Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Octubre

A menudo se ha hablado de los peligros del Espiritismo, y cabe señalar que los que más reclaman en este aspecto son precisamente aquellos que sólo lo conocen de nombre. Nosotros ya hemos refutado los principales argumentos que se le oponen, y por lo tanto no volveremos a ellos; solamente agregaremos que si se quisiera proscribir de la sociedad todo lo que puede ofrecer peligro y dar lugar a abusos, no sabemos lo que quedaría, incluso con las cosas de primera necesidad, a comenzar por el fuego –causa de tantas desgracias–, después el ferrocarril, etc., etc. Si se cree que las ventajas compensan los inconvenientes, lo mismo debe suceder con todo lo demás; la experiencia indica, poco a poco, las precauciones que se deben tomar para protegerse del peligro de las cosas que no se pueden evitar.

En efecto, el Espiritismo presenta un peligro real, pero no es en absoluto aquel que se supone, y es preciso iniciarse en los principios de la ciencia para comprenderlo bien. No nos dirigimos a aquellos que son ajenos al tema, sino a los propios adeptos, a aquellos que lo practican, porque el peligro es para éstos. Lo importante es que lo conozcan, a fin de estar de sobre aviso: se sabe que un peligro que es previsto se puede evitar mejor. Diremos más: aquí, para cualquiera que esté bien compenetrado en la ciencia, el peligro no existe; sólo existe para los que creen saber y no saben; es decir, como en todas las cosas, para aquellos que les falta la experiencia necesaria.

Un deseo muy natural en todos los que comienzan a ocuparse del Espiritismo es ser médium, pero sobre todo médium psicógrafo. En efecto, es el género que ofrece más atractivos por la facilidad de las comunicaciones, y que mejor puede desarrollarse a través del ejercicio. Se comprende la satisfacción que debe sentir quien, por primera vez, ve a su propia mano formar letras, después palabras, después frases en respuesta a su pensamiento. Esas respuestas que traza maquinalmente sin saber lo que hace, y que la mayoría de las veces están fuera de todas sus ideas personales, no le pueden dejar ninguna duda sobre la intervención de una inteligencia oculta; también su alegría es grande en poder conversar con los seres del Más Allá, con esos seres misteriosos e invisibles que pueblan los espacios; sus parientes y amigos no se encuentran más ausentes; si no los ve con los ojos, no por eso dejan de estar allí; conversan con él, los ve por el pensamiento; puede saber si son felices, lo que hacen, lo que desean, intercambiando con ellos buenas palabras; comprende que su separación no es eterna, y hace votos para acelerar el instante en que podrá unirse a ellos en un mundo mejor. Eso no es todo; ¡cuánto puede saber a través de los Espíritus que se comunican con él! ¿No van ellos a levantar el velo de todas las cosas? Desde ese momento ya no hay más misterios: sólo hay que interrogar para conocerlo todo. Ya ve ante sí a la Antigüedad sacudir el polvo de los tiempos, excavar las ruinas, interpretar las escrituras simbólicas y hacer revivir a sus ojos los siglos pasados. Otro, más prosaico y poco preocupado en sondar el infinito donde su pensamiento se pierde, sueña simplemente en explotar a los Espíritus para hacer fortuna. Los Espíritus, que deben ver todo y saber todo, no pueden negarse a hacerle descubrir algún tesoro escondido o algún secreto maravilloso. Cualquiera que se tome el trabajo de estudiar la ciencia espírita, jamás se dejará seducir por esos bellos sueños; sabe a qué atenerse sobre el poder de los Espíritus, acerca de su naturaleza y sobre el objetivo de las relaciones que el hombre puede establecer con ellos. Recordemos primeramente, y en pocas palabras, los puntos principales que nunca es preciso perder de vista, porque son como la clave de la bóveda del edificio.

1º) Los Espíritus no son iguales ni en poder, ni en conocimiento, ni en sabiduría. Al no ser sino las almas humanas despojadas de su envoltura corporal, presentan una variedad mayor que la que encontramos entre los hombres en la Tierra, porque vienen de todos los mundos y porque, entre los mundos, la Tierra no es la más atrasada ni la más adelantada. Por lo tanto, hay Espíritus muy superiores y otros muy inferiores; los hay muy buenos y muy malos, muy sabios y muy ignorantes; existen Espíritus ligeros, maliciosos, mentirosos, astutos, hipócritas, jocosos, espirituosos, burlones, etc.

2°) Incesantemente estamos rodeados por un enjambre de Espíritus que, por ser invisibles a nuestros ojos materiales, no por eso dejan de estar en el espacio, a nuestro alrededor, a nuestro lado, espiando nuestras acciones, leyendo nuestros pensamientos, unos para hacernos el bien, otros para hacernos mal, según sean más o menos buenos.

3°) Por la inferioridad física y moral de nuestro globo en la jerarquía de 267 los mundos, los Espíritus inferiores son más numerosos que los Espíritus superiores.

4°) Entre los Espíritus que nos rodean, están los que se vinculan a nosotros, que actúan más particularmente sobre nuestro pensamiento, aconsejándonos, y cuyo impulso seguimos sin darnos cuenta; felices de nosotros si escuchamos solamente la voz de los que son buenos.

5°) Los Espíritus inferiores sólo se vinculan a aquellos que los escuchan, junto a los cuales tienen acceso y a los cuales se aferran. Si consiguen tener dominio sobre alguien, se identifican con su propio Espíritu, fascinándolo, obsesándolo, subyugándolo y conduciéndolo como si se tratara de un niño.

6°) La obsesión jamás tiene lugar a no ser por Espíritus inferiores. Los Espíritus buenos no hacen sentir ningún constreñimiento; ellos aconsejan, combaten la influencia de los malos, y si no se los escucha se retiran.

7°) El grado de constreñimiento y la naturaleza de los efectos que produce, marcan la diferencia entre la obsesión, la subyugación y la fascinación. La obsesión es la acción casi permanente de un Espíritu extraño, que hace conque alguien sea solicitado por una necesidad incesante de obrar en tal o cual sentido y de hacer tal o cual cosa. La subyugación es una opresión moral que paraliza la voluntad del que la sufre, y lo impulsa a los actos más irracionales y, a menudo, más contrarios a sus intereses. La fascinación es una especie de ilusión producida, ya sea por la acción directa de un Espíritu extraño o por sus razonamientos capciosos, ilusión que engaña sobre las cosas morales, falsea el juicio y hace tomar el mal por el bien.

8°) Por su voluntad el hombre puede siempre sacudir el yugo de los Espíritus imperfectos, porque, en virtud de su libre albedrío, puede elegir entre el bien y el mal. Si el constreñimiento ha llegado al punto de paralizar su voluntad, y si la fascinación es tan grande que obnubila su juicio, la voluntad de otra persona puede suplirla.

Antiguamente se daba el nombre de posesión al dominio ejercido por los Espíritus malos, cuando su influencia llegaba hasta la aberración de las facultades; pero, a menudo, la ignorancia y los prejuicios han tomado como posesión lo que no era más que el resultado de un estado patológico. La posesión sería, para nosotros, sinónimo de subyugación. Si no adoptamos este término es por dos motivos: el primero, porque implica la creencia en seres creados para el mal y perpetuamente consagrados al mal, mientras que no hay sino seres más o menos imperfectos, siendo que todos pueden mejorarse; el segundo, porque igualmente implica la idea de una toma de posesión del cuerpo por un Espíritu extraño, una especie de cohabitación, mientras que no hay más que un constreñimiento. La palabra subyugación expresa perfectamente el pensamiento. De esta manera, para nosotros, no hay poseídos en el sentido vulgar de la palabra, sino que hay obsesados, subyugados y fascinados.

Es por un motivo semejante que no adoptamos la palabra demonio para designar a los Espíritus imperfectos, aunque frecuentemente esos Espíritus no valgan más que los llamados demonios; es únicamente a causa de la idea de especialidad y de perpetuidad que está ligada a esta palabra. De esta manera, cuando decimos que no hay demonios, no pretendemos decir que sólo hay Espíritus buenos; lejos de eso; sabemos pertinentemente que los hay malos y muy malos, que nos solicitan para el mal, que nos tienden trampas y esto nada tiene de sorprendente, ya que ellos han sido hombres; queremos decir que no forman una clase aparte en el orden de la Creación, y que Dios deja a todas sus criaturas el poder de mejorarse.

Bien aclarado esto, volvamos a los médiums. En algunos el progreso es lento, incluso muy lento, y a menudo ponen a una ruda prueba su paciencia. En otros son rápidos, y en poco tiempo el médium llega a escribir con tanta facilidad y, a veces, con más prontitud de lo que lo haría en el estado habitual. Es entonces cuando puede entusiasmarse, y ahí está el peligro, porque el entusiasmo lo vuelve débil, y con los Espíritus es preciso ser fuerte. Decir que el entusiasmo lo vuelve débil parece un paradoja; y, sin embargo, nada es más cierto. Dirán que el que está entusiasmado marcha con una convicción y una confianza que le hacen superar todos los obstáculos; por lo tanto, tiene más fuerza. Sin duda; pero se entusiasman tanto por lo falso como por lo verdadero; aceptad las más absurdas ideas del entusiasta y de él haréis todo lo que quisiereis; por lo tanto, el objeto de su entusiasmo es su punto débil, y por el cual podréis siempre dominarlo. Al contrario, el hombre frío e impasible ve las cosas sin encandilarse; calcula, evalúa, examina con madurez y no se deja seducir por ningún subterfugio: es esto lo que le da fuerza. Los Espíritus malévolos –que saben eso tan bien o mejor que nosotros– saben también aprovechar esto para subyugar a aquellos que quieren tener bajo su dependencia, y la facultad de escribir como médium les sirve maravillosamente, porque es un poderoso medio de captar la confianza, y es por eso que no la desaprovechan si no se sabe ponerse en guardia contra ellos; felizmente, como veremos más adelante, el mal lleva en sí su propio remedio.

Ya sea por entusiasmo, por fascinación de los Espíritus o por amor propio, el médium psicógrafo es generalmente llevado a creer que los Espíritus que se comunican con él son Espíritus superiores, y tanto más cuando esos Espíritus, viendo su propensión, no dejan de adornarse con títulos pomposos, y –si fuere preciso y según las circunstancias– toman nombres de santos, de sabios, de ángeles, incluso de la virgen María, desempeñando su papel como comediantes disfrazados con las ropas de los personajes que representan; sacadles la máscara y se volverán un don nadie como eran antes; esto es lo que es necesario saber hacer con los Espíritus como con los hombres.

De la creencia ciega e irreflexiva en la superioridad de los Espíritus que se comunican, a la confianza en sus palabras, no hay más que un paso; así también es como entre los hombres. Si consiguen inspirar esta confianza, la mantienen a través de los sofismas y de los razonamientos más capciosos, que frecuentemente son aceptados con los ojos cerrados. Los Espíritus groseros son menos peligrosos: se los reconoce inmediatamente y no inspiran sino repugnancia; los que son más temibles, tanto en su mundo como en el nuestro, son los Espíritus hipócritas: hablan siempre con dulzura, adulando las inclinaciones; son halagadores, melosos, pródigos en expresiones de ternura y en demostraciones de devoción. Es preciso ser verdaderamente fuerte para resistir a semejantes seducciones. Pero se dirá: ¿dónde está el peligro con Espíritus impalpables? El peligro está en los consejos perniciosos que dan bajo la apariencia de benevolencia, en las actitudes ridículas, intempestivas o funestas que hacen emprender. Hemos visto a ciertos individuos correr de país en país en busca de las cosas más fantásticas, con el riesgo de comprometer su salud, su fortuna y hasta su propia vida. Hemos visto dictar –con todas las apariencias de seriedad– las cosas más burlescas, las máximas más extrañas. Como es bueno poner el ejemplo al lado de la teoría, vamos a relatar la historia de una persona conocida nuestra que estaba bajo el dominio de una fascinación semejante.

El Sr. F..., joven instruido, de esmerada educación, de un carácter dúctil y benevolente, pero un poco débil y sin una marcada resolución, se volvió un hábil médium psicógrafo con mucha rapidez. Obsesado por el Espíritu que ejercía dominio sobre él y que no le daba reposo, escribía sin cesar; cuando una pluma o un lápiz caía en su mano, era tomado por un movimiento convulsivo y se ponía a llenar páginas enteras en algunos minutos. A falta de instrumento, hacía el simulacro de escribir con su dedo, en cualquier parte donde se encontrase: en la calle, en las paredes, en las puertas, etc. Entre otras cosas que le eran dictadas, estaba ésta: «El hombre está compuesto de tres cosas: el hombre, el mal Espíritu y el buen Espíritu. Todos tenéis vuestro mal Espíritu que está ligado al cuerpo por lazos materiales. Para expulsar al mal Espíritu es preciso quebrar esos lazos, y para esto es preciso debilitar el cuerpo. Cuando el cuerpo está suficientemente debilitado, el lazo se rompe, el mal Espíritu se va, y sólo queda el bueno». Como consecuencia de esta bella teoría, ellos lo han hecho ayunar durante cinco días consecutivos y velar a la noche. Cuando estaba extenuado, le dijeron: «Ahora ya está, el lazo se ha quebrado; tu mal Espíritu ha partido, sólo quedamos nosotros en quien debes creer sin reservas». Y él, persuadido que su mal Espíritu había huido, tuvo una fe ciega en todas sus palabras. La subyugación había llegado a tal punto que si ellos le hubieran dicho que se tirase al agua o que partiera hacia las antípodas, él lo hubiera hecho. Cuando querían mandarlo hacer algo que le repugnaba, se sentía arrastrado por una fuerza invisible. Damos una muestra de su moral, por la cual podrá juzgarse el resto.

«Para tener las mejores comunicaciones es necesario primeramente orar y ayunar durante varios días, unos más, otros menos; este ayuno afloja los lazos que existen entre el yo y un demonio particular ligado a cada ego humano. Este demonio está ligado a cada persona por la envoltura que une el cuerpo y el alma. Esta envoltura, debilitada por la falta de alimentación, permite a los Espíritus arrancar ese demonio. Entonces, Jesús desciende al corazón de la persona poseída, en lugar del mal Espíritu. Ese estado de poseer a Jesús en sí es el único medio de alcanzar toda la verdad y muchas otras cosas.

«Cuando la persona ha logrado reemplazar al demonio por Jesús, no tiene todavía la verdad. Para tener la verdad, es preciso creer; Dios nunca da la verdad a los que dudan: sería hacer algo inútil, y Dios no hace nada en vano. Como la mayoría de los nuevos médiums dudan de lo que dicen o escriben, los Espíritus buenos son forzados –a pesar suyo– por orden formal de Dios, a mentir, y no tienen más remedio que mentir hasta que el médium esté convencido; pero cuando él cree firmemente en una de esas mentiras, enseguida los Espíritus elevados se apresuran a develarle los secretos del cielo: toda la verdad disipa en un instante esa nube de errores conque habían sido obligados a cubrir a su protegido.

«Llegado a este punto, el médium no tiene nada más que temer; los Espíritus buenos jamás lo dejarán. Sin embargo, que él no crea tener siempre la verdad y nada más que la verdad. Ya sea para probarlo o para punirlo de sus faltas pasadas, o ya sea para castigarlo por preguntas egoístas o curiosas, los Espíritus buenos le infligen correcciones físicas y morales, viniendo a atormentarlo en el nombre de Dios. Frecuentemente esos Espíritus elevados se lamentan por la triste misión que cumplen: un padre persigue a su hijo semanas enteras, un amigo a su amigo, todo para la mayor felicidad del médium. Entonces, los Espíritus nobles dicen locuras, blasfemias e incluso torpezas. Es preciso que el médium se mantenga firme y diga: Vosotros me tentáis; sé que estoy en las manos caritativas de Espíritus afables y afectuosos; sé que los malos no pueden acercárseme más. Almas buenas que me atormentáis, no me impediréis creer en lo que me habíais dicho y en lo que aún me diréis.

«Los católicos expulsan más fácilmente al demonio (este joven era protestante), porque éste se alejó un instante en el día del bautismo. Los católicos son juzgados por Cristo, y los otros por Dios; es mejor ser juzgado por Cristo. Los protestantes cometen un error en no admitir esto: también es preciso hacerse católico lo más pronto posible; a la espera de eso, ve a tomar agua bendita: éste será tu bautismo».

Nota – Al joven en cuestión, estando más tarde curado de la obsesión de que era objeto –por los medios que relataremos–, le habíamos pedido que nos escribiese esta historia, dándonos también el texto de los preceptos que le habían sido dictados. Al transcribirlos, agregó sobre la copia que nos remitió: Me pregunto si no ofendo a Dios y a los Espíritus buenos transcribiendo semejantes tonterías. A esto nosotros le respondimos: No, no ofendéis a Dios; lejos estáis de eso, puesto que ahora reconocéis la trampa en la que habíais caído. Si os he pedido la copia de esas máximas perversas ha sido para reprobarlas como ellas merecen, a fin de desenmascarar a los Espíritus hipócritas y poner en guarda a quienquiera que reciba cosas semejantes.

Un día le hicieron escribir: Morirás esta noche; a lo que él respondió: Estoy cansado de este mundo; que yo muera si es preciso; pero todo lo que deseo es no sufrir: no pido otra cosa. –A la noche se durmió creyendo firmemente que no iba a despertarse más en la Tierra. Al día siguiente estaba bastante sorprendido e incluso contrariado por estar en su lecho habitual. Durante el día escribió: «Ahora que has pasado por la prueba de la muerte, que creíste firmemente que ibas a morir, estás como muerto para nosotros; podemos decirte toda la verdad: sabrás todo; no hay nada oculto para nosotros; no habrá nada más oculto para ti. Tú eres Shakespeare reencarnado. ¿No es Shakespeare la biblia para ti? (El Sr. F... sabía perfectamente el inglés y se complacía en la lectura de las obras maestras en este idioma.)

Al día siguiente escribió: Tú eres Satanás. –Esto se está volviendo muy fuerte, respondió el Sr. F... –¿No has hecho... no has devorado el Paraíso Perdido? Has aprendido la Fille du diable (La Hija del diablo), de Béranger; sabías que Satanás habría de convertirse: ¿no lo has creído siempre? ¿No lo has dicho y escrito siempre? Para convertirse, él se reencarna. –Consiento en haber sido un ángel rebelde cualquiera; pero, ¡el rey de los ángeles! –Sí, tú eras el ángel de la soberbia; no eres malo, eres soberbio en tu corazón; es esta soberbia que es preciso abatir; tú eres el ángel del orgullo, y los hombres lo llaman Satanás, ¡qué importa el nombre! Fuiste el mal genio de la Tierra. Hete aquí rebajado... Los hombres van a progresar... Verás maravillas. Has engañado a los hombres; has engañado a la mujer en la personificación de Eva, la mujer pecadora. Está dicho que María, la personificación de la mujer sin mácula, te aplastará la cabeza; María va a venir. –Un instante después él escribió lentamente y con dulzura: «María viene a verte; María, que ha estado buscándote en el fondo de tu reino de tinieblas, no te abandonará. Levántate, Satanás: Dios está listo para tenderte sus brazos. Lee El Hijo Pródigo. Adiós».


En otra oportunidad escribió: «La serpiente dijo a Eva: Vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses. El demonio dijo a Jesús: Te daré todo el poder. A ti te digo, ya que crees en nuestras palabras: nosotros te amamos; sabrás todo... Serás rey de Polonia.

«Persevera en las buenas disposiciones en que te hemos puesto. Esta lección hará dar un gran paso a la ciencia espírita. Se verá que los Espíritus buenos pueden decir futilidades y mentiras para divertirse a expensas de los sabios. Allan Kardec ha dicho que un mal medio de reconocer a los Espíritus es hacerlos confesar que son Jesús en carne. Yo digo que solamente los Espíritus buenos confiesan que son Jesús en carne, y yo lo confieso. Dile esto a Kardec.»

Sin embargo, el Espíritu tuvo pudor de aconsejar al Sr. F... que imprimiera esas bellas máximas; si lo hubiese dicho lo habría hecho sin ninguna duda, y eso hubiera sido una mala acción, porque las hubiese dado como una cosa seria.

Llenaríamos un volumen con todas las tonterías que le fueron dictadas y con todas las circunstancias que siguieron. Entre otras cosas le hicieron dibujar un edificio de tales dimensiones que las hojas de papel necesarias, unidas unas a otras, ocupaban la altura de dos pisos.

Nótese que en todo esto no hay nada de grosero, nada de trivial; es un serie de razonamientos sofísticos que se encadenan con una apariencia de lógica. En los medios empleados para embaucar hay un arte verdaderamente infernal, y si hubiésemos podido relatar todas esas conversaciones, se habría visto hasta qué punto era utilizada la astucia y con qué destreza las palabras melifluas eran prodigadas adrede.

El Espíritu que desempeñaba el papel principal en este asunto tomaba el nombre de François Dillois, cuando no se cubría con la máscara de un nombre respetable. Supimos más tarde lo que ese tal Dillois había sido cuando estuvo encarnado, y entonces nada más nos sorprendió en su lenguaje. Pero en medio de todas esas extravagancias era fácil reconocer a un Espíritu bueno que luchaba, haciendo escuchar de vez en cuando algunas buenas palabras para desmentir los absurdos del otro; había un evidente combate, pero la lucha era desigual; el joven estaba de tal modo subyugado que la voz de la razón era impotente sobre él. Su padre, en Espíritu, le hizo escribir notablemente esto: «¡Sí, hijo mío, coraje! Sufres una ruda prueba que será para bien en el futuro; infelizmente nada puedo hacer en este momento para liberarte, y eso me aflige mucho. Ve a ver a Allan Kardec: escúchalo, y él te salvará».

En efecto, el Sr. F... vino a verme; me contó su historia; lo hice escribir delante mío y, desde el principio, reconocí sin dificultad la influencia perniciosa bajo la cual se encontraba, ya sea en las palabras o en ciertos signos materiales que la experiencia da a conocer y que no nos pueden engañar. Volvió varias veces; empleé toda la fuerza de mi voluntad para llamar a los Espíritus buenos por su intermedio, toda mi retórica para probarle que él era un juguete de Espíritus detestables; que lo que escribía no tenía sentido común, y además era profundamente inmoral; para esta obra caritativa me uní a uno de mis más dedicados compañeros, el Sr. T..., y ambos conseguimos paulatinamente hacerle escribir cosas sensatas. Él tomó aversión por su mal genio, rechazándolo por propia voluntad cada vez que él tentaba manifestarse, y poco a poco sólo los Espíritus buenos lograron sobreponerse. Para mudar sus ideas, se entregó de la mañana a la noche –según el consejo de los Espíritus– a un trabajo rudo que no le dejaba tiempo para escuchar las malas sugerencias. El propio Dillois terminó por confesarse vencido y expresó el deseo de mejorarse en una nueva existencia; reconoció el mal que había querido hacer y dio pruebas de arrepentimiento. La lucha fue larga, penosa y ofreció particularidades verdaderamente curiosas para el observador. Hoy que el Sr. F... se siente liberado, es feliz; parece haberse sacado un peso de encima; recuperó su alegría y nos agradeció el servicio que le hemos prestado.

Ciertas personas deploran que haya Espíritus malos. En efecto, no es sin un cierto desencanto que se encuentra la perversidad en este mundo, donde nos gustaría encontrar sólo seres perfectos. Puesto que las cosas son así, nada podemos hacer: es preciso tomarlas tal cual son. Es nuestra propia inferioridad que hace que los Espíritus imperfectos pululen a nuestro alrededor; las cosas han de cambiar cuando seamos mejores, como sucede en los mundos más avanzados. A la espera de esto, y mientras estemos en las camadas inferiores del universo moral, somos advertidos: está en nosotros mantenernos alerta y no aceptar, sin control, todo lo que se nos dice. Al esclarecernos, la experiencia debe volvernos circunspectos. Ver y comprender el mal es un medio de preservarse de él. ¿No habría cien veces más peligro en hacerse ilusiones sobre la naturaleza de los seres invisibles que nos rodean? Sucede lo mismo en este mundo, donde a cada día nos hallamos expuestos a la malevolencia y a las sugerencias pérfidas: son otras tantas pruebas a las cuales nuestra razón, nuestra conciencia y nuestro juicio nos dan los medios para resistir. Cuanto más difícil sea la lucha, mayor será el mérito del éxito: «Quien vence sin peligro, triunfa sin gloria».


Esta historia, que desgraciadamente no es la única de nuestro conocimiento, plantea una cuestión muy seria. Para este joven, se dirá, ¿no fue un fastidio el haber sido médium? ¿No es esa facultad la que ha causado la obsesión de la cual era objeto? En una palabra, ¿no es ésta una prueba del peligro de las comunicaciones espíritas?

Nuestra respuesta es fácil y rogamos meditarla con cuidado.

No fueron los médiums los que han creado a los Espíritus; éstos existen desde todos los tiempos, y desde todos los tiempos han ejercido su influencia saludable o perniciosa sobre los hombres. Por lo tanto, no es necesario ser médium para esto. La facultad medianímica no es para ellos sino un medio de manifestarse; a falta de esta facultad lo hacen de otras mil maneras. Si este joven no hubiese sido médium, no por eso habría estado menos bajo la influencia de ese Espíritu malo, que sin duda lo habría hecho cometer extravagancias que se hubieran atribuido a cualquier otra causa. Felizmente para él, su facultad de médium le permitió al Espíritu comunicarse por palabras, y por esas palabras el Espíritu se puso al descubierto; éstas han permitido conocer la causa de un mal que podría haber tenido para él consecuencias funestas, y que nosotros hemos destruido –como se ha visto– por medios muy simples, muy racionales y sin exorcismo. La facultad medianímica ha permitido ver al enemigo –si podemos expresarnos así– cara a cara, y combatirlo con sus propias armas. Por lo tanto, con absoluta certeza se puede decir que fue ella que lo ha salvado; en cuanto a nosotros, solamente hemos sido el médico que, habiendo juzgado la causa del mal, aplicamos el remedio. Sería un grave error creer que los Espíritus sólo ejercen su influencia a través de comunicaciones escritas o verbales; esta influencia es de todos los instantes, y aquellos que no creen en los Espíritus están expuestos a ella como los otros e incluso más expuestos que los otros, porque no tienen un contrapeso. ¡A cuántos actos no se es llevado, infelizmente, y que podrían ser evitados si se hubiera tenido un medio de esclarecerse! Los más incrédulos no se dan cuenta que dicen una gran verdad cuando hablan lo siguiente de un hombre descarriado por obstinación: Es su mal genio que lo empuja a la perdición.

Regla general. El que obtenga malas comunicaciones espíritas escritas o verbales está bajo una mala influencia; esta influencia se ejerce sobre él, ya sea que escriba o no, es decir, sea o no un médium. La escritura da un medio de asegurarse acerca de la naturaleza de los Espíritus que actúan sobre él, y de combatirlos, lo que se hace con tanto más éxito cuando se llega a conocer el motivo que los hace actuar. Si él es demasiado ciego como para no comprenderlo, otros pueden abrirle los ojos. Además, ¿es necesario ser médium para escribir absurdos? ¿Y quién dice que entre todas las elucubraciones ridículas o peligrosas, no están aquellas cuyos autores son impulsados por algún Espíritu malévolo? Las tres cuartas partes de nuestras acciones malas y de nuestros malos pensamientos son fruto de esta sugerencia oculta.

Si el Sr. F... no fuese médium, se preguntará si se habría podido hacer cesar la obsesión. Seguramente; sólo los medios habrían diferido según las circunstancias; pero entonces los Espíritus no hubiesen podido acercárnoslo, como lo han hecho, y es probable que la causa hubiera sido dejada a un lado si él no hubiese tenido una manifestación espírita ostensible. Todo hombre que tiene voluntad y que es simpático a los Espíritus buenos puede siempre, con la ayuda de éstos, paralizar la influencia de los malos. Decimos que debe ser simpático a los Espíritus buenos porque si él mismo atrae a los inferiores, es evidente que es querer cazar lobos con lobos.

En resumen, el peligro no está propiamente en el Espiritismo, ya que éste, al contrario, puede servir de control y preservarnos sin cesar del peligro que corremos, sin nosotros saberlo; está en la propensión de ciertos médiums en creerse muy ligeramente los instrumentos exclusivos de Espíritus superiores y en una especie de fascinación que no les permite comprender las tonterías de que son intérpretes. También los que no son médiums pueden dejarse llevar por esto. Terminaremos este capítulo con las siguientes consideraciones:

1º) Todo médium debe desconfiar del arrastramiento irresistible que lo lleva a escribir sin cesar y en los momentos inoportunos; debe ser señor de sí mismo y no escribir sino cuando él quiere;

2º) No se domina a los Espíritus superiores, ni siquiera a aquellos que, sin ser superiores, son buenos y benevolentes; pero se puede dominar y domar a los Espíritus inferiores. Quien no es señor de sí mismo no puede serlo de los Espíritus;

3º) No hay otro criterio para discernir el valor de los Espíritus sino el buen sentido. Toda fórmula dada a este efecto por los propios Espíritus es absurda y no puede emanar de Espíritus superiores;

4º) Se juzga a los Espíritus como a los hombres: por su lenguaje. Toda expresión, todo pensamiento, toda máxima, toda teoría moral o científica que esté en contra del buen sentido o no corresponda a la idea que uno se hace de un Espíritu puro y elevado, emana de un Espíritu más o menos inferior;

5º) Los Espíritus superiores tienen siempre el mismo lenguaje con la misma persona y jamás se contradicen;

6º) Los Espíritus superiores son siempre buenos y benevolentes; en su lenguaje nunca hay acrimonia, ni arrogancia, aspereza, orgullo, fanfarronería o tonta presunción. Hablan con simplicidad, aconsejan y se retiran cuando no se los escucha;

7º) No se debe juzgar a los Espíritus por su forma material ni por la corrección de su lenguaje, sino sondar su sentido íntimo, examinar sus palabras, evaluándolas fría y maduramente, sin prevención. Todo lo que se aparte del buen sentido, de la razón y de la sabiduría no puede dejar duda sobre su origen, sea cual fuere el nombre con el que se enmascare el Espíritu;

8º) Los Espíritus inferiores temen a aquellos que examinan sus palabras, a los que desenmascaran sus torpezas y a los que no se dejan llevar por sus sofismas. A veces pueden intentar resistir, pero terminan siempre desistiendo cuando se ven más débiles;

9º) En todas las cosas, simpatiza con los Espíritus buenos aquel que obre teniendo en cuenta el bien, elevándose con el pensamiento por encima de las vanidades humanas al expulsar de su corazón el egoísmo, el orgullo, la envidia, los celos, el odio, perdonando a sus enemigos y poniendo en práctica esta máxima del Cristo: «Hacer a los otros lo que quisiéramos que se nos haga»; los malos temen esto y se apartan de aquél.

Al seguir esos preceptos nos protegeremos de las malas comunicaciones, de la dominación de los Espíritus impuros y, aprovechando todo lo que nos enseñan los Espíritus verdaderamente superiores, contribuiremos –cada uno por su parte– con el progreso moral de la Humanidad.

De Estocolmo escriben lo siguiente al Journal des Débats, el 10 de septiembre de 1858:

«Infelizmente nada de consolador tengo a anunciaros sobre la enfermedad que, desde hace aproximadamente dos años, sufre nuestro soberano. Todos los tratamientos y remedios que los facultativos han prescripto en este intervalo, ningún alivio han traído a los sufrimientos que agobian al rey Oscar. Según el consejo de sus médicos, el Sr. Klugenstiern –que tiene una reputación como magnetizador– ha sido recientemente llamado al castillo de Drottningholm, donde continúa residiendo la familia real, para proporcionar al augusto enfermo un tratamiento periódico de magnetismo. Incluso se cree aquí que, por una coincidencia bastante singular, el foco de la enfermedad del rey Oscar se encuentra precisamente establecido en el lugar de la cabeza donde está situado el cerebelo, como infelizmente también parece ser hoy el caso del rey Federico Guillermo IV de Prusia».

Nosotros preguntamos si, hace sólo veinticinco años, los médicos habrían osado proponer públicamente semejante medio, mismo a un simple particular, ¡con más fuerte razón a una cabeza coronada! En aquella época, todas las Facultades científicas y todos los periódicos empleaban bastantes sarcasmos para denegrir al magnetismo y a sus partidarios. ¡Cómo las cosas cambiaron mucho en este corto espacio de tiempo! No solamente ya no se ríen más del magnetismo, sino que he aquí que es oficialmente reconocido como agente terapéutico. ¡Qué lección para los que se ríen de las ideas nuevas! ¿Les hará esto finalmente entender cuán imprudente es tachar de falso las cosas que no comprenden? Tenemos una gran cantidad de libros escritos contra el magnetismo por hombres de notoriedad; ahora bien, esos libros quedarán como una mancha indeleble sobre su altanera inteligencia. ¿No hubiesen hecho mejor en callarse y en esperar? Entonces, como hoy para con el Espiritismo, se le oponían la opinión de los más eminentes hombres, de los más esclarecidos, de los más concienzudos: nada quebrantaba su escepticismo. A sus ojos, el magnetismo no era más que una charlatanería indigna de personas serias. ¿Qué acción podría tener un agente oculto, movido por el pensamiento y por la voluntad, y del cual no se podía hacer un análisis químico? Apresurémonos en decir que los médicos suecos no son los únicos que han cambiado de opinión acerca de esta idea estrecha, y que por todas partes –en Francia como fuera de ella– la opinión ha cambiado completamente sobre este aspecto; y esto es tan verdadero que, cuando ocurre un fenómeno inexplicable, se dice: es un efecto magnético. Se encuentra, pues, en el magnetismo la razón de ser de una multitud de cosas que se atribuían a la imaginación, razón ésta tan cómoda para aquellos que no saben qué decir.

¿Curará el magnetismo al rey Oscar? Ésa es otra cuestión. Sin duda, ha operado curas prodigiosas e inesperadas; pero tiene sus límites, como todo lo que está en la Naturaleza; y, además, es necesario tener en cuenta esta circunstancia: que, en general, a él sólo se recurre in extremis y como último recurso, 231 cuando a menudo el mal ha hecho progresos irremediables o ha sido agravado por una medicación contraproducente. Cuando triunfa ante tales obstáculos, ¡es preciso que sea muy poderoso!

Si la acción del fluido magnético es hoy un punto generalmente admitido, no sucede lo mismo con respecto a las facultades sonambúlicas que todavía encuentran muchos incrédulos en el mundo oficial, sobre todo en lo que toca a las cuestiones médicas. No obstante, se ha de concordar que los prejuicios sobre este punto están singularmente debilitados, incluso entre los hombres de Ciencia: tenemos la prueba en el gran número de médicos que hacen parte de todas las Sociedades Magnéticas, ya sea en Francia como en el extranjero. Los hechos se han popularizado de tal manera que ha sido realmente preciso ceder ante la evidencia y seguir la corriente, quiérase o no. Pronto ocurrirá con la lucidez intuitiva lo mismo que con el fluido magnético.

El Espiritismo se vincula al Magnetismo por lazos íntimos (estas dos ciencias son solidarias entre sí); y, sin embargo, ¿quién hubiera creído que aquél fuese encontrar sus más encarnizados adversarios entre ciertos magnetizadores, que no por eso cuentan con el antagonismo de los espíritas? Los Espíritus siempre han preconizado el magnetismo, ya sea como medio curativo, ya sea como causa primera de una multitud de cosas; ellos defienden su causa y vienen a prestarle apoyo contra sus enemigos. Los fenómenos espíritas han abierto los ojos a tantas personas que, al mismo tiempo, han adherido al magnetismo. ¿No es extraño ver que los magnetizadores olvidaron tan pronto lo que han tenido que sufrir con los prejuicios, negando la existencia de sus defensores y tirando contra ellos los dardos que les eran lanzados antiguamente? Esto no tiene grandeza, esto no es digno de hombres a los cuales la Naturaleza –revelándoles uno de sus más sublimes misterios, más que a otros– les quita el derecho de pronunciar el famoso nec plus ultra (no más allá). En el rápido desarrollo del Espiritismo, todo prueba que pronto Él también tendrá sus derechos concedidos; a la espera de esto, aplaude con todas sus fuerzas el lugar que acaba de conquistar el Magnetismo, como una señal indiscutible del progreso de las ideas.

Acabamos de ver al Magnetismo reconocido por la Medicina; pero he aquí otra adhesión que, desde otro punto de vista, no tiene una importancia menos capital, puesto que prueba el debilitamiento de los prejuicios que las ideas más sanas hacen desaparecer a cada día: es la adhesión de la Iglesia. Tenemos bajo nuestros ojos un pequeño libro intitulado: Abrégé, en forme de catéchisme, du Cours élémentaire d’instruction chrétienne: A L’USAGE DES CATÉCHISMES ET DES ÉCOLES CHRÉTIENNES, par l’abbé Marotte, vicaire général de Mgr. l'évêque de Verdun, 1853 (Resumen, en forma de catecismo, del Curso elemental de instrucción cristiana: PARA USO DE CATECISMOS Y DE ESCUELAS CRISTIANAS, por el abad Marotte, vicario general de Monseñor obispo de Verdún, 1853). Esta obra, redactada en preguntas y respuestas, contiene todos los principios de la doctrina cristiana sobre el dogma, la Historia Santa, los mandamientos de Dios, los sacramentos, etc. En uno de los capítulos sobre el primer mandamiento, donde son tratados los pecados opuestos a la religión, y después de haber hablado de la superstición, de la magia y de los sortilegios, leemos lo siguiente:

«Preg. ¿Qué es el magnetismo?

«Resp. Es una influencia recíproca que a veces se opera entre los individuos, según una armonía de relaciones, ya sea por la voluntad, por la imaginación o por la sensibilidad física, y cuyos principales fenómenos son la somnolencia, el sueño, el sonambulismo y el estado convulsivo.

«Preg. ¿Cuáles son los efectos del magnetismo?

«Resp. Comúnmente, se dice que el magnetismo produce dos efectos principales: 1°) Un estado de sonambulismo, en el cual el magnetizado –completamente privado del uso de sus sentidos– ve, escucha, habla y responde a todas las preguntas que se le dirigen; 2°) Una inteligencia y un saber que sólo tiene en la crisis; él conoce su estado, los remedios convenientes a sus enfermedades e incluso lo que hacen ciertas personas distantes.

«Preg. En conciencia, ¿está permitido magnetizar y hacerse magnetizar?

«Resp. 1º) Si para la operación magnética se emplean medios, o si por ella se obtienen efectos que suponen una intervención diabólica, será una obra supersticiosa y nunca puede ser permitida; 2°) Sucede lo mismo cuando las comunicaciones magnéticas ofenden la modestia; 3°) Suponiendo que se tome cuidado en apartar todo abuso de la práctica del magnetismo, todo peligro para la fe o para las costumbres, todo pacto con el demonio, es dudoso que sea permitido recurrir a él como a un remedio natural y útil.»

Lamentamos que el autor haya puesto esta última corrección, que está en contradicción con lo que precede. En efecto, ¿por qué el uso de una cosa reconocida saludable no sería permitido, desde que se aparten todos los inconvenientes que él señala en su punto de vista? Es cierto que no expresa una defensa formal, sino una simple duda sobre lo permitido. Cualquiera que ella sea, esto no se encuentra en un libro erudito, dogmático, para uso exclusivo de los teólogos, sino en un libro elemental, para uso de catecismos, por consecuencia destinado a la instrucción religiosa de las masas; por consiguiente, no es de modo alguno una opinión personal: es una verdad consagrada y reconocida que el magnetismo existe, que produce el sonambulismo, que el sonámbulo goza de facultades especiales, en cuyo número está la de ver sin la ayuda de los ojos –incluso a la distancia–, de escuchar sin la ayuda de los oídos, de poseer conocimientos que él no tiene en su estado normal y de indicar los remedios que le son saludables. La calidad del autor tiene aquí un gran peso. No es un hombre desconocido que habla o un simple sacerdote que emite su opinión: es un vicario general que enseña. Nuevo fracaso y nueva advertencia para aquellos que juzgan con demasiada precipitación.

Problema fisiológico dirigido al Espíritu san Luis, en la sesión de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas del 14 de septiembre de 1858.

Leemos en el Moniteur (Monitor) del 26 de noviembre de 1857:

«Nos comunican el siguiente hecho que viene a confirmar las observaciones ya realizadas sobre la influencia del miedo.

«El Dr. F... volvía ayer a su casa después de haber hecho algunas visitas a sus pacientes. En su recorrido le habían entregado –como muestra– una botella de excelente ron, auténticamente proveniente de Jamaica. El doctor olvidó en el carruaje la preciosa botella. Pero algunas horas más tarde se acordó y se dirigió a la cochera, donde declaró al jefe de estación que había dejado en una de sus cupés una botella de un veneno muy potente y le recomendó a prevenir a los cocheros a prestar mucha atención para no hacer uso de ese líquido mortal.

«Apenas el doctor F... hubo entrado en su residencia, vinieron a llamarlo a toda prisa porque tres cocheros del estacionamiento vecino sufrían horribles dolores en las entrañas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para tranquilizarlos y persuadirlos de que habían bebido un excelente ron, y que su falta de delicadeza no podía tener consecuencias más graves que las de una severa suspensión, infligida en ese mismo instante a los culpables.»

1. –San Luis, ¿podríais darnos una explicación fisiológica de esta transformación de las propiedades de una sustancia inofensiva? Sabemos que, por la acción magnética, esta transformación puede tener lugar; pero en el hecho relatado anteriormente no hubo emisión de fluido magnético; solamente la imaginación ha actuado y no la voluntad.

Resp. –Vuestro razonamiento es muy justo con relación a la imaginación. Pero los Espíritus maliciosos que sugirieron a esos hombres a cometer este acto de falta de delicadeza, hicieron pasar en la sangre, en la materia, un escalofrío de temor que vosotros podríais llamar de escalofrío magnético, el cual tensa a los nervios y lleva frío a ciertas regiones del cuerpo. Ahora bien, sabéis que todo frío en las regiones abdominales puede producir cólicos. Es, pues, un medio de punición que al mismo tiempo divierte a los Espíritus que hicieron cometer el hurto y los hace reír a expensas de aquellos que han hecho errar. Pero, en todos los casos, la muerte no se seguiría: apenas era una lección para los culpables y placer para los Espíritus ligeros. Por eso es que se apresuran a recomenzar todas las veces que la ocasión se les presente, incluso buscándola para su satisfacción. Podemos evitar esto (hablo para vosotros) elevándonos a Dios con pensamientos menos materiales que los que ocupaban el espíritu de esos hombres. A los Espíritus maliciosos les gusta reír; tened cuidado: aquel que cree que dice chistes agradables a las personas que lo cercan, divirtiendo a una sociedad con sus bromas o con sus acciones, a menudo se equivoca –e incluso muy a menudo– cuando cree que todo eso viene de sí mismo. Los Espíritus ligeros que lo rodean se identifican con él y, a su turno, lo engañan frecuentemente con referencia a sus propios pensamientos, así como a aquellos que lo escuchan. En ese caso, creéis relacionaros con un hombre de espíritu, mientras que él no es más que un ignorante. Haced un examen de conciencia y juzgaréis mis palabras. Los Espíritus superiores no son, por esto, enemigos de la alegría; a veces ellos también gustan reír para os ser agradables; pero cada cosa a su tiempo.

Nota – Al decir que en el hecho relatado no había emisión de fluido magnético, quizá no nos expresamos con total exactitud. Exponemos aquí una suposición. Como hemos dicho, se sabe qué tipo de transformación de las propiedades de la materia puede operarse por la acción del fluido magnético dirigido por el pensamiento. Ahora bien, ¿no se podría admitir que por el pensamiento del médico, que quería hacer creer en la existencia de un tóxico y dar a los ladrones las angustias del envenenamiento, ha habido –aunque a la distancia– una especie de magnetización del líquido que habría adquirido así nuevas propiedades, cuya acción se encontraría corroborada por el estado moral de los individuos que se volvieron más impresionables por el miedo? Esta teoría no destruiría la de san Luis sobre la intervención de los Espíritus ligeros en semejante circunstancia; sabemos que los Espíritus actúan físicamente por medios físicos; por lo tanto, para cumplir sus designios pueden servirse de aquellos que ellos mismos provocan, o de los que nosotros les proporcionamos sin saberlo.

El Sr. R..., corresponsal del Instituto de Francia y uno de los miembros más eminentes de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas, ha desarrollado las siguientes consideraciones, en la sesión del 14 de septiembre, como corolario de la teoría que acababa de ser dada sobre el mal del miedo y que hemos relatado anteriormente:

«De todas las comunicaciones que nos son dadas por los Espíritus se deduce que ellos ejercen una influencia directa sobre nuestras acciones, unos solicitándonos para el bien, otros para el mal. Acaba de decirnos san Luis: “A los Espíritus maliciosos les gusta reír; tened cuidado: aquel que cree que dice chistes agradables a las personas que lo cercan, divirtiendo a una sociedad con sus bromas o con sus acciones, a menudo se equivoca –e incluso muy a menudo– cuando cree que todo eso viene de sí mismo. Los Espíritus ligeros que lo rodean se identifican con él y, a su turno, lo engañan frecuentemente con referencia a sus propios pensamientos, así como a aquellos que lo escuchan”. De esto resulta que lo que decimos no siempre viene de nosotros; que a menudo, como los médiums psicofónicos, no somos más que los intérpretes del pensamiento de un Espíritu extraño que se ha identificado con el nuestro. Los hechos vienen en apoyo a esta teoría y prueban que también muy frecuentemente nuestras acciones son la consecuencia de este pensamiento que nos es sugerido. Por lo tanto, el hombre que hace mal cede a una sugerencia cuando es lo bastante débil para no resistir y cuando hace oídos sordos a la voz de la conciencia, que puede ser la suya o la de un Espíritu bueno que, por sus advertencias, combate en él la influencia de un Espíritu malo.

«Según la doctrina común, el hombre extraería de sí mismo todos sus instintos; éstos provendrían de su organismo físico –del cual no podría ser responsable– o de su propia naturaleza, en la cual puede buscar una excusa ante sus propios ojos, alegando que no es por su culpa que él haya sido creado así. La Doctrina Espírita es evidentemente más moral; admite en el hombre el libre albedrío en toda su plenitud; y al decirle que si hace mal cede a una mala sugestión extraña, le deja toda la responsabilidad, puesto que le reconoce el poder de resistir, cosa evidentemente más fácil que si tuviera que luchar contra su propia naturaleza. De esta manera, según la Doctrina Espírita, no hay arrastramiento irresistible: el hombre siempre puede hacer oídos sordos a la voz oculta que lo solicita al mal en su fuero interno, como puede negarse a escuchar la voz material del que le habla; y lo puede en virtud de su voluntad, pidiendo a Dios la fuerza necesaria y solicitando a este efecto la asistencia de los Espíritus buenos. Es lo que Jesús nos enseña en el ruego sublime de la Oración dominical, cuando nos hace decir: «Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.»

Cuando tomamos para texto de una de nuestras cuestiones la pequeña anécdota que hemos relatado, no esperábamos el desarrollo en que iba a derivar. Estamos doblemente felices por las bellas palabras que ella mereció de san Luis y de nuestro honorable colega. Si desde hace mucho no supiésemos de la alta capacidad de este último, y acerca de sus profundos conocimientos en materia de Espiritismo, estaríamos tentados a creer que él mismo ha sido la propia aplicación de su teoría y que san Luis se ha servido de él para completar su enseñanza. A esto vamos a reunir nuestras propias reflexiones:

Esta teoría de la causa incitante de nuestras acciones resalta evidentemente de toda la enseñanza dada por los Espíritus; no sólo es de sublime moralidad, sino que –añadiremos– eleva al hombre ante sus propios ojos; lo muestra libre de sacudir su yugo obsesor, como es libre de cerrar las puertas de su casa a los inoportunos. Ya no es más una máquina activada por un impulso independiente de su voluntad: es un ser provisto de razón, que escucha, que juzga y que elige libremente entre dos consejos. Agreguemos que, a pesar de esto, el hombre no está en absoluto privado de su iniciativa; no deja por ello de obrar por su propio accionar, puesto que en definitiva es un Espíritu encarnado que conserva, bajo la envoltura corporal, las cualidades y defectos que tenía como Espíritu. Por lo tanto, las faltas que cometemos tienen su origen en la imperfección de nuestro propio Espíritu, que todavía no ha alcanzado la superioridad moral que tendrá un día, pero que no por eso tiene menos libre albedrío; la vida corporal le ha sido concedida para que purgue sus imperfecciones por medio de las pruebas que enfrenta, y son precisamente esas imperfecciones que lo vuelven más débil y más accesible a las sugerencias de otros Espíritus imperfectos, que aprovechan para tratar de hacerlo sucumbir en la lucha que ha emprendido. Si sale vencedor de esta lucha, se eleva; si fracasa, sigue siendo lo que era: ni mejor, ni peor; es una prueba para recomenzar, y esto puede así durar mucho tiempo. Cuanto más se depura, más disminuyen sus puntos vulnerables y menos motivos da a los que lo solicitan al mal; su fuerza moral crece en razón de su elevación y los Espíritus malos se alejan de él.

¿Cuáles son, entonces, esos Espíritus malos? ¿Son aquellos a los que se llama demonios? No son demonios en la acepción vulgar de la palabra, porque se entiende por esto una clase de seres creados para el mal y perpetuamente consagrados al mal. Ahora bien, los Espíritus nos dicen que todos mejoran en un tiempo más o menos largo, según su voluntad; pero en cuanto son imperfectos pueden hacer el mal, como el agua que no está purificada puede esparcir miasmas pútridos y mórbidos. En el estado de encarnación, ellos se depuran si hacen lo necesario para eso; en el estado de Espíritu sufren las consecuencias de lo que han hecho o de lo que no han hecho para mejorarse, consecuencias que también sufren en la Tierra, puesto que las vicisitudes de la vida son a la vez expiaciones y pruebas. En mayor o en menor grado, todos los Espíritus constituyen –cuando encarnados– la especie humana, y como nuestra Tierra es uno de los mundos menos avanzados, hay en ella más Espíritus malos que buenos: he aquí por qué vemos tanta perversidad. Por lo tanto, hagamos todos nuestros esfuerzos para no volver aquí después de esta estada y para merecer ir a vivir a un mundo mejor, en uno de esos mundos privilegiados donde el bien reina enteramente y donde recordaremos nuestro pasaje por la Tierra como un mal sueño.

Leemos en la Gazette de Silésie (Gaceta de Silesia):

«Nos escriben de Bolkenham, el 20 de octubre de 1857, que un crimen espantoso acaba de ser cometido por un chico de doce años. El domingo último, 25 del mes, tres hijos del Sr. Hubner –fabricante de clavos– y dos hijos del Sr. Fritche –zapatero– jugaban juntos en el jardín del Sr. Fritche. El niño H..., conocido por su mal carácter, se sumó a los juegos y los convenció a entrar en un baúl que estaba guardado dentro de una casita en el jardín, y que servía al zapatero para transportar sus mercancías a la feria. Los cinco niños se introdujeron en el baúl con mucha dificultad, pero riendo se apretujaron unos sobre los otros. Tan pronto como entraron, el monstruo cerró el baúl, se sentó encima y permaneció tres cuartos de hora escuchando primero sus gritos, después sus gemidos.

«En fin, cuando sus estertores cesaron, cuando los creyó muertos, abrió el baúl; los niños todavía respiraban. Volvió a cerrar el baúl, le echó el cerrojo y se fue a jugar con su barrilete. Pero al salir del jardín fue visto por una chica. Comprendemos la ansiedad de los padres cuando percibieron la desaparición de sus hijos, y su desesperación cuando –después de una larga búsqueda– los encontraron dentro del baúl. Uno de los niños aún vivía, pero no tardó en exhalar su último suspiro. Denunciado por la chica que lo había visto salir del jardín, el niño H... confesó su crimen con la mayor sangre fría y sin manifestar ningún arrepentimiento. Las cinco víctimas: un niño y cuatro niñas de cuatro a nueve años, han sido enterrados juntos hoy.»

Nota – El Espíritu interrogado es el de la hermana del médium, desencarnada a los doce años, pero que siempre ha mostrado superioridad como Espíritu.

1. ¿Habéis escuchado el relato que acabamos de leer sobre el asesinato cometido en Silesia por un niño de doce años a otros cinco niños? –Resp. Sí; mi pena exige que todavía yo escuche las abominaciones de la Tierra.

2. ¿Qué motivo ha podido llevar a un niño de esa edad a cometer una acción tan atroz y con tanta sangre fría? –Resp. La maldad no tiene edad; es ingenua en el niño y razonada en el adulto.

3. Cuando la misma existe en un niño, sin razonamiento, ¿no denota esto la encarnación de un Espíritu muy inferior? –Resp. Ella proviene, entonces, directamente de la perversidad del corazón; es su propio Espíritu que lo domina y que lo empuja a la perversidad.

4. ¿Cuál podría haber sido la existencia anterior de semejante Espíritu? –Resp. Horrible.

5. En su existencia anterior, ¿pertenecía él a la Tierra o a un mundo todavía más inferior? –Resp. No lo veo bien; pero debería pertenecer a un mundo mucho más inferior que la Tierra: él ha osado venir a la Tierra; será por esto doblemente punido.

6. A esa edad, ¿tenía el niño realmente conciencia del crimen que cometía, y tiene del mismo la responsabilidad como Espíritu? – Resp. Él tiene la edad de la conciencia: esto es suficiente.

7. Ya que este Espíritu había osado venir a la Tierra, que es demasiado elevada para él, ¿puede ser obligado a retornar a un mundo que esté en relación con su naturaleza? –Resp. La punición es justamente retrogradar; es el propio infierno. Es la punición de Lucifer, del hombre espiritual descendido hasta la materia, es decir, el velo que de aquí en adelante le esconde los dones de Dios y su divina protección. Por lo tanto, esforzaos en reconquistar esos bienes perdidos; habréis recuperado el paraíso que el Cristo ha venido a abriros. Es la presunción, el orgullo del hombre que quería conquistar lo que sólo Dios puede tener.

Nota – Una observación es hecha con referencia a la palabra osado, de la cual se ha servido el Espíritu, y se han citado ejemplos concernientes a la situación de Espíritus que se encontraron en mundos demasiado elevados para ellos y que han sido obligados a regresar a un mundo que esté más en relación con su naturaleza. Sobre este asunto, una persona hizo notar que ha sido dicho que los Espíritus no pueden retrogradar. A esto respondemos que, en efecto, los Espíritus no pueden retrogradar en el sentido de que ellos no pueden perder lo que han adquirido en ciencia y en moralidad; pero pueden decaer en su posición. Un hombre que usurpa una posición superior a la que le confieren sus capacidades o su fortuna puede ser forzado a abandonarla y a regresar a su lugar natural; ahora bien, esto no es lo que podemos llamar decaer, ya que él no hizo sino volver a su esfera, de la que había salido por ambición o por orgullo. Sucede lo mismo con respecto a los Espíritus que quieren elevarse muy rápidamente en los mundos donde se encuentran fuera de lugar.

Espíritus superiores también pueden encarnarse en mundos inferiores para cumplir allí una misión de progreso; esto no puede llamarse retrogradar, porque es abnegación.

8. ¿En qué la Tierra es superior al mundo a que pertenece el Espíritu del cual acabamos de hablar? –Resp. Allí existe una débil idea de justicia; es un comienzo de progreso.

9. ¿Resulta de esto que en los mundos inferiores a la Tierra no hay ninguna idea de justicia? –Resp. No; allí los hombres sólo viven para sí, y no tienen por móvil más que la satisfacción de sus pasiones y de sus instintos.

10. ¿Cuál será la posición de este Espíritu en una nueva existencia? – Resp. Si el arrepentimiento viene a borrar –si no enteramente– por lo menos en parte, la enormidad de sus faltas, entonces permanecerá en la Tierra; si, al contrario, persiste en lo que es llamada la impenitencia final, irá hacia una morada donde el hombre se encuentra en el nivel de la brutalidad.

11. Entonces ¿puede encontrar en la Tierra los medios de expiar sus faltas sin ser obligado a volver a un mundo inferior? –Resp. El arrepentimiento es sagrado a los ojos de Dios, porque es el hombre que se juzga a sí mismo, lo que es raro en vuestra planeta.

Hemos extraído el siguiente hecho del Courrier du Palais (Correo del Palacio), que el Sr. Frédéric Thomas –abogado de la Corte Imperial– ha publicado en La Presse (La Prensa) del 2 de agosto de 1858. Lo citamos textualmente para no descolorar la narración del espirituoso escritor. Nuestros lectores fácilmente tendrán en cuenta la forma leve que él sabe darle tan agradablemente a las cosas más serias. Después del relato de varios asuntos, agregó:

«Tenemos para ofreceros, en una perspectiva próxima, un proceso mucho más extraño que aquél: ya lo vemos asomar en el horizonte, en el horizonte del Sur; pero ¿adónde nos llevará él? Nos escriben que los hierros están al fuego; pero esta seguridad no nos basta. He aquí de qué se trata:

«Un parisiense leyó en un periódico que un viejo castillo estaba a la venta en los Pirineos: lo compró y, desde los primeros días bonitos de la bella estación, fue allí a instalarse con sus amigos.

«Cenaron alegremente y después fueron a acostarse más alegremente todavía. Quedaba por pasar la noche: la noche en un viejo castillo perdido en la montaña. Al día siguiente todos los invitados se levantaron con la mirada despavorida y con los rostros espantados; fueron al encuentro del dueño y todos le hicieron la misma pregunta con un aire misterioso y lúgubre: ¿No habéis visto nada esta noche?

«El propietario no respondió de tan asustado que estaba; se contentó con hacer una señal afirmativa con la cabeza.

«Entonces se confiaron en voz baja las impresiones de la noche: uno escuchó lamentos de voces; otro, ruido de cadenas; éste vio moverse los tapices; aquél, un arcón saludarlo; muchos sintieron que murciélagos se echaban sobre sus pechos: es un castillo de la Dama Blanca. Los empleados declararon que, como al inquilino Dickson, los fantasmas les habían tirado de los pies. ¿Qué más todavía? Las camas se paseaban, las campanillas hacían alboroto solas y palabras fulgurantes atravesaban las viejas chimeneas.

«Decididamente ese castillo era inhabitable: los más espantados huyeron inmediatamente; los más intrépidos enfrentaron la prueba de una segunda noche.

«Hasta la medianoche todo iba bien; pero desde que el reloj de la torre del norte lanzaba en el espacio sus doce sollozos, enseguida las apariciones y los ruidos recomenzaban; de todos los rincones se abalanzaban fantasmas, monstruos con ojos de fuego, con dientes de cocodrilo, con alas velludas: todo esto gritaba, saltaba, rechinaba y hacía un alboroto infernal.

«Imposible resistir a esta segunda experiencia. Esta vez todos dejaron el castillo, y hoy el propietario quiere intentar una acción legal de rescisión del contrato por vicios ocultos.

«¡Qué sorprendente proceso éste! ¡Y qué triunfo para el gran evocador de los Espíritus: el Sr. Home! ¿Lo nombrarán perito en la materia? Sea como sea, como no hay nada nuevo bajo el sol de la justicia, este proceso –que tal vez se creerá una novedad– no es más que una antigualla: existe uno pendiente que, por tener la edad de doscientos sesenta y tres años, no es menos curioso.

«Bien, en el año de gracia de 1595, ante el senescal de Guiena, un inquilino llamado Jean Latapy pleiteó una acción contra su propietario, Robert de Vigne. Jean Latapy alegaba que la casa que de Vigne le había alquilado –una vieja casa de una antigua calle de Burdeos– era inhabitable y que debió dejarla; después de esto pedía la rescisión del contrato en juicio.

«¿Por qué motivos? Latapy los da muy ingenuamente en sus conclusiones.

“Porque había encontrado esta casa infectada por Espíritus que se presentaban, ya sea bajo la forma de niños o con otras formas terribles y espantosas, los cuales oprimían e inquietaban a las personas, moviendo los muebles, haciendo ruidos y barahúndas por todos los rincones y, con fuerza y violencia, arrojando de las camas a aquellos que allí reposaban”.

«El propietario de Vigne se opuso muy enérgicamente a la rescisión del contrato. “Desprestigiáis injustamente mi casa, decía él a Latapy; probablemente no tenéis más de lo que merecéis, y lejos de hacerme reproches, deberíais –al contrario– agradecerme, porque os hago ganar el Paraíso”.

«He aquí cómo el abogado del propietario establecía esta singular proposición: “Si los Espíritus vienen a atormentar a Latapy y lo afligen con el permiso de Dios, el inquilino debe ser responsable justamente por eso, y debe decir como san Jerónimo: Quidquid patimur nostris peccatis meremur (Todo aquello que nos pasa lo merecemos por nuestros pecados), y de ninguna manera echar la culpa al propietario que es del todo inocente, sino tener gratitud para con éste que le ha dado la ocasión de salvarse en este mundo de las puniciones que, por sus deméritos, lo esperan en el otro”.

«Para ser consecuente, el abogado debería haber pedido que Latapy pagase alguna renta a de Vigne por los servicios prestados. Un lugar en el Paraíso, ¿no vale su peso en oro? Pero el generoso propietario se contentaba con la conclusión de que el inquilino fuese declarado no procedente en la acción, por el motivo de que antes de intentarla, el propio Latapy debería haber comenzado a combatir y a expulsar a los Espíritus por los medios que Dios y la naturaleza nos han dado.

«El abogado del propietario exclamaba: “¿por qué Latapy no usaba el laurel, la ruda o la sal crepitando en las llamas y en los carbones ardientes, o penachos de plumas o la composición de la hierba aerolus vetulus con ruibarbo y vino blanco, o sales suspendidas en el umbral de la puerta de la casa, o cuero de la cabeza de la hiena o bilis de perro, que dicen que tiene una virtud maravillosa para expulsar a los demonios? ¿Por qué no usaba la hierba moli, que Mercurio le había dado a Ulises y de la cual éste usó como antídoto contra los encantos de Circe?...”

«Es evidente que el inquilino Latapy había faltado a todos sus deberes al no arrojar sal crepitando en las llamas, y al no hacer uso de la bilis de perro y de algunos penachos de pluma. Pero como ha sido obligado a buscar también el cuero de la cabeza de la hiena, al senescal de Burdeos le pareció que este objeto no era demasiado común para que Latapy no fuese disculpado por haber dejado a las hienas tranquilas, y ordenó la total rescisión del contrato.

«Veis que, en todo esto, ni el propietario, ni el inquilino, ni los jueces ponen en duda la existencia y las barahúndas de los Espíritus. Parecería, pues, que hace más de dos siglos los hombres ya eran casi tan crédulos como hoy; nosotros los superamos en credulidad y eso es lo que está en este orden: es realmente necesario que la civilización y el progreso se revelen en algún lugar.»

Con abstracción hecha de los accesorios con los cuales el narrador la ha adornado, esta cuestión –desde el punto de vista legal– no deja de tener su lado embarazoso, porque la ley no ha previsto el caso en donde los Espíritus perturbadores vuelvan inhabitable una casa. ¿Es éste un vicio redhibitorio? En nuestra opinión tiene su pro y su contra: esto depende de las circunstancias. En principio se trata de examinar si el alboroto es serio o si no es simulado con algún interés: cuestión previa y de buena fe que prejuzga a todas las otras. Admitiendo los hechos como reales, es necesario saber si son de una naturaleza como para perturbar el reposo. Si, por ejemplo, ocurrieran cosas como en Bergzabern, * es evidente que la situación sería insostenible. El Sr. Senger –padre de la niña– soportó eso porque sucedió en su casa y porque no pudo hacerlo de otro modo; pero de ninguna manera un extraño se instalaría en una residencia en la que constantemente se escuchan ruidos ensordecedores, en donde los muebles son empujados y derribados, donde las puertas y las ventanas se abren y se cierran sin ton ni son, en donde los objetos os son arrojados a la cabeza por manos invisibles, etc. Nos parece que, en semejante circunstancia, hay indiscutiblemente lugar a reclamación y que, en buena justicia, tal contrato no debería ser validado, si el hecho había sido disimulado. De este modo, en tesis general, el proceso de 1595 nos parece haber sido bien juzgado, pero queda por esclarecer una importante cuestión subsidiaria que sólo la ciencia espírita podía plantearla y resolverla.

Sabemos que las manifestaciones espontáneas de los Espíritus pueden tener lugar sin una finalidad determinada y sin ser dirigidas contra tal o cual individuo; que hay efectivamente lugares frecuentados por Espíritus perturbadores, los cuales parecen elegir allí domicilio, y contra los que han fracasado todas las conjuraciones puestas en uso. Entre paréntesis digamos que existen medios eficaces para desembarazarse de ellos, pero que esos medios no consisten en la intervención de personas conocidas para producir a voluntad semejantes fenómenos, porque los Espíritus que están a sus órdenes son precisamente de la naturaleza de aquellos que se quiere expulsar. Su presencia, lejos de alejarlos, no podría sino atraer a otros. Pero también sabemos que en una multitud de casos esas manifestaciones son dirigidas contra ciertos individuos, como, por ejemplo, en Bergzabern. Los hechos han probado que la familia, pero sobre todo la joven Philippine, era directamente su objetivo; de tal manera que estamos convencidos que, si esta familia dejaba su casa, los nuevos habitantes nada tendrían que temer, pues la familia llevaría con ella sus tribulaciones en su nuevo domicilio. Por lo tanto, el punto a examinar en una cuestión legal sería éste: ¿tenían lugar las manifestaciones antes de la entrada del nuevo propietario o solamente después de la misma? En este último caso, se volvería evidente que es éste quien ha llevado a los Espíritus perturbadores, y que le cabe la total responsabilidad por esto; al contrario, si las perturbaciones tenían lugar anteriormente y persisten, es que ellas se relacionan con el propio local, y entonces la responsabilidad es del vendedor. El abogado del propietario razonaba con la primera hipótesis, y a su argumento no le faltaba lógica. Queda por saber si el inquilino había llevado consigo a esos huéspedes inoportunos: es lo que el proceso no dice. En cuanto al proceso actualmente pendiente, creemos que el medio de impartir buena justicia sería el de hacer las constataciones que acabamos de mencionar. Si éstas conducen a la prueba de la anterioridad de las manifestaciones, y si el hecho ha sido disimulado por el vendedor, el caso es el de un adquirente engañado sobre la calidad de la cosa vendida. Ahora bien, mantener el contrato en semejantes circunstancias es tal vez arruinar al adquirente por la desvalorización del inmueble; al menos sería causarle un considerable prejuicio, forzándolo a conservar una cosa que no puede hacer uso, como un caballo ciego que se lo hubiesen vendido por un buen caballo. Sea como fuere, el juicio que ha de efectuarse debe tener graves consecuencias: con la rescisión del contrato o con la manutención del mismo por falta de pruebas suficientes, es igualmente reconocer la existencia del hecho de las manifestaciones. Rechazar la demanda del adquirente como asentada en una idea ridícula es exponerse a recibir, tarde o temprano, el desmentido de la experiencia, como tantas veces lo han recibido los hombres más esclarecidos que se han apresurado en negar las cosas que no comprendían. Si se le puede reprochar a nuestros padres el haber tenido demasiada credulidad, nuestros descendientes nos reprocharán, sin duda, por haber tenido el exceso contrario.

A la espera de eso, he aquí lo que acaba de suceder ante nuestros ojos y de lo cual nosotros mismos hemos constatado la realidad; citamos la crónica de La Patrie (La Patria) del 4 de septiembre de 1858:

«La calle du Bac está sobresaltada. ¡Todavía ocurren por allí algunas diabluras!

«La casa que lleva el N° 65 se compone de dos edificios: el que da a la calle tiene dos escaleras que se enfrentan.

«Desde hace una semana, a diversas horas del día y de la noche y en todos los pisos de esta casa, las campanillas suenan y tintinan con violencia; van a abrir, pero nadie está en el descansillo de la escalera.

«Al principio se creyó que fuese una broma y cada uno se puso a observar para descubrir al autor. Uno de los inquilinos se tomó el trabajo de deslustrar un vidrio de su cocina y estuvo al acecho. Mientras él vigilaba con la mayor atención, su campanilla sonó: observó por la mirilla, y ¡nadie! Corrió por la escalera, y ¡nadie!

«Regresó a su casa y quitó el tirador de la campanilla. Una hora después, en el momento en que empezaba a sentirse triunfante, la campanilla comenzó a hacer un gran alboroto. La miró y se quedó mudo y consternado.

«En otras puertas los tiradores de las campanillas estaban retorcidos y anudados como serpientes heridas. Se buscó una explicación, se llamó a la policía; ¿cuál es, pues, este misterio? Aún se lo ignora.»




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* Ver los números de mayo, junio y julio de esta Revista Espírita. [Nota de Allan Kardec.]
Hace algún tiempo, el Constitutionnel (Constitucional) y La Patrie (La Patria) han hecho referencia al siguiente caso, publicado en periódicos de los Estados Unidos:

«La pequeña ciudad de Lichtfield, en Kentucky, cuenta con numerosos adeptos de las doctrinas del espiritualismo magnético. Un hecho increíble, que acaba de pasar, sin duda no contribuirá poco para aumentar el número de partidarios de la nueva religión.

«La familia Park, compuesta por el padre, la madre y por tres hijos que ya tienen la edad de la razón, estaba fuertemente imbuida de las creencias espiritualistas. Por el contrario, una hermana de la señora Park –la señorita Harris– ninguna fe tenía en los prodigios sobrenaturales de los cuales se le hablaba sin cesar. Esto era para toda la familia un verdadero motivo de pesar, y más de una vez la buena armonía de las dos hermanas se vio perturbada por eso.

«Hace algunos días la Sra. Park fue de repente acometida por un mal súbito que, desde el principio, los médicos declararon no poder tratar. La paciente era víctima de alucinaciones, y una terrible fiebre la atormentaba constantemente. La Srta. Harris pasaba todas las noches cuidándola. Al cuarto día de su enfermedad, la señora Park se levantó súbitamente y, sentándose en su lecho, pidió agua y comenzó a conversar con su hermana. Circunstancia singular: de pronto la fiebre había desaparecido, su pulso era regular y ella se expresaba con la mayor facilidad; toda feliz, la señorita Harris creyó que su hermana estuviese desde aquel momento fuera de peligro.

«Después de haber hablado de su marido y de sus hijos, la Sra. Park se acercó aún más de su hermana y le dijo:

“Pobre hermana: voy a dejarte; siento que la muerte se aproxima. Pero al menos mi partida de este mundo servirá para convertirte. Moriré dentro de una hora y me enterrarán mañana. Ten mucho cuidado de no seguir mi cuerpo al cementerio, porque mi Espíritu, revestido de su despojo mortal, aún te aparecerá una vez antes que mi ataúd sea recubierto de tierra. Entonces creerás finalmente en el espiritualismo”.

«Después de haber terminado estas palabras, la enferma volvió a acostarse tranquilamente. Pero una hora después –como ella lo había anunciado– la señorita Harris percibió con dolor que el corazón de su hermana había cesado de latir.

«Vivamente emocionada por la asombrosa coincidencia que existía entre este acontecimiento y las palabras proféticas de la difunta, se decidió a seguir la orden que le había sido dada y, al día siguiente, se quedó sola en la casa mientras que todos se dirigían al cementerio. Después de haber cerrado los postigos de la cámara mortuoria, ella se sentó en un sillón ubicado cerca de la cama que el cuerpo de su hermana acabara de dejar.

“Apenas cinco minutos hubieron transcurrido –contaba más tarde la Srta. Harris–, cuando vi como una nube blanca destacarse en el fondo de la habitación. Poco a poco esta forma se dibujó mejor: era la de una mujer medio velada; ella se aproximó lentamente de mí; yo distinguía el ruido de leves pasos sobre el piso; en fin, mis ojos asombrados estaban en presencia de mi hermana...

“Su rostro, lejos de tener esa palidez sin brillo que en los muertos impresiona tan penosamente, estaba radiante; sus manos, cuya presión luego sentí sobre las mías, habían conservado todo el calor de la vida. Fui como transportada a una nueva esfera por esta aparición maravillosa. Creyéndome ya hacer parte del mundo de los Espíritus, me toqué el pecho y la cabeza para asegurarme de mi existencia; pero no había nada de penoso en este éxtasis.

“Después de haber permanecido así delante mío –sonriente pero en silencio– por espacio de algunos minutos, mi hermana, pareciendo hacer un violento esfuerzo, me dijo con una dulce voz:

“Es tiempo de partir: mi ángel conductor me espera. ¡Adiós! He cumplido mi promesa. ¡Cree y espera!”

«El periódico –agrega La Patrie– del cual hemos extraído este maravilloso relato, no dice si la señorita Harris se ha convertido a las doctrinas del espiritualismo. Sin embargo, suponemos que así fue, porque muchas personas se dejarían convencer por bien menos.»

Agregamos, por nuestra propia cuenta, que este relato nada tiene que deba sorprender a aquellos que han estudiado los efectos y las causas de los fenómenos espíritas. Los hechos auténticos de este género son bastante numerosos y encuentran su explicación en lo que hemos dicho al respecto en varias circunstancias; tendremos ocasión de citarlos, provenientes de menos lejos que éste.

ALLAN KARDEC

Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas Nuevo Reglamento Al haber realizado la Sociedad algunas modificaciones en su reglamento, nosotros lo damos adjuntoa este número de la Revista, con su texto actualizado. De esta manera suprimiremos, de ahora en adelante, el ejemplar anexo al número del mes de mayo, y que aquellos de nuestros lectores que lo han recibido consientan en considerarlo nulo.