidades–, aunque algunos lo tomen por Zoroastro.

Fácilmente se ha de comprender que este relato no es sino un cuadro imaginario para conducir al desarrollo de la idea principal: la inmortalidad del alma, la sucesión de las existencias, la elección de esas existencias por efecto del libre albedrío, en fin, las consecuencias felices o desdichadas de esa elección, a menudo imprudente; todas estas proposiciones se encuentran en El Libro de los Espíritus, y vienen a confirmar los numerosos hechos citados en esta Revista.

«El relato que voy a haceros –dice Sócrates a Glaucón– es el de un hombre de corazón: Er, el Armenio, originario de Panfilia. Él había sido muerto en una batalla. Diez días después, cuando llevaban a los cadáveres ya desfigurados de los que con él habían caído, el suyo fue encontrado sano e intacto. Lo condujeron a su casa para hacerle los funerales, y en el segundo día, cuando estaba extendido en la pira, revivió y contó lo que había visto en la otra vida.

«Luego que su alma salió del cuerpo, se puso a camino con una infinidad de otras almas y llegó a un lugar maravilloso, donde se veían en la Tierra dos aberturas –próximas la una de la otra– y otras dos aberturas en el cielo que correspondían con las primeras. Entre estas dos regiones estaban sentados jueces. Tan pronto como pronunciaban una sentencia, mandaban a los justos tomar el camino de la derecha por una de las aberturas del cielo –después de ponerles por delante un rótulo que contenía el juicio dado en su favor–, y a los malos tomar el camino de la izquierda, en los abismos, llevando en la espalda un rótulo semejante donde estaban marcadas todas sus acciones. Cuando se presentó su turno, los jueces declararon que él debía llevar a los hombres la noticia de lo que pasaba en ese otro mundo, y le mandaron que escuchase y que observara todo lo que se le ofrecía.

«En primer lugar vio que las almas juzgadas desaparecían, unas dirigiéndose al cielo, las otras descendiendo a la Tierra a través de las dos aberturas que se correspondían: mientras que por la segunda abertura de la Tierra vio salir almas cubiertas de polvo y de inmundicia, al mismo tiempo que por la segunda abertura del cielo descendían otras almas que eran puras y sin mancha. Todos parecían venir de un largo viaje y se detenían con gusto en la pradera como en un punto de reunión. Las que se conocían se saludaban entre sí y se pedían noticias de lo que sucedía en los lugares donde ellas venían: el cielo y la Tierra. Aquí, entre gemidos y lágrimas, recordaban todo lo que habían sufrido y visto sufrir durante su estancia en la Tierra; allí, se contaban las alegrías del cielo y la felicidad de contemplar las maravillas divinas.

«Sería muy largo seguir el discurso entero del Armenio, pero he aquí, en suma, lo que decía. Cada alma recibía diez veces la pena por cada una de las injusticias que había cometido durante la vida. La duración de cada punición era de cien años –duración natural de la vida humana–, a fin de que el castigo fuese siempre décuplo para cada crimen. De esta manera, los que han causado la muerte de muchas personas, traicionando ciudades, ejércitos, reducido a sus conciudadanos a la esclavitud o cometido cualquier otra atrocidad, eran atormentados con el décuplo por cada uno de estos crímenes. Al contrario, aquellos que han hecho el bien a su alrededor, que han sido justos y virtuosos, recibían en la misma proporción la recompensa de sus buenas acciones. Lo que decía con respecto a los niños que morían poco tiempo después de su nacimiento, merece menos ser repetido; pero aseguraba que al impío, al hijo desnaturalizado, al homicida, estaban reservadas las más crueles penas, y al hombre religioso y al buen hijo las mayores felicidades.

«Él estaba presente cuando un alma preguntó a otra dónde estaba Ardieo, el Grande. Ardieo había sido un tirano de una ciudad de Panfilia mil años antes; había dado muerte a su padre, que era de avanzada edad, a su hermano mayor, y cometido –dicen– varios otros crímenes enormes. «Él no viene –respondió el alma– y nunca vendrá aquí. Al respecto, todos nosotros hemos sido testigos de un horrible espectáculo. Cuando estábamos a punto de salir del abismo, después de haber cumplido nuestras penas, vimos a Ardieo y a muchos otros que, en su mayoría eran tiranos como él o seres que, en su condición particular, habían cometido grandes crímenes: ellos hacían vanos esfuerzos para subir, y todas las veces que intentaban salir esos culpables, cuyos crímenes no tenían remedio o no habían sido suficientemente expiados, el abismo los repelía con bramidos. Entonces, personajes horrorosos con los cuerpos en llamas, que allí se encontraban, acudían a esos gemidos. Primeramente condujeron a viva fuerza a un cierto número de esos criminales; en cuanto a Ardieo y a los otros, les ataron los pies, las manos y la cabeza, y, después de haberlos arrojado en tierra y desollarlos a fuerza de golpes, los arrastraron fuera del camino sobre sangrientas zarzas, repitiendo a las sombras, a medida que alguna pasaba: “He aquí a los tiranos y a los homicidas; nosotros los llevamos para arrojarlos en el Tártaro”. Esa alma añadía que, entre tantos objetos terribles, nada les causaba más miedo que el bramido del abismo, y que había sido para ellas una extrema alegría salir de allí en silencio.

«Tales eran, aproximadamente, los juicios de las almas, sus castigos y sus recompensas.

«Después de siete días de reposo en esta pradera, las almas tuvieron que partir en el octavo, y se pusieron a camino. Al cabo de cuatro días de jornada percibieron en lo alto, sobre toda la superficie del cielo y de la Tierra, una inmensa luz, recta como una columna y semejante a Iris, pero más brillante y más pura. Un solo día les fue suficiente para alcanzarla, y entonces vieron, en el medio de esta luz, la extremidad de las cadenas que se unen a los cielos. Es esto lo que los sostienen: es la cubierta del navío del mundo, es el vasto cinturón que lo rodea. En lo más alto estaba suspendido el Huso de la Necesidad, alrededor del cual se formaban todas las circunferencias. *

«Alrededor del huso, y a distancias iguales, estaban sentadas en tronos las tres Parcas, hijas de la Necesidad: Láquesis, Cloto y Átropos, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con cintillas. Ellas cantaban, uniéndose al concierto de las Sirenas: Láquesis cantaba el pasado, Cloto el presente, Átropos el futuro. Entre un intervalo y otro, Cloto tocaba con la mano derecha el exterior del huso; con la mano izquierda, Átropos imprimía movimiento a los círculos interiores y, con una y otra mano, Láquesis tocaba alternativamente tanto el huso como los pesos interiores.

«Luego que las almas llegaron, les fue preciso presentarse ante Láquesis. Al principio un hierofante las había colocado por orden, una después de la otra. Enseguida, habiendo tomado del regazo de Láquesis los destinos o números en el orden por el cual cada alma debía ser llamada, así como las diversas condiciones humanas ofrecidas a su elección, subió a un estrado y habló de esta manera: “He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas pasajeras, iréis comenzar una nueva carrera y renacer en la condición mortal. No se os asignará vuestro genio; vosotras mismas lo elegiréis. La primera que el destino designe escogerá, y su elección será irrevocable. La virtud no tiene dueño: ella se une a quien la honra, y abandona a quien la desprecia. Cada cual es responsable por su elección: Dios es inocente”. Dichas estas palabras, él echó los números, y cada alma recogió el que cayó delante de ella, excepto el Armenio, a quien no se le permitió hacerlo. Luego, el hierofante mostróa las mismas los géneros de vida de todas las especies, cuyo número era mucho mayor que el de las almas allí reunidas. La variedad era infinita; allí se encontraban, al mismo tiempo, todas las condiciones de los hombres como las de los animales. Había tiranías: unas que duraban hasta la muerte, otras que se interrumpían bruscamente y terminaban en la pobreza, en el exilio y en el abandono. La ilustración se mostraba bajo varios aspectos: se podía elegir la belleza, el arte de agradar, los combates, la victoria o la nobleza de la raza. Estados completamente desconocidos en todos los sentidos, o intermediarios, donde se mezclaban la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los cuales eran ofrecidos a elección: había también la misma variedad de condiciones de mujer.

«Evidentemente, mi querido Glaucón, aquí tienes la temible prueba para la Humanidad. Que cada uno de nosotros piense en esto y deje todos los vanos estudios para sólo consagrarse a la ciencia que hace el destino del hombre. Busquemos un maestro que nos enseñe a discernir el buen y el mal destino, y a elegir todo el bien que el Cielo nos confía. Examinemos con él qué situaciones humanas –juntas o separadamente– conducen a las buenas acciones: si la belleza, por ejemplo, unida a la pobreza o a la riqueza, o a tal disposición del alma, debe producir la virtud o el vicio; qué ventaja puede tener un nacimiento ilustre o común, la vida privada o pública, la fuerza o la debilidad, la instrucción o la ignorancia, en fin, todo lo que el hombre recibe de la Naturaleza y todo lo que adquiere por sí mismo. Esclarecidos por la conciencia, decidamos qué partido nuestra alma debe tomar. Sí, el peor de los destinos es aquel que la vuelva injusta, y el mejor aquel que la forme sin cesar hacia la virtud, sin tener en cuenta todo lo demás. ¡Iríamos a olvidar que no hay elección más saludable después de la muerte como durante la vida! ¡Ah! Que ese dogma sagrado se identifique para siempre con nuestra alma, a fin de que ella no se deje deslumbrar en este mundo, ni por las riquezas ni por otros males de esa naturaleza, y que de modo alguno se exponga a cometer un gran número de males sin remedio y a padecerlos aún mayores, al arrojarse con avidez en la condición de tirano o en cualquier otra similar.

«Según el relato de nuestro mensajero, el hierofante había dicho: “Aquel que eligiese por último, con tal que lo haga con discernimiento y que después sea consecuente con su conducta, puede proponerse una vida feliz. Que ni el primero que haya de escoger se entregue a una excesiva confianza, ni el último desespere”. Entonces, el primero a quien llamó el destino se adelantó apresuradamente y eligió la más considerable tiranía; llevado por su imprudencia y por su avidez, y sin reparar suficientemente en lo que hacía, no vio la fatalidad ligada al objeto de su elección de tener que comer un día la carne de sus propios hijos y cometer muchos otros crímenes horribles. Pero cuando hubo considerado el destino que había elegido, gimió, se lamentó y, olvidándose de las lecciones del hierofante, terminó acusando de sus males a la fortuna, a los genios, a todos menos a sí mismo. ** Esta alma era una de las que venían del cielo: había vivido antes en un Estado bien gobernado y había hecho el bien, más por fuerza de hábito que por filosofía. He aquí por qué las almas procedentes del cielo no eran las menos numerosas entre las que caían en semejantes engaños, por no haber sido puestas a prueba en el sufrimiento. Al contrario, aquellas que, habiendo pasado por la región subterránea, habían sufrido y visto sufrir, no elegían tan a la ligera. A raíz de esto, independientemente de la contingencia que decidía el lugar en que debían ser llamadas para escoger, ocurría una especie de cambio de bienes y de males para la mayoría de las almas. De esta manera, un hombre que, a cada renovación de su existencia en este mundo, se aplicase constantemente a la sana filosofía y tuviese la dicha de no tener los últimos destinos, sería muy probablemente –según este relato– no solamente feliz en la Tierra, sino también en su viaje a este mundo, y al volver marcharía por el camino llano del cielo y no por el sendero penoso del abismo subterráneo.

«El Armenio agregó que era un espectáculo curioso ver de qué manera cada alma hacía su elección. Nada más extraño ni más digno, al mismo tiempo, de compasión y de irrisión. La mayoría de las veces la elección era hecha según los hábitos de la vida anterior. Er había visto el alma que había pertenecido a Orfeo escoger la condición de cisne, por odio a las mujeres que le habían dado muerte, no queriendo deber su nacimiento a ninguna de ellas; el alma de Tamiris había escogido la condición de ruiseñor; vio también a un cisne adoptar la naturaleza humana, y lo mismo hicieron otras aves canoras. Otra alma, la vigésima llamada a elegir, había tomado la naturaleza de un león: era la de Áyax, hijo de Telamón. Detestaba tomar un cuerpo humano, porque recordaba el juicio en el cual no había obtenido las armas de Aquiles. Después llegó el alma de Agamenón, cuyas desgracias lo volvieron enemigo de los hombres: él tomó la condición de águila. Al llegar a la mitad, el alma de Atalanta fue llamada a elegir; habiendo considerado los grandes honores que reciben los atletas, no pudo resistir al deseo de volverse atleta. Epeo –constructor del caballo de Troya– se volvió una mujer hábil en trabajos manuales. El alma del bufón Tersites, de las últimas en presentarse, revistió la forma de un mono. El alma de Ulises, que el destino llamó por último, vino también a escoger: pero como el recuerdo de sus grandes reveses lo había desengañado de la ambición, anduvo buscando por mucho tiempo, hasta que al fin descubrió en un rincón la vida tranquila de un simple particular que todas las demás almas habían dejado a un lado. Y dijo al verla, que aun cuando hubiera sido la primera en elegir, no habría hecho otra elección. Los animales, sean cuales fueren, también pasan unos en los otros o en cuerpos humanos: los que fueron malos se vuelven especies feroces, y los buenos, animales domésticos.

«Después que todas las almas escogieron su condición, se aproximaron a Láquesis, según el orden en que habían elegido. La Parca dio a cada una el genio que había preferido, para que le sirviese de guardián durante su vida y le ayudase a cumplir su destino. Este genio la conducía primero a Cloto, para que con su mano y con un giro del huso, confirmase el destino escogido. Después de haber tocado el huso, la llevaba hacia Átropos, que enrollaba el hilo para hacer irrevocable lo que había sido hilado por Cloto. Enseguida se dirigían hacia el trono de la Necesidad, bajo el cual el alma y su genio pasaban juntos.

Después que todos hubieron pasado, se trasladaron a la llanura del Leteo (el Olvido), *** donde sintieron un calor insoportable, porque allí no había árboles ni plantas. Llegada la tarde, pasaron luego la noche junto al río Ameles (ausencia de pensamientos serios), cuyas aguas no pueden ser contenidas por ninguna vasija: allí eran obligados a beber; pero los imprudentes bebían de más. Aquellos que beben demasiado pierden absolutamente la memoria. Enseguida, todas se entregaron al sueño; pero a medianoche se oyó un gran estruendo de un trueno y de temblores de tierra: luego las almas fueron dispersadas aquí y allá hacia los distintos puntos de su nacimiento terrestre, como estrellas que de repente brillasen en el cielo. En cuanto a él –decía Er– se le había impedido beber el agua del río; sin embargo, sin saber dónde ni cómo, su alma se había unido al cuerpo; y al abrir de repente sus ojos en la madrugada, percibió que estaba extendido en la pira.

«Tal es el mito, mi querido Glaucón, que la tradición hizo vivir hasta nosotros. Él puede preservarnos de nuestra pérdida: si tenemos fe, pasaremos con felicidad el Leteo y mantendremos nuestra alma libre de toda mancha».


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* Éstas son las diversas esferas de los planetas o las diversas divisiones del cielo, girando alrededor de la Tierra, fijada al propio eje del huso. [Nota de V. Cousin.]
** Los Antiguos no atribuían a la palabra tirano la misma idea que nosotros; daban ese nombre a todos aquellos que se apoderaban del poder soberano, cualquiera que fuesen sus cualidades: buenas o malas. La Historia cita tiranos que han hecho el bien; pero como frecuentemente sucedía lo contrario y, para satisfacer su ambición o mantenerse en el poder, ningún crimen les importaba, esta palabra se volvió más tarde sinónimo de cruel, y se dice de todo hombre que abusa de su autoridad.
El alma de la cual habla Er, al elegir la más considerable tiranía, no había buscado la crueldad, sino simplemente el más amplio poder como condición de su nueva existencia; cuando su elección fue irrevocable, percibió que ese mismo poder la arrastraría al crimen y lamentó haberla realizado, acusando a todos de sus males, menos a sí misma: es la historia de la mayoría de los hombres, que son artífices de su propia desgracia sin querer confesarlo. [Nota de Allan Kardec.]
*** Alusión al olvido que sigue al pasar de una existencia a otra. [Nota de Allan Kardec.]

El siguiente caso ha sido relatado por La Patrie (La Patria) del 15 de agosto de 1858:

«El martes último me comprometí –tal vez muy imprudentemente– a contaros una historia emocionante. Debería haber pensado en una cosa: que no existen historias emocionantes, sino que existen historias bien contadas, y el mismo relato, hecho por dos narradores diferentes, puede hacer dormir a un auditorio o ponerle la piel de gallina. ¡Cómo he escuchado a mi compañero de viaje de Cherburgo a París, el Sr. B..., de quien tengo una anécdota maravillosa! Si yo hubiese taquigrafiado su narración, tendría verdaderamente alguna posibilidad de haceros estremecer.

«Pero cometí el error de confiar en mi detestable memoria, y lo lamento profundamente. En fin, mal o bien, he aquí la aventura, y el desenlace os ha de probar que hoy, 15 de agosto, es un hecho totalmente consumado.

«El Sr. de S... (nombre histórico llevado aún hoy con honor) era oficial durante el Directorio. Por placer, o por las necesidades de su servicio, él viajaba a Italia.

«En uno de nuestros Departamentos del Centro, fue sorprendido por la noche y se sintió feliz en encontrar un alojamiento bajo el tejado de una especie de cabaña de aspecto sospechoso, donde se le ofreció una mala cena y un camastro en un desván.

«Habituado a la vida de aventuras y al duro oficio de la guerra, el Sr. de S... comió con buen apetito, se acostó sin murmurar y durmió profundamente.

«Su sueño fue perturbado por una temible aparición. Vio a un espectro levantarse en la sombra, caminar a pasos pesados hacia su camastro y detenerse a la altura de su cabecera. Era un hombre de unos cincuenta años, cuyos cabellos encanecidos y erizados estaban rojos de sangre; tenía el pecho desnudo, y su garganta –con arrugas– estaba cortada con heridas abiertas. Permaneció un momento en silencio, fijando sus ojos negros y profundos sobre el viajero adormecido; después su pálida figura se animó, sus pupilas brillaron como dos carbones ardientes; pareció hacer un violento esfuerzo y, con una voz sorda y temblorosa, pronunció estas extrañas palabras:

«–Te conozco: tú eres un soldado como yo y como yo un hombre de coraje, incapaz de faltar a su palabra. Vengo a pedirte un servicio que otros me han prometido y que no han cumplido. Hace tres semanas que he sido asesinado; el hospedero de esta casa, ayudado por su mujer, me sorprendieron durante el sueño y me cortaron la garganta. Mi cadáver está escondido bajo un montón de basura, en el fondo del corral a la derecha. Ve a buscar mañana a la autoridad del lugar, trae a dos gendarmes y hazme enterrar. El hospedero y su mujer se delatarán a sí mismos y tú los entregarás a la justicia. Adiós; cuento con tu piedad; no olvides el ruego de un viejo compañero de armas.

«Al despertarse, el Sr. de S... se acordó del sueño. Con la cabeza apoyada sobre el codo, se puso a meditar; su emoción estaba viva, pero se disipó ante las primeras claridades del día y, como Atalía, dijo:

¡Un sueño! ¿Debería inquietarme por un sueño?

Él contradijo a su corazón y, no escuchando más que a su razón, cerró su valija y continuó de viaje.

«A la tarde llegó a su nueva etapa y se detuvo para pasar la noche en un albergue. Pero apenas había cerrado los ojos, el espectro se le apareció por segunda vez, triste y casi amenazante.

«–Me sorprendo y me aflijo –dijo el fantasma– al ver a un hombre como tú perjurar y faltar a su deber. Esperaba más de tu lealtad. Mi cuerpo está sin sepultura, mis asesinos viven en paz. Amigo, mi venganza está en tus manos; en nombre del honor, te intimo a volver sobre tus pasos.

«El Sr. de S... pasó el resto de la noche en una gran agitación; a la mañana siguiente, tuvo vergüenza de su pavor y continuó de viaje.

«A la noche, tercera parada: tercera aparición. Esta vez el fantasma se encontraba más lívido y más terrible; estaba con una sonrisa amarga en sus labios blancos; y habló con una voz ruda:

«–Parece que te he juzgado mal: parece que tu corazón, como el de los otros, es insensible a los ruegos de los desafortunados. Por última vez vengo a invocar tu ayuda y hacer un llamado a tu generosidad. Vuelve a X..., véngame o sé maldito.

«Esta vez, el Sr. de S... no deliberó más: volvió al albergue sospechoso donde había pasado la primera de esas noches lúgubres. Fue a la casa del magistrado y pidió dos gendarmes. A su vista y a la vista de 252 los dos gendarmes, los asesinos se pusieron pálidos y confesaron su crimen, como si una fuerza superior les hubiera arrancado esta confesión fatal.

«El proceso fue preparado rápidamente y ellos fueron condenados a muerte. En cuanto al pobre oficial, cuyo cadáver fue encontrado bajo el montón de basura, en el fondo del corral a la derecha, fue enterrado en tierra santa, y los sacerdotes oraron por el reposo de su alma.

«Al haber cumplido su misión, el Sr. de S... se apresuró a dejar el país y se dirigió a los Alpes sin mirar hacia atrás.

«La primera vez que reposó en una cama, el fantasma se levantó nuevamente en la sombra, no más feroz e irritado, sino dulce y benevolente.

«–Gracias, dijo él, gracias hermano. Deseo reconocer el servicio que me has prestado: me mostraré a ti una vez más, una sola; dos horas antes de tu muerte, vendré a avisarte. Adiós.

«El Sr. de S... tenía por entonces alrededor de treinta años; durante treinta años ninguna visión vino a perturbar la quietud de su vida. Pero el 14 de agosto de 182..., en vísperas del cumpleaños de Napoleón, el Sr. de S... –que había permanecido fiel al partido bonapartista– reunió en una gran cena a una veintena de antiguos soldados del Imperio. La fiesta había sido muy alegre; el anfitrión, aunque envejecido, estaba vigoroso y con buena salud. Estaban en el salón y tomaban café.

«El Sr. de S... tuvo deseos de aspirar una pizca de rapé y percibió que se había olvidado la tabaquera en su cuarto. Tenía el hábito de servirse él mismo; por un momento dejó a sus huéspedes y subió al primer piso de su casa, donde se encontraba su dormitorio.

«Él no había llevado luz.

«Cuando entró en un largo pasillo que conducía a su cuarto, de repente se detuvo y fue forzado a apoyarse sobre la pared. Delante de él, en la extremidad de la galería, estaba el fantasma del hombre asesinado; el fantasma no pronunció ninguna palabra, ni gesto alguno y, después de un segundo, desapareció.

«Era el aviso prometido.

«El Sr. de S..., que tenía el alma resistente, después de un momento de desfallecimiento, recobró su coraje y su sangre fría, caminó hacia el cuarto, tomó allí su tabaquera y bajó al salón.

«Cuando allí entró, ninguna señal de emoción apareció en su rostro. Se mezcló en la conversación y, durante una hora, mostró todo su espíritu y toda su jovialidad habituales.

«A medianoche los invitados se retiraron. Entonces se sentó y pasó tres cuartos de hora en recogimiento; después, habiendo puesto en orden sus negocios, a pesar de no sentir ningún malestar, volvió a su dormitorio.

«Cuando abrió la puerta, un tiro lo tendió muerto, justo dos horas después de la aparición del fantasma.

«La bala que le despedazó el cráneo estaba destinada a su empleado.

HENRI D'AUDIGIER»

El autor del artículo ha querido, a toda costa, cumplir la promesa que había hecho al periódico, de narrar algo emocionante y, para este fin, ¿extrajo de su fecunda imaginación la anécdota que relata, o realmente ella es verdadera? Es lo que nosotros no sabríamos afirmar. Además, esto no es lo más importante; real o supuesta, lo esencial es saber si el hecho es posible. ¡Pues bien! No vacilamos en decir: Sí, los avisos del Más Allá son posibles, y numerosos ejemplos –cuya autenticidad no podría ser puesta en duda– están ahí para atestiguarlo. Por lo tanto, si la anécdota del Sr. Henri d'Audigier es apócrifa, muchas otras del mismo género no lo son, e incluso diremos que ésta no ofrece nada que no sea bastante común. La aparición ha tenido lugar en sueño, circunstancia muy vulgar, mientras que lo notorio es que pueden producirse a la vista durante el estado de vigilia. El aviso del instante de la muerte tampoco es insólito, pero los hechos de ese género son mucho más raros, porque la Providencia –en su sabiduría– nos oculta ese momento fatal. Por lo tanto, sólo excepcionalmente es que puede sernos revelado y por motivos que nos son desconocidos. He aquí otro ejemplo más reciente, y menos dramático, es verdad, pero cuya exactitud podemos garantizar.

El Sr. Watbled, negociante, presidente del tribunal de comercio de Boulogne, falleció el pasado 12 de julio en las siguientes circunstancias: Su mujer, desencarnada desde hacía doce años y cuya muerte le causaba un incesante pesar, le apareció durante dos noches consecutivas en los primeros días de junio, y le dijo: «Dios ha tenido piedad de nuestras penas y ha querido que pronto estemos reunidos». Ella agregó que el 12 de julio siguiente era el día marcado para esta reunión, y que en consecuencia él debía prepararse. En efecto, desde ese momento se operó en él un cambio notable: se debilitaba a cada día; luego cayó en cama y, sin sufrimiento alguno –en el día marcado– dio el último suspiro entre los brazos de sus amigos.

El hecho en sí mismo no es discutible; los escépticos sólo pueden argumentar sobre la causa, a la que ellos no dejarán de atribuir a la imaginación. Se sabe que semejantes predicciones, realizadas por echadores de la buenaventura, han sido seguidas por un desenlace fatal; en este caso, se comprende que al estar la imaginación impresionada con esta idea, los órganos puedan sufrir una alteración radical: más de una vez el miedo a morir ha causado la muerte; pero aquí las circunstancias no son más las mismas. Aquellos que se han profundizado en los fenómenos del Espiritismo pueden perfectamente darse cuenta del hecho; en cuanto a los escépticos, no tienen más que un argumento: «No creo, luego no existe». Interrogados al respecto, los Espíritus han respondido: «Dios ha elegido a este hombre que era conocido por todos, a fin de que este acontecimiento se extendiera a lo lejos y llevase a reflexionar». –Los incrédulos piden pruebas sin cesar; Dios las da a cada instante a través de los fenómenos que surgen por todas partes; pero a ellos se aplican estas palabras: «Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen».

De Saint-Foy, en su Histoire de l'ordre du Saint-Esprit, edición de 1778, cita el siguiente pasaje extraído de una compilación escrita por el marqués Christophe Juvénal des Ursins, teniente general del gobierno de París, hacia fines del año 1572, e impresa en 1601.

«El 31 de agosto (1572) –ocho días después de la matanza de la Noche de san Bartolomé– yo había cenado en el Louvre, en lo de la señora de Fiesques. El calor había sido muy grande durante toda la jornada. Fuimos a sentarnos bajo la pequeña parra al lado del río para respirar el aire fresco; de repente escuchamos en el aire un ruido horrible de voces tumultuosas y de gemidos mezclados con gritos de rabia y de furor; quedamos inmóviles, sobrecogidos de temor, mirándonos de vez en cuando sin tener fuerzas para hablar. Este ruido duró –creo– cerca de media hora. Es verdad que el rey (Carlos IX) lo escuchó, que quedó espantado y que no durmió durante todo el resto de la noche; sin embargo, no dijo nada al día siguiente, pero se notó que tenía un aire sombrío, pensativo y perturbado.

«Si algún prodigio no debe encontrar incrédulos es éste, siendo atestiguado por Enrique IV. Este príncipe –dice d'Aubigné, en su libro I, cap. 6, pág. 561– nos ha relatado varias veces, entre sus familiares y cortesanos más cercanos (y tengo varios testigos de que él jamás nos lo ha contado sin sentirse sobrecogido de espanto), que ocho días después de la matanza de la Noche de san Bartolomé, una gran multitud de cuervos llegó a posarse y a graznar sobre el pabellón del Louvre; que la misma noche Carlos IX, dos horas después de haberse acostado, saltó de su cama, hizo levantar a los de su cuarto y los mandó salir a la búsqueda porque escuchaba en el aire un gran ruido de voces gimiendo, en todo semejante a lo que se escuchó en la noche de la matanza; que todos esos diferentes gritos eran tan impresionantes, tan marcados y tan claramente articulados, que Carlos IX, creyendo que los enemigos de los Montmorency y de sus partidarios los habían sorprendido y los atacaban, envió un destacamento de sus guardias para impedir esa nueva matanza; sus guardias informaron que París estaba tranquila, y que todo ese ruido que se escuchaba estaba en el aire.»

Nota – El hecho referido por De Saint-Foy y por Juvénal des Ursins tiene mucha analogía con la historia del aparecido de mademoiselle Clairon, relatado en nuestro número del mes de febrero, con la diferencia de que en este caso un solo Espíritu se manifestó durante dos años y medio, mientras que después de la Noche de san Bartolomé parecía haber una innumerable cantidad de Espíritus que hicieron resonar el aire durante algunos instantes solamente. Además, estos dos fenómenos tienen evidentemente el mismo principio que los otros hechos contemporáneos de la misma naturaleza que hemos relatado, y no difieren de los mismos sino por el detalle de la forma. Varios Espíritus interrogados sobre la causa de esta manifestación han respondido que era una punición de Dios, cosa fácil de concebir.

Según el Courrier des États-Unis (Correo de los Estados Unidos), varios periódicos han relatado el siguiente hecho, que nos ha parecido que pudiese proporcionar el tema para un interesante estudio:

«Una familia alemana de Baltimore –dice el Courrier des ÉtatsUnis– acaba de ser vivamente emocionada por un caso singular de muerte aparente. La señora Schwabenhaus, enferma desde hacía mucho tiempo, parecía haber dado el último suspiro en la noche del lunes para el martes. Las personas que la cuidaban pudieron observar en ella todos los síntomas de la muerte: su cuerpo estaba helado, sus miembros rígidos. Después de haber rendido al cadáver las honras fúnebres, y cuando en la cámara mortuoria todo estaba listo para el entierro, los asistentes fueron a reposar. El Sr. Schwabenhaus, exhausto de fatiga, pronto los siguió. Estaba entregado a un sueño agitado cuando, hacia las seis horas de la mañana, la voz de su mujer llegó a sus oídos. En principio creyó ser víctima de un sueño; pero su nombre, repetido varias veces, luego no le dejó ninguna duda, y se precipitó hacia el cuarto de su mujer. Aquella que había dejado por muerta estaba sentada en su cama, pareciendo gozar de todas sus facultades y más fuerte que nunca, desde el comienzo de su enfermedad.

«La señora Schwabenhaus pidió agua, después deseó tomar té y vino. Rogó a su marido para que hiciera dormir a su hijo que lloraba en el cuarto vecino. Pero él estaba demasiado emocionado para esto, y corrió a despertar a todos en la casa. La enferma recibió sonriendo a sus amigos, a sus domésticos, que temblando se acercaban a su cama. Ella no parecía sorprendida con los preparativos funerarios que saltaban a la vista: «Sé que vosotros me creíais muerta –dijo ella; sin embargo, no estaba más que dormida. Pero durante ese tiempo mi alma se dirigió hacia las regiones celestiales; un ángel vino a buscarme y atravesamos el espacio en algunos instantes. Este ángel que me conducía era la pequeña hija que perdimos el año pasado... ¡Oh! Pronto iré a reunirme con ella... Ahora que he gozado las alegrías del Cielo, no quería más vivir aquí abajo. He pedido al ángel para una vez más venir a abrazar a mi marido y a mis hijos; pero pronto volverá a buscarme.»

«A las ocho horas, después de haberse tiernamente despedido de su marido, de sus hijos y de una multitud de personas que la rodeaban, la señora Schwabenhaus expiró realmente de esta vez, como fue constatado por los médicos, de manera a no dejar ninguna duda.

«Esta escena conmovió vivamente a los habitantes de Baltimore».

Al haber sido evocada la señora Schwabenhaus, Espíritu, en la sesión del 27 de abril último en la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas, establecimos con ella la siguiente conversación.

1. Con el objetivo de instruirnos, desearíamos dirigiros algunas preguntas concernientes a vuestra muerte; ¿tendríais la bondad de respondernos? –Resp. ¿Cómo no lo haría, si ahora es que comienzo a tomar contacto con las verdades eternas, y sé de la necesidad que de eso tenéis?

2. ¿Recordáis la circunstancia particular que ha precedido a vuestra muerte? –Resp. Sí, ese momento ha sido el más feliz de mi existencia terrestre.

3. Durante vuestra muerte aparente, ¿escuchabais lo que sucedía a vuestro alrededor y veíais los preparativos de vuestros funerales? – Resp. Mi alma estaba demasiado preocupada con su felicidad próxima.

Nota – Se sabe que generalmente los letárgicos ven y escuchan lo que sucede a su alrededor y conservan al despertar el recuerdo de ello. El hecho que relatamos ofrece la particularidad que el sueño letárgico estaba acompañado de éxtasis, circunstancia que explica el por qué la atención de la enferma fue desviada.

4. ¿Teníais la conciencia de no estar muerta? –Resp. Sí, pero esto me era más bien penoso.

5. ¿Podríais decirnos la diferencia que hacéis entre el sueño natural y el sueño letárgico? –Resp. El sueño natural es el reposo del cuerpo; el sueño letárgico es la exaltación del alma.

6. ¿Sufríais durante vuestro letargo? –Resp. No.

7. ¿Cómo se operó vuestro retorno a la vida? –Resp. Dios permitió que yo volviese para consolar a los corazones afligidos que me rodeaban.

8. Desearíamos una explicación más material. –Resp. Lo que vosotros llamáis periespíritu animaba todavía mi envoltura terrestre.

9. ¿Cómo fue que no os sorprendisteis al despertaros entre los preparativos que se hacían para vuestro entierro? –Resp. Yo sabía que iba a morir, todas esas cosas me importaban poco, ya que había vislumbrado la felicidad de los elegidos.

10. Al volver en sí, ¿quedasteis satisfecha con vuestro retorno a la vida? –Resp. Sí, para consolar.

11. ¿Dónde habéis estado durante vuestro sueño letárgico? –Resp. No puedo deciros toda la felicidad que he vivido: el vocabulario humano no expresa estas cosas.

12. ¿Os sentíais todavía en la Tierra o en el espacio? –Resp. En los espacios.

13. Habéis dicho, al volver en sí, que vuestra pequeña hija que desencarnó el año pasado había venido a buscaros; ¿es verdad? – Resp. Sí, es un Espíritu puro.

Nota – En las respuestas de la madre, todo revela a un Espíritu elevado; por lo tanto, no hay nada de sorprendente que un Espíritu aún más elevado esté unido al suyo por simpatía. Sin embargo, es necesario no tomar al pie de la letra la calificación de Espíritu Puro que los Espíritus se dan a veces entre ellos.

Se sabe que es preciso entender por esto a los del orden más elevado, a aquellos que estando completamente desmaterializados y depurados no están más sujetos a la reencarnación; son los ángeles que disfrutan la vida eterna. Ahora bien, los que no han alcanzado un grado suficiente no comprenden todavía ese estado supremo; por lo tanto, pueden emplear el término Espíritu Puro para designar una superioridad relativa, pero no absoluta. Tenemos numerosos ejemplos de esto, y la señora Schwabenhaus nos parece estar en este caso. Los Espíritus burlones también se atribuyen a veces la cualidad de Espíritus puros para inspirar más confianza en las personas que quieren engañar, y que no tienen la suficiente perspicacia para juzgarlos por su lenguaje, el cual siempre delata su inferioridad.

14. ¿Qué edad tenía vuestra hija cuando desencarnó? –Resp. Siete años.

15. ¿Cómo la habéis reconocido? –Resp. Los Espíritus superiores se reconocen más rápidamente.

16. ¿La habéis reconocido bajo alguna forma? –Resp. Sólo la he visto como Espíritu.

17. ¿Qué os decía ella? –Resp. «Ven, sígueme hacia lo Eterno».

18. ¿Habéis visto a otros Espíritus además que al de vuestra hija? –Resp. He visto a una gran cantidad de otros Espíritus, pero la voz de mi hija y la felicidad que yo presentía eran mis únicas preocupaciones.

19. Durante vuestro retorno a la vida, habéis dicho que pronto iríais a reuniros con vuestra hija; ¿teníais entonces conciencia de vuestra muerte próxima? –Resp. Era para mí una feliz esperanza.

20. ¿Cómo lo sabíais? –Resp. ¿Quién no sabe que es preciso morir? Mi enfermedad bien me lo decía.

21. ¿Cuál era la causa de vuestra enfermedad? –Resp. Los disgustos.

22. ¿Qué edad teníais? –Resp. Cuarenta y ocho años.

23. Al dejar definitivamente la existencia, ¿tuvisteis de inmediato conciencia nítida y lúcida de vuestra nueva situación? –Resp. La he tenido en el momento de mi letargo.

24. ¿Habéis sentido la turbación que comúnmente acompaña al retorno a la vida espírita? –Resp. No, he estado deslumbrada, pero no turbada.

Nota – Se sabe que la turbación que sigue a la muerte es un tanto menor y más corta cuanto más depurado esté el Espíritu durante la vida. El éxtasis que ha precedido a la muerte de esta mujer era, además, un primer desprendimiento del alma de los lazos terrestres.

25. Después de vuestra muerte, ¿habéis vuelto a ver a vuestra hija? –Resp. Estoy frecuentemente con ella.

26. ¿Estáis reunida a ella para toda la eternidad? –Resp. No, pero sé que después de mis últimas encarnaciones estaré en la morada donde habitan los Espíritus puros.

27. Entonces ¿vuestras pruebas no han finalizado? –Resp. No, pero ahora serán felices; no me queda más que esperar, y la esperanza es casi la felicidad.

28. ¿Vuestra hija había vivido en otros cuerpos antes de aquel con el cual era hija vuestra? –Resp. Sí, en muchos otros.

29. ¿Bajo qué forma estáis entre nosotros? –Resp. Bajo mi última forma de mujer.

30. ¿Nos veis tan claramente como si estuvieseis encarnada? – Resp. Sí.

31. Puesto que estáis aquí bajo la forma que teníais en la Tierra, ¿es por los ojos que nos veis? –Resp. Claro que no; el Espíritu no tiene ojos; solamente estoy bajo mi última forma para satisfacer a las leyes que rigen a los Espíritus cuando son evocados y obligados a retomar lo que vosotros llamáis periespíritu.

32. ¿Podéis leer nuestros pensamientos? –Resp. Sí, puedo: leeré si vuestros pensamientos son buenos.

33. Os agradecemos las explicaciones que habéis tenido a bien darnos; en la sabiduría de vuestras respuestas reconocemos que sois un Espíritu elevado, y esperamos que habréis de gozar la felicidad que merecéis. –Resp. Estoy feliz en contribuir para vuestra obra; morir es una alegría cuando se puede ayudar al progreso como yo puedo hacerlo.

El Sr. M... había comprado en una quincallería una medalla que le pareció notable por su singularidad. Era del tamaño de un escudo de seis libras. Su aspecto era plateado, aunque un poco plomizo. En las dos caras estaba grabada en bajo relieve una multitud de signos, entre los cuales se destacan planetas, círculos entrelazados, un triángulo, palabras ininteligibles, e iniciales en caracteres vulgares; después otros caracteres raros, teniendo algo de árabe, todo dispuesto de una manera cabalística en el género de los libros de magia.

Al haber interrogado a la señorita J... –médium sonámbula– sobre esta medalla, le fue respondido al Sr. M... que estaba compuesta de siete metales, que había pertenecido a Cazotte y que tenía un poder particular para atraer a los Espíritus y facilitar las evocaciones. El Sr. de Codemberg, autor de una serie de comunicaciones que obtuvo como médium, dice él, de la virgen María, le dijo que era una cosa mala, propia para atraer a los demonios. La señorita de Guldenstubbe, médium, hermana del barón de Guldenstubbe –autor de una obra sobre pneumatografía o escritura directa– le dijo que la medalla tenía una virtud magnética y que podía provocar el sonambulismo.

Poco satisfecho con estas respuestas contradictorias, el Sr. M... nos presentó esta medalla, pidiendo al respecto nuestra opinión personal e igualmente solicitándonos para que interrogásemos a un Espíritu superior sobre su real valor desde el punto de vista de la influencia que la misma pueda tener. He aquí nuestra respuesta:

Los Espíritus son atraídos o rechazados por el pensamiento y no por objetos materiales, que ningún poder tienen sobre ellos. En todos los tiempos los Espíritus superiores han condenado el empleo de signos y de formas cabalísticas, y todo Espíritu que les atribuya una virtud cualquiera o que pretenda dar talismanes que tengan relación con libros de magia, revela por esto mismo su inferioridad, ya sea obrando de buena fe o por ignorancia, como consecuencia de antiguos prejuicios terrestres de los cuales está imbuido, o ya sea porque concientemente quiera divertirse con la credulidad, como Espíritu burlón. Los signos cabalísticos, que no son más que pura fantasía, son símbolos que recuerdan las creencias supersticiosas en virtud de ciertas cosas, como números, planetas y su concordancia con los metales, creencias nacidas en los tiempos de ignorancia, y que reposan sobre errores manifiestos a los que la Ciencia ha hecho justicia mostrando lo que eran esos pretendidos siete planetas, los siete metales, etc. La forma mística e ininteligible de estos emblemas tenía por objetivo imponerlos al vulgo, dispuesto a ver lo maravilloso en aquello que no comprendía. Cualquiera que ha estudiado la naturaleza de los Espíritus no puede racionalmente admitir sobre ellos la influencia de formas convencionales, ni de substancias mezcladas en ciertas proporciones: eso sería renovar las prácticas de la caldera de los hechiceros, de los gatos negros, de las gallinas negras y de otros sortilegios. No sucede lo mismo con un objeto magnetizado que –como se sabe– tiene el poder de provocar el sonambulismo o ciertos fenómenos nerviosos sobre el organismo; pero entonces la virtud de este objeto reside únicamente en el fluido del cual está momentáneamente impregnado y que se transmite así por vía mediata, y no en su forma, en su color, ni sobre todo en los signos con los cuales pueda estar abarrotado.

Un Espíritu puede decir: «Trazad tal signo, y por este signo yo reconoceré que me llamáis, y vendré»; pero en este caso el signo trazado no es más que la expresión del pensamiento; es una evocación traducida de una manera material; ahora bien, los Espíritus, cualquiera que sea su naturaleza, no tienen necesidad de semejantes medios para comunicarse; los Espíritus superiores jamás los emplean; los Espíritus inferiores pueden hacerlo con la finalidad de fascinar la imaginación de las personas crédulas que quieren tener bajo su dependencia. Regla general: Para los Espíritus superiores, la forma no es nada, el pensamiento lo es todo; todo Espíritu que atribuya más importancia a la forma que al fondo es inferior, y no merece ninguna confianza, aunque incluso diga de vez en cuando algunas cosas buenas; porque esas cosas buenas son frecuentemente un medio de seducción.

En general, tal era nuestro pensamiento con respecto a los talismanes, como medios de relación con los Espíritus. Innecesario decir que él igualmente se aplica a los que la superstición emplea como protección contra enfermedades o accidentes.

No obstante, para la edificación del poseedor de la medalla y a fin de profundizar mejor la cuestión, en la sesión de la Sociedad del 17 de julio de 1858 solicitamos al Espíritu san Luis –que consiente en comunicarse con nosotros todas las veces que se trate de nuestra instrucción– para darnos su opinión al respecto. Al ser interrogado sobre el valor de esta medalla, he aquí cuál ha sido su respuesta:

«Hacéis bien en no admitir que los objetos materiales puedan tener cualquier virtud sobre las manifestaciones, ya sea para provocarlas o para impedirlas. Bastante a menudo hemos dicho que las manifestaciones eran espontáneas y que, por lo demás, nunca nos rehusamos a responder a vuestro llamado. ¿Por qué pensáis que podríamos estar obligados a obedecer a una cosa fabricada por los humanos?

Preg. –¿Con qué objetivo ha sido hecha esta medalla? Resp. –Con el objetivo de llamar la atención de las personas que consientan en creer en la misma; pero no ha podido ser hecha sino por los magnetizadores, con la intención de magnetizarla para adormecer a un sensitivo. Las signos no son más que cosas de fantasía.

Preg. –Se dice que ella había pertenecido a Cazotte; ¿podríamos evocarlo para tener algunas informaciones de él en este aspecto? Resp. –No es necesario; ocupaos preferiblemente de cosas más serias.»

Hacía siete u ocho meses que Louis G..., oficial zapatero, era novio de la señorita Victorine R..., costurera de calzados, con la cual debía casarse muy próximamente, puesto que las proclamas estaban en curso de publicación. En este estado de cosas, los jóvenes se consideraban casi definitivamente unidos y, por medida de economía, el zapatero iba todos los días a comer a la casa de su futura esposa.

El miércoles último, en que Louis fue –como de costumbre– a cenar a la casa de la costurera de calzados, sobrevino un discusión a causa de una futilidad; ambos se obstinaron de tal modo y las cosas llegaron a tal punto que Louis se levantó de la mesa y partió jurando nunca más volver.

Sin embargo, al día siguiente el zapatero, avergonzado, acabó por ceder y fue a pedir perdón: como se sabe, la noche es buena consejera; pero la costurera, quizá prejuzgando –según la escena de víspera– lo que podría sobrevenir cuando ya no hubiese más tiempo para desdecirse, rehusó reconciliarse, y ni las justificativas, ni las lágrimas, ni la desesperación, nada pudo doblegarla. Entretanto, anteayer por la noche, como varios días habían transcurrido desde la desavenencia, Louis, esperando que su amada estuviera más tratable, quiso intentar una última aproximación: por lo tanto, llegó y golpeó de modo de hacerse conocer, pero ella se negó a abrirle; entonces, nuevas súplicas fueron dadas por parte del pobre desahuciado, nuevas justificativas a través de la puerta, pero nada pudo conmover a la implacable prometida. «¡Adiós, entonces, malvada! –exclamó finalmente el pobre muchacho–, ¡adiós para siempre! ¡Procurad encontrar un marido que os ame tanto como yo!» Al mismo tiempo la joven oyó una especie de gemido ahogado, y luego como el ruido de un cuerpo que cae deslizándose a lo largo de su puerta, quedando todo en silencio; entonces, ella imaginó que Louis se había sentado en el umbral de la puerta, esperando que saliera, pero ella se propuso no poner un pie afuera hasta que él se marchara.

Transcurrido apenas un cuarto de hora de lo acontecido, un inquilino que pasaba con luz por el descansillo de la escalera lanzó una exclamación y pidió socorro. Inmediatamente los vecinos llegaron, y la Srta. Victorine –habiendo igualmente abierto su puerta– dio un grito de horror al ver tendido en el suelo a su prometido, pálido e inanimado. Todos se apresuraron por socorrerlo, llamaron a un médico, pero pronto se apercibieron que todo era inútil, pues había fallecido. El desdichado joven había hundido su cuchilla de zapatero en la región del corazón, y el hierro había quedado en la herida.

Este hecho, que encontramos en Le Siècle (El Siglo) del 7 de abril último, ha sugerido la idea de hacerle a un Espíritu superior algunas preguntas sobre sus consecuencias morales. Helas aquí, así como sus respuestas que fueron dadas por el Espíritu san Luis en la sesión de la Sociedad del 10 de agosto de 1858.

1. La joven, causa involuntaria de la muerte de su novio, ¿tiene responsabilidad de lo sucedido? –Resp. Sí, porque ella no lo amaba.

2. Para prevenir esta desgracia, ¿debería desposarlo a pesar de no quererlo? –Resp. Ella buscaba una ocasión para separarse de él; hizo al comienzo lo que hubiera hecho más tarde.

3. ¿Entonces su culpabilidad consiste en haber alentado en él sentimientos que ella no correspondía, sentimientos que han sido la causa de la muerte del joven? –Resp. Sí, así es.

4. En este caso, su responsabilidad debe ser proporcional a su falta; ésta no debe ser tan grande como si hubiera provocado voluntariamente la muerte. –Resp. Eso salta a la vista.

5. El suicidio de Louis, ¿encuentra una excusa en el desvarío al que lo llevó la obstinación de Victorine? –Resp. Sí, porque su suicidio, que provino del amor, es menos criminal a los ojos de Dios que el suicidio del hombre que quiere librarse de la vida por un motivo de cobardía.

Nota – Al decir que este suicidio es menos criminal a los ojos de Dios, significa evidentemente que hay criminalidad, aunque menor. La falta consiste en la debilidad que él no supo vencer. Sin duda, ésta era una prueba bajo la cual sucumbió; ahora bien, los Espíritus nos enseñan que el mérito consiste en luchar victoriosamente contra las pruebas de toda especie, que son la propia esencia de nuestra vida terrestre. En otra oportunidad, al haber sido evocado el Espíritu Louis G..., se le dirigieron las siguientes preguntas:

1. ¿Qué pensáis de la acción que habéis cometido? –Resp. Victorine es un ingrata; hice mal en matarme por su causa, porque ella no lo merecía.

2. ¿Ella, pues, no os amaba? –Resp. No; al principio creyó que sí; se hizo esa ilusión; la escena que le hice le abrió los ojos; entonces se puso contenta con ese pretexto para desembarazarse de mí.

3. Y vos, ¿la amabais sinceramente? –Resp. Yo tenía pasión por ella; eso es todo –creo; si la hubiera amado con un amor puro, no habría querido causarle pena.

4. Si ella hubiese sabido que queríais realmente mataros, ¿habría persistido en su negativa? –Resp. No sé; no lo creo, porque ella no es mala; pero hubiera sido infeliz; para ella aun es mejor que las cosas hayan sucedido así.

5. Al llegar a su puerta ¿teníais la intención de mataros en caso de negativa? –Resp. No; ni lo pensaba; no creía que fuese tan obstinada; sucedió que, cuando vi su obstinación, un vértigo me dominó.

6. Parecéis no lamentar vuestro suicidio sino porque Victorine no lo merecía; ¿es éste el único sentimiento que tenéis? –Resp. En este momento, sí; estoy aún completamente turbado; me parece estar a su puerta; pero siento otra cosa que no puedo definir.

7. ¿Lo comprenderéis más adelante? –Resp. Sí, cuando salga de esta turbación... Está mal lo que hice; yo debía haberla dejado tranquila... Fui débil y sufro las consecuencias... Ya veis, la pasión ciega al hombre y le hace cometer tantas tonterías. Las comprende cuando ya no hay más tiempo.

8. Decís que sufrís las consecuencias; ¿cuál la pena que sufrís? – Resp. Hice mal en abreviar mi vida; no debía haberlo hecho; tendría que haber soportado todo en vez de terminar antes de tiempo; y además, soy desgraciado, sufro; siempre es ella la que me hace sufrir; me parece estar aún allí, a su puerta. ¡Ingrata! No me habléis más de ella, no quiero recordarla: esto me hace muy mal.

Adiós

Uno de nuestros suscriptores nos escribe lo siguiente sobre el dibujo que hemos publicado en nuestro último número:

«En la página 231 el autor del artículo dice: La clave de sol está allí frecuentemente repetida y, cosa singular, nunca la clave de fa. Parecería que los ojos del médium no habrían percibido todos los detalles del rico dibujo que su mano ha ejecutado, porque un músico nos asegura que es fácil reconocer – derecha e invertida– la clave de fa en la ornamentación de la base del edificio, en el medio del cual se sumerge la parte inferior del arco de violín, así como en la prolongación de esta ornamentación a la izquierda de la punta de la tiorba.

Además, el mismo músico supone que la forma antigua de la clave de do aparece también en las losas que están próximas a la escalera de la derecha».

Nota – Incluimos de buen grado esta observación, porque prueba hasta qué punto el pensamiento del médium permaneció ajeno a la confección del dibujo. En efecto, al examinar los detalles de las partes señaladas, se reconoce en ellas las claves de fa y de do, con las cuales el autor adornó su dibujo sin percibirlo. Cuando lo vemos trabajando en la obra, fácilmente notamos la ausencia de cualquier concepción premeditada y de toda voluntad; su mano, arrastrada por una fuerza oculta, da al lápiz o al buril los movimientos más irregulares y más contrarios a los preceptos más elementales del arte, yendo sin cesar con una velocidad inaudita de un extremo al otro de la plancha sin dejarla, para volver cien veces al mismo punto; todas las partes son así comenzadas y a la vez continuadas, sin que ninguna quede terminada antes de comenzar otra. De esto resulta, a primera vista, un conjunto incoherente del cual no se comprende el fin hasta que está concluido. Estos singulares movimientos no son para nada propios del Sr. Sardou; nosotros hemos visto a todos los médiums dibujantes proceder de la misma manera. Conocemos a una dama, pintora de mérito y profesora de dibujo, que goza de esta facultad. Cuando ella dibuja como médium, opera –a pesar de sí– contra las reglas y por un proceder que le sería imposible seguir cuando trabaja bajo su propia inspiración y en su estado normal. Sus alumnos –nos decía ella– se reirían mucho si les enseñase a dibujar a la manera de los Espíritus.

ALLAN KARDEC