Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Marzo

Al considerar la Luna y los otros astros, ¿quién no se ha preguntado si esos globos están habitados? Antes que la Ciencia nos hubiese iniciado en la naturaleza de esos astros, se podía dudar; hoy, en el estado actual de nuestros conocimientos, por lo menos existe la probabilidad; pero a esta idea, verdaderamente seductora, se hacen objeciones extraídas de la propia Ciencia. Se dice que la Luna parece no tener atmósfera, y quizás tampoco agua. En Mercurio, dada su proximidad con el Sol, la temperatura media debe ser la del plomo fundido, de manera que, si hay allí plomo, debe correr como el agua de nuestros ríos. En Saturno, es todo lo opuesto; no tenemos un término de comparación para el frío que debe reinar allí; la luz del Sol debe ser muy débil, a pesar de la reflexión de sus siete lunas y de su anillo, porque a esta distancia el Sol no debe parecer sino una estrella de primera magnitud. En tales condiciones, se pregunta si sería posible vivir allí.

No se concibe que semejante objeción pueda ser hecha por hombres serios. Si la atmósfera de la Luna no ha podido ser percibida, ¿es racional inferir que no exista? ¿No puede estar formada por elementos desconocidos o lo suficientemente enrarecidos como para no producir refracción sensible? Diremos lo mismo del agua o de los líquidos allí existentes. Con respecto a los seres vivos, ¿no sería negar el poder divino el creer imposible una constitución diferente de la que conocemos, cuando bajo nuestros ojos la providencia de la Naturaleza se extiende con una solicitud tan admirable hasta el más pequeño insecto, y da a todos los seres los órganos apropiados al medio en que deben habitar, ya sea el agua, el aire o la tierra, que estén sumergidos en la oscuridad o expuestos a la claridad del Sol? Si nosotros nunca hubiésemos visto peces, no podríamos concebir seres que viven en el agua; no nos haríamos una idea de su estructura. ¡Quién hubiera creído, hasta hace poco tiempo, que un animal pudiese vivir un tiempo indefinido en el seno de una piedra! Pero sin hablar de estos extremos, ¿podrían existir en los hielos polares los seres que viven bajo el fuego de la zona tórrida?

Y no obstante en esos hielos hay seres que poseen un organismo para ese clima riguroso, y que no podrían soportar el ardor de un Sol vertical. Por lo tanto, ¿por qué no admitiríamos que existan seres constituidos para vivir en otros globos y en un medio totalmente diferente del nuestro? Seguramente, sin conocer a fondo la constitución física de la Luna, sabemos lo suficiente como para estar ciertos de que, tal como somos, no podríamos vivir allí, como tampoco podríamos hacerlo en compañía de los peces en el seno del océano. Por la misma razón, si los habitantes de la Luna pudiesen venir a la Tierra –ya que constituidos para vivir sin aire o en un aire muy enrarecido, tal vez completamente diferente del nuestro– se asfixiarían en nuestra atmósfera espesa, al igual que nosotros cuando caemos en el agua. Una vez más, si no tenemos la prueba material y de visu de la presencia de seres vivos en otros mundos, nada prueba que no puedan existir con un organismo que sea apropiado a un medio o a un clima cualquiera. Al contrario, el simple buen sentido nos dice que debe ser así, porque repugna a la razón creer que esos innumerables globos que circulan en el espacio no sean más que masas inertes e improductivas. La observación nos muestra allí superficies accidentadas –como aquí– de montañas, valles, hondonadas, volcanes extintos o en actividad; ¿por qué entonces no existirían seres orgánicos? Está bien –dirán; que haya plantas y hasta animales, puede ser; pero seres humanos, hombres civilizados como nosotros, que conozcan a Dios, que cultiven las artes, las ciencias, ¿eso es posible?

Por cierto, nada prueba matemáticamente que los seres que habitan otros mundos sean hombres como nosotros, ni que estén más o menos avanzados que nosotros, moralmente hablando; pero cuando los salvajes de América vieron desembarcar a los españoles, tampoco sospechaban que más allá de los mares existía otro mundo que cultivaba las artes que les eran desconocidas. La Tierra está salpicada de una innumerable cantidad de islas, pequeñas o grandes, y todo lo que es habitable es habitado; no surge una roca en el mar sin que el hombre haya plantado al instante su bandera. ¿Qué diríamos si los habitantes de una de las más pequeñas de esas islas, conociendo perfectamente la existencia de otras islas y continentes, pero no habiendo tenido jamás relaciones con sus habitantes, se creyesen los únicos seres vivos del globo? Nosotros les diríamos: ¿Cómo podéis creer que Dios ha hecho el mundo sólo para vosotros? ¿Por qué extraña peculiaridad vuestra pequeña isla, perdida en un rincón del océano, tendría el privilegio de ser la única habitada? Lo mismo podemos decir de nosotros con respecto a otras esferas. ¿Por qué la Tierra –pequeño globo imperceptible en la inmensidad del Universo, que no se distingue de los otros planetas ni por su posición, volumen o estructura, porque no es el menor ni el mayor, ni está en el centro o en los extremos–, por qué, digo, sería entre tantas otras la única residencia de seres racionales y pensantes? ¿Qué hombre sensato podría creer que esos millones de astros que brillan sobre nuestras cabezas sólo han sido hechos para recrear nuestra visión? Entonces, ¿cuál sería la utilidad de esos otros millones de globos imperceptibles a simple vista y que ni siquiera sirven para alumbrarnos? ¿No habría orgullo y a la vez impiedad en pensar que debe ser así? A los que les importa poco la impiedad, les diremos que es ilógico.

Por lo tanto, con un simple razonamiento que muchos otros han hecho antes que nosotros, hemos arribado a la conclusión de la pluralidad de los mundos, y este razonamiento se encuentra confirmado por las revelaciones de los Espíritus. En efecto, ellos nos enseñan que todos esos mundos están habitados por seres corporales apropiados a la constitución física de cada globo; que entre los habitantes de esos mundos los hay más o menos avanzados que nosotros, desde el punto de vista intelectual, moral e incluso físico. Además, hoy sabemos que podemos entrar en relación con ellos y obtener de los mismos informaciones sobre su estado; también sabemos que no sólo todos los globos están habitados por seres corporales, sino que el espacio está poblado de seres inteligentes, invisibles para nosotros a causa del velo material arrojado sobre nuestra alma, y que revelan su existencia por medios ocultos o patentes. De esta manera, todo está poblado en el Universo, la vida y la inteligencia están por todas partes: en los globos sólidos, en el aire, en las entrañas de la Tierra y hasta en las profundidades etéreas. ¿Hay en esta Doctrina algo que repugne a la razón? ¿No es a la vez grandiosa y sublime? Ella nos eleva de nuestra propia pequeñez, muy diferentemente de ese pensamiento egoísta y mezquino que nos coloca como los únicos seres dignos de ocupar el pensamiento de Dios.

Antes de entrar en los pormenores de las revelaciones que los Espíritus nos han hecho sobre el estado de los diferentes mundos, veamos a qué consecuencia lógica podremos llegar por nosotros mismos y únicamente mediante el razonamiento. Quiérase ahora remitirse a la Escala espírita que hemos dado en el número anterior; a las personas que deseen seriamente profundizarse en esta nueva ciencia, les pedimos que estudien con cuidado ese cuadro, compenetrándose bien del mismo; allí encontrarán la clave de más de un misterio.

El mundo de los Espíritus está compuesto por almas de todos los humanos de esta Tierra y de otras esferas, despojadas de los lazos corporales; de la misma manera, todos los humanos están animados por los Espíritus encarnados en ellos. Por lo tanto, hay solidaridad entre estos dos mundos: los hombres tendrán las cualidades y las imperfecciones de los Espíritus a los cuales están unidos; los Espíritus serán más o menos buenos o malos según los progresos que hayan hecho durante su existencia corporal. Estas pocas palabras resumen toda la Doctrina. Como los actos de los hombres son el producto de su libre albedrío, llevan el sello de la perfección o de la imperfección del Espíritu que los practique. Por lo tanto, nos será muy fácil hacernos una idea del estado moral de cualquier mundo, según la naturaleza de los Espíritus que lo habiten; de cierto modo, podríamos describir su legislación, trazar el cuadro de sus usos, costumbres y de sus relaciones sociales.

Supongamos, pues, un globo exclusivamente habitado por Espíritus de la novena clase: por Espíritus impuros, y transportémonos hacia allá a través del pensamiento. Allí veremos todas las pasiones desencadenadas y sin freno; el estado moral en el último grado de embrutecimiento; la vida animal en toda su brutalidad; ausencia de lazos sociales, porque cada uno vive y obra solamente para sí mismo y para satisfacer sus apetitos groseros; allí reina el egoísmo como soberano absoluto, llevando en su séquito el odio, la envidia, los celos, la codicia y el crimen.

Pasemos ahora a otra esfera, donde se encuentran Espíritus de todas las clases del tercer orden: Espíritus impuros, Espíritus ligeros, Espíritus pseudosabios, Espíritus neutros. Sabemos que en todas las clases de este orden el mal predomina; pero sin tener el pensamiento del bien, el del mal decrece a medida que se aleja del último rango. El egoísmo es siempre el móvil principal de las acciones, pero las costumbres son más suaves, la inteligencia más desarrollada; el mal se encuentra un poco enmascarado, adornado y maquillado. Estas mismas cualidades negativas engendran otro defecto: el orgullo; porque las clases más elevadas son bastante esclarecidas como para tener conciencia de su superioridad, pero no lo suficiente como para comprender lo que les falta; de ahí su tendencia a la esclavitud de las clases inferiores o de las razas más débiles que tienen bajo su yugo. Al no tener el sentimiento del bien, sólo poseen el instinto del yo y ponen su inteligencia al servicio de la satisfacción de sus pasiones. En una sociedad de ese tipo, si domina el elemento impuro aplastará al otro; en el caso contrario, los menos malos buscarán destruir a sus adversarios; en todos los casos, habrá lucha, lucha sangrienta, lucha de exterminio, porque son dos elementos que tienen intereses opuestos. Para proteger los bienes y las personas, han de necesitarse leyes; pero estas leyes serán dictadas por el interés personal y no por la justicia; es el fuerte que las hará en detrimento del débil.

Ahora supongamos un mundo donde, entre los elementos malos que acabamos de ver, se encuentren algunos del segundo orden; entonces, en medio de la perversidad veremos aparecer algunas virtudes. Si los buenos están en minoría, serán víctimas de los malos; pero a medida que aumente su preponderancia, la legislación será más humana, más equitativa y la caridad cristiana no será para todos una letra muerta. De esta misma situación ha de nacer otro vicio. A pesar de la guerra que los malos declaren sin cesar a los buenos, aquellos no pueden dejar de estimarlos en su fuero interno; al ver el ascendiente de la virtud sobre el vicio, y al no tener la fuerza ni la voluntad de practicarla, tratarán de parodiarla, de ponerse la máscara, surgiendo de ahí los hipócritas, tan numerosos en toda sociedad donde la civilización es imperfecta.

Continuemos nuestro recorrido a través de los mundos, y detengámonos en éste, que nos dará un poco de reposo del triste espectáculo que acabamos de ver. Solamente está habitado por Espíritus del segundo orden. ¡Qué diferencia! El grado de depuración al que han llegado excluye entre ellos todo pensamiento del mal, y sólo esto nos da la idea del estado moral de este lugar dichoso. Ahí la legislación es muy simple, porque los hombres no tienen que defenderse unos de otros; nadie quiere el mal para su prójimo; nadie se apodera de lo que no le pertenece; nadie busca vivir en detrimento de su vecino. Todo refleja benevolencia y amor; como los hombres no buscan de forma alguna perjudicarse, no existe el odio; el egoísmo es desconocido, y la hipocresía no tendría objeto. Sin embargo, allí no reina la igualdad absoluta, porque la igualdad absoluta supone una perfecta identidad entre el desarrollo intelectual y el moral; ahora bien, a través de la escala espírita vemos que el segundo orden comprende varios grados de desarrollo; por lo tanto, habrá en ese mundo desigualdades, porque unos serán más avanzados que otros; pero como entre ellos sólo existe el pensamiento del bien, los más elevados no concebirán el orgullo, ni los otros los celos. El inferior comprende el ascendente del superior y a él se somete, porque este ascendente es puramente moral y nadie lo utiliza para oprimir.

Las consecuencias que extraemos de este cuadro, aunque presentadas de una manera hipotética, no dejan de ser perfectamente racionales, y cada uno puede deducir el estado social de cualquier mundo según la proporción de los elementos morales del que se supone compuesto. Abstracción hecha de la revelación de los Espíritus, hemos visto que todas las probabilidades son para la pluralidad de los mundos; ahora bien, no es menos racional pensar que no todos están en el mismo grado de perfección y que, por eso mismo, nuestras suposiciones pueden muy bien ser realidades. Nosotros no conocemos sino uno de manera efectiva: el nuestro. ¿Qué rango ocupa el mismo en esta jerarquía? ¡Ay! Basta considerar lo que aquí pasa para ver que está lejos de merecer el primer rango, y estamos convencidos de que al leer estas líneas ya se le ha marcado su lugar. Cuando los Espíritus nos dicen que nuestro mundo se encuentra, si bien no en la última categoría, por lo menos entre las últimas, el simple buen sentido nos dice que desgraciadamente ellos no se equivocan; tenemos mucho que hacer para elevarlo al rango del que hemos descrito en último lugar, y teníamos mucha necesidad de que el Cristo viniera a mostrarnos el camino.

En cuanto a la aplicación que podemos hacer de nuestro razonamiento con referencia a los diferentes globos de nuestro torbellino planetario, tenemos la enseñanza de los Espíritus; ahora bien, para el que sólo admite pruebas palpables, seguramente que su aserción, en este aspecto, no tiene la certeza de la experimentación directa. Sin embargo, ¿no aceptamos con confianza todos los días las descripciones que los viajeros nos hacen de regiones que nosotros nunca hemos visto? Si sólo debiésemos creer en lo que vemos, no creeríamos gran cosa. Lo que aquí da un cierto peso a lo que dicen los Espíritus, es la correlación que existe entre ellos, por lo menos en cuanto a los puntos principales. Para nosotros, que hemos sido cien veces testigos de esas comunicaciones, que hemos podido apreciarlas en sus mínimos detalles, que hemos escrutado al fuerte y al débil, y observado las similitudes y las contradicciones, encontramos allí todos los caracteres de la probabilidad; sin embargo, solamente las damos con la reserva de verificación ulterior y a título de información, para las cuales cada uno será libre de dar la importancia que juzgue conveniente.

Según los Espíritus, el planeta Marte estaría aún menos adelantado que la Tierra; los Espíritus allí encarnados parecerían pertenecer casi exclusivamente a la novena clase, a la de los Espíritus impuros, de modo que el primer cuadro que hemos dado más arriba sería la imagen de este mundo. Varios otros pequeños globos están, con diferencia de algunos matices, en la misma categoría. Luego vendría la Tierra; la mayoría de sus habitantes pertenece indiscutiblemente a todas las clases del tercer orden, y una parte muy reducida a las últimas clases del segundo orden. Los Espíritus superiores –de la segunda y de la tercera clase– cumplen algunas veces aquí una misión de civilización y progreso, en donde son excepciones. Mercurio y Saturno vienen después de la Tierra. La superioridad numérica de los Espíritus buenos les da la preponderancia sobre los Espíritus inferiores, de donde resulta un orden social más perfecto, con relaciones menos egoístas y, por consecuencia, con una condición de existencia más feliz. La Luna y Venus son más o menos del mismo grado y, en todos los aspectos, más adelantados que Mercurio y Saturno. Juno y Urano serían aún superiores a estos últimos. Ha de suponerse que los elementos morales de estos dos planetas están formados por las primeras clases del tercer orden y en gran mayoría por Espíritus del segundo orden. Los hombres son allí infinitamente más felices que en la Tierra, en razón de que no tienen que sostener las mismas luchas, ni soportar las mismas tribulaciones, y no están expuestos a las mismas vicisitudes físicas y morales.

De todos los planetas, el más adelantado en todos los aspectos es Júpiter. Allí, es el reino exclusivo del bien y de la justicia, porque sólo existen Espíritus buenos. Puede hacerse una idea del estado feliz de sus habitantes por el cuadro que hemos dado de un mundo enteramente habitado por Espíritus del segundo orden.

La superioridad de Júpiter no está solamente en el estado moral de sus habitantes; está también en su constitución física. He aquí la descripción que nos ha sido dada de ese mundo privilegiado, donde encontramos a la mayoría de los hombres de bien que han honrado nuestra Tierra por sus virtudes y talentos.

La conformación del cuerpo es aproximadamente la misma que en la Tierra, pero menos material, menos denso y de un peso específico más bajo. Mientras que aquí nos arrastramos penosamente, el habitante de Júpiter se transporta de un lugar a otro deslizándose por la superficie del suelo, casi sin fatiga, como el pájaro en el aire o el pez en el agua. Como la materia que forma su cuerpo es más depurada, se disipa después de la muerte sin ser sometida a la descomposición pútrida. Allí no se conoce la mayoría de las enfermedades que nos afligen, sobre todo las que tienen su origen en los excesos de todos los géneros y en la devastación de las pasiones. La alimentación está en relación con ese organismo etéreo; no sería lo suficientemente substancial para nuestros estómagos groseros, y la nuestra sería demasiado pesada para ellos; se compone de frutas y de plantas, y además extraen de algún modo la mayor parte en el medio ambiente del cual aspiran las emanaciones nutritivas. La duración de su existencia es proporcionalmente mucho mayor que en la Tierra; el promedio equivale a alrededor de cinco de nuestros siglos. El desarrollo es también allí mucho más rápido, y la infancia dura apenas algunos de nuestros meses.

Bajo esta leve envoltura los Espíritus se desprenden fácilmente y entran en comunicación recíproca a través del pensamiento, sin excluir, no obstante, el lenguaje articulado; también la segunda vista es para la mayoría una facultad permanente; su estado normal puede ser comparado al de nuestros sonámbulos lúcidos; es por eso que se manifiestan a nosotros más fácilmente que aquellos que están encarnados en mundos más groseros y más materiales. La intuición que tienen de su futuro y la seguridad que les da una conciencia exenta de remordimientos hacen que la muerte no les cause ninguna aprehensión; la ven llegar sin temor y como una simple transformación.

Los animales no están excluidos de este estado progresivo, sin por ello aproximarse al del hombre, incluso bajo el aspecto físico; su cuerpo, más material, se mantiene en el suelo, como nosotros en la Tierra. Su inteligencia es más desarrollada que la de los nuestros; la estructura de sus miembros se ajusta a todas las exigencias del trabajo; son los encargados de la ejecución de las labores manuales; son los servidores y los peones: las ocupaciones de los hombres son puramente intelectuales. El hombre es para ellos una divinidad, pero una divinidad tutelar que no abusa de su poder para oprimirlos.

Los Espíritus que habitan en Júpiter, generalmente se complacen bastante cuando consienten en comunicarse con nosotros sobre la descripción de su planeta, y cuando les preguntamos la razón, ellos responden que es para inspirarnos el amor al bien en la esperanza de ir allá un día. Es con ese objetivo que uno de ellos, que ha venido a la Tierra con el nombre de Bernard Palissy –el célebre alfarero del siglo XVI–, ha emprendido espontáneamente, y sin haber sido solicitado a ello, una serie de dibujos tan notables por su singularidad como por el talento de ejecución, y destinado a hacernos conocer, hasta en los más mínimos detalles, ese mundo tan extraño y tan nuevo para nosotros. Algunos retratan personajes, animales, escenas de la vida privada; pero los más notables son aquellos que representan viviendas, verdaderas obras maestras de las que no existe en la Tierra algo que podría darnos una idea, porque no se parecen a nada de lo que conocemos; es un género de arquitectura indescriptible, tan original y armonioso, de una ornamentación tan rica y graciosa, que desafía a la más fecunda imaginación. El Sr. Victorien Sardou, joven literato de nuestra amistad, lleno de talento y de futuro, pero de ninguna manera dibujante, le ha servido de intermediario. Palissy nos ha prometido la continuación que, de algún modo, nos dará la monografía ilustrada de ese mundo maravilloso. Esperemos que esa curiosa e interesante compilación, sobre la cual volveremos en un artículo especial dedicado a los médiums dibujantes, pueda un día ser entregada al público.

A pesar del cuadro atrayente que nos ha sido dado, el planeta Júpiter no es el más perfecto entre los mundos. Existen otros – desconocidos para nosotros– que son muy superiores en lo físico y en lo moral, y cuyos habitantes gozan de una felicidad aún más perfecta; allá es la morada de los Espíritus más elevados, cuya envoltura etérea no tiene nada de las propiedades conocidas de la materia.

Se nos ha preguntado varias veces si pensamos que la condición del hombre en este mundo es un obstáculo absoluto para que él pueda pasar de la Tierra a Júpiter sin intermediación. A todas las cuestiones que se relacionen con la Doctrina Espírita, nunca responderemos según nuestras propias ideas, ante las cuales estamos siempre precavidos. Nos limitamos a transmitir la enseñanza que nos ha sido dada, enseñanza que de ninguna manera aceptamos a la ligera o con un entusiasmo irreflexivo. A la cuestión anterior responderemos claramente, porque ése es el sentido formal de nuestras instrucciones y el resultado de nuestras propias observaciones: SÍ, al dejar la Tierra el hombre puede ir inmediatamente a Júpiter, o a un mundo análogo, porque no es el único de esta categoría. ¿Puede tener la certeza de esto? NO. Él puede ir allí, porque existen en la Tierra –aunque en pequeño número– Espíritus lo suficientemente buenos y desmaterializados como para no ser desplazados a un mundo donde el mal no tiene ningún acceso. No tiene la certeza, porque puede hacerse ilusiones sobre su mérito personal y porque puede, además, tener otra misión que cumplir. Los que pueden esperar este favor no son seguramente los egoístas, ni los ambiciosos, avaros, ingratos, celosos, orgullosos, vanidosos, hipócritas, ni los sensualistas, ni ninguno de los que están dominados por el amor a los bienes terrestres; a ésos aún serán necesarias, quizás, largas y duras pruebas. Esto depende de su voluntad.

Al hablar de la Historia de Juana de Arco dictada por ella misma, de la que nos propusimos citar diversos pasajes, 84 hemos dicho que la señorita Dufaux había escrito de la misma manera la Historia de Luis XI. Este trabajo –uno de los más completos en ese género– contiene preciosos documentos desde el punto de vista histórico. En el mismo, Luis XI se muestra el profundo político que nosotros conocemos; además, nos da la clave de varios hechos hasta ahora inexplicados. Desde el punto de vista espírita, es uno de los más curiosos modelos de trabajos de larga duración producido por los Espíritus. En este aspecto, dos cosas son particularmente notables: la primera, la velocidad de ejecución (quince días han sido suficientes para dictar la materia de un gran volumen); la segunda, la memoria tan precisa que un Espíritu puede conservar de los acontecimientos de la vida terrestre. A los que dudaren del origen de este trabajo, haciéndole el honor de atribuirlo a la memoria de la señorita Dufaux, responderemos que, en efecto, sería necesario de parte de una niña de catorce años, una memoria muy fenomenal y un talento de una precocidad no menos extraordinaria para escribir de un solo trazo una obra de esta naturaleza; pero, suponiendo que así fuese, preguntaremos de dónde esta niña habría sacado las explicaciones inéditas de la sombría política de Luis XI, y si no hubiese sido más hábil –por parte de sus padres– dejarle ese mérito a ella. De las diversas historias escritas por su intermedio, la de Juana de Arco es la única que ha sido publicada. Hacemos votos para que prontamente las otras lo sean, y les predecimos un éxito aún mayor, puesto que las ideas espíritas son hoy infinitamente más difundidas. Hemos extraído de la de Luis XI el pasaje relacionado con la muerte del conde de Charolais:

Los historiadores que llegaron a este hecho histórico: «Luis XI dio al conde de Charolais la tenencia general de Normandía», confiesan que no comprenden cómo un rey que era tan gran político hubo cometido un error tan grande. *

Las explicaciones dadas por Luis XI son difíciles de contradecir, puesto que están confirmadas por tres actos conocidos por todo el mundo: la conspiración de Constain, el viaje del conde de Charolais –que sigue a la ejecución del culpable– y finalmente la obtención por parte de este príncipe de la tenencia general de Normandía, provincia que reunía a los Estados de los duques de Borgoña y de Bretaña, enemigos siempre unidos contra Luis XI.

Luis XI se expresa así:

«El conde de Charolais fue gratificado con la tenencia general de Normandía y una pensión de treinta y seis mil libras. Era una imprudencia muy grande aumentar así el poder de la Casa de Borgoña. Aunque esta digresión nos aleje de la continuación de los asuntos de Inglaterra, creo un deber indicar aquí los motivos que me hicieron obrar así.

«Algún tiempo después de su regreso a los Países Bajos, el duque Felipe de Borgoña había caído peligrosamente enfermo. El conde de Charolais amaba verdaderamente a su padre, a pesar de los disgustos que le había causado: es cierto que su carácter ardiente e impetuoso –y sobre todo mis pérfidas insinuaciones– podrían disculparlo. Lo cuidó con un afecto sumamente filial y no dejó, ni de día ni de noche, la cabecera de su lecho.

«El peligro del viejo duque me había llevado a hacer serias reflexiones; yo odiaba al conde y creía un deber temer todo lo que viniese de él; además, éste sólo tenía una hija de pocos años, lo que hubiera producido después de la muerte del duque –quien parecía no tener mucho tiempo de vida– una minoría de edad que los flamencos, siempre turbulentos, habrían vuelto extremamente tormentosa. Entonces, yo habría podido apoderarme fácilmente, si no de la totalidad de los bienes de la Casa de Borgoña, por lo menos de una parte, ya sea cubriendo esta usurpación con una alianza o dejándole todo lo que la fuerza le daba de odioso. Había más razones que las necesarias para hacer envenenar al conde de Charolais; además, el pensamiento de un crimen no me espantaba más.

«Conseguí seducir al sumiller del príncipe, Jean Constain. De cierto modo, Italia era el laboratorio de los envenenadores: fue allí que Constain envió a Jean d'Ivy, al que se había ganado con la ayuda de una considerable suma que debía pagarle a su regreso. D'Ivy quiso saber a quien era destinado ese veneno; el sumiller tuvo la imprudencia de confesarle que era para el conde de Charolais.

«Después de haber cumplido su encargo, d'Ivy se presentó para recibir la suma prometida; pero, lejos de dársela, Constain lo abrumó de injurias. Furioso con esta recepción, d'Ivy juró vengarse. Fue al encuentro del conde de Charolais y le confesó todo lo que sabía. Constain fue arrestado y conducido al castillo de Rippemonde. El miedo a la tortura le hizo confesar todo, excepto mi complicidad, esperando quizás que yo intercediera por él. Estaba ya en lo alto de la torre –lugar destinado a su suplicio, y en donde se lo preparaba para ser decapitado– cuando expresó el deseo de hablar con el conde. Entonces, le contó el papel que yo había desempeñado en esa tentativa. El conde de Charolais, a pesar del asombro y de la cólera que sintió, se calló, y las personas presentes no pudieron formarse más que vagas conjeturas fundadas en los movimientos de sorpresa que este relato les causó. A pesar de la importancia de esta revelación, Constain fue decapitado y sus bienes confiscados, pero devueltos a su familia por el duque de Borgoña.

«Su delator sufrió el mismo destino, debido en parte a la imprudente respuesta que dio al príncipe de Borgoña; éste le preguntó si él habría delatado el complot si le hubiesen pagado la suma prometida, y tuvo la inconcebible temeridad de responder que no.

«Cuando el conde vino a Tours, me pidió una conversación en particular; allí él dejó estallar toda su furia y me abrumó de reproches. Yo lo apacigüé dándole la tenencia general de Normandía y la pensión de treinta y seis mil libras; la tenencia general no era más que un vano título; en cuanto a la pensión, sólo recibió el primer pago.»


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* Histoire de France, por Velly y continuadores. [Nota de Allan Kardec.]

La fatalidad y los presentimientos.
Instrucciones dadas por san Luis.

Uno de nuestros corresponsales nos ha escrito lo siguiente:

«En el mes de septiembre último, una embarcación menor, que hacía la travesía de Dunkerque a Ostende, fue sorprendida por un temporal durante la noche; el pequeño barco naufragó, y de las ocho personas que lo ocupaban, cuatro perecieron; las otras cuatro, entre las cuales me encontraba yo, consiguieron mantenerse sobre la quilla. Permanecimos toda la noche en esa horrible posición, sin otra perspectiva que la muerte, que nos parecía inevitable y de la cual sentimos todas las angustias. Al amanecer, el viento nos había empujado hacia la costa, y pudimos alcanzar la tierra a nado.

«¿Por qué en ese peligro, igual para todos, sólo cuatro personas han sucumbido? Notad que, por mi parte, es la sexta o la séptima vez que escapo de un peligro tan inminente, y más o menos en las mismas circunstancias. Soy realmente llevado a creer que una mano invisible me protege. ¿Qué he hecho para esto? No sé gran cosa, no tengo importancia ni utilidad en este mundo y no me jacto de valer más que los otros; lejos de eso: había entre las víctimas del accidente un digno eclesiástico —modelo de virtudes evangélicas— y una venerable hermana de la congregación de San Vicente de Paúl, que iban a cumplir una santa misión de caridad cristiana. La fatalidad parece desempeñar un gran papel en mi destino. ¿No estarían allí los Espíritus para alguna cosa? ¿Sería posible obtener de ellos una explicación al respecto, preguntándoles, por ejemplo, si son ellos los que provocan o desvían los peligros que nos amenazan?…»

De conformidad con el deseo de nuestro corresponsal, dirigimos las siguientes preguntas al Espíritu san Luis, que consiente en comunicarse con nosotros todas las veces que hay instrucciones útiles para dar.

1. –Cuando un peligro inminente amenaza a alguien, ¿es un Espíritu el que dirige el peligro? Y cuando la persona escapa del mismo, ¿es otro Espíritu el que lo desvía?

Resp. —Cuando un Espíritu se encarna, elige una prueba; al elegirla se traza una especie de destino que no puede impedir más, una vez que a la misma se ha sometido; hablo de las pruebas físicas. Al conservar su libre albedrío sobre el bien y el mal, el Espíritu es siempre dueño de soportar o de rechazar la prueba; un Espíritu bueno, al verlo flaquear, puede venir en su ayuda, pero no puede influir en él adueñándose de su voluntad. Un Espíritu malo, es decir, inferior, mostrándole y exagerándole un peligro físico, puede hacerlo vacilar y asustarlo, pero la voluntad del Espíritu encarnado no queda por ello menos libre de toda traba.

2. —Cuando un hombre está a punto de perecer por accidente, parece que el libre albedrío no interviene en nada. Por lo tanto, interrogo si es un Espíritu malo el que provoca este accidente, siendo de cierto modo su agente; y, en el caso en que escape del peligro, pregunto si un Espíritu bueno ha venido en su ayuda.

Resp. —El Espíritu bueno o el Espíritu malo no pueden sino sugerir pensamientos buenos o malos, según su naturaleza. El accidente está marcado en el destino del hombre. Cuando tu existencia ha sido puesta en peligro, es una advertencia que tú mismo has deseado, a fin de desviarte del mal y de volverte mejor. Cuando escapas de ese peligro, todavía bajo la influencia del mismo, piensas de manera más o menos firme en volverte mejor, según la acción más o menos firme de los Espíritus buenos. Al sobrevenir el Espíritu malo (digo malo sobrentendiendo el mal que aún hay en él), piensas que escaparás del mismo modo a otros peligros y dejas nuevamente desencadenar tus pasiones.

3. —La fatalidad que parece presidir a los destinos materiales de nuestra existencia, ¿aún sería, pues, el efecto de nuestro libre albedrío?

Resp. —Tú mismo has elegido tu prueba: cuanto más ruda sea y mejor la soportes, más te elevas. Aquellos que pasan su existencia en la abundancia y en la satisfacción humana son Espíritus débiles que permanecen estacionarios. De esta manera, el número de desafortunados aventaja en mucho al de los felices de este mundo, teniendo en cuenta que los Espíritus buscan en su mayoría la prueba que les será más fructífera. Ellos perciben muy bien la futilidad de vuestras grandezas y de vuestros goces. Además, la existencia más feliz es siempre agitada, siempre movida, aunque más no sea por la ausencia del dolor.

4. —Entendemos perfectamente esta doctrina, pero eso no nos explica si ciertos Espíritus tienen una acción directa sobre la causa material del accidente. Supongamos que en el momento en que un hombre pasa por un puente, éste se derrumbe. ¿Quién ha llevado al hombre a pasar por ese puente?

Resp. —Cuando un hombre pasa por un puente que debe romperse, no es un Espíritu el que lo lleva a pasar por ese puente: es el instinto de su destino el que lo conduce.

5. —¿Quién ha hecho romper el puente?

Resp. —Las circunstancias naturales. La materia tiene en sí misma las causas de su destrucción. En el caso tratado, el Espíritu, teniendo necesidad de recurrir a un elemento extraño a su naturaleza para mover fuerzas materiales, más bien ha de recurrir a la intuición espiritual. De este modo, si ese puente debía romperse, ya que el agua había desunido las piedras que lo componen y el óxido había corroído las cadenas que lo suspenden, el Espíritu —decía— insinuará más bien al hombre para pasar por ese puente, en lugar de hacer romper otro bajo sus pasos. Además, tenéis una prueba material que os adelantaré: cualquier accidente sucede siempre naturalmente, es decir, que las causas que se vinculan unas a otras, lo conducen insensiblemente.

6. —Tomemos otro caso en el que la destrucción de la materia no sea la causa del accidente. Un hombre mal intencionado me da un tiro; la bala me roza, pero no me alcanza. ¿La habría desviado un Espíritu benévolo?

—Resp. No.

7. —¿Pueden los Espíritus advertirnos directamente de un peligro? He aquí un hecho que parecería confirmarlo: Una mujer salía de su casa y seguía por el bulevar. Una voz íntima le dijo: Detente, vuelve a tu casa. Ella titubea. La misma voz se hace escuchar varias veces; entonces, ella volvió sobre sus pasos; pero, cambiando de parecer, se dijo: ¿Qué he de hacer en mi casa? Seguiré; sin duda, es un efecto de mi imaginación. Entonces ella continuó su camino. A algunos pasos de allí, una viga que se desprendió de una casa la golpea en la cabeza y la deja caída sin conocimiento. ¿Qué era esa voz? ¿No era un presentimiento de lo que iba a suceder a esa mujer?

—Resp. Era la voz del instinto; además, ningún presentimiento tiene tales caracteres: son siempre vagos.

8. —¿Qué entendéis por la voz del instinto?

—Resp. Entiendo que el Espíritu, antes de encarnarse, tiene conocimiento de todas las fases de su existencia; cuando éstas tienen un carácter saliente, conserva una especie de impresión en su fuero interno, y esta impresión, al despertarse cuando el momento se aproxima, se vuelve presentimiento.

Nota. — Las explicaciones precedentes se relacionan con la fatalidad de los acontecimientos materiales. La fatalidad moral está tratada de una manera completa en El Libro de los Espíritus.

Utility of Certain Private Evocations.

Las comunicaciones que se obtienen de los Espíritus muy superiores o de los que han animado los grandes personajes de la Antigüedad son preciosas por la alta enseñanza que encierran. Esos Espíritus han adquirido un grado de perfección que les permite abarcar una esfera más amplia de ideas, penetrar misterios que superan el alcance vulgar de la Humanidad y, por consecuencia, iniciarnos mejor que otros en ciertas cosas. De allí no resulta que las comunicaciones de los Espíritus de un orden menos elevado no tengan utilidad; lejos de esto: el observador extrae de ellas más de una instrucción. Para conocer las costumbres de un pueblo es necesario estudiarlo en todos los grados de la escala. Cualquiera que lo hubiese visto bajo un solo aspecto lo conocería mal. La historia de un pueblo no es la de sus reyes ni la de sus eminencias sociales; para juzgarlo es preciso verlo en su vida íntima, en sus hábitos privados. Ahora bien, los Espíritus superiores son las eminencias del mundo espírita; su propia elevación los coloca tan por encima nuestro que nos quedamos asombrados de la distancia que nos separa.

Espíritus más burgueses (permítasenos esta expresión) nos vuelven más palpables las circunstancias de su nueva existencia. Entre ellos, el lazo entre la vida corporal y la vida espírita es más íntimo; la comprendemos mejor porque nos toca más de cerca. Al aprender con ellos mismos lo que han llegado a ser, lo que piensan, lo que sienten los hombres de todas las condiciones y de todos los caracteres –tanto los hombres de bien como los viciosos, los grandes y los pequeños, los felices y los desdichados del siglo, en una palabra, los hombres que han vivido entre nosotros, que hemos visto y conocido, de los cuales conocemos sus vidas reales, sus virtudes y defectos–, comprendemos sus alegrías y sus sufrimientos, nos asociamos y extraemos de los mismos una enseñanza moral tanto más provechosa cuanto más íntimas son las relaciones entre ellos y nosotros. Nos ponemos más fácilmente en el lugar del que ha sido nuestro igual que en el del que no vemos sino a través del espejismo de una gloria celestial. Los Espíritus vulgares nos muestran la aplicación práctica de las grandes y sublimes verdades, de las que los Espíritus superiores nos enseñan la teoría. Además, en el estudio de una ciencia nada es inútil: Newton encontró la ley de las fuerzas del Universo en el fenómeno más simple.

Esas comunicaciones tienen otra ventaja: la de constatar la identidad de los Espíritus de una manera más precisa. Cuando un Espíritu nos dice haber sido Sócrates o Platón, somos obligados a creer bajo palabra, porque no trae consigo un certificado de autenticidad; podemos ver en sus discursos si desmiente o no el origen que se atribuye: nosotros lo juzgaremos un Espíritu elevado, eso es todo; que en realidad haya sido Sócrates o Platón, poco nos importa. Pero cuando nuestros parientes, nuestros amigos o los que hemos conocido se nos manifiestan en Espíritu, se presentan mil y una circunstancias de detalles íntimos donde la identidad no podría ser puesta en duda: se adquiere, de alguna manera, la prueba material. Por lo tanto, pensamos que se ha de apreciar el hecho de ofrecer de cuando en cuando algunas de esas evocaciones íntimas: es la novela de las costumbres de la vida espírita sin la ficción.



Conversaciones familiares del Más Allá

El asesino Lemaire

Condenado a la pena de muerte por el Supremo Tribunal de Justicia en lo Criminal del Aisne y ejecutado el 31 de diciembre de 1857. Evocado el 29 de enero de 1858.

1. Ruego a Dios Todopoderoso que permita al asesino Lemaire, ejecutado el 31 de diciembre de 1857, venir hacia nosotros.

—Resp. Estoy aquí.

2. ¿Cómo se explica que hayas atendido tan rápidamente a nuestro llamado? –Resp. Raquel lo ha dicho. 3. ¿Qué sentimiento tienes al vernos?

—Resp. Vergüenza.

4. ¿Cómo una joven, mansa como un cordero, puede servir de intermediario a un ser sanguinario como tú?

—Resp. Dios lo ha permitido.

5. ¿Has conservado todo tu conocimiento hasta el último momento?

—Resp. Sí.

6. E inmediatamente después de tu ejecución, ¿has tenido conciencia de tu nueva existencia?

—Resp. Estaba sumergido en una inmensa turbación, de la que aún no he salido. Sentí un inmenso dolor; me pareció que mi corazón lo sufría. He visto rodar algo al pie del patíbulo; he visto correr sangre, y mi dolor se ha vuelto más punzante.

7. ¿Era éste un dolor puramente físico, análogo al que sería causado por una herida grave, como la amputación de un miembro, por ejemplo?

—Resp. No; imagínate un remordimiento, un gran dolor moral.

8. ¿Cuándo has comenzado a sentir este dolor?

—Resp. Desde que he quedado libre.

9. El dolor físico causado por el suplicio, ¿era sentido por el cuerpo o por el Espíritu?

—Resp. El dolor moral estaba en mi Espíritu; el cuerpo sintió el dolor físico, pero el Espíritu, desligado, lo sentía también.

10. ¿Has visto tu cuerpo mutilado?

—Resp. He visto algo deforme que me parecía no haber dejado; sin embargo, todavía me sentía entero: era yo mismo.

11. ¿Qué impresión te produjo esa visión?

—Resp. Sentía demasiado dolor; estaba absorbido por él.

12. ¿Es verdad que el cuerpo vive aún algunos instantes después de la decapitación, y que el ajusticiado tiene conciencia de sus ideas?

—Resp. El Espíritu se retira poco a poco; cuanto más lo atan los lazos de la materia, menos rápida es la separación.

13. ¿Cuánto tiempo ha durado eso?

—Resp. Más o menos. (Ver la respuesta anterior.)

14. Se dice haber notado en la cara de ciertos ajusticiados la expresión de cólera y de movimientos como si quisiesen hablar; ¿esto es efecto de una contracción nerviosa o de un acto de la voluntad?

—Resp. De la voluntad, porque el Espíritu no se había aún retirado.

15. ¿Cuál es el primer sentimiento que tuviste al entrar en tu nueva existencia?

—Resp. Un sufrimiento intolerable; una especie de remordimiento punzante, cuya causa ignoraba.

16. ¿Te has encontrado con tus cómplices, los cuales fueron ejecutados al mismo tiempo que tú?

—Resp. Para nuestra desgracia; el hecho de vernos es un continuo suplicio: cada uno de nosotros reprocha al otro su crimen.

17. ¿Has reencontrado a tus víctimas?

—Resp. Las veo... Son felices... Sus miradas me persiguen... Las siento que penetran hasta lo más profundo de mi ser... Y en vano intento evitarlas.

18. ¿Qué sentimiento has tenido al verlas?

—Resp. Vergüenza y remordimiento. Las he arrebatado con mis propias manos, y aún las odio.

19. ¿Qué sienten ellas al verte?

—Resp. ¡Piedad!

20. ¿Tienen ellas odio y deseo de venganza?

—Resp. No; sus ruegos solicitan para mí la expiación. No sabrías comprender cuán horrible es el suplicio de deberlo todo a quien se odia.

21. ¿Lamentas la vida terrestre?

—Resp. Lamento mis crímenes; si la situación estuviese aún en mis manos, yo no volvería a sucumbir.

22. ¿Cómo has sido conducido a la vida criminal que has llevado?

—Resp. ¡Escucha! Me he creído fuerte; he elegido una ruda prueba y he cedido a las tentaciones del mal.

23. ¿La tendencia al crimen estaba en tu naturaleza o has sido arrastrado por el medio en el que has vivido?

—Resp. La tendencia al crimen estaba en mi naturaleza, porque no era más que un Espíritu inferior. Quise elevarme rápidamente, pero pedí más de lo que mis fuerzas podían dar.

24. Si hubieses recibido buenos principios de educación, ¿habrías podido desviarte de la vida criminal?

—Resp. Sí; pero elegí la posición en que nací.

25. ¿Te habrías podido transformar en un hombre de bien?

—Resp. Un hombre débil, incapaz del bien como del mal. Podría haber paralizado el mal de mi naturaleza durante mi existencia, pero no podía elevarme hasta hacer el bien.

26. ¿Creías en Dios cuando estabas encarnado?

—Resp. No.

27. Se dice que en el momento de morir te has arrepentido; ¿es verdad?

—Resp. He creído en un Dios vengador... He tenido miedo de su justicia.

28. En este momento, ¿tu arrepentimiento es más sincero?

—Resp. ¡Ay de mí! Veo lo que he hecho.

29. ¿Qué piensas de Dios ahora?

Resp. Lo siento y no lo comprendo.

30. ¿Te parece justo el castigo que te ha sido infligido en la Tierra?

—Resp. Sí.

31. ¿Esperas obtener el perdón de tus crímenes?

—Resp. No sé.

32. ¿Cómo piensas reparar tus crímenes?

—Resp. Por medio de nuevas pruebas; pero es como si la Eternidad estuviese entre ellas y yo.

33. ¿Estas pruebas tendrán lugar en la Tierra o en otro mundo?

—Resp. No lo sé.

34. ¿Cómo podrás expiar tus faltas pasadas en una nueva existencia, si no las recuerdas?

—Resp. Tendré la intuición de las mismas.

35. ¿Dónde estás ahora?

—Resp. Me encuentro en mi sufrimiento.

36. Pregunto en qué lugar estás.

—Resp. Cerca de Ermance.

37. ¿Estás reencarnado o errante?

—Resp. Errante; si estuviera reencarnado, tendría esperanza. Ya te he dicho: es como si la Eternidad estuviese entre la expiación y yo.

38. Ya que estás aquí, si pudiéramos verte, ¿con qué forma nos aparecerías?

—Resp. Con mi forma corporal y mi cabeza separada del tronco.

39. ¿Podrías aparecernos?

—Resp. No; déjenme.

40. ¿Quisieras decirnos cómo te has escapado de la prisión de Montdidier?

—Resp. No sé más... Mi sufrimiento es tan grande que sólo tengo el recuerdo del crimen... Déjenme.

41. ¿Podríamos dar algún alivio a tus sufrimientos?

—Resp. Hagan votos para que la expiación llegue.

La reina de Oudh.

Nota. En estas conversaciones suprimiremos de aquí en adelante la fórmula de evocación, que siempre es la misma, a menos que presente —por la respuesta— alguna particularidad.

1. ¿Qué sensación habéis tenido al dejar la vida terrestre?

—Resp. Yo no sabría decirlo; siento aún una turbación.

2. ¿Sois feliz?

—Resp. No.

3. ¿Por qué no sois feliz?

—Resp. Extraño la vida… No sé… Siento un punzante dolor; la vida me habría librado del mismo… Quisiera que mi cuerpo se levantase del sepulcro.

4. ¿Lamentáis no haber sido enterrada en vuestro país y de estarlo entre cristianos?

—Resp. Sí; la tierra de la India pesaría menos en mi cuerpo.

5. ¿Qué pensáis de las honras fúnebres rendidas a vuestros restos mortales?

—Resp. Han sido muy poca cosa; yo era reina, y no todos han doblado sus rodillas ante mí… Dejadme… Se me fuerza a hablar… No quiero que sepáis lo que soy ahora… He sido reina, sabedlo bien.

6. Respetamos vuestro rango y os rogamos que respondáis para nuestra instrucción. ¿Pensáis que vuestro hijo ha de recobrar un día los Estados de su padre?

—Resp. Ciertamente, mi sangre reinará; es digna de ello.

7. ¿Dais a la reintegración de vuestro hijo al trono de Oudh la misma importancia que cuando estabais encarnada?

—Resp. Mi sangre no puede confundirse con la del vulgo.

8. ¿Cuál es vuestra opinión actual sobre la verdadera causa de la revuelta de las Indias?

—Resp. La India ha sido hecha para ser dueña en su casa.

9. ¿Qué pensáis del porvenir que está reservado a ese país?

—Resp. La India será grande entre las naciones.

10. No ha podido inscribirse en vuestra partida de defunción el lugar de vuestro nacimiento; ¿podríais decirlo ahora?

—Resp. He nacido de la sangre más noble de la India. Creo que nací en Delhi.

11. Vos que habéis vivido en los esplendores del lujo y que habéis estado rodeada de honores, ¿qué pensáis ahora de los mismos?

—Resp. Que me eran debidos.

12. La posición que habéis ocupado en la Tierra, ¿os da otra más distinguida en el mundo donde estáis hoy?

—Resp. Soy siempre reina… ¡Que me envíen esclavos para servirme!… No sé; parece que aquí no se preocupan conmigo… Sin embargo, soy siempre yo.

13. ¿Pertenecíais a la religión musulmana o a una religión hindú?

—Resp. Musulmana; pero yo era demasiado grande como para ocuparme de Dios.

14. ¿Qué diferencia hacéis entre la religión que profesáis y la religión cristiana, con respecto a la felicidad futura del hombre?

—Resp. La religión cristiana es absurda: dice que todos son hermanos.

15. ¿Cuál es vuestra opinión sobre Mahoma?

—Resp. Él no era hijo de rey.

16. ¿Tenía él una misión divina?

—Resp. ¡Qué me importa eso!

17. ¿Cuál es vuestra opinión sobre el Cristo?

—Resp. El hijo del carpintero no es digno de ocupar mi pensamiento.

18. ¿Qué pensáis de la costumbre que sustrae a las mujeres musulmanas de las miradas de los hombres?

—Resp. Pienso que las mujeres son hechas para dominar: yo era mujer.

19. ¿Habéis envidiado alguna vez la libertad que gozan las mujeres en Europa?

—Resp. No; ¡qué me importaba su libertad! ¿Ellas son servidas de rodillas?

20. ¿Cuál es vuestra opinión sobre la condición de la mujer, en general, en la especie humana?

—Resp. ¡Qué me importan las mujeres! ¡Si me hablaras de reinas!

21. ¿Os recordáis de haber tenido otras existencias en la Tierra antes de la que acabáis de dejar?

—Resp. Yo siempre debo haber sido reina.

22. ¿Por qué habéis venido tan rápidamente a nuestro llamado?

—Resp. Yo no lo he querido; se me ha forzado a ello… ¿Piensas tú, entonces, que me hubiera dignado a responder? ¿Qué sois, pues, comparados conmigo?

23. ¿Quién os ha forzado a venir?

—Resp. No lo sé… Sin embargo, no debe haber aquí nadie mayor que yo.

24. ¿En qué lugar os encontráis aquí?

—Resp. Cerca de Ermance.

25. ¿Con qué forma estáis?

—Resp. Siempre como reina… ¿Piensas tú, pues, que he dejado de serlo? Vosotros sois poco respetuosos… Sabed que se habla de otra manera a las reinas.

26. ¿Por qué no podemos verlos?

—Resp. No lo quiero.

27. Si pudiésemos veros, ¿os veríamos con vuestras vestimentas, adornos y joyas?

—Resp. ¡Por supuesto!

28. ¿Cómo se explica que habiendo dejado todo eso, vuestro Espíritu haya conservado la apariencia, sobre todo de vuestros adornos?

—Resp. No me han dejado… Soy siempre tan bella como era… ¡No sé qué idea os hacéis de mí! Es verdad que nunca me habéis visto.

29. ¿Qué impresión sentís al encontraros entre nosotros?

—Resp. Si pudiera no estaría aquí: ¡me tratáis con tan poco respeto! No quiero que se me tutee… Llamadme Majestad, o no responderé más.

30. ¿Vuestra Majestad comprendía la lengua francesa?

—Resp. ¿Por qué no habría de comprenderla? Yo sabía todo.

31. ¿Vuestra Majestad tendría a bien respondernos en inglés?

—Resp. No… Entonces, ¿no me dejaréis tranquila?… Quiero irme… Dejadme… ¿Pensáis someterme a vuestros caprichos?… Soy reina y no esclava.

32. Os rogamos solamente que aceptéis en responder aún a dos o tres preguntas. Respuesta de san Luis, que estaba presente: Dejad a esta pobre alucinada; tened piedad de su ceguera. ¡Que os sirva de ejemplo! No sabéis cuánto sufre su orgullo.

Nota. Esta conversación ofrece más de una enseñanza. Al evocar a esta grandeza decaída, ahora en el Más Allá, no esperábamos respuestas de una gran profundidad, considerando el género de educación de las mujeres de ese país; pero pensábamos encontrar en este Espíritu, si bien no la filosofía, por lo menos un sentimiento más verdadero de la realidad y de ideas más sanas sobre las vanidades y las grandezas de este mundo. Lejos de eso: en ella las ideas terrestres han conservado toda su fuerza; es el orgullo —que nada pierde de sus ilusiones— que lucha contra su propia debilidad, y que debe, en efecto, sufrir mucho por su impotencia. En la previsión de respuestas de naturaleza totalmente diversa, habíamos preparado varias preguntas que se han vuelto sin objeto. Estas respuestas son tan diferentes de las que esperábamos todos los presentes que no se podría encontrar en esto la influencia de un pensamiento extraño. Además, ellas tienen un sello tan característico de personalidad, que claramente revelan la identidad del Espíritu que se ha manifestado. Podría causar sorpresa, con razón, al ver a Lemaire —hombre degradado y mancillado por todos sus crímenes— manifestar a través de su lenguaje del Más Allá sentimientos que denotan una cierta elevación y una apreciación bastante exacta de su situación, mientras que en la reina de Oudh, cuya posición hubiera debido desarrollar en ella el sentido moral, las ideas terrestres no han sufrido ninguna modificación. La causa de esta anomalía nos parece fácil de explicar. Por más degradado que fuese, Lemaire vivía en medio de una sociedad civilizada y esclarecida que había reaccionado ante su naturaleza grosera; sin saberlo, había absorbido algunos rayos de la luz que lo rodeaba, y esta luz hizo nacer en él pensamientos sofocados por su abyección, pero cuyo germen no dejaba, por ello, de subsistir. Con la reina de Oudh sucede de un modo totalmente diferente: el medio donde ella ha vivido, sus hábitos, la absoluta falta de cultura intelectual, todo ha debido contribuir para mantener con toda su fuerza las ideas de las que estaba imbuida desde su infancia; nada ha venido a modificar esta naturaleza primitiva, sobre la cual los prejuicios han conservado todo su imperio.

Sobre diversas cuestiones psicofisiológicas Un médico de gran talento, al que designaremos con el nombre de Xavier, fallecido hace algunos meses y que se había ocupado mucho con el magnetismo, había dejado un manuscrito destinado –pensaba él– a provocar una revolución en la Ciencia. Antes de morir hubo leído El Libro de los Espíritus y había deseado entrar en relación con el autor. La enfermedad a la que sucumbió no le dio el tiempo para ello. Su evocación ha tenido lugar a pedido de su familia, y las respuestas que encierra –eminentemente instructivas– nos ha llevado a incluirlas en nuestra Compilación, suprimiendo todo lo que era de interés privado.

1. ¿Recordáis el manuscrito que habéis dejado? –Resp. Le doy poca importancia.

2. ¿Cuál es vuestra opinión actual acerca de ese manuscrito? – Resp. Obra vana de un ser que no se conocía a sí mismo.

3. ¿Pensabais, sin embargo, que esta obra podría provocar una revolución en la Ciencia? –Resp. Ahora veo demasiado claro.

4. Como Espíritu, ¿podríais corregir y acabar este manuscrito? – Resp. He partido de un punto que conocía mal; quizá sería necesario rehacerlo todo.

5. ¿Sois feliz o desdichado? –Resp. Espero y sufro.

6. ¿Qué esperáis? –Resp. Nuevas pruebas.

7. ¿Cuál es la causa de vuestros sufrimientos? –Resp. El mal que he hecho.

8. Sin embargo, ¿habéis hecho el mal con intención? –Resp. ¿Conoces bien el corazón del hombre?

9. ¿Estáis errante o encarnado? –Resp. Errante.

10. Cuando estabais encarnado, ¿cuál era vuestra opinión sobre la Divinidad? –Resp. No creía en ella.

11. ¿Y ahora? –Resp. Creo demasiado.

12. Teníais el deseo de poneros en contacto conmigo; ¿lo recordáis? –Resp. Sí.

13. ¿Me veis y me reconocéis como la persona con la que queríais entrar en relación? –Resp. Sí.

14. ¿Qué impresión os había causado El Libro de los Espíritus? – Resp. Me había aturdido.

15. ¿Qué pensáis del mismo ahora? –Resp. Es una gran obra.

16. ¿Qué pensáis acerca del porvenir de la Doctrina Espírita? – Resp. Es grande, pero ciertos discípulos lo perjudican.

17. ¿Quiénes son los que lo perjudican? –Resp. Aquellos que atacan lo que existe: las religiones, las primeras y las más simples creencias de los hombres.

18. Como médico, y en razón de los estudios que habéis hecho, sin duda podréis responder a las siguientes preguntas: ¿puede el cuerpo conservar algunos instantes la vida orgánica después de la separación del alma? –Resp. Sí.

19. ¿Cuánto tiempo? –Resp. No tiene un tiempo.

20. Os pido para ser más preciso en vuestra respuesta. –Resp. Esto no dura más que algunos instantes.

21. ¿Cómo se opera la separación entre el alma y el cuerpo? – Resp. Como un fluido que se escapa de cualquier recipiente.

22. ¿Hay una línea de demarcación realmente establecida entre la vida y la muerte? –Resp. Ambos estados se tocan y se confunden; de esta manera, el Espíritu se desprende poco a poco de sus lazos; se desata y no los rompe.

23. ¿Este desprendimiento del alma se opera más rápidamente en unos que en otros? –Resp. Sí: en aquellos que, cuando estaban encarnados, ya se hubieron elevado por encima de la materia, porque entonces su alma pertenece más al mundo de los Espíritus que al mundo terrestre.

24. ¿En qué momento se opera la unión entre el alma y el cuerpo en el niño? –Resp. Cuando el niño respira; es como si recibiese el alma con el aire exterior.

Nota – 99 Esta opinión es la consecuencia del dogma católico. En efecto, la Iglesia enseña que el alma solamente puede ser salvada a través del bautismo; ahora bien, como la muerte natural intrauterina es muy frecuente, ¿qué sucedería con esta alma que, según la Iglesia, ha sido privada de este único medio de salvación, si existía en el cuerpo antes del nacimiento? Para ser consecuente, sería preciso que el bautismo tuviera lugar, si no de hecho, por lo menos de intención, desde el instante de la concepción.

25. Entonces, ¿cómo explicáis la vida intrauterina? –Resp. Como la de la planta que vegeta. El niño vive la vida animal.

26. ¿Hay crimen en privar a un niño de la vida antes de su nacimiento, ya que antes de esta época, no teniendo alma el niño, no es en cierta forma un ser humano? –Resp. La madre o cualquier otro cometerá siempre un crimen al quitar la vida al niño antes de su nacimiento, porque impide al alma soportar las pruebas cuyo instrumento debía ser el cuerpo.

27. Sin embargo, ¿tendrá lugar la expiación que debía ser sufrida por el alma a la que se ha impedido encarnarse? –Resp. Sí, pero Dios sabía que el alma no se uniría a ese cuerpo; de esta manera, ninguna alma debía unirse a esta envoltura corporal: era una prueba para la madre.

28. En el caso en que la vida de la madre corriese peligro con el nacimiento del niño, ¿hay crimen en sacrificar al niño para salvar a la madre? –Resp. No; es preferible sacrificar el ser que no existe al ser que existe.

29. ¿La unión del alma y el cuerpo se opera instantáneamente o gradualmente, es decir, es preciso un tiempo apreciable para que esta unión sea completa? –Resp. El Espíritu no entra bruscamente al cuerpo. Para medir ese tiempo, imaginaos que la primera inspiración que el niño realiza es el alma que entra al cuerpo: el tiempo en que el pecho se eleva y baja.

30. ¿La unión de un alma con tal o cual cuerpo está predestinada o la elección solamente se lleva a cabo en el momento del nacimiento? –Resp. Dios la ha marcado; esta cuestión requiere un mayor desarrollo. Al elegir la prueba que quiere pasar, el Espíritu pide para encarnarse; sin embargo, Dios que sabe todo y ve todo, ha sabido y visto anticipadamente que tal alma se uniría a tal cuerpo. Cuando el Espíritu nace en las clases bajas de la sociedad, sabe que su vida no será más que trabajo y sufrimientos. El niño que va a nacer tiene una existencia que resulta, hasta un cierto punto, de la posición de sus padres.

31. ¿Por qué de padres buenos y virtuosos nacen hijos de una naturaleza perversa? Dicho de otro modo, ¿por qué las buenas cualidades de los padres no atraen siempre, por simpatía, un Espíritu bueno para animar a su hijo? –Resp. Un Espíritu malo pide padres buenos, en la esperanza de que sus consejos lo guíen hacia una senda mejor.

32. ¿Pueden los padres, mediante sus pensamientos y oraciones, atraer al cuerpo del niño un Espíritu bueno en lugar de un Espíritu inferior? –Resp. No; pero pueden mejorar al Espíritu reencarnado: éste es su deber; los hijos malos son una prueba para los padres.

33. Se concibe el amor materno para la conservación de la vida del niño; pero, ya que este amor está en la Naturaleza, ¿por qué existen madres que odian a sus hijos, y a menudo esto sucede desde el nacimiento? –Resp. Son Espíritus malos que tratan de poner obstáculos al Espíritu reencarnante, para que éste sucumba frente a la prueba que ha solicitado.

34. Os agradecemos las explicaciones que habéis tenido a bien darnos. –Resp. Haré todo para instruiros. Nota – La teoría dada por este Espíritu con respecto al instante de la unión del alma y del cuerpo no es del todo exacta. La unión comienza desde la concepción; es decir que, desde ese momento, el Espíritu –sin estar encarnado– se une al cuerpo por un lazo fluídico que se va estrechando cada vez más hasta el nacimiento; la encarnación sólo se completa cuando el niño respira. (Ver El Libro de los Espíritus, N° 344 y siguientes.)


Tal como lo hemos dicho, el Sr. Home es un médium del género de aquellos bajo cuya influencia se producen más especialmente fenómenos físicos, sin excluir por eso las manifestaciones inteligentes. Todo efecto que revele la acción de una voluntad libre es por esto mismo inteligente; es decir, que no es puramente mecánico y que no podría ser atribuido a un agente exclusivamente material; pero de ahí a las comunicaciones instructivas de un alto alcance moral y filosófico, hay una gran distancia, y no es de nuestro conocimiento que el Sr. Home las obtenga de esta naturaleza. Al no ser un médium psicógrafo, la mayoría de las respuestas son dadas por golpes que indican las letras del alfabeto, procedimiento siempre imperfecto y demasiado lento, que difícilmente se presta a desarrollos de una cierta extensión. No obstante, él obtiene también la escritura, pero por otro medio del cual hablaremos luego.

Para comenzar digamos que, como principio general, las manifestaciones ostensibles –las que impresionan nuestros sentidos– pueden ser espontáneas o provocadas. Las primeras son independientes de la voluntad; a menudo ocurren contra la voluntad de quien es objeto de las mismas, y al cual no siempre son agradables. Los hechos de este género son frecuentes y, sin remontarnos a los relatos más o menos auténticos de los tiempos remotos, la Historia contemporánea nos ofrece de ellos numerosos ejemplos, cuya causa, desconocida al principio, hoy es perfectamente conocida: tales son, por ejemplo, los ruidos insólitos, el movimiento desordenado de objetos, las cortinas corridas, las cobijas arrancadas, ciertas apariciones, etc. Algunas personas están dotadas de una facultad especial que les da el poder de provocar, al menos en parte, esos fenómenos a voluntad, para decirlo así. En absoluto esta facultad es muy rara y, en cien personas, por lo menos cincuenta la poseen en un grado más o menos grande. Lo que distingue al Sr. Home, es que dicha facultad está desarrollada en él – como en los médiums de su fuerza– de una manera, por así decirlo, excepcional. Algunos no obtienen más que golpes leves o el desplazamiento insignificante de una mesa, mientras que bajo la influencia del Sr. Home los ruidos más resonantes se hacen escuchar, y todo el moblaje de un cuarto puede ser derribado, colocándose los muebles unos sobre los otros. Por más extraños que sean esos fenómenos, el entusiasmo de algunos admiradores demasiado afanosos aún ha encontrado el medio de ampliarlos con hechos puramente inventados. Por otro lado, los detractores no han permanecido inactivos; han contado sobre él todo tipo de anécdotas que sólo han existido en su imaginación. He aquí un ejemplo. El Sr. marqués de ..., uno de los personajes que mayor interés ha demostrado en el Sr. Home y en cuya casa era recibido en la intimidad, se encontraba un día en el Teatro Ópera con este último. En una de las butacas se encontraba el Sr. P..., uno de nuestros suscriptores, que conocía personalmente a ambos. Su vecino entabla una conversación con él, la cual recae sobre el Sr. Home: «¿Creeríais si os dijese que ese pretenso hechicero, ese charlatán, ha encontrado un medio de entrar en la casa del marqués de ...? Pero sus artificios han sido descubiertos, y ha sido echado a puntapiés como a un vil intrigante. –¿Estáis bien seguro de eso? –dice el Sr. P... ¿Conocéis al Sr. marqués de...? –Ciertamente, replicó el interlocutor. –En este caso – dice el Sr. P...–, observad aquel palco, donde podréis verlo en compañía del Sr. Home en persona, el cual no parece haber recibido puntapiés.» Ante eso, nuestro desafortunado narrador, no juzgando oportuno proseguir la conversación, tomó su sombrero y no volvió a aparecer. Se puede juzgar por esto el valor de ciertas aserciones. Seguramente, si ciertos hechos divulgados por la maledicencia fuesen reales, le habrían cerrado más de una puerta; pero como las casas más honorables siempre le han abierto las puertas, debe deducirse que siempre y por todas partes se ha conducido como un caballero. Además, basta haber conversado alguna vez con el Sr. Home para ver que con su timidez y simplicidad de carácter, sería el más torpe de todos los intrigantes; insistimos en este punto por la moralidad de la causa. Volvamos a sus manifestaciones. Como nuestro objetivo es hacer conocer la verdad en interés de la ciencia, todo lo que relatamos es extraído de fuentes tan auténticas que podemos garantizar la más escrupulosa exactitud; hemos obtenido esto de testigos oculares demasiado serios, esclarecidos y distinguidos como para que su sinceridad pueda ser puesta en duda. Si se dijese que esas personas han podido –de buena fe– ser víctimas de una ilusión, responderíamos que hay circunstancias que escapan a toda suposición de ese género; además, esas personas estaban demasiado interesadas en conocer la verdad como para no precaverse contra cualquier falsa apariencia.

El Sr. Home comienza generalmente sus sesiones con hechos conocidos: golpes dados en una mesa o en cualquier otro lugar de la residencia, procediendo como lo hemos dicho en otra parte. Luego viene el movimiento de la mesa, que al principio solamente se opera mediante la imposición de sus manos o las de varias personas reunidas, y después a distancia y sin contacto; es una especie de puesta en marcha. Muy a menudo no obtiene nada más; esto depende de la disposición en la que se encuentre y a veces también de la de los asistentes; existen personas que delante de las cuales nunca ha producido nada, incluso tratándose de amigos suyos. No nos extenderemos en estos fenómenos hoy tan conocidos y que no se distinguen sino 90 por su rapidez y por su energía. Frecuentemente después de varias oscilaciones y balanceos, la mesa se levanta del suelo, se eleva gradual y lentamente, despacio, por medio de pequeñas sacudidas, no apenas algunos centímetros, sino hasta el techo, y fuera del alcance de las manos; después de haber permanecido suspendida algunos segundos en el espacio, desciende como había subido, lenta y gradualmente.

Al ser un hecho adquirido la suspensión de un cuerpo inerte, y de un peso específico incomparablemente mayor que el del aire, se concibe que pueda suceder lo mismo con un cuerpo animado. No nos hemos enterado que el Sr. Home haya operado sobre alguna otra persona que no fuera en sí mismo, y aún así este hecho no se produjo en París, aunque se ha comprobado que tuvo lugar varias veces, tanto en Florencia como en Francia, y particularmente en Burdeos, en presencia de los más respetables testigos que podríamos citar si fuera necesario. Al igual que la mesa, él se ha elevado hasta el techo, y después ha descendido de la misma manera. Lo que hay de singular en este fenómeno, es que, cuando se produce, no obedece a un acto de su voluntad, y él mismo nos ha dicho que no se da cuenta de ello y que cree siempre estar en el suelo, a menos que mire hacia abajo; solamente los testigos lo ven elevarse; en cuanto a él, en ese momento siente la sensación producida por el balanceo de un barco sobre las olas. Además, el hecho al que nos hemos referido no es privativo del Sr. Home. La Historia cita más de un ejemplo auténtico que relataremos ulteriormente.

De todas las manifestaciones producidas por el Sr. Home, la más extraordinaria es indiscutiblemente la de las apariciones, por lo que insistiremos más en las mismas, en razón de las graves consecuencias que de ellas derivan y de la luz que derraman sobre una multitud de hechos. Lo mismo sucede con los sonidos producidos en el aire, con los instrumentos de música que tocan solos, etc. Examinaremos esos fenómenos en detalle en nuestro próximo número.

Al regresar de un viaje a Holanda, donde ha producido una profunda sensación en la corte y en la alta sociedad, el Sr. Home acaba de partir a Italia. Su salud, gravemente alterada, le exigía un clima más benigno.

Confirmamos con placer lo que ciertos periódicos han informado sobre un legado de 6.000 francos de renta que le ha sido hecho por una dama inglesa convertida por él a la Doctrina Espírita, y en reconocimiento de la satisfacción que ella ha sentido. El Sr. Home merecía en todos los aspectos este honorable testimonio. Este acto, por parte de la donadora, es un precedente al cual han de aplaudir todos los que comparten nuestras convicciones; esperamos que un día la Doctrina tenga su Mecenas: la posteridad ha de escribir su nombre entre los bienhechores de la Humanidad. La religión nos enseña la existencia del alma y su inmortalidad; el Espiritismo nos da su prueba palpable y viviente, no más por el razonamiento, sino por los hechos. El materialismo es uno de los vicios de la sociedad actual, porque engendra el egoísmo. En efecto, ¿qué existe fuera del yo para quien relaciona todo a la materia y a la vida presente? La Doctrina Espírita, íntimamente ligada a las ideas religiosas, al esclarecernos sobre nuestra naturaleza, nos muestra la felicidad en la práctica de las virtudes evangélicas; llama al hombre a sus deberes para con Dios, para con la sociedad y para consigo mismo; ayudar a su propagación es asestar el golpe mortal a la plaga del escepticismo que nos invade como un mal contagioso; por lo tanto, ¡honor a los que emplean en esta obra los bienes con que Dios los ha favorecido en la Tierra!

Cuando aparecieron los primeros fenómenos espíritas, algunas personas pensaron que este descubrimiento (si lo podemos llamar así) iba asestar un golpe fatal al Magnetismo, y que de ello resultaría como con los inventos, donde el más perfeccionado hace olvidar a su antecesor. Este error no tardó en disiparse y rápidamente se reconoció el parentesco próximo de estas dos ciencias. En efecto, ambas son basadas en la existencia y en la manifestación del alma, y lejos de combatirse, pueden y deben prestarse mutuo apoyo: ellas se completan y se explican entre sí. Sus respectivos adeptos difieren, no obstante, en algunos puntos: ciertos magnetistas * aún no admiten la existencia o, por lo menos, la manifestación de los Espíritus; creen que pueden explicarlo todo por la sola acción del fluido magnético, opinión que nosotros nos limitamos a constatar, reservándonos para debatirla más adelante.Nosotros mismo la hemos compartido al principio; pero, como tantos otros, hemos tenido que rendirnos a la evidencia de los hechos. Al contrario, todos los adeptos del Espiritismo adhieren al magnetismo; todos admiten su acción y reconocen en los fenómenos sonambúlicos una manifestación del alma. Además, esta oposición se debilita a cada día, y es fácil prever que no está lejano el tiempo donde cualquier distinción habrá cesado. Esta divergencia de opiniones no tiene nada que deba sorprender. En el comienzo de una ciencia aún tan nueva, es muy común que cada uno, al encarar la cuestión desde su punto de vista, se haya formado una idea diferente. Las ciencias más positivas han tenido –y aún tienen– sus partidarios que sostienen con ardor teorías contrarias; los estudiosos han levantado escuelas contra escuelas, banderas contra banderas y, muy a menudo para su dignidad, su polémica se ha vuelto irritante y agresiva a raíz del amor propio herido, porque ha salido de los límites de un sabio debate. Esperemos que los adeptos del Magnetismo y del Espiritismo, mejor inspirados, no den al mundo el escándalo de discusiones muy poco edificantes y siempre fatales a la propagación de la verdad, de cualquier lado que ella esté. Se puede tener una opinión, sostenerla y debatirla; pero el medio de esclarecerse no es el de difamar, procedimiento muy poco digno de hombres serios, que se vuelven innobles si el interés personal está en juego.

El Magnetismo ha preparado los caminos al Espiritismo, y los rápidos progresos de esta última Doctrina son indiscutiblemente debidos a la divulgación de las ideas de la primera. De los fenómenos magnéticos, del sonambulismo y del éxtasis a las manifestaciones espíritas hay sólo un paso; su conexión es tal que, por así decirlo, es imposible hablar de uno sin hablar del otro. Si tuviéramos que permanecer fuera de la ciencia magnética, nuestro cuadro estaría incompleto, y se lo podría comparar a un profesor de Física que se abstuviese de hablar de la luz. Sin embargo, como el Magnetismo ya tiene entre nosotros órganos especiales justamente acreditados, sería superfluo insistir sobre un tema tratado con la superioridad del talento y de la experiencia; por lo tanto, no hablaremos sino accesoriamente, pero lo suficiente como para mostrar las íntimas relaciones de dos ciencias que, en realidad, no son más que una.

Debíamos a nuestros lectores esta profesión de fe, a la que damos término rindiendo un justo homenaje a los hombres de convicción que, arrostrando el ridículo, los sarcasmos y los sinsabores, se han consagrado valientemente a la defensa de una causa enteramente humanitaria. Sea cual fuere la opinión de los contemporáneos, ésta correrá por su cuenta –opinión que es siempre más o menos el reflejo de vivas pasiones–, pero la posteridad les hará justicia; ella colocará los nombres del barón Du Potet, director del Journal du Magnétisme (Periódico del Magnetismo), del Sr. Millet, director de la Union magnétique (Unión Magnética), al lado de sus ilustres antecesores: el marqués de Puységur y el emérito Deleuze. Gracias a sus perseverantes esfuerzos, el Magnetismo –que se ha vuelto popular– ha puesto un pie en la Ciencia oficial,donde ya se habla de él en voz baja. Esta palabra ha entrado en el lenguaje usual; ya no amedrenta más, y cuando alguien se dice magnetizador, ya no se le ríen en la cara.

ALLAN KARDEC


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* El magnetizador es el que practica el magnetismo; magnetista se dice de aquel que adopta sus principios. Se puede ser magnetista sin ser magnetizador, pero no se puede ser magnetizador sin ser magnetista. [Nota de Allan Kardec.]