Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Junio

Solicitamos a nuestros lectores que consientan en remitirse al primer artículo 154 que hemos publicamos sobre este tema; siendo éste su continuación, sería poco inteligible si el comienzo no se tuviese presente en el pensamiento.

Como ya lo hemos dicho, las explicaciones que hemos dado sobre las manifestaciones físicas son fundadas en la observación y en una deducción lógica de los hechos: sacamos las conclusiones según lo que hemos visto. Ahora, ¿cómo se operan en la materia etérea las modificaciones que la vuelven perceptible y tangible? Primero vamos a dejar hablar a los Espíritus que hemos interrogado sobre este asunto, añadiendo a esto nuestros propios comentarios. Las siguientes respuestas nos han sido dadas por el Espíritu san Luis; ellas concuerdan con lo que otros nos habían dicho anteriormente.

1. ¿Cómo puede un Espíritu aparecer con la solidez de un cuerpo vivo? –Resp. Él combina una parte del fluido universal con el fluido que el propio médium libera para este efecto. Ese fluido reviste, a su voluntad, la forma que él desea, pero generalmente esta forma es impalpable.

2. ¿Cuál es la naturaleza de ese fluido? –Resp. Fluido, está todo dicho.

3. ¿Es material ese fluido? –Resp. Semimaterial.

4. ¿Es éste el fluido que compone el periespíritu? –Resp. Sí, es el lazo entre el Espíritu y la materia.

5. Ese fluido ¿es el que da la vida, el principio vital? –Resp. Siempre él; he dicho lazo.

6. ¿Es este fluido una emanación de la Divinidad? –Resp. No.

7. ¿Es una creación de la Divinidad? –Resp. Sí; todo es creado, excepto el propio Dios. 150

8. ¿Tiene el fluido universal alguna relación con el fluido eléctrico del cual conocemos sus efectos? –Resp. Sí, es su elemento.

9. La sustancia etérea que se encuentra entre los planetas, ¿es el fluido universal en cuestión? –Resp. Él envuelve los mundos: sin el principio vital, nada viviría. Si un hombre ascendiese más allá de la envoltura fluídica que rodea a los globos, perecería, porque el principio vital se retiraría de él para unirse a la masa. Ese fluido os anima, es el que vosotros respiráis.

10. ¿Es este fluido el mismo en todos los globos? –Resp. Es el mismo principio, pero más o menos etéreo según la naturaleza de los globos; el vuestro es uno de los más materiales.

11. Puesto que es ese fluido el que compone el periespíritu, ¿parece que se encuentra en una especie de estado de condensación que, hasta un cierto punto, lo aproxima de la materia? –Resp. Sí, hasta un cierto punto, porque no tiene sus propiedades; es más o menos condensado según los mundos.

12. ¿Son los Espíritus solidificados los que levantan una mesa? – Resp. Esta respuesta no conducirá todavía a lo que deseáis. 155 Cuando una mesa se mueve bajo vuestras manos, el Espíritu que vuestro Espíritu evoca va a extraer del fluido universal lo necesario para animar esta mesa con una vida ficticia. Los Espíritus que producen esta clase de efectos son siempre Espíritus inferiores, que aún no se han desprendido enteramente de toda influencia material. Al estar la mesa así preparada a su voluntad (a la voluntad de los Espíritus golpeadores), el Espíritu la atrae y la mueve bajo la influencia de su propio fluido liberado voluntariamente. Cuando la masa que quiere levantar o mover es demasiado pesada para él, llama en su ayuda a Espíritus que se encuentran en sus mismas condiciones. Creo haberme explicado con bastante claridad como para hacerme comprender.

13. ¿Le son inferiores los Espíritus que llama en su ayuda? –Resp. Casi siempre son iguales, y a menudo vienen por sí mismos.

14. Comprendemos que los Espíritus superiores no se ocupan de cosas que están por debajo de ellos; pero preguntamos si, debido a que son más desmaterializados, tendrían el poder de hacerlo si lo desearan. –Resp. Ellos tienen la fuerza moral como los otros tienen la fuerza física; cuando tienen necesidad de esta fuerza, se sirven de los que la poseen. ¿No se os ha dicho que ellos se sirven de los Espíritus inferiores como vosotros lo hacéis con los changadores?

15. ¿De dónde viene el poder especial del Sr. Home? –Resp. De su organismo.

16. ¿Qué tiene de particular? –Resp. Esta pregunta no es precisa.

17. Preguntamos si se trata de su organismo físico o moral. –Resp. He dicho organismo.

18. Entre las personas presentes, ¿hay alguien que pueda tener la misma facultad que el Sr. Home? –Resp. La tienen en un cierto grado. ¿No ha sido uno de vosotros que ha hecho mover la mesa?

19. Cuando una persona hace mover un objeto, ¿es siempre con la colaboración de un Espíritu extraño, o dicha acción puede provenir solamente del médium? –Resp. Algunas veces el Espíritu del médium puede obrar solo, pero lo más frecuente es que lo haga con la ayuda de los Espíritus evocados; esto es fácil de reconocerse.

20. ¿Cómo explicáis que los Espíritus aparezcan con las vestimentas que tenían en la Tierra? –Resp. Frecuentemente no son más que una apariencia. Además, ¡cuántos fenómenos tenéis entre vosotros sin solución! ¿Cómo explicáis que el viento, que es impalpable, derribe y quiebre árboles, que son compuestos de materia sólida?

21. ¿Qué entendéis al decir que esas vestimentas no son más que una apariencia? –Resp. Al tocarlas no se siente nada.

22. Si hemos comprendido bien lo que habéis dicho, el principio vital reside en el fluido universal; el Espíritu extrae de este fluido la envoltura semimaterial que constituye su periespíritu, y es por medio de ese fluido que obra sobre la materia inerte. ¿Es exactamente así? –Resp. Sí; es decir que él anima la materia con una especie de vida ficticia; la materia se anima de la vida animal. La mesa que se mueve bajo vuestras manos vive y sufre como el animal; obedece por sí misma al ser inteligente. No es él que la dirige como el hombre lo hace con un fardo; cuando la mesa se levanta, no es el Espíritu que la levanta: es la mesa animada que obedece al Espíritu inteligente.

23. Puesto que el fluido universal es la fuente de la vida, ¿es al mismo tiempo la fuente de la inteligencia? –Resp. No; el fluido sólo anima a la materia.

Esta teoría de las manifestaciones físicas ofrece varios puntos de contacto con la que nosotros hemos dado, pero también difiere en ciertos aspectos. De una y de otra resalta un punto capital: que el fluido universal –en el cual reside el principio de la vida– es el agente principal de esas manifestaciones, y que este agente recibe su impulso del Espíritu, ya sea encarnado o errante. Ese fluido condensado constituye el periespíritu o envoltura semimaterial del Espíritu. En el estado de encarnación, ese periespíritu está unido a la materia del cuerpo; en el estado de erraticidad, está libre. Ahora bien, aquí se presentan dos cuestiones: la de la aparición de los Espíritus y la del movimiento impreso a los cuerpos sólidos.


Con respecto a la primera, diremos que, en el estado normal, la materia etérea del periespíritu escapa a la percepción de nuestros órganos; únicamente el alma puede verla, ya sea en sueños, en sonambulismo o incluso en somnolencia; en una palabra, todas las veces en que hay una suspensión total o parcial de la actividad de los sentidos. Cuando el Espíritu está encarnado, la substancia del periespíritu se encuentra más o menos ligada íntimamente a la materia corpórea, más o menos adherida, si podemos expresarnos así. En ciertas personas hay una especie de emanación de ese fluido como consecuencia de su organismo, y éstos son –propiamente hablando– los médiums de efectos físicos. Según leyes que nos son desconocidas, este fluido emanado del cuerpo se combina con el que forma la envoltura semimaterial del Espíritu extraño. De esto resulta una modificación, una especie de reacción molecular que momentáneamente cambia las propiedades, al punto de volverlo visible y, en algunos casos, tangible. Este efecto puede producirse con o sin la colaboración de la voluntad del médium; es esto lo que distingue a los médiums naturales de los médiums facultativos. La emisión del fluido puede ser más o menos abundante: de ahí los médiums más o menos potentes; de manera alguna dicha emisión es permanente, lo que explica la intermitencia de la fuerza. En fin, si se tiene en cuenta el grado de afinidad que puede existir entre el fluido del médium y el de tal o cual Espíritu, se ha de comprender que su acción puede ejercerse sobre unos y no sobre otros.

Evidentemente, lo que acabamos de decir también se aplica a la fuerza medianímica, en lo que atañe al movimiento de los cuerpos sólidos; queda por saber cómo se opera este movimiento. Según las respuestas que hemos relatado anteriormente, la cuestión se presenta bajo un aspecto totalmente nuevo; de este modo, cuando un objeto es puesto en movimiento, levantado o arrojado al aire, no es que el Espíritu lo aferre, lo empuje o lo levante, como nosotros lo haríamos con la mano; él lo satura –por así decirlo– de su fluido por su combinación con el del médium, y el objeto, así momentáneamente vivificado, actúa como lo haría un ser vivo, con la diferencia que, no teniendo voluntad propia, sigue el impulso de la voluntad del Espíritu, y esta voluntad puede ser la del Espíritu del médium, como también la de un Espíritu extraño, y algunas veces la de ambos, obrando de común acuerdo, según sean o no simpáticos. La simpatía o la antipatía que puede existir entre el médium y los Espíritus que se ocupan con esos efectos físicos explica el por qué todos no son aptos para provocarlos.

Puesto que el fluido vital, impulsado en cierto modo por el Espíritu, da una vida ficticia y momentánea a los cuerpos inertes, y que el periespíritu no es otra cosa sino este mismo fluido vital, se deduce de ello que cuando el Espíritu está encarnado, es él que da la vida al cuerpo por medio de su periespíritu, permaneciendo unido tanto como el organismo lo permita; cuando se retira, el cuerpo muere. Ahora bien, si en lugar de una mesa fuese tallada una estatua de madera, y si se actúa sobre esta estatua como sobre una mesa, se tendrá una estatua que se moverá, que golpeará, que responderá por sus movimientos y por sus golpes; en una palabra, se tendrá una estatua momentáneamente animada de una vida artificial. ¡Cuántas luces no arroja esta teoría sobre una multitud de fenómenos hasta entonces inexplicados! ¡Cuántas alegorías y efectos misteriosos no explica! Es toda una filosofía.

Hemos extraído los siguientes pasajes de un nuevo opúsculo alemán, publicado en 1853 por el Sr. Blanck, redactor del Journal de Bergzabern (Periódico de Bergzabern), sobre el Espíritu golpeador del cual hemos hablado en nuestro número del mes de mayo. Los fenómenos extraordinarios que están allí relatados, y cuya autenticidad no podría ser puesta en duda, prueban que nosotros no tenemos nada que envidiar, en ese aspecto, a los de América. Se ha de notar en este relato el minucioso cuidado con el cual los hechos han sido observados. Sería de desear que siempre se aplicase, en casos semejantes, la misma atención y la misma prudencia. Hoy se sabe que los fenómenos de este género no son de manera alguna el resultado de un estado patológico, sino que siempre denotan –entre aquellos en que se manifiestan– una sensibilidad fácil de sobreexcitar. El estado patológico no es la causa eficiente, pero puede ser consecutiva. En casos análogos, la manía de experimentación ha causado más de una vez accidentes graves que de modo alguno habrían tenido lugar si se hubiese dejado a la Naturaleza obrar por sí misma. En nuestras Instrucciones Prácticas sobre las Manifestaciones Espíritas 159 se encuentran los consejos necesarios a este efecto. Sigamos al Sr. Blanck en su informe.

"Los lectores de nuestro opúsculo intitulado Los Espíritus golpeadores han visto que las manifestaciones de Philippine Senger tienen un carácter enigmático y extraordinario. Hemos relatado esos hechos maravillosos desde su comienzo hasta el momento en que la niña fue conducida al médico real del cantón. Ahora vamos a examinar lo que ha sucedido desde ese día.

Cuando la niña dejó la residencia del Dr. Bentner para entrar en la casa paterna, los golpes y las raspaduras recomenzaron en el hogar de los Senger; hasta esa hora, e incluso desde la cura completa de la jovencita, las manifestaciones han sido más marcadas y han cambiado de naturaleza.XII En ese mes de noviembre (1852), el Espíritu comenzó a silbar; luego se oyó un ruido comparable al de la rueda de una carretilla girando sobre su eje seco y oxidado; pero lo más extraordinario de todo, son sin duda los muebles derribados en el cuarto de Philippine, desorden que duró quince días. Una sucinta descripción del lugar me parece necesaria. Este cuarto tiene aproximadamente 18 pies de largo por 8 de ancho; se llega al mismo a través de un cuarto común. La puerta que comunica esas dos piezas se abre a la derecha. La cama de la niña estaba ubicada a la derecha; en el medio se encontraba un armario, y en el rincón a la izquierda la mesa de trabajo del Sr. Senger, en la cual había dos cavidades circulares cubiertas por tapas.

La noche en que comenzó el tumulto, la Sra. Senger y su hija mayor Francisque se encontraban sentadas en el primer cuarto, cerca de una mesa, y estaban ocupadas en desvainar habas; de repente un pequeño huso de hilar, lanzado desde el dormitorio, cayó cerca de ellas. Se asustaron mucho más al saber que solamente Philippine, sumergida en sueño, estaba en el cuarto; además, el pequeño huso había sido lanzado del lado izquierdo, mientras que se encontraba sobre el estante de un pequeño mueble ubicado a la derecha. Si hubiera salido de la cama, habría debido encontrar la puerta y allí hubiese parado; por lo tanto, era evidente que la niña no estaba para nada en este hecho. Mientras que la familia Senger expresaba su sorpresa por este acontecimiento, alguna cosa cayó de la mesa al suelo: era un pedazo de paño que antes estaba de remojo en una cubeta llena de agua. Al lado del huso yacía también una cabeza de pipa; la otra mitad había quedado en la mesa. Lo que volvía la cuestión aún más incomprensible era que la puerta del armario donde estaba el huso –antes de ser lanzado– se encontraba cerrada, el agua de la cubeta no estaba agitada y ninguna gota había sido derramada sobre la mesa. De repente la niña, siempre adormecida, gritó desde su cama: ¡Padre, vete, él va arrojar! ¡Salgan, él también arrojará en ustedes! Ellos obedecieron a esta exhortación; y apenas llegaron al primer cuarto, la cabeza de pipa fue lanzada con una gran fuerza, pero sin romperse. Una regla que Philippine usaba en la escuela siguió el mismo camino. El padre, la madre y la hija mayor se miraban asustados y, mientras pensaban qué decisión tomar, un cepillo grande del Sr. Senger y un pedazo muy grueso de madera fueron lanzados desde su mesa de sastre hacia el otro cuarto. En su mesa de trabajo, las tapas estaban en XII Tendremos ocasión de hablar de la indisposición de la niña, puesto que después de su cura los mismos efectos se han producido; esto es una prueba evidente de que ellos eran independientes de su estado de salud. [Nota de Allan Kardec.] su lugar y, a pesar de esto, los objetos cubiertos por las mismas también habían sido arrojados lejos. En esa misma noche, las almohadas de la cama fueron lanzadas sobre un armario y la cobija contra la puerta.

Otro día habían puesto a los pies de la niña, debajo de la cobija, una plancha de alrededor de seis libras de peso; luego ésta fue arrojada a la primera pieza; el asa había sido arrancada y fue encontrada sobre una silla del dormitorio.

Nosotros hemos sido testigo de que las sillas ubicadas aproximadamente a tres pies de la cama fueron derribadas, y que las ventanas hubieron sido abiertas, aunque antes estaban cerradas, y esto sucedió ni bien dimos la espalda para entrar en la primera pieza. En otra ocasión, dos sillas fueron transportadas para encima de la cama, sin desarmar la cobija. El 7 de octubre se había cerrado fuertemente la ventana y tendido delante de la misma un paño blanco. Desde que dejamos el cuarto, se han dado golpes redoblados con tanta violencia que todo fue sacudido, y las personas que pasaban por la calle huían espantadas. Acudimos al cuarto: la ventana estaba abierta, el paño arrojado sobre el pequeño armario que se encontraba al lado, la cobija de la cama y las almohadas por el suelo, las sillas volcadas y la niña en la cama, abrigada solamente por su camisa. Durante catorce días la Sra. Senger no se ocupó sino de hacer la cama.

Una vez habían dejado una armónica sobre un asiento: sonidos se hicieron escuchar; al entrar precipitadamente en el cuarto, la niña se encontraba –como siempre– tranquila en su cama; dicho instrumento estaba sobre la silla, pero no sonaba más. Una noche, el Sr. Senger salía del cuarto de su hija cuando recibió en la espalda el almohadón de un asiento. Otra vez, eran un par de viejas pantuflas, zapatos que estaban debajo de la cama o zuecos que venían a su encuentro. También muchas veces la vela encendida, que estaba en su mesa de trabajo, era soplada. Los golpes y las raspaduras se alternaban con esa demostración del moblaje. La cama parecía ser puesta en movimiento por una mano invisible. A la orden de: «Balancead la cama» o «Meced a la niña», la cama iba y venía con ruido, a lo largo y a lo ancho; a la orden de: «¡Alto!», se detenía. Podemos afirmar que hemos visto a cuatro hombres que se sentaron en la cama e incluso sobre la misma fueron suspendidos sin poder detener el movimiento; ellos fueron levantados con el mueble. Al cabo de catorce días el alboroto del moblaje cesó, y a esas manifestaciones se sucedieron otras.

El 26 de octubre a la noche, entre otras personas se encontraban en el cuarto los Sres. Louis Soëhnée, licenciado en Derecho, el capitán Simon –ambos de Wissembourg–, así como el Sr. Sievert, de Bergzabern. Philippine 156 Senger estaba en ese momento sumergida en sueño magnético. El Sr. Sievert presentó a ésta un papel que contenía cabellos, para ver lo que ella haría. Entretanto, ella abrió el papel sin poner los cabellos al descubierto, los aplicó sobre sus párpados cerrados, después los alejó como para examinarlos a distancia y dijo: «Consiento en saber lo que contiene este papel... Son los cabellos de una dama que no conozco... Si ella quiere venir, que venga... No puedo invitarla, no la conozco.» A las preguntas que le dirigía el Sr. Sievert, ella no respondía; pero al haber colocado el papel en la palma de la mano, la extendía y la daba vuelta, quedando éste allí suspendido. Luego ella lo colocó en la punta del índice e hizo describir a su mano, durante bastante tiempo, un semicírculo, diciendo: «No caigas», y el papel permanecía en la punta del dedo; después, a la orden de: «Ahora cae», él se desprendió sin que ella hiciera el menor movimiento para determinar la caída. De repente, volviéndose hacia el lado de la pared, dijo: «Ahora quiero fijarte en la pared»; y aplicó el papel allí, que permaneció fijo alrededor de 5 a 6 minutos, retirándolo después. Un examen minucioso del papel y de la pared no permitió descubrir ninguna causa de adherencia. Creemos un deber señalar que el cuarto estaba perfectamente iluminado, lo que nos permitió darnos cuenta exacta de todas estas particularidades.

Al día siguiente, a la noche, le dieron otros objetos: llaves, monedas, cigarreras, relojes de bolsillo, anillos de oro y de plata; y todos –sin excepción– quedaban suspendidos de su mano. Se notó que la plata se le adhería más que las otras sustancias, porque hubo dificultad en retirarle las monedas, y esta operación le causó dolor. Uno de los hechos más curiosos de este género es el siguiente: El sábado 11 de noviembre, un oficial que estaba presente le dio su sable con el talabarte, y todo eso pesaba 4 libras; fue constatado que los mismos permanecieron suspendidos del dedo medio de Philippine, balanceándose por bastante tiempo. Lo que no es menos singular es que todos los objetos, cualquiera que fuere la sustancia, también quedaban suspendidos. Esta propiedad magnética se comunicaba por el simple contacto de las manos a las personas susceptibles de la transmisión del fluido; de esto hemos tenido varios ejemplos.

Un capitán, el caballero Zentner, acuartelado en esa época en Bergzabern y testigo de estos fenómenos, tuvo la idea de poner una brújula cerca de la niña para observar sus variaciones. En el primer ensayo la aguja XIII Una sonámbula de París había sido puesta en contacto con la joven Philippine y, desde entonces, ésta caía espontáneamente en sonambulismo. En esta ocasión han sucedido hechos notables que relataremos en otra oportunidad. (Nota del Traductor francés.) se desvió 15 grados, pero en los siguientes permaneció inmóvil, pese a que la niña la sostuviera en una de sus manos y la tocase con la otra. Esta experiencia nos ha probado que estos fenómenos no podrían explicarse por la acción del fluido mineral, ya que la atracción magnética no se ejerce indiferentemente sobre todos los cuerpos.

Habitualmente, cuando la pequeña sonámbula se disponía a comenzar sus sesiones, llamaba a su cuarto a todas las personas que se encontraban allí. Ella decía simplemente: «¡Venid! ¡Venid!» O bien: «¡Dad! ¡Dad!» A menudo sólo se quedaba tranquila cuando todos, sin excepción, estaban cerca de su cama. Entonces pedía con prontitud e impaciencia un objeto cualquiera; ni bien se lo daban, quedaba adherido a sus dedos. Frecuentemente sucedía que diez, doce o más personas estaban presentes, y que cada una de ellas le entregaba varios objetos. Durante la sesión no admitía que le tomasen ninguno de ellos; sobre todo, parecía preferir los relojes de bolsillo; los abría con una gran destreza, examinaba el movimiento, los cerraba de nuevo y después los ponía cerca suyo para examinar otra cosa. Al finalizar, devolvía a cada uno lo que a ella se le había confiado; examinaba los objetos con los ojos cerrados y jamás se equivocaba de dueño. Si alguien extendía la mano para tomar lo que no le pertenecía, ella lo repelía. ¿Cómo explicar esta múltiple distribución sin errores a un número tan grande de personas? En vano se habría de intentar que hiciera lo mismo con los ojos abiertos. Terminada la sesión y habiendo partido los individuos, los golpes y las raspaduras, momentáneamente interrumpidos, recomenzaron. Es preciso agregar que la niña no quería que nadie quedase al pie de su cama cerca del armario, lo que dejaba entre ambos muebles un espacio de alrededor de un pie. Si alguien allí se metía, ella lo echaba por intermedio de gestos. Si se rehusaba a salir, mostraba una gran inquietud y ordenaba con gestos imperiosos que dejase el lugar. Una vez advirtió a los asistentes que nunca ocupasen el lugar vedado, porque ella no quería –decía– que le sucediese una desgracia a alguien. Esta advertencia era tan convincente, que nadie la olvidó en el futuro.

Después de algún tiempo, a los ruidos y a las raspaduras se agregó un zumbido que se puede comparar al sonido producido por una cuerda gruesa de contrabajo; un cierto silbido se mezclaba con ese zumbido. Si alguien pedía una marcha o una danza, su deseo era satisfecho: el músico invisible se mostraba muy complaciente. Con la ayuda de las raspaduras, él llamaba nominalmente a las personas de la casa o a los extraños presentes; éstos comprendían fácilmente a quién se dirigía. Al ser llamada por las raspaduras, la persona designada respondía sí, para dar a entender que sabía que se trataba de ella: entonces, él ejecutaba en su honor un fragmento musical que a veces daba lugar a escenas agradables. Si otra persona, que no fuese la llamada, respondía sí, las raspaduras le hacían comprender por un no –expresado a su manera– que nada tenía que decirle por el momento. Estos hechos se han producido por primera vez en la noche del 10 de noviembre, y continuaron manifestándose hasta este día.

Ahora, he aquí cómo el Espíritu golpeador procedía para designar a las personas. Después de varias noches, se había notado que a las diversas invitaciones para hacer tal o cual cosa, él respondía con un golpe seco o con raspaduras prolongadas. Luego que el golpe seco era dado, el golpeador comenzaba a ejecutar lo que se deseaba de él; al contrario, cuando raspaba, no satisfacía el pedido. Entonces, un médico tuvo la idea de tomar por un sí el primer ruido y por un no el segundo, y desde entonces esta interpretación siempre ha sido confirmada. También se notó que por una serie de raspaduras más o menos fuertes, el Espíritu exigía ciertas cosas de las personas presentes. De tanto prestar atención, y observando el modo por el cual el ruido se producía, se pudo comprender la intención del golpeador. Así, por ejemplo, el Sr. Senger ha contado que por la mañana, al amanecer, escuchaba ruidos modulados de una cierta manera; sin encontrarles al principio ningún sentido, notó que ellos sólo cesaban cuando estaba fuera de la cama, de donde comprendió que significaban: «Levántate». Ha sido así que poco a poco se familiarizó con ese lenguaje, y que por ciertos signos las personas designadas pudieron reconocerse.

Al llegar el aniversario del día en que el Espíritu golpeador se hubo manifestado por primera vez, numerosos cambios se operaron en el estado de Philippine Senger. Los golpes, las raspaduras y el zumbido continuaron, pero a todas estas manifestaciones se sumó un grito particular que se parecía al de un ganso, otras veces al de un loro y otras al de un ave grande; al mismo tiempo se escuchaba una especie de picoteo contra la pared, parecido al ruido que haría un pájaro picoteando. En esta época Philippine Senger hablaba mucho durante el sueño, y sobre todo parecía preocupada con un cierto animal que se asemejaba a un loro y que permanecía al pie de la cama, gritando y dando picotazos contra la pared. Al deseo de escuchar gritar al loro, éste lanzaba gritos agudos. Se le hicieron diversas preguntas a las cuales respondió con gritos del mismo género; varias personas le ordenaron decir: Cacatúa, y se escuchó muy claramente la palabra Cacatúa como si hubiese sido pronunciada por la propia ave. Pasaremos por alto los hechos menos interesantes y nos limitaremos a relatar lo que hubo de más notable en el aspecto de los cambios ocurridos en el estado corporal de la niña.

Poco antes de la Navidad, las manifestaciones se renovaron con más energía; los golpes y las raspaduras se volvieron más violentos y duraron por más tiempo. Philippine, más agitada que de costumbre, frecuentemente pedía para no acostarse más en su cama, sino en la de sus padres; ella se movía en la suya gritando: «No puedo más quedarme aquí; me estoy sofocando: ellos me van a poner en la pared; ¡socorro!» Y solamente se calmaba cuando era transportada a la otra cama. Ni bien allí llegó, golpes muy fuertes se hicieron escuchar en lo alto; parecían partir del desván, como si un carpintero hubiera golpeado en las vigas; incluso a veces eran tan vigorosos que la casa se estremecía, las ventanas vibraban y las personas presentes sentían temblar el piso bajo sus pies; golpes similares eran igualmente dados contra la pared, cerca de la cama. A las preguntas efectuadas, los mismos golpes respondían como de costumbre, alternándose siempre con las raspaduras. Los siguientes hechos, no menos curiosos, se reprodujeron muchas veces.

Cuando hubo cesado el ruido y la niña reposaba tranquilamente en su pequeña cama, de repente se la vio postrarse y unir las manos, de ojos cerrados; después giró la cabeza hacia todos los lados, tanto a la derecha como a la izquierda, como si algo extraordinario hubiera llamado su atención. Entonces, una amable sonrisa se dibujó en sus labios; se diría que estaba dirigiéndose a alguien; tendió sus manos, y con este gesto se deducía que estrechaba las de algunos amigos o conocidos. Después de esas escenas fue también vista retomando su primera actitud suplicante al unir nuevamente las manos, inclinando la cabeza hasta tocar la cobija, para después erguirse y derramar lágrimas. Entonces suspiraba y parecía orar con un gran fervor. En esos momentos su rostro se transformaba; estaba pálida y tenía la expresión de una mujer de 24 a 25 años. Este estado duraba frecuentemente más de media hora, estado durante el cual sólo pronunciaba: ¡ah, ah! Los golpes, las raspaduras, el zumbido y los gritos cesaban hasta el momento del despertar; entonces, el golpeador se hacía escuchar de nuevo, buscando la ejecución de arias alegres para disipar la penosa impresión producida sobre los asistentes. Al despertar, la niña estaba muy abatida; apenas podía levantar los brazos, y los objetos que se le presentaban no quedaban más suspendidos de sus dedos.

Curiosos por conocer lo que ella había sentido, la interrogaron varias veces. No fue sino bajo reiteradas instancias que se decidió a decir que había visto conducir y crucificar al Cristo en el Gólgota; que el dolor de las santas mujeres postradas al pie de la cruz y la crucifixión habían producido en ella una impresión que no podía describir. Había visto también a una multitud de mujeres y de jóvenes vírgenes con vestidos negros, y a personas jóvenes con largos vestidos blancos recorriendo en procesión las calles de una bella ciudad, y por último se vio transportada a una gran iglesia donde asistió a un servicio fúnebre.

En poco tiempo el estado de Philippine Senger cambió de tal modo que causó preocupaciones sobre su salud, porque en el estado de vigilia divagaba y soñaba en voz alta; no reconocía a su padre, ni a su madre, ni a su hermana, ni a ninguna otra persona e incluso este estado vino a agravarse con una sordera completa que persistió durante quince días. No podemos pasar por alto lo que tuvo lugar en este lapso de tiempo.

La sordera de Philippine se manifestaba desde el mediodía hasta las quince horas, y ella misma declaró que permanecería sorda por un cierto tiempo y que caería enferma. Lo que hay de singular es que a veces recobraba la audición durante media hora, con lo que se mostraba feliz. Ella misma predijo el momento en que la sordera tenía que tomarla y dejarla. Una vez, entre otras, anunció que a las ocho y media de la noche escucharía claramente durante media hora; en efecto, a la hora predicha, su audición había vuelto y esto duró hasta las nueve horas.

Durante la sordera sus facciones estaban cambiadas; su rostro tomaba una expresión de estupidez, que perdía luego que volvía a su estado normal. Entonces, nada le causaba impresión; permanecía sentada mirando fijamente a las personas presentes, pero sin reconocerlas. Uno podía hacerse comprender solamente por medio de señales, a las cuales la mayoría de las veces ella no respondía, limitándose a fijar los ojos sobre aquel que le dirigía la palabra. En una ocasión, de repente agarró del brazo a una de las personas presentes y le dijo, empujándola: ¿Quién eres tú? A veces, en esta situación, se quedaba inmóvil más de una hora y media en su cama. Sus ojos estaban medio abiertos y fijos en un punto cualquiera; de vez en cuando se movían a la derecha y a la izquierda, volviendo después al mismo lugar. Entonces, toda la sensibilidad parecía embotada en ella; su pulso apenas latía, y cuando se le colocaba una luz ante sus ojos, ningún movimiento hacía: se diría que estaba muerta.

Durante su sordera sucedió que una noche, estando acostada, pidió una pizarra y una tiza, y luego escribió: «A las once diré algo, pero exijo que se queden tranquilos y silenciosos.» Después de estas palabras agregó cinco signos que se parecían con la escritura latina, pero que ninguno de los asistentes pudo descifrar. Se escribió en la pizarra que no se comprendían esos signos. En respuesta a esta observación, ella escribió: «¡Claro que no podéis leerlo!» Y más abajo: «No es alemán, es una lengua extranjera». Enseguida, dando vuelta la pizarra, escribió del otro lado: «Francisque (su hermana mayor) se sentará a la mesa y escribirá lo que le voy a dictar.» Acompañó estas palabras con cinco signos similares a los primeros y devolvió la pizarra. Notando que esos signos no habían sido todavía comprendidos, volvió a pedir la pizarra y agregó: «Son órdenes particulares».

Un poco antes de las once horas, dijo: «Quedaos tranquilos; ¡que todos se sienten y que presten atención!» Y al dar las once, se dio vuelta en la cama y cayó en su sueño magnético habitual. Algunos instantes después se puso a hablar, lo que duró media hora sin interrupción. Entre otras cosas, declaró que en el corriente año se producirían hechos que nadie podría comprender, y que todas las tentativas hechas para explicarlos serían infructuosas.

Durante la sordera de la jovencita Senger, varias veces se repitieron el alboroto del moblaje, la abertura inexplicada de las ventanas y el apagar de las luces sobre la mesa de trabajo. Ocurrió una noche que dos gorros colgados en una percha del dormitorio fueron lanzados sobre la mesa del otro cuarto, volcando una taza llena de leche que se derramó en el suelo. Los golpes dados contra la cama eran tan violentos que ese mueble fue desplazado; incluso algunas veces era desarreglada con estruendos, sin que los golpes se hicieran escuchar.

Como todavía allí había personas incrédulas o que atribuían esas singularidades a un juego de la niña, que –según las mismas– golpeaba o raspaba con sus pies o sus manos, el capitán Zentner imaginó un medio de convencerlas, a pesar de que los hechos hubiesen sido constatados por más de cien testigos y de que fuera comprobado que la jovencita tenía los brazos extendidos sobre la cobija, mientras que los ruidos se producían. Hizo traer del cuartel dos cobijas muy gruesas que puso una sobre la otra, y con ellas envolvió el colchón y las sábanas de la cama; aquéllas eran afelpadas, de manera que era imposible producir el menor ruido por fricción. Vestida con una simple camisa y con un camisón, Philippine fue puesta bajo dichas cobijas; apenas ubicada, las raspaduras y los golpes tuvieron lugar como antes, ya sea contra la madera de la cama o contra el armario vecino, según el deseo que era expresado.

Sucede a menudo que cuando alguien tararea o silba cualquier aria, el golpeador lo acompaña, y los sonidos que se perciben parecen provenir de dos, tres o cuatro instrumentos: se escucha raspar, golpear, silbar y murmurar al mismo tiempo, siguiendo el ritmo del aria cantada. Frecuentemente también el golpeador pide a uno de los asistentes para cantar una canción; lo designa a través del procedimiento que conocemos, y cuando éste ha comprendido que es a él que el Espíritu se dirige, le pregunta a su turno si debe cantar tal o cual aria; y él responde por sí o por no. Al cantarse el aria indicada, se escucha un acompañamiento de zumbidos y silbidos perfectamente al compás. Después de un aria alegre, el Espíritu pedía a menudo el aria: Gran Dios, nosotros te alabamos, o la canción de Napoleón I. Si se le decía que tocara solamente esta última canción o cualquier otra, la hacía escuchar desde el principio hasta el fin.

Las cosas siguieron así en la casa del Sr. Senger, ya sea de día o de noche, durante el sueño o en el estado de vigilia de la niña, hasta el 4 de marzo de 1853, época en que las manifestaciones entraron en otra fase. Ese día fue marcado por un hecho aún más extraordinario que los precedentes." (Continúa en el próximo número.)

Nota – Sin duda nuestros lectores no llevarán a mal la extensión que hemos dado a esos curiosos detalles, y pensamos que han de leer la continuación con no menos interés. Hacemos notar que esos hechos no nos llegan de países transatlánticos, cuya distancia, no obstante, es un gran argumento para ciertos escépticos; ellos nos llegan del otro lado del Rin, porque han sucedido en nuestras fronteras y casi bajo nuestros ojos, puesto que ocurrieron hace apenas seis años.

Como se ve, Philippine Senger era una médium natural muy compleja; más allá de la influencia que ejercía sobre los fenómenos bien conocidos de los ruidos y de los movimientos, era una sonámbula extática. Conversaba con los seres incorpóreos que ella veía; al mismo tiempo veía a los asistentes y les dirigía la palabra, pero no siempre les respondía, lo que prueba que en ciertos momentos estaba aislada. Para aquellos que conocen los efectos de la emancipación del alma, las visiones que hemos descrito nada tienen que no pueda ser explicado fácilmente; en esos momentos de éxtasis es probable que la niña, en Espíritu, se encontrase transportada a alguna región lejana, donde asistía –tal vez en recuerdo– a una ceremonia religiosa. Uno puede admirarse de la memoria que tenía al despertar; pero este hecho de ningún modo es insólito; además, puede notarse que el recuerdo era confuso y que era preciso insistir mucho para provocarlo.

Si se observa atentamente lo que sucedía durante su sordera, se ha de reconocer allí, sin dificultad, un estado cataléptico. Ya que la sordera era temporaria, es evidente que de forma alguna se debía a la alteración de los órganos del oído. Ocurría lo mismo con la obnubilación momentánea de las facultades mentales, obnubilación que no tenía nada de patológico, puesto que, en un instante dado, todo volvía a su estado normal. Esta especie de estupidez aparente se debía a un desprendimiento más completo del alma, cuyas excursiones se hacían con más libertad, no dejando a los sentidos más que su vida orgánica. ¡Que se juzgue, por lo tanto, el efecto desastroso que hubiera podido producir un tratamiento terapéutico en semejantes circunstancias! Fenómenos del mismo género pueden producirse a cada instante; en este caso, no podemos dejar de recomendar sino más circunspección; una imprudencia puede comprometer la salud e incluso la vida.




I

Un hombre salió de madrugada y se dirigió hacia la plaza pública para contratar obreros. Ahora bien, vio allí a dos hombres del pueblo que estaban sentados de brazos cruzados. Se acercó a uno ellos y, abordándolo, le dijo: «¿Qué haces aquí?» Y éste le respondió: «No tengo trabajo»; aquel que buscaba obreros le dijo: «Toma tu azada y ve a mi campo, en la ladera de la colina donde sopla el viento del sur; cortarás el brezo y removerás la tierra hasta que llegue el atardecer; la tarea es ruda, pero tendrás un buen salario». Y el hombre del pueblo cargó su azada sobre los hombros, agradeciéndole de corazón.

Al oír esto, el otro obrero se levantó de su lugar y se aproximó, diciendo: «Señor, dejadme también ir a trabajar en vuestro campo»; y habiéndoles dicho a ambos para seguirlo, el señor marchó adelante para mostrarles el camino. Después, cuando hubieron llegado al declive de la colina, dividió el trabajo en dos partes y se retiró.

Luego que partió, el último de los obreros que había contratado prendió fuego primeramente a los brezos de la parte que le había tocado y trabajó la tierra con el hierro de su azada. El sudor chorreaba de su frente bajo el ardor del sol. El otro al principio lo imitó murmurando, pero luego dejó su tarea y, clavando su azada en la tierra, se sentó al lado, mirando a su compañero trabajar.

Ahora bien, al caer la tarde el señor del campo vino y examinó el trabajo realizado, y habiendo llamado al obrero diligente, lo felicitó diciéndole: «Has trabajado bien; he aquí tu salario», y le dio una moneda de plata, permitiéndole retirarse. El otro obrero también se acercó y reclamó el pago de su jornada; pero el señor le dijo: «Mal obrero, mi pan no aplacará tu hambre, porque has dejado sin trabajar la parte de mi campo que te había confiado; no es justo que aquel que no ha hecho nada sea recompensado como el que ha trabajado bien». Y lo despidió sin darle nada.

II


Yo os digo, la fuerza no ha sido dada al hombre y la inteligencia a su espíritu para que consuma sus días en la ociosidad, sino para que sea útil a sus semejantes. Ahora bien, aquel cuyas manos estuvieren desocupadas y el espíritu ocioso será punido, y deberá recomenzar su tarea.

En verdad os digo, cuando su tiempo se haya cumplido, su vida será dejada a un lado como una cosa inútil; comprended esto mediante una comparación. ¿Quién de vosotros, si hay en su huerto un árbol que no produce frutos, no dice a su servidor: «Cortad este árbol y arrojadlo al fuego, porque sus ramas son estériles?» Ahora bien, del mismo modo que este árbol será cortado por su esterilidad, la vida del perezoso será desechada porque habrá sido estéril en buenas obras.



Conversaciones familiares del Más Allá

Sr. Morisson, monomaníaco.

En el mes de marzo último un periódico inglés daba la siguiente noticia sobre el Sr. Morisson, que acaba de morir en Inglaterra dejando una fortuna de cien millones de francos. Dice ese periódico que, en los dos últimos años de su vida, él era presa de una singular monomanía. Imaginaba que estaba reducido a una extrema pobreza y que debía ganar su pan cotidiano mediante un trabajo manual. Su familia y sus amigos habían reconocido que era inútil sacarlo del engaño; él tenía la convicción de que era pobre, de que no tenía un chelín y que era necesario trabajar para vivir. Por lo tanto, a cada mañana le ponían una azada en la mano y lo mandaban a trabajar en sus jardines. Luego volvían a buscarlo: su tarea estaba terminada; entonces, se le pagaba un modesto salario por su trabajo y él se ponía contento; su espíritu estaba tranquilizado, su manía satisfecha. Hubiera sido el más infeliz de los hombres si lo hubiesen contrariado.

1. Ruego a Dios Todopoderoso que permita al Espíritu Morisson, que acaba de morir en Inglaterra dejando una considerable fortuna, comunicarse con nosotros. –Resp. Él está aquí.

2. ¿Recordáis el estado en el cual os encontrabais en los dos últimos años de vuestra existencia corporal? –Resp. Ha sido siempre el mismo.

3. Después de vuestra muerte, ¿se resintió vuestro Espíritu de la aberración de sus facultades durante la encarnación? –Resp. Sí. –San Luis completa la respuesta diciendo espontáneamente: Desprendido del cuerpo, el Espíritu se resiente algún tiempo de la compresión de sus lazos.

4. Así, una vez muerto, ¿no recobró inmediatamente vuestro Espíritu la plenitud de sus facultades? –Resp. No.

5. ¿Dónde estáis ahora? –Resp. Atrás de Ermance.

6. ¿Sois feliz o infeliz? –Resp. Me falta algo... No sé qué... Yo busco... Sí, sufro.

7. ¿Por qué sufrís? –Resp. Él sufre por el bien que no ha hecho. (San Luis.)

8. ¿De dónde os venía esa manía de creeros pobre con una fortuna tan grande? –Resp. Yo lo era; el verdadero rico es aquel que no tiene necesidades.

9. ¿De dónde os venía, sobre todo, esa idea de que os era necesario trabajar para vivir? –Resp. Estaba loco; aún lo estoy.

10. ¿Cómo os llegó esa locura? –Resp. ¡Qué importa! Yo había elegido esta expiación.

11. ¿Cuál era el origen de vuestra fortuna? –Resp. ¿Qué os importa?

12. Sin embargo, el invento que habéis hecho ¿no tenía como objetivo aliviar a la Humanidad? –Resp. Y de enriquecerme.

13. ¿Qué uso hacíais de vuestra fortuna cuando gozabais enteramente de vuestra razón? –Resp. Ningún uso; creo que la disfrutaba.

14. ¿Por qué Dios os concedió la fortuna, ya que no haríais de ella un uso útil para los otros? –Resp. Yo había elegido esa prueba.

15. Aquel que goza de una fortuna adquirida con su trabajo, ¿no tiene más disculpas por retenerla que aquel que nace en el seno de la opulencia y que nunca ha conocido la necesidad? –Resp. Menos. – San Luis agrega: Aquél conocía el dolor y no lo alivió.

16. ¿Recordáis la existencia que precedió a la que acabáis de dejar? –Resp. Sí. 17. ¿Qué erais entonces? –Resp. Un obrero.

18. Nos habéis dicho que sois infeliz; ¿veis un término a vuestro sufrimiento? –Resp. No. –San Luis agrega: Es demasiado pronto.

19. ¿De quién depende esto? –Resp. De mí. Aquel que está aquí me lo ha dicho.

20. ¿Conocéis aquel que está aquí? –Resp. Vos lo llamáis Luis.

21. ¿Sabéis lo él ha sido en Francia, en el siglo XIII? –Resp. No... Lo conozco por vosotros... Agradezco por lo que él me ha enseñado.

22. ¿Creéis en una nueva existencia corporal? –Resp. Sí.

23. Si debéis renacer en la vida corporal, ¿de quién dependerá la posición social que tendréis? –Resp. Creo que de mí. Tantas veces he elegido que sólo puede depender de mí. Nota – Estas palabras: Tanto he elegido, son características. Su estado actual prueba que, a pesar de sus numerosas existencias, poco ha progresado, y que siempre es un recomenzar para él.

24. ¿Qué posición social elegiríais si pudieseis recomenzar? – Resp. Baja; se marcha más seguro; uno no está encargado sino de sí mismo.

25. (A san Luis) ¿No hay un sentimiento de egoísmo al elegir una baja posición, donde uno no debe encargarse sino de sí mismo? – Resp. En ninguna parte uno se encarga solamente de sí mismo; el hombre responde por aquellos que lo rodean, no sólo por las almas cuya educación le es confiada, sino también por otras: el ejemplo hace todo el mal.

26. (A Morisson) Os agradecemos por haber tenido a bien responder a nuestras preguntas, y rogamos a Dios que os dé la fuerza para soportar nuevas pruebas. –Resp. Vosotros me habéis aliviado, y he aprendido.

Nota – Se reconoce fácilmente en las respuestas anteriores el estado moral de este Espíritu; éstas son breves y, cuando no son monosilábicas, tienen algo de sombrío y de vago: un loco melancólico no hablaría de otra manera. Esa persistencia de la aberración de las ideas después de la muerte es un hecho destacable, pero no es una constante, o a veces presenta un carácter totalmente diverso. Al respecto, tendremos ocasión de citar varios ejemplos, estando en condiciones de estudiar los diferentes géneros de locura.


El suicida de la Samaritana

Últimamente los diarios han informado el siguiente hecho: «Ayer (7 de abril de 1858), hacia las siete horas de la noche, un hombre de unos cincuenta años, y vestido apropiadamente, se presentó en el establecimiento de la Samaritana y pidió que le preparasen un baño. Admirándose el empleado de servicio de que después de un intervalo de dos horas este individuo no haya llamado, decidió entrar en el cuarto para ver si no estaba indispuesto. Entonces fue testigo de un horrible espectáculo: aquel desdichado se había cortado la garganta con una navaja de afeitar, y toda su sangre se había mezclado con el agua de la bañera. No habiendo podido establecerse su identidad, el cadáver fue transportado a la Morgue.»


Pensamos que podríamos extraer una enseñanza útil a nuestra instrucción mediante una conversación con este hombre, en Espíritu. Por lo tanto, lo hemos evocado el 13 de abril, por consiguiente, sólo seis días después de su muerte.

1. Ruego a Dios Todopoderoso que permita al Espíritu del individuo que se ha suicidado el 7 de abril de 1858, en los baños de la Samaritana, comunicarse con nosotros. –Resp. Esperad... (Después de algunos segundos): Él está aquí.


Nota – Para comprender esta respuesta es preciso saber que, en todas las reuniones regulares, hay generalmente un Espíritu familiar: el del médium o de la familia, que está siempre presente sin que se lo llame. Es él que hace venir a aquellos que se evoca y, según sea más o menos elevado, sirve él mismo de mensajero o da órdenes a los Espíritus que le son inferiores. Cuando nuestras reuniones tienen por intérprete a la Srta. Ermance Dufaux, es siempre el Espíritu san Luis que consiente en asistirla de oficio; es él que ha dado la respuesta anterior.

2. ¿Dónde estáis ahora? –Resp. No sé... Decidme dónde estoy.

3. Estáis en la rue de Valois (Palais-Royal) N° 35, en una reunión de personas que se ocupan de estudios espíritas y que os son benévolas. –Resp. Decidme si vivo... Me ahogo en el ataúd.

4. ¿Quién os indujo a venir a nosotros? –Resp. Me he sentido aliviado.

5. ¿Cuál es el motivo que os ha llevado a suicidaros? –Resp. ¿Estoy muerto?... No... Estoy en mi cuerpo... ¡No sabéis cuánto sufro!... ¡Me ahogo!... ¡Que una mano compasiva acabe conmigo! Nota – Su alma, aunque separada del cuerpo, aún está completamente sumergida en lo que se podría llamar el torbellino de la materia corporal; las ideas terrestres están todavía vivaces; no cree estar muerto.

6. ¿Por qué no habéis dejado ningún vestigio que pudiese haceros reconocer? –Resp. Estoy abandonado; he huido del sufrimiento para encontrar la tortura.

7. ¿Tenéis ahora los mismos motivos para permanecer desconocido? –Resp. Sí; no pongáis un hierro candente en la herida que sangra.

8. ¿Quisierais decirnos vuestro nombre, edad, profesión o domicilio? –Resp. No..., de ninguna manera.

9. ¿Teníais familia, mujer e hijos? –Resp. Yo estaba abandonado; ningún ser me amaba.

10. ¿Qué habíais hecho para no ser amado por nadie? –Resp. ¡Cuántos son como yo!... Un hombre puede ser abandonado en medio de su familia, cuando ningún corazón lo ama.

11. En el momento de llevar a cabo vuestro suicidio, ¿no has vacilado? –Resp. Tenía sed de muerte... Esperaba el descanso.

12. ¿Cómo es que el pensamiento del porvenir no os hizo renunciar a vuestro intento? –Resp. No creía en el futuro; estaba sin esperanzas. El porvenir es la esperanza.

13. ¿Qué reflexiones habéis hecho en el momento en que sentíais que la vida se os extinguía? –Resp. No reflexionaba, sentía... Pero mi vida no se ha extinguido... Mi alma está ligada al cuerpo... No he muerto... Sin embargo, siento que me roen los gusanos...

14. ¿Qué sensación habéis tenido en el momento en que la muerte se completaba? –Resp. ¿Se ha completado?

15. ¿Ha sido doloroso el momento en que la vida se os extinguía? –Resp. Menos doloroso que después. Sólo el cuerpo ha sufrido. – San Luis continúa: El Espíritu se liberaba de un peso que lo abrumaba; sentía la voluptuosidad del dolor. (A san Luis.) Ese estado ¿es siempre la consecuencia del suicidio? –Resp. Sí; el Espíritu del suicida está ligado a su cuerpo hasta el término de su vida. La muerte natural es el enflaquecimiento de la vida: el suicidio la quiebra bruscamente.

16. Este estado ¿es el mismo en toda muerte accidental, independiente de la voluntad, y que abrevia la duración natural de la vida? –Resp. No. ¿Qué entendéis por suicidio? El Espíritu sólo es culpable por sus obras.


Nota – Habíamos preparado una serie de preguntas que nos proponíamos dirigir a este hombre, en Espíritu, sobre su nueva existencia; en presencia de sus respuestas, aquéllas se volvieron sin objeto; era evidente que él no tenía ninguna conciencia de su situación;su sufrimiento fue la única cosa que pudo describirnos.


Esta duda de la muerte es muy común en las personas fallecidas recientemente y sobre todo en aquellas que, cuando estaban encarnadas, no elevaron su alma por encima de la materia. A primera vista es un fenómeno raro, pero que se explica muy naturalmente. Si a un individuo puesto en sonambulismo por primera vez se le pregunta si duerme, casi siempre responde que no, y su respuesta es lógica: el interrogador es el que hace mal la pregunta, sirviéndose de un término impropio. La idea de sueño, en nuestro lenguaje usual, está ligada a la suspensión de todas nuestras facultades sensitivas; ahora bien, el sonámbulo que piensa y ve, que tiene la conciencia de su libertad moral, no cree estar durmiendo y, en efecto, no duerme en la acepción vulgar de la palabra. Por eso responde que no hasta que se familiarice con esta nueva manera de entender la cuestión. Y lo mismo sucede con el hombre que acaba de morir; para él la muerte era la nada; ahora bien, al igual que el sonámbulo, él ve, siente, habla; por lo tanto, él no se considera muerto, y lo dice hasta que haya adquirido la intuición de su nuevo estado. _


(Extraídas de la Vida de Luis XI, dictada por él mismo a la señorita Ermance Dufaux)
(Ver los números de marzo y de mayo de 1858)

Envenenamiento del duque de Guyena

... Después me ocupé de Guyena. Odet d'Aidies, señor de Lescun, que estaba enemistado conmigo, hacía los preparativos de la guerra con una actividad maravillosa. No era sino con esfuerzo que mantenía el ardor bélico de mi hermano, el duque de Guyena. Tenía que combatir a un temible adversario en el espíritu de mi hermano: la señora de Thouars, que era la amante de Carlos (el duque de Guyena).

Esa mujer sólo buscaba sacar provecho del dominio que tenía sobre el joven duque para desviarlo de la guerra, no ignorando que ésta tenía por objeto el matrimonio de su amante. Sus enemigos secretos habían fingido alabar en su presencia la belleza y las brillantes cualidades de la novia: esto fue lo suficiente para persuadirla de que su desgracia era cierta si esta princesa se casara con el duque de Guyena. Segura de la pasión de mi hermano, ella recurrió a las lágrimas, a los ruegos y a todas las extravagancias de una mujer perdida en semejante caso. El débil Charles cedió y comunicó a Lescun sus nuevas resoluciones. Éste previno inmediatamente al duque de Bretaña y a los interesados: ellos se alarmaron e hicieron representaciones a mi hermano, pero éstas no hicieron más que volver a sumergirlo en sus irresoluciones.

Sin embargo, la favorita consiguió –no sin dificultad– disuadirlo nuevamente de la guerra y del casamiento; desde entonces, su muerte fue resuelta por todos los príncipes. Por temor a que mi hermano se la imputara a Lescun, de quien conocía su antipatía por la señora de Thouars, ellos decidieron ganar a Jean Faure Duversois, monje benedictino, confesor de mi hermano y abad de Saint-Jeand'Angély.

Este hombre era uno de los partidarios más entusiastas de la señora de Thouars, y nadie ignoraba el odio que tenía hacia Lescun, cuya influencia política envidiaba. Jamás sería probable que mi hermano le imputase la muerte de su amante, pues ese sacerdote era uno de sus favoritos, en el cual tenía la mayor confianza. No sólo fue la sed de grandeza que hizo que se vinculara a la favorita, sino que también se dejó corromper sin dificultad.

Desde largo tiempo que yo había intentado seducir al abad; él siempre rechazaba mis ofrecimientos, no obstante, de un modo que me dejaba la esperanza de conseguir ese objetivo.

Él vio fácilmente en qué posición se metería prestando a los príncipes el servicio que esperaban de él; sabía que a los poderosos no les costaba nada librarse de un cómplice. Por otro lado, conocía la inconstancia de mi hermano y temía ser su víctima.

Para conciliar su seguridad con sus intereses, decidió sacrificar a su joven señor. Al tomar esta determinación, tenía más posibilidad de éxito que de fracaso. Para los príncipes, la muerte del joven duque de Guyena debería ser el resultado de un error o de un incidente imprevisto. La muerte de la favorita, aun cuando se la hubiese podido imputar al duque de Bretaña y a sus cointeresados, hubiera pasado inadvertida, por así decirlo, ya que nadie habría podido descubrir los motivos que le daban una importancia real desde el punto de vista político.

Admitiendo que pudieran ser acusados de la muerte de mi hermano, ellos estarían fuertemente en peligro, porque sería mi deber castigarlos con rigor; sabían que voluntad para eso no me faltaba, y en este caso el pueblo se volvería contra ellos; y el propio duque de Borgoña, ajeno a lo que se tramaba en Guyena, se vería forzado a aliarse a mí, bajo pena de verse acusado de complicidad. Incluso en esta última hipótesis todo habría sido logrado según mi deseo; yo podría hacer que Carlos el Temerario fuese declarado criminal de lesa majestad y hacerlo condenar a muerte por el Parlamento, como asesino de mi hermano. Esta clase de condenaciones, efectuadas por ese tribunal superior, tenían siempre grandes resultados, sobre todo cuando eran de una indiscutible legitimidad.

Se percibe, sin dificultad, qué interés tenían los príncipes en dirigir al abad; pero, por otro lado, nada era más fácil que deshacerse secretamente de él.

Conmigo el abad de Saint-Jean tenía aún más posibilidades de impunidad. El servicio que me prestaba era de la mayor importancia para mí, sobre todo en ese momento: la formidable Liga que se formaba, y de la cual el duque de Guyena era el centro, debería infaliblemente llevarme a la perdición; la muerte de mi hermano era el único medio de destruirla y, por consecuencia, de salvarme. Él ambicionaba el favor de Tristán el Ermitaño, y pensaba que con esto conseguiría elevarse sobre él, o por lo menos compartir mis buenas gracias y mi confianza en él. Además, los príncipes habían tenido la imprudencia de dejarle en manos pruebas indiscutibles de su culpabilidad: eran diferentes escritos; como éstos estaban naturalmente expresados en términos muy vagos, no era difícil de sustituir la persona de mi hermano por la de su favorita, que no era designada sino en términos sobrentendidos. Al entregarme esos documentos, alejaría de mí toda especie de duda sobre mi inocencia; de este modo, se libraría del único peligro que corría del lado de los príncipes y, al probar que yo no tenía nada que ver con el envenenamiento, dejaba de ser mi cómplice y me quitaba cualquier interés de mandarlo matar.

Quedaba por probar que él mismo no tenía nada que ver con esto; era una dificultad menor: primero, él estaba seguro de mi protección; segundo, no teniendo los príncipes pruebas de su culpabilidad, podía devolver sus acusaciones a título de calumnias.

Todo bien preparado, hizo llegar hasta mí un emisario que fingió haber venido por sí mismo y me dijo que el abad de Saint-Jean estaba disgustado con mi hermano. En seguida vi todo el partido que yo podría sacar de esta disposición, y caí en la trampa que el astuto abad me tendió; al no sospechar que aquel hombre pudiera ser enviado por él, despaché a uno de mis espías de confianza. SaintJean desempeñó tan bien su papel que éste fue engañado. Con base en su informe, escribí al abad para sobornarlo; él fingió muchos escrúpulos, pero triunfé, no sin dificultad. Consintió en encargarse del envenenamiento de mi joven hermano: yo estaba tan pervertido que ni siquiera dudé en cometer ese crimen horrible.

Henri de la Roche, gentilhombre de la repostería del duque, se encargó de preparar un durazno que el propio abad ofreció a la señora de Thouars, mientras merendaba en la mesa con mi hermano. La belleza de aquella fruta era notable; ella se la hizo admirar al príncipe y la compartió con él. Apenas ambos la comieron, la favorita sintió violentos dolores en las entrañas: no tardó en expirar en medio de los más atroces sufrimientos. Mi hermano tuvo los mismos síntomas, pero con mucho menos violencia.

Parecerá tal vez extraño que el abad se haya servido de tal medio para envenenar a su joven señor; en efecto, el menor incidente podría desbaratar su plan. Sin embargo, era el único que la prudencia podía aprobar: establecería la conjetura de un error. Impresionada por la belleza del durazno, era muy natural que la señora de Thouars se la hiciese admirar a su amante y le ofreciera la mitad: él no podría dejar de aceptarla y comer un poco, aunque sólo fuese por complacencia. Admitiendo que solamente comiera una pequeña parte, hubiese sido suficiente para darle los primeros síntomas necesarios; entonces, un envenenamiento posterior podría llevarlo a la muerte como consecuencia del primero.

El terror se apoderó de los príncipes desde que supieron de las funestas consecuencias del envenenamiento de la favorita; no tuvieron la menor sospecha de la premeditación del abad. No pensaban más que en aparentar naturalidad ante la muerte de la joven mujer y la enfermedad de su amante; ninguno de ellos se manifestó en ofrecer un antídoto al desdichado príncipe, temiendo comprometerse; en efecto, este gesto hubiera dado a entender que el veneno era conocido y que, por consecuencia, alguien era cómplice del crimen.

Gracias a su juventud y a la fuerza de su temperamento, Carlos resistió algún tiempo al veneno. Sus sufrimientos físicos no hicieron más que volver a llevarlo a sus antiguos proyectos con más ardor. Temiendo que su dolencia disminuyese el celo de sus oficiales, quiso hacerles renovar el juramento de fidelidad. Como exigía que ellos se comprometieran a servirlo contra todos, incluso contra mí, algunos de ellos, temiendo su muerte que parecía próxima, se negaron a prestarlo y pasaron a mi corte...

NOTA – En nuestro número anterior se han leído los interesantes detalles dados por Luis XI sobre su muerte. El hecho que acabamos de relatar no es menos notable desde el doble punto de vista de la Historia y del fenómeno de las manifestaciones; además, sólo teníamos dificultades en cuanto a la elección; la vida de este rey, tal como ha sido dictada por él mismo, es indiscutiblemente la más completa que tenemos y, podemos decir, la más imparcial. El estado del Espíritu Luis XI le permite hoy apreciar las cosas en su justo valor; se ha podido ver, por los tres fragmentos que hemos citado, cómo se juzga a sí mismo; explica su política mejor de lo que lo haría cualquiera de sus historiadores: él no se absuelve de su conducta; y en su muerte, tan triste y tan vulgar para un monarca que algunas horas antes era todopoderoso, ve un castigo anticipado.

Como hecho de manifestaciones, este trabajo ofrece un interés muy particular; prueba que las comunicaciones espíritas pueden esclarecernos sobre la Historia, cuando nos sabemos colocar en condiciones favorables. Formulamos votos para que la publicación de la Vida de Luis XI, así como la no menos interesante de Carlos VIII –igualmente terminada– vengan pronto a hacer juego con la de Juana de Arco.

Vemos aquí ciertos escritores eméritos encogerse de hombros al simple nombre de una historia escrita por los Espíritus. –¡Cómo! – dicen ellos–, ¡seres de otro mundo que vienen a controlar nuestro saber, a nosotros, sabios de la Tierra! ¡Pero vamos! ¿Esto es posible? –Señores, no os forzamos a creerlo; ni siquiera haremos el menor empeño para arrancaros tan cara ilusión. En el interés de vuestra gloria futura, os comprometemos a inscribir vuestros nombres en caracteres INDESTRUCTIBLES al pie de esta modesta sentencia: Todos los adeptos del Espiritismo son insensatos, porque sólo a nosotros compete juzgar hasta dónde va el poder de Dios; y esto para que la posteridad no pueda olvidaros; ella misma verá si debe daros un lugar al lado de aquellos que, no hace mucho, han rechazado a los hombres a los cuales la Ciencia y el reconocimiento público hoy erigen estatuas.

Mientras tanto, he aquí un escritor cuyas altas capacidades no son desconocidas por nadie, y que se atreve, a riesgo de también pasar por una persona que no tiene juicio, a enarbolar él mismo la bandera de las nuevas ideas sobre las relaciones del mundo físico con el mundo incorpóreo. Leemos lo siguiente en la Histoire de France de Henri Martin, 171 tomo 6, página 143, a propósito de Juana de Arco:

«... Existe en la Humanidad un orden excepcional de hechos morales y físicos que parecen derogar las leyes comunes de la Naturaleza: es el estado de éxtasis y de sonambulismo –ya sea espontáneo o artificial– con todos sus asombrosos fenómenos de desdoblamiento de los sentidos, de insensibilidad total o parcial del cuerpo, de exaltación del alma y de percepciones fuera de todas las condiciones de la vida habitual. Esta clase de hechos ha sido juzgada desde puntos de vista muy opuestos. Al ver las relaciones acostumbradas de los órganos alterados o dislocados, los fisiólogos califican de enfermedad al estado extático o sonambúlico, admitiendo la realidad de los fenómenos que pueden conducir a una patología, y negando todo el resto, es decir, todo lo que parece fuera de las leyes constatadas de la Física. A sus ojos, inclusive, la enfermedad se vuelve locura cuando al desdoblamiento de la acción de los órganos se le suman las alucinaciones de los sentidos y las visiones de objetos que sólo existen para el visionario. Un eminente fisiólogo estableció muy crudamente que Sócrates estaba loco, porque creía conversar con su demonio. Los místicos responden no solamente afirmando como reales los fenómenos extraordinarios de las percepciones magnéticas –cuestión sobre la cual encuentran innumerables auxiliares y testigos fuera del misticismo–, sino que sostienen que las visiones de los extáticos tienen objetos reales, vistos, es verdad, no con los ojos del cuerpo y sí con los ojos del Espíritu. El éxtasis es para ellos el puente arrojado del mundo visible al mundo invisible, el medio de comunicación del hombre con los seres superiores, el recuerdo y la promesa de una existencia mejor, de donde decaímos y a la cual debemos reconquistar.

«En este debate, ¿qué partido deben tomar la Historia y la Filosofía?

«La Historia no podría pretender determinar con precisión los límites ni el alcance de los fenómenos, ni de las facultades extáticas y sonambúlicas; pero constata que son de todos los tiempos y de todos los lugares; que los hombres siempre han creído en ellas; que han ejercido una acción considerable sobre los destinos del género humano; que se han manifestado no solamente entre los contemplativos, sino entre los genios más poderosos y más activos, entre la mayoría de los grandes iniciados; que por más irrazonables que sean muchos extáticos, no hay nada de común entre las divagaciones de la locura y las visiones de algunos; que esas visiones son regidas por ciertas leyes; que los extáticos de todos los países y de todos los siglos tienen lo que se puede llamar un lenguaje común, el de los símbolos, del cual la poesía no es más que un derivado, lenguaje que expresa más o menos constantemente las mismas ideas y sentimientos por las mismas imágenes.

«Tal vez es más temerario tratar de pronunciarse en nombre de la Filosofía; entretanto, el filósofo, después de haber reconocido la importancia moral de estos fenómenos, por más desconocidos que sean para nosotros su ley y su objetivo; después de haberlos distinguido en dos grados, uno inferior –que no es sino una extensión extraña o un desdoblamiento inexplicable de la acción de los órganos– y otro superior –que es una exaltación prodigiosa de los poderes morales e intelectuales–, nos parece que el filósofo podría sostener que la ilusión del inspirado consiste en tomar como una revelación traída por seres exteriores, ángeles, santos o genios, a las revelaciones interiores de esta personalidad infinita que está en nosotros, y que entre los mejores y los mayores se manifiesta a veces por relámpagos de fuerzas latentes que sobrepasan, casi sin medida, las facultades de nuestra condición actual. En una palabra, en lenguaje académico, son para nosotros hechos de subjetividad; en el lenguaje de las antiguas filosofías místicas y de las religiones más elevadas, son las revelaciones del feruer mazdeísta, del buen demonio (el de Sócrates), del ángel guardián, de este otro Yo que no es sino el yo eterno en plena posesión de sí mismo, cerniéndose sobre el yo envuelto en las sombras de esta vida (es la figura del magnífico símbolo del Zoroastrismo, representado por todas partes en Persépolis y en Nínive: el feruer alado o el yo celestial cerniéndose sobre la persona terrestre).

«Negar la acción de seres exteriores sobre el inspirado, sólo ver en sus supuestas manifestaciones la forma dada a las intuiciones del extático para las creencias de su tiempo y de su país, buscar la solución del problema en las profundidades de la persona humana, esto no es de ninguna manera poner en duda la intervención divina en esos grandes fenómenos y en esas grandes existencias. El autor y el sostén de todas las vidas, por más esencialmente independiente que sea de cada criatura y de toda la creación, por más distinta que sea de nuestro ser contingente su personalidad absoluta, de modo alguno es un ser exterior, es decir, extraño a nosotros, y no es de afuera que él nos habla; cuando el alma se sumerge en sí misma, ella ahí lo encuentra y, en toda inspiración benéfica, nuestra libertad se asocia a su Providencia. Es preciso, aquí como en todas partes, el doble escollo de la incredulidad y de la piedad mal esclarecida; uno no ve más que ilusiones y que impulsos puramente humanos; el otro se rehúsa admitir alguna parte de ilusión, de ignorancia o de imperfección allí donde ve el dedo de Dios. Como si los enviados de Dios dejasen de ser hombres, los hombres de un cierto tiempo y de un cierto lugar, y como si los relámpagos sublimes que les atraviesan el alma depositasen en ella la ciencia universal y la perfección absoluta. En las inspiraciones más evidentemente providenciales, los errores que vienen del hombre se mezclan con la verdad que viene de Dios. El Ser infalible no comunica su infalibilidad a nadie.

«No pensamos que esta digresión pueda parecer superflua; debíamos pronunciarnos sobre el carácter y sobre la obra de una de las inspiradas que ha dado testimonio en el más alto grado de las facultades extraordinarias que acabamos de hablar, y que las ha aplicado en la más brillante misión de las épocas modernas; por lo tanto, era preciso tratar de expresar una opinión para la categoría de seres excepcionales a los cuales pertenece Juana de Arco.»

Los banquetes magnéticos

El 26 de mayo, aniversario de nacimiento de Mesmer, han tenido lugar los dos banquetes anuales que reúnen a la élite de los magnetizadores de París y a los adeptos del extranjero que a ellos se juntan. Nosotros siempre nos hemos preguntado por qué esta solemnidad conmemorativa es celebrada por dos banquetes rivales, donde cada facción bebe a la salud de la otra y donde, sin resultado, se hacen brindis por la unión. Cuando uno está allí, parece que están bien cerca de entenderse. Entonces, ¿por qué una escisión entre hombres que se consagran al bien de la Humanidad y al culto de la verdad? ¿No se les presenta la verdad bajo el mismo aspecto? ¿Tienen ellos dos maneras de entender el bien a la Humanidad? ¿Están divididos sobre los principios de su ciencia? De ningún modo; ellos tienen las mismas creencias; tienen el mismo maestro que es Mesmer. Si ese maestro, cuya memoria invocan, viene –como lo creemos– a atender a su llamado, debe sufrir al ver la desunión entre sus discípulos. Felizmente esta desunión no engendrará guerras como las que, en el nombre del Cristo, han ensangrentado el mundo para la eterna vergüenza de los que se decían cristianos. Pero esta guerra, por más inofensiva que sea, y aunque se limite a golpes de pluma y a beber cada uno por su lado, no es por eso menos lamentable; nos gustaría de ver a los hombres de bien unidos en un mismo sentimiento de confraternidad; con esto, la ciencia magnética ganaría en progreso y en consideración.

Puesto que ambas facciones no están divididas por divergencias doctrinarias, ¿en qué consiste, entonces, su antagonismo? Sólo podemos ver la causa de esto en las susceptibilidades inherentes a la imperfección de nuestra naturaleza, y de la cual los hombres –incluso los superiores– no siempre están exentos. En todos los tiempos el genio de la discordia ha agitado su antorcha sobre la Humanidad; es decir, que desde el punto de vista espírita los Espíritus inferiores, envidiosos de la felicidad de los hombres, encuentran entre ellos un acceso muy fácil; felices aquellos que tienen bastante fuerza moral para rechazar sus sugestiones.

Se nos había hecho el honor de invitarnos a las dos reuniones; como tenían lugar simultáneamente, y porque aún no somos sino un Espíritu muy materialmente encarnado, no teniendo el don de ubicuidad, sólo hemos podido atender a una única de esas atentas invitaciones, la que era presidida por el Dr. Duplanty. Debemos decir que los adeptos del Espiritismo no estaban allí en mayoría; no obstante, constatamos con placer que, excepto algunas pequeñas tonterías ofrecidas a los Espíritus en espirituosas coplas cantadas por el Sr. Jules Lovi, y en aquellos no menos divertidos cantos del Sr. Fortier –que obtuvo los honores de un bis–, la Doctrina Espírita no ha sido por parte de nadie objeto de esas críticas inconvenientes, de las cuales ciertos adversarios no dejan faltar, a pesar de la educación de la cual ellos se jactan.

Lejos de eso, en un discurso notable y justamente aplaudido, el Dr. Duplanty ha proclamado abiertamente el respeto que se debe tener por las creencias sinceras, aun cuando no se las comparta. Sin pronunciarse a favor o en contra del Espiritismo, sabiamente ha hecho observar que los fenómenos del magnetismo, revelándonos una fuerza hasta ahora desconocida, deben volvernos aún más circunspectos para con los que pueden revelarse todavía, y que al menos sería imprudencia negar lo que no se comprende o lo que no se ha constatado, sobre todo cuando se apoyan en la autoridad de hombres honorables, cuyas luces y lealtad no podrían ponerse en duda. Estas palabras son sabias, y nosotros se las agradecemos al Sr. Duplanty; ellas contrastan singularmente con las de ciertos adeptos del Magnetismo que sin consideración esparcen el ridículo sobre una doctrina que confiesan desconocer, olvidando que ellos mismos han sido en otros tiempos blanco de los sarcasmos; ellos también han sido mandados a los manicomios y perseguidos por los escépticos como los enemigos del buen sentido y de la religión. Hoy que el Magnetismo está rehabilitado por la fuerza de las cosas, que de él no se ríen más y que sin temor uno puede confesarse magnetizador, es poco digno y poco caritativo para ellos usar de represalias hacia una ciencia –hermana de la suya– que no puede prestarle sino un benéfico apoyo. Nosotros no atacamos a los hombres, dicen ellos; sólo nos reímos de aquello que nos parece ridículo, hasta que la luz se haga para nosotros. En nuestra opinión la ciencia magnética, ciencia que nosotros mismos profesamos hace 35 años, deberá ser inseparable de la seriedad; nos parece que a su locuacidad satírica no le falta asunto en este mundo, no necesitando tomar como blanco a las cosas serias. Olvidan, pues, que se ha tenido para con ellos el mismo lenguaje; que ellos mismos también acusaban a los incrédulos de juzgar a la ligera, y que decían, como nosotros lo hacemos a nuestro turno: «¡Paciencia! ¡El que ríe último ríe mejor!»

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ERRATA

En la Revista Espírita de mayo de 1858 (Nº V), una falta tipográfica ha desnaturalizado un nombre propio que, por esto mismo, ha perdido su sentido. En la página 141 (respuesta a la pregunta Nº 25), 174 en lugar de Poryolise, leer: Pergolesi.

ALLAN KARDEC