Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Febrero

Un punto capital en la Doctrina Espírita es el de las diferencias que existen entre los Espíritus, desde el doble punto de vista intelectual y moral; en este aspecto, su enseñanza nunca ha variado; pero no es menos esencial saber que ellos no pertenecen perpetuamente al mismo orden y que, por consecuencia, estos órdenes no constituyen especies distintas: son diferentes grados de desarrollo. Los Espíritus siguen la marcha progresiva de la Naturaleza; los de los órdenes inferiores son todavía imperfectos; han de alcanzar los grados superiores después de haberse depurado; avanzan en la jerarquía a medida que adquieren las cualidades, la experiencia y los conocimientos que les faltan. El niño de cuna no se parece a lo que será en la edad madura y, sin embargo, es siempre el mismo ser.

La clasificación de los Espíritus está basada en su grado de adelanto, en las cualidades que han adquirido y en las imperfecciones de que han de despojarse aún. Esta clasificación, además, no tiene nada de absoluto; cada categoría presenta un carácter nítido sólo en su conjunto; pero de un grado a otro la transición es imperceptible y, en los límites de la misma, los matices se esfuman como en los reinos de la Naturaleza, como en los colores del arco iris o también como en los diferentes períodos de la vida humana. Por lo tanto, se puede formar un número mayor o menor de clases, según el punto de vista desde el cual se considere la cuestión. Sucede aquí lo que ocurre en todos los sistemas de clasificaciones científicas: estos sistemas pueden ser más o menos completos, más o menos racionales y cómodos para la inteligencia, pero, sea como fueren, no cambian en nada el fondo de la ciencia. Por tanto, los Espíritus interrogados sobre este punto podrán haber variado en cuanto al número de categorías, sin que esto tenga trascendencia. Algunos se han aprovechado de esta aparente contradicción, sin reflexionar en el hecho de que los Espíritus no dan ninguna importancia a lo que es puramente convencional; para ellos el pensamiento lo es todo, dejando para nosotros la forma, la elección de los términos, las clasificaciones, en una palabra, los sistemas.

Agreguemos todavía la siguiente consideración que nunca debe perderse de vista: entre los Espíritus, como también entre los hombres, los hay muy ignorantes, y nunca se estará bastante prevenido contra la tendencia en creer que todos han de ser sabios porque son Espíritus. Toda clasificación exige método, análisis y conocimiento profundo del asunto. Ahora bien, en el mundo de los Espíritus, los que tienen conocimientos limitados son –como los ignorantes en la Tierra– inhábiles para abarcar el conjunto y para formular un sistema; incluso los que son capaces de hacerlo pueden variar en los pormenores según su punto de vista, sobre todo cuando una división no tiene nada de absoluto. Linneo, Jussieu y Tournefort han tenido cada cual su método, y la Botánica no ha variado por este motivo, porque ellos no inventaron las plantas ni sus caracteres, sino que observaron las analogías según las cuales formaron los grupos o clases. Ha sido así que también hemos procedido nosotros; no hemos inventado los Espíritus ni sus caracteres, sino que los hemos visto y observado, los hemos juzgado por sus palabras y por sus hechos, y después los clasificamos por sus similitudes: es lo que cualquier uno habría hecho en nuestro lugar.

Sin embargo, no nos podemos atribuir la totalidad de este trabajo como siendo nuestro. Si el cuadro que daremos a continuación no ha sido textualmente trazado por los Espíritus, y si nosotros hemos tomado la iniciativa, todos los elementos que componen el mismo han sido extraídos de sus enseñanzas; no nos quedaba más que formular su disposición material.

Generalmente, los Espíritus admiten tres categorías principales o tres grandes divisiones. En la última, la que está al pie de la escala, se hallan los Espíritus imperfectos que todavía tienen todos o casi todos los grados por recorrer; se caracterizan por el predominio de la materia sobre el Espíritu y por su propensión al mal. Los de la segunda categoría se caracterizan por el predominio del Espíritu sobre la materia y por el deseo del bien: son los Espíritus buenos. En fin, la primera comprende los Espíritus puros, que han alcanzado el grado supremo de perfección.

Esta división nos parece perfectamente racional y presenta caracteres bien nítidos; sólo nos quedaba por hacer resaltar, por medio de un número suficiente de subdivisiones, los principales matices del conjunto, y es lo que hemos hecho con la colaboración de los Espíritus, cuyas benévolas instrucciones nunca nos han faltado.

Con la ayuda de este cuadro será fácil determinar el rango y el grado de superioridad o de inferioridad de los Espíritus con los cuales podemos entrar 39 en relación y, por consecuencia, el grado de confianza y de estima que merecen. Además de ello, nos interesa personalmente porque pertenecemos, a causa de nuestra alma, al mundo espírita –al cual retornaremos al dejar nuestra envoltura mortal– y esto nos muestra lo que nos falta hacer para llegar a la perfección y al bien supremo. No obstante, haremos notar que los Espíritus no siempre pertenecen exclusivamente a tal o cual clase; ya que su progreso se realiza en forma gradual y a menudo más en un sentido que en otro, pueden reunir los caracteres de varias categorías, lo que fácilmente puede apreciarse por su lenguaje y por sus actos.



Escala espírita



TERCER ORDEN – ESPÍRITUS IMPERFECTOS

Caracteres generales – Predominio de la materia sobre el Espíritu. Propensión al mal. Ignorancia, orgullo, egoísmo y todas las malas pasiones que son su consecuencia. Tienen la intuición de Dios, pero no lo comprenden. Todos no son esencialmente malos, y en algunos hay más ligereza, inconsecuencia y malicia que verdadera maldad. Unos no hacen ni el bien ni el mal, pero por el simple hecho de no practicar el bien denotan su inferioridad. Otros, por el contrario, se complacen en el mal y se sienten satisfechos cuando encuentran la ocasión de hacerlo. Pueden aliar la inteligencia a la maldad o a la malicia; pero, sea cual fuere su desarrollo intelectual, sus ideas son poco elevadas y sus sentimientos más o menos abyectos. Sus conocimientos acerca de las cosas del mundo espírita son limitados, y lo poco que saben se confunde con las ideas y prejuicios de la vida corporal. Al respecto, sólo pueden darnos nociones falsas e incompletas, pero el observador atento encuentra con frecuencia en sus comunicaciones –aunque imperfectas– la confirmación de grandes verdades enseñadas por los Espíritus superiores. Su carácter se revela por su lenguaje. Todo Espíritu que, en sus comunicaciones, deje escapar un pensamiento malo, puede ser incluido en el tercer orden; por consecuencia, todo pensamiento malo que nos sea sugerido proviene de un Espíritu de este orden. Éstos ven la felicidad de los buenos y esta visión es para ellos un tormento incesante, porque sienten todas las angustias que pueden producir la envidia y los celos. 40 Conservan el recuerdo y la percepción de los sufrimientos de la vida corporal, y esta impresión es frecuentemente más penosa que la realidad. Por lo tanto, sufren verdaderamente no sólo por los males que han soportado, sino también por los que han ocasionado a otros; y como sufren por mucho tiempo, creen que siempre han de sufrir: Dios, para punirlos, quiere que así lo crean. Podemos dividirlos en cuatro clases principales.

Novena clase. ESPÍRITUS IMPUROS – Tienen inclinación hacia el mal y hacen de éste el objeto de sus preocupaciones. Como Espíritus, dan consejos pérfidos, promueven la discordia y la desconfianza y, para engañar mejor, adoptan todas las máscaras. Se vinculan a los caracteres bastante débiles capaces de ceder a sus sugestiones, a fin de arrastrarlos hacia la perdición, y están satisfechos cuando consiguen retardar su adelanto al hacerlos sucumbir en las pruebas que enfrentan. En las manifestaciones se los reconoce por su lenguaje; la trivialidad y la grosería de sus expresiones, tanto entre los Espíritus como entre los hombres, son siempre un indicio de inferioridad moral y hasta intelectual. Sus comunicaciones revelan la bajeza de sus inclinaciones, y si quieren inducir a engaño hablando de una manera sensata, no pueden desempeñar su papel por mucho tiempo y terminan siempre por delatar su origen. Ciertos pueblos han hecho de ellos divinidades maléficas, y otros los designan con los nombres de demonios, genios malos o Espíritus del mal. Los seres vivos a quienes animan, cuando están encarnados, tienen inclinación hacia todos los vicios que engendran las pasiones viles y degradantes: el sensualismo, la crueldad, la bellaquería, la hipocresía, la codicia y la sórdida avaricia. Hacen el mal por el placer de hacerlo –muy a menudo sin motivos–, y por odio al bien escogen casi siempre sus víctimas entre las personas honradas. Son flagelos para la Humanidad, sea cual fuere la clase social a que pertenezcan, y el barniz de la civilización no los libra del oprobio y de la ignominia.

Octava clase. ESPÍRITUS LIGEROS – Son ignorantes, maliciosos, inconsecuentes y burlones. Se entrometen en todo, y a todo responden sin preocuparse con la verdad. Se complacen en causar pequeñas contrariedades y picardías, en chismear y en inducir maliciosamente a error por medio de mistificaciones y travesuras. A esta clase pertenecen los Espíritus vulgarmente designados con los nombres de duendes, gnomos y trasgos, los cuales están bajo la dependencia de los Espíritus superiores, que a menudo los emplean, como nosotros lo hacemos con nuestros servidores y peones. Parecen más que otros apegados a la materia y dan la impresión de ser los agentes principales de las vicisitudes de los elementos del globo, ya sea que habiten en el aire, en el agua, en el fuego, en los cuerpos duros o en las entrañas de la Tierra. A 41 menudo manifiestan su presencia por medio de efectos sensibles, como golpes, movimientos y desplazamientos anormales de cuerpos sólidos, agitación del aire, etcétera, lo que los ha hecho acreedores al nombre de Espíritus golpeadores o perturbadores. Se reconoce que esos fenómenos no son de ninguna manera debidos a una causa fortuita y natural cuando tienen un carácter intencional e inteligente. Todos los Espíritus pueden producir estos fenómenos, pero en general los Espíritus elevados ceden esas atribuciones a los Espíritus inferiores, porque éstos son más aptos para las cosas materiales que para las inteligentes. En sus comunicaciones con los hombres, su lenguaje es a veces espirituoso y chistoso, pero casi siempre superficial; captan las extravagancias y ridiculeces que expresan con rasgos mordaces y satíricos. Cuando usurpan algún nombre, lo hacen más por malicia que por maldad.

Séptima clase. ESPÍRITUS PSEUDOSABIOS – Sus conocimientos son bastantes amplios, pero creen saber más de lo que en realidad saben. Al haber realizado algún progreso en diversos puntos de vista, su lenguaje tiene un carácter serio que puede engañar acerca de sus capacidades y luces; pero, a menudo, no es más que un reflejo de los prejuicios y de las ideas sistemáticas de la vida terrestre; es una mezcla de algunas verdades al lado de los más absurdos errores, en medio de los cuales se descubren la presunción, el orgullo, los celos y la terquedad de que no han podido despojarse.

Sexta clase. ESPÍRITUS NEUTROS – No son ni lo bastante buenos para hacer el bien, ni lo suficientemente malos para hacer el mal; se inclinan igualmente hacia el uno como hacia el otro, y no se elevan por encima de la condición vulgar de la Humanidad, ni moral ni intelectualmente. Tienen apego a las cosas de este mundo, de cuyos goces groseros sienten nostalgia.




SEGUNDO ORDEN – ESPÍRITUS BUENOS

Caracteres generales – Predominio del Espíritu sobre la materia; deseo del bien. Sus cualidades y su poder para hacer el bien están en razón del grado a que han llegado: unos tienen el conocimiento, otros la sabiduría y otros la bondad; los más adelantados reúnen el saber a las cualidades morales. Al no estar aún completamente desmaterializados, conservan más o menos –según su rango– los trazos de la existencia corporal, ya sea en la forma del lenguaje o en sus hábitos, en los que incluso vuelven a encontrarse algunas de sus manías; de otro modo, serían Espíritus perfectos. Comprenden a Dios y al infinito, y gozan ya de la felicidad de los buenos; son dichosos por el bien que hacen y por el mal que impiden. El amor 42 que los une es para ellos la fuente de una dicha inefable no alterada por la envidia, ni por los remordimientos, ni por ninguna de las malas pasiones que atormentan a los Espíritus imperfectos; pero, aún, todos ellos han de pasar pruebas hasta que alcancen la perfección absoluta. Como Espíritus, inspiran buenos pensamientos, apartan a los hombres de la senda del mal, protegen durante la vida a los que se hacen dignos de su protección y neutralizan la influencia de los Espíritus imperfectos sobre los que no se complacen en tolerarla. Como encarnados son buenos y benévolos para con sus semejantes; no están movidos por el orgullo, ni por el egoísmo, ni por la ambición; no sienten odio, rencor, envidia ni celos y hacen el bien por el bien mismo. A este orden pertenecen los Espíritus designados en las creencias vulgares con los nombres de genios buenos, genios protectores y Espíritus del bien. En tiempos de superstición e ignorancia se ha hecho de ellos divinidades benéficas. Se los puede igualmente dividir en cuatro grupos principales.

Quinta clase. ESPÍRITUS BENÉVOLOS – Su cualidad dominante es la bondad; se complacen en prestar servicios a los hombres y protegerlos, pero sus conocimientos son limitados: su progreso se ha realizado más en el sentido moral que en el sentido intelectual.

Cuarta clase. ESPÍRITUS ERUDITOS – Lo que especialmente los distingue es la amplitud de sus conocimientos. Se preocupan menos con las cuestiones morales que con las científicas, para las cuales tienen más aptitud; pero sólo encaran la ciencia desde el punto de vista de la utilidad, y en ello no mezclan a ninguna de las pasiones que son propias de los Espíritus imperfectos.

Tercera clase. ESPÍRITUS DE SABIDURÍA – Las cualidades morales del orden más elevado forman su carácter distintivo. Sin tener conocimientos ilimitados, están dotados de una capacidad intelectual que les proporciona un juicio recto acerca de los hombres y de las cosas.

Segunda clase. ESPÍRITUS SUPERIORES – Reúnen el conocimiento, la sabiduría y la bondad. Su lenguaje sólo refleja benevolencia y es constantemente digno, elevado y frecuentemente sublime. Su superioridad los hace más aptos que a los otros para darnos las nociones más justas sobre las cosas del mundo incorpóreo, dentro de los límites de aquello que es permitido al hombre conocer. Se comunican de buen grado con aquellos que de buena fe buscan la verdad y cuyas almas están lo suficientemente desprendidas de los lazos terrestres como para comprenderla; pero se alejan de los que solamente están animados por 43 la curiosidad o a quienes la influencia de la materia desvía de la práctica del bien. Cuando, por excepción, encarnan en la Tierra, es para cumplir una misión de progreso y, entonces, nos ofrecen el tipo de perfección a la que puede aspirar la Humanidad en este mundo.




PRIMER ORDEN – ESPÍRITUS PUROS

Caracteres generales – Influencia nula de la materia. Superioridad intelectual y moral absoluta con relación a los Espíritus de los otros órdenes.

Primera clase. Clase única – Han recorrido todos los grados de la escala y se han despojado de todas las impurezas de la materia. Por haber alcanzado la suma de perfección de la cual es susceptible la criatura, no han de sufrir más pruebas ni expiaciones. Al no estar más sujetos a la reencarnación en cuerpos perecederos, la vida es para ellos eterna y la disfrutan en el seno de Dios. Gozan de una felicidad inalterable, porque no están sujetos a las necesidades ni a las vicisitudes de la vida material; pero esta felicidad no es de manera alguna la de una ociosidad monótona que transcurre en una perpetua contemplación. Son los mensajeros y los ministros de Dios, cuyas órdenes ejecutan para el mantenimiento de la armonía universal. Comandan a todos los Espíritus que les son inferiores, ayudándolos a perfeccionarse y asignándoles su misión. Asistir a los hombres en sus aflicciones, inclinarlos al bien o a la expiación de las faltas que los alejan de la felicidad suprema, es para ellos una agradable ocupación. A veces son designados con los nombres de ángeles, arcángeles o serafines. Los hombres pueden entrar en comunicación con ellos, pero muy presuntuoso sería quien pretendiese tenerlos constantemente a sus órdenes.

ESPÍRITUS ERRANTES O ENCARNADOS En el aspecto de las cualidades íntimas, los Espíritus son de diferentes órdenes, que recorren sucesivamente a medida que se depuran. Con respecto al estado en que se encuentran, pueden hallarse: encarnados, es decir, unidos a un cuerpo en algún mundo, o errantes, es decir, despojados del cuerpo material y esperando una nueva encarnación para mejorarse. Los Espíritus errantes no forman una categoría especial: es uno de los estados en los cuales pueden encontrarse. El estado errante o de erraticidad de manera ninguna constituye una inferioridad para los 44 Espíritus, puesto que pueden allí haberlos en todos los grados. Todo Espíritu que no esté encarnado es, por esto mismo, errante, con excepción de los Espíritus puros que, al no tener que pasar más por encarnaciones, se encuentran en su estado definitivo. Al ser la encarnación un estado transitorio, la erraticidad es en realidad el estado normal de los Espíritus, y de ningún modo este estado es forzosamente una expiación para ellos; son felices o infelices según el grado de su elevación y de acuerdo al bien o al mal que hayan hecho.



En el aspecto de las cualidades íntimas, los Espíritus son de diferentes órdenes, que recorren sucesivamente a medida que se depuran. Con respecto al estado en que se encuentran, pueden hallarse: encarnados, es decir, unidos a un cuerpo en algún mundo, o errantes, es decir, despojados del cuerpo material y esperando una nueva encarnación para mejorarse.

Los Espíritus errantes no forman una categoría especial: es uno de los estados en los cuales pueden encontrarse.

El estado errante o de erraticidad de manera ninguna constituye una inferioridad para los Espíritus, puesto que pueden allí haberlos en todos los grados. Todo Espíritu que no esté encarnado es, por esto mismo, errante, con excepción de los Espíritus puros que, al no tener que pasar más por encarnaciones, se encuentran en su estado definitivo.

Al ser la encarnación un estado transitorio, la erraticidad es en realidad el estado normal de los Espíritus, y de ningún modo este estado es forzosamente una expiación para ellos; son felices o infelices según el grado de su elevación y de acuerdo al bien o al mal que hayan hecho.

El aparecido de mademoiselle Clairon *

Esta historia tuvo una gran repercusión en su tiempo, por la posición de la heroína y por el gran número de personas que atestiguó lo ocurrido. A pesar de su singularidad, ya sería probablemente olvidada si mademoiselle Clairon no la hubiese consignado en sus Memorias, de donde nosotros hemos extraído el relato que vamos a hacer. La analogía que ella presenta con algunos de los hechos que pasan hoy en día le da un lugar natural en esta Compilación. Mademoiselle Clairon, como se sabe, era tan notable por su belleza como por su talento de cantante y de actriz trágica; ella había inspirado a un joven bretón, el Sr. S..., una de esas pasiones que frecuentemente deciden una vida, cuando no se tiene la suficiente fuerza de carácter para vencerla.

Mademoiselle Clairon no correspondió sino con la amistad; sin embargo, las asiduidades del Sr. S... se volvieron tan inoportunas que ella decidió romper toda relación con él. La tristeza que él sintió le causó una larga enfermedad de la cual falleció. El hecho sucedió en 1743. Dejemos ahora hablar a mademoiselle Clairon.

«Dos años y medio habían pasado desde que nos conocimos hasta su muerte. Envió a alguien para rogarme que yo le concediera la dulzura de verlo en sus últimos momentos; mis allegados me impidieron acceder a esa solicitud. Murió en la sola presencia de sus criados y de una dama anciana, que era la única compañía que tenía desde hacía mucho tiempo. En aquel entonces él vivía cerca de La Chaussée d'Antin, próximo a las murallas que comenzaban a ser construidas; yo, en la rue de Bussy, cerca de la rue de Seine (calle del Sena) y de la abadía Saint-Germain (San Germán). Yo estaba con mi madre y con varios amigos que vinieron a cenar conmigo... Había terminado de cantar algunas bellas melodías pastorales que hubieron encantado a mis amigos, cuando al sonar las once horas se produjo un grito muy agudo. Su modulación sombría y su duración causaron espanto a todos; me sentí desfallecer y estuve casi un cuarto de hora sin conocimiento...

«Toda mi gente, mis amigos, mis vecinos, incluso la policía, han escuchado ese mismo grito, siempre a la misma hora, saliendo siempre por debajo de mis ventanas y pareciendo surgir de la vaguedad del aire... Raramente yo cenaba en la ciudad, pero cuando lo hacía no se escuchaba nada, y varias veces, al preguntar a mi madre y a mi gente sobre si había alguna novedad, cuando entraba en mi cuarto el grito surgía entre nosotros. Una vez, el presidente B..., en cuya casa había cenado, quiso llevarme a mi hogar para asegurarse que nada me sucedería en el camino. En el momento en que se despedía en mi puerta, el grito surgió entre él y yo. Así como toda París, él sabía de esta historia: no obstante, lo recondujeron a su carroza más muerto que vivo.

«En otra oportunidad le pedí a mi amigo Rosely que me acompañase a la rue Saint-Honoré (calle San Honorato) para elegir algunas telas. El único asunto de nuestra conversación era mi aparecido (así se lo llamaba). Este joven, lleno de espíritu, no creía en nada; sin embargo, había quedado impresionado con mi aventura y me urgía a evocar el fantasma, prometiéndome creer en él si me contestase. Ya sea por debilidad o por audacia, hice lo que me pedía: el grito se escuchó tres veces y fue terrible por su estallido y rapidez. A nuestro regreso, fue necesario el socorro de todos para sacarnos del carruaje donde ambos estábamos desvanecidos. Después de esta escena permanecí algunos meses sin escuchar nada. Creí haberme liberado para siempre, pero estaba equivocada.

«Todos los espectáculos habían sido transferidos a Versalles para el casamiento del Delfín. Me habían reservado un cuarto en la avenue de Saint-Cloud (avenida San Cloud), que ocupé con la señora Grandval. A las tres horas de la madrugada, le dije: Estamos en el fin del mundo; sería muy difícil que el grito nos buscara aquí... ¡Y éste se hizo escuchar! La señora Grandval creyó que el infierno entero estaba en el cuarto; corrió en camisón de arriba a abajo de la casa, donde nadie pudo dormir esa noche; por lo menos, ésa ha sido la última vez que el grito surgió.

«Siete u ocho días después, mientras conversaba con mis compañías habituales, la campanada de las once horas se hizo seguir de un tiro de fusil disparado en una de mis ventanas. Todos escuchamos el tiro; todos vimos el fogonazo; la ventana no presentaba ningún tipo de daño. Dedujimos que lo que se quería era mi vida, que habían errado el blanco y que era necesario tomar precauciones para el futuro. El Sr. Marville, que en aquel entonces era teniente de policía, hizo inspeccionar todas las casas ubicadas enfrente de la mía; en mi calle fueron apostados todos los espías posibles; pero, por más cuidados que se hubieron tomado, durante tres meses seguidos ese tiro fue visto y escuchado, siendo disparado siempre a la misma hora y en la misma ventana, sin que nadie haya podido nunca ver de qué lugar partía. De este hecho ha quedado constancia en los registros de la policía.

«Acostumbrada a mi aparecido, al que yo no consideraba una mala persona, ya que se limitaba a hacerme jugarretas, no me di cuenta de la hora que era –puesto que hacía mucho calor– y abrí la ventana en cuestión, apoyándonos el administrador y yo sobre el balcón. Al sonar las once horas el tiro disparó y nos arrojó a ambos al centro del cuarto, donde caímos como muertos. Cuando nos recuperamos, fuimos a ver si no teníamos nada, y nos echamos a reír como locos cuando constatamos que cada uno había recibido la más terrible bofetada que jamás nos hayan dado, a él en la mejilla izquierda y a mí en la derecha.

«Dos días después, al ser invitada por mademoiselle Dumesnil a asistir a una pequeña fiesta nocturna que ella daba en su casa de Barrière Blanche (Barrera Blanca), tomé un fiacre a las once horas con mi criada. Bajo un bello claro de luna fuimos conducidas por los bulevares que comenzaban a poblarse de casas. Mi criada me dijo: ¿No fue aquí que murió el Sr. S...? –Según las informaciones que he recibido, debe ser ahí, le dije, indicándole con mi dedo a una de las dos casas que teníamos delante nuestro. Y de una de las dos se disparó el mismo tiro de fusil que me perseguía: atravesó nuestro carruaje e hizo conque el cochero redoblase la velocidad, creyéndose que estaba siendo atacado por ladrones. Llegamos a la fiesta estando apenas recompuestas y, por mi parte, presa de un terror que – confieso– he conservado por mucho tiempo; pero esta proeza ha sido la última con armas de fuego.

«A la explosión siguió un palmoteo, que repetía un determinado compás. Ese ruido, al cual la bondad del público me había acostumbrado, no me ha dejado hacer ningunas observaciones durante largo tiempo; mis amigos las hicieron por mí. Hemos espiado –me han dicho– y es a las once horas que se produce, casi bajo vuestra puerta; nosotros lo hemos escuchado, pero no vimos a nadie; esto no puede ser otra cosa que la continuidad de lo que habéis pasado. Como este ruido no tenía nada de terrible, no conservé el tiempo de su duración. Tampoco presté atención a los sonidos melodiosos que después se hicieron escuchar; parecía que una voz celestial recitase un aria noble y conmovedora que iba a ser cantada; esta voz comenzaba en el carrefour de Bussy (cruce Bussy) y finalizaba en mi puerta; al igual que como había sucedido con todos los sonidos anteriores, éstos se escuchaban pero no se veía nada. En fin, todo cesó después de un poco más de dos años y medio.»

Posteriormente, mademoiselle Clairon se enteró a través de la dama anciana que había sido la única amiga devota del Sr. S..., el relato de sus últimos momentos.

«Él contaba –decía la anciana– todos los minutos, cuando a las diez y media su lacayo vino a decirle que, decididamente, vos no vendríais. Después de un momento de silencio, tomó mi mano con una desesperación creciente que me asustó y dijo: ¡Insensible!... No ganará nada con eso; ¡la perseguiré después de mi muerte tanto como la he perseguido durante mi vida!... Quise tratar de calmarlo, pero había muerto.»

En la edición que nosotros tenemos a la vista, este relato es precedido por la siguiente nota sin firma:

«He aquí una anécdota muy singular que sin duda ha suscitado y suscitará los más diferentes juicios. Se adora lo maravilloso, incluso sin creer en ello: mademoiselle Clairon parece convencida de la realidad de los hechos que cuenta. Nos contentaremos en hacer notar que en el tiempo en que fue o se creyó atormentada por su aparecido, ella tenía de veintidós años y medio a veinticinco; ésta es la edad de la imaginación, y esa facultad era continuamente ejercida y exaltada en ella por el género de vida que llevaba en el teatro y fuera del mismo. Recordemos que dijo, en el comienzo de sus Memorias que, en su infancia, solamente le contaban aventuras de aparecidos y de hechiceros, que le aseguraban que se trataba de historias verdaderas.»

Al no conocer el hecho sino por el relato de mademoiselle Clairon, sólo podemos juzgar por inducción; ahora bien, he aquí nuestro razonamiento. Este acontecimiento, descrito en sus más mínimos detalles por la propia mademoiselle Clairon, tiene más autenticidad que si hubiera sido narrado por un tercero. Agreguemos que cuando ella escribió la carta en la que se encuentra el relato tenía aproximadamente sesenta años, y que había pasado la edad de la credulidad de que habla el autor de la nota. Este autor no pone en duda la buena fe de mademoiselle Clairon sobre su aventura; únicamente piensa que ella ha podido ser el juguete de una ilusión. Que lo haya sido una vez, no sería nada sorprendente; pero que lo haya sido durante dos años y medio, esto nos parece más difícil, y más difícil aún es suponer que esta ilusión haya sido compartida por tantas personas, testigos oculares y auriculares de los hechos, y hasta por la propia policía. Para nosotros, que conocemos lo que puede ocurrir en las manifestaciones espíritas, la aventura no tiene nada que pueda sorprendernos, y la damos como probable. En esta hipótesis, no tenemos dudas en pensar que el autor de todas esas malas pasadas no era otro que el alma o el Espíritu S..., sobre todo si observamos la coincidencia de sus últimas palabras con la duración de los fenómenos. Él había dicho: La perseguiré después de mi muerte tanto como la he perseguido durante mi vida. Ahora bien, sus relaciones con mademoiselle Clairon habían durado dos años y medio, exactamente el mismo tiempo que duraron las manifestaciones después de su muerte.

Algunas palabras aún sobre la naturaleza de este Espíritu. No era malo, y mademoiselle Clairon está con la razón cuando no lo califica como una mala persona; pero tampoco se puede decir que era la bondad en persona. La pasión violenta a la cual sucumbía como hombre, prueba que en él las ideas terrestres eran predominantes. Los trazos profundos de esta pasión –que sobrevivió a la destrucción del cuerpo– prueban que, como Espíritu, estaba todavía bajo la influencia de la materia. Su venganza, por inofensiva que haya sido, denota sentimientos poco elevados. Por lo tanto, si nos remitimos a nuestro cuadro de la clasificación de los Espíritus, no será difícil asignarle su rango; la ausencia de maldad real lo aparta naturalmente de la última clase, la de los Espíritus impuros; pero evidentemente se encuadra en las otras clases del mismo orden; nada en él podría justificar un rango superior.

Algo digno de ser señalado es la sucesión de los diferentes modos por los cuales ha manifestado su presencia. Ha sido en el mismo día y en el momento de su muerte que se hace oír por primera vez, y esto sucede en medio de una cena jovial. Cuando estaba encarnado, veía a mademoiselle Clairon en pensamiento, rodeada con un halo que la imaginación presta al objeto de una ardiente pasión; pero una vez que el alma se ha despojado de su velo material, la ilusión da lugar a la realidad. Él está ahí, a su lado, la ve rodeada de amigos, debiendo por completo incitar sus celos; su alegría y su canto parecen insultar a su desesperación, y ésta se manifiesta a través de un grito de rabia que repite cada día a la misma hora, como para reprocharle el haberse rehusado a consolarlo en sus últimos momentos. A los gritos suceden los tiros de fusil, inofensivos –es cierto–, pero que no por eso denotan menos una impotente rabia y el deseo de perturbar su reposo. Posteriormente, su desesperación reviste un carácter más calmo; influido, sin duda, por ideas más sanas, parece haberse resignado; sólo le queda el recuerdo de los aplausos de que ella era objeto, y los repite. En fin, más tarde le dice adiós, haciéndola escuchar sonidos que parecían como el eco de esa voz melodiosa que tanto lo había encantado cuando estaba encarnado.

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* Mademoiselle Clairon nació en 1723 y falleció en 1803. Debutó en la Compañía Italiana a la edad de 13 años y en la Comédie Française en 1743. Se retiró del teatro en 1765, a la edad de 42 años. [Nota de Allan Kardec.]

El movimiento impreso a los cuerpos inertes por medio de la voluntad es hoy tan conocido que sería casi pueril relatar hechos de este género; no es lo mismo cuando este movimiento es acompañado de ciertos fenómenos menos comunes, tales como, por ejemplo, el de la suspensión en el espacio. Aunque los anales del Espiritismo citen numerosos ejemplos sobre el particular, este fenómeno presenta una derogación tal de las leyes de la gravedad que la duda parece tan natural para cualquiera que no haya sido testigo de los mismos. Por más habituados que estamos a las cosas extraordinarias, nosotros mismo –lo reconocemos– hemos quedado muy contento en poder constatar su realidad. Los hechos que vamos a relatar han sucedido varias veces ante nuestros ojos en las reuniones que tuvieron lugar en otros tiempos en la casa del Sr. B…, rue Lamartine, y sabemos que muchas veces se han producido en otros lugares; por lo tanto, podemos certificarlos como indiscutibles. He aquí cómo las cosas han ocurrido.

Ocho o diez personas, entre las cuales algunas se encontraban dotadas de un poder especial, sin ser no obstante médiums reconocidos, se colocaban alrededor de una mesa de salón pesada y maciza, con las manos apoyadas sobre el borde de la misma y todas unidas en la intención y en la voluntad. Al cabo de un tiempo más o menos largo –diez minutos o un cuarto de hora, según las disposiciones ambientales más o menos favorables–, la mesa se ponía en movimiento a pesar de su peso de casi 100 kilos, se deslizaba a la derecha o a la izquierda sobre el parqué y se trasladaba a las distintas partes designadas del salón, levantándose después, ya sea sobre una pata o sobre la otra, hasta formar un ángulo de 45 grados, balanceándose con rapidez e imitando el cabeceo y el vaivén de un navío. Si en esta posición los asistentes redoblasen los esfuerzos por medio de su voluntad, la mesa se levantaba completamente del suelo, a 10 ó 20 centímetros de elevación y se sostenía así en el espacio sin ningún punto de apoyo, durante algunos segundos, cayendo después con todo su peso.

El movimiento de la mesa, su erguimiento sobre una pata y su balanceo se producían casi a voluntad, a menudo varias veces en la reunión y también frecuentemente sin ningún contacto de las manos; sólo la voluntad era suficiente para que la mesa se dirigiera hacia el lado indicado. El aislamiento completo era más difícil de obtenerse, pero ha sido repetido bastante a menudo como para que no pudiese ser considerado un hecho excepcional. Ahora bien, de ninguna manera esto sucedía en la sola presencia de adeptos, a los que podría creerse demasiado accesibles a la ilusión, sino delante de veinte o treinta personas, entre las cuales se contaban algunas muy poco simpáticas y que no dejaban de suponer alguna preparación secreta, sin tener consideración para con los dueños de la casa, cuyo carácter honorable debería alejar toda sospecha de superchería y para quienes sería, además, un extraño placer pasar varias horas por semana mistificando sin provecho a una asamblea.

Hemos relatado los hechos con toda su simplicidad, sin restricción ni exageración. Por lo tanto, no diremos que hemos visto la mesa dar vueltas en el aire como una pluma; pero tal como se presenta, este hecho no demuestra menos la posibilidad del aislamiento de los cuerpos pesados sin punto de apoyo, por medio de un poder hasta ahora desconocido. Tampoco diremos que sea suficiente extender la mano o hacer un signo cualquiera para que al instante la mesa se mueva y se eleve como por encanto.

Al contrario, en verdad diremos que los primeros movimientos se operaban siempre con una cierta lentitud y que no adquirían sino gradualmente su máximo de intensidad. El erguimiento completo sólo tuvo lugar después de varios movimientos preparatorios que eran como ensayos y una especie de impulso. El poder actuante parecía redoblar sus esfuerzos con el aliento de los asistentes, como un hombre o un caballo que realizase una tarea pesada, y a los que se incita con la voz y con el gesto. Una vez producido el efecto, todo volvía a la calma y en algunos instantes no se obtenía nada, como si este mismo poder hubiera tenido necesidad de reponer fuerzas.

A menudo tendremos ocasión de citar fenómenos de este género, ya sea espontáneos o provocados, y efectuados en proporciones y en circunstancias bien más extraordinarias; pero cuando hayamos sido testigo de los mismos, los relataremos siempre de manera que evite toda interpretación falsa o exagerada. Si en el hecho relatado más arriba nos hubiésemos contentado con decir que habíamos visto una mesa de 100 kilos levantarse al solo contacto de las manos, seguramente mucha gente habría imaginado que se había levantado hasta el techo y con extrema rapidez. Es así como las cosas más simples se vuelven prodigios de acuerdo a las proporciones que le presta la imaginación. ¡Qué decir cuando los hechos han atravesado los siglos y pasado por boca de los poetas! Si se dijera que la superstición es hija de la realidad, parecería que se quisiese caer en una paradoja y, no obstante, nada es más verdadero; no hay superstición que no repose en un fondo real; todo está en discernir dónde termina una y dónde comienza la otra. El verdadero medio de combatir las supersticiones no es rechazándolas de manera absoluta; en el espíritu de ciertas personas hay ideas que no se desarraigan fácilmente, porque siempre tienen hechos para citar en apoyo a su opinión; por el contrario, hay que mostrar lo que existe de real; entonces, sólo restará la exageración ridícula a la cual el buen sentido hará justicia.

Para llegar al bosque de Dodona, pasemos por la rue Lamartine y detengámonos un instante en la casa del Sr. B..., donde hemos visto un mueble dócil presentarnos un nuevo problema de estática.

En un número cualquiera, los asistentes se colocan alrededor de la mesa en cuestión y en un orden igualmente indistinto, ya que no hay allí ni números ni lugares cabalísticos; ellos tienen las manos apoyadas sobre el borde de la misma; ya sea mentalmente o en voz alta, hacen un llamado a los Espíritus que tienen la costumbre de aceptar su invitación. Nuestra opinión sobre ese género de Espíritus es conocida, por lo que los tratamos casi sin ceremonia. Apenas cuatro o cinco minutos hubieron transcurrido cuando un ruido claro de toc, toc se hace escuchar en la mesa, lo suficientemente fuerte como para ser escuchado en la habitación vecina, y se repite durante todo el tiempo y con la frecuencia que se desee. La vibración se hace sentir en los dedos, y al poner el oído en la mesa se reconoce sin error que el ruido tiene su fuente en la propia substancia de la madera, porque toda la mesa vibra, desde sus patas hasta la superficie.

¿Cuál es la causa de este ruido? ¿Es la madera que cruje o es – como dicen– un Espíritu? Para comenzar, apartemos toda idea de superchería; estamos en la casa de gente demasiado seria y muy bien relacionada como para divertirse a costa de los que han consentido en invitar; además, esta casa no es de manera alguna privilegiada; los mismos hechos se producen en otras cien igualmente honorables. A la espera de la respuesta, permitid una pequeña digresión.

Un joven candidato a bachiller estaba en su cuarto, ocupado en repasar su examen de Retórica; llaman a la puerta. Pienso que admitiréis que puede distinguirse la naturaleza del ruido y sobre todo su repetición, si es causado por un crujido de la madera, por la agitación del viento o por cualquier otra causa fortuita, o si es alguien que golpea para entrar. En este último caso el ruido tiene un carácter intencional que es inconfundible; esto es lo que dice nuestro estudiante. Sin embargo, para no distraerse inútilmente, quiso asegurarse poniendo al visitante a prueba. Si es alguien –dijo–, dad uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis golpes; golpead arriba, abajo, a la derecha y a la izquierda; llevad el compás, tocad la llamada militar, etcétera, y a cada una de estas órdenes el ruido obedecía con la más perfecta puntualidad. Seguramente –pensó– no puede tratarse del crujido de la madera, ni del viento, ni tampoco de un gato, por más inteligentes que se lo suponga. He aquí un hecho; veamos a qué consecuencia nos conducirán los argumentos silogísticos. Entonces hizo el siguiente razonamiento: Escucho ruidos; por lo tanto, algo los produce. Este ruido obedece a mis órdenes; por lo tanto, la causa que lo produce me comprende. Ahora bien, lo que comprende tiene inteligencia; por lo tanto, la causa de ese ruido es inteligente. Si es inteligente, no es ni la madera ni el viento; por lo tanto, si no es ni la madera ni el viento, es alguien. Entonces fue a abrir la puerta. Puede verse que no es necesario ser un doctor para sacar esta conclusión, y consideramos a nuestro aprendiz de bachiller lo suficientemente firme en sus principios como para obtener la siguiente: Supongamos que al abrir la puerta no encuentre a nadie y que el ruido continúe exactamente de la misma manera; él proseguirá su sorites: «Acabo de probar sin réplicas que el ruido es producido por un ser inteligente, ya que responde a mi pensamiento. Siempre escucho este ruido delante de mí y es cierto que no soy yo quien golpea; por lo tanto, es otro; ahora bien, a este otro yo no lo veo: por lo tanto, es invisible. Los seres corporales que pertenecen a la Humanidad son perfectamente visibles; ahora bien, el que golpea, siendo invisible, no es un ser humano corporal. Ahora bien, ya que llamamos Espíritus a los seres incorpóreos, el que golpea –no siendo un ser corporal– es, por lo tanto, un Espíritu.»

Consideramos rigurosamente lógicas las conclusiones de nuestro estudiante; sólo que lo que hemos dado como una suposición es una realidad, en lo que respecta a las experiencias que se hacían en la casa del Sr. B... Hemos de agregar que no había necesidad de la imposición de las manos y que todos los fenómenos se producían igualmente cuando la mesa estaba aislada de cualquier contacto. De este modo, según el deseo expresado, los golpes eran dados en la mesa, en la pared, en la puerta y en el lugar designado verbal o mentalmente; indicaban la hora y el número de las personas presentes; ejecutaban el toque de tambores, la llamada militar y el ritmo de un aria conocida; imitaban el trabajo del tonelero, el chirrido de una sierra, el eco, los fuegos graneados o de pelotones y muchos otros efectos demasiado extensos de describir. Se nos ha dicho haber escuchado en ciertos Círculos imitar el silbido del viento, el murmullo de las hojas, el fragor del trueno, el embate de las olas, lo que nada tiene de sorprendente. La inteligencia de la causa se volvía patente cuando, por medio de esos mismos golpes, se obtenían respuestas categóricas a ciertas preguntas; ahora bien, es a esta causa inteligente que nosotros llamamos o, mejor dicho, que a sí misma se ha llamado Espíritu. Cuando este Espíritu quería hacer una comunicación más desarrollada, indicaba por un signo particular que quería escribir; entonces, el médium psicógrafo tomaba el lápiz y transmitía su pensamiento por escrito.

Entre los asistentes –no hablamos de aquellos que estaban alrededor de la mesa, sino de todas las personas que llenaban el salón– había los incrédulos genuinos, los medio creyentes y los fervientes adeptos, mezcla poco favorable, como sabemos. A los primeros, los dejamos de buen grado, esperando que la luz se haga para ellos. Nosotros respetamos todas las creencias, incluso hasta la incredulidad que también es una especie de creencia, cuando a sí misma se respeta lo suficientemente como para no herir las opiniones contrarias. Por lo tanto, no hablaríamos de esto si no nos proporcionara una observación útil. Su razonamiento, mucho menos prolijo que el de nuestro estudiante, se resume generalmente así: Yo no creo en los Espíritus; por lo tanto, no deben ser Espíritus. Ya que no son Espíritus, debe tratarse de una prestidigitación. Naturalmente, esta conclusión nos lleva a suponer que la mesa estaba trucada a la manera de Robert Houdin.45 Nuestra respuesta a esto es bien simple: en primer lugar, sería necesario que todas las mesas y todos los muebles estuviesen trucados, puesto que no los hay privilegiados; en segundo lugar, no conocemos ningún mecanismo lo suficientemente ingenioso para producir a voluntad todos los efectos que hemos descrito; en tercer lugar, sería necesario que el Sr. B... hubiese trucado las paredes y las puertas de su residencia, lo que es muy poco probable; finalmente, en cuarto lugar, sería necesario que se hubiera hecho trucar del mismo modo las mesas, las puertas y las paredes de todas las casas donde diariamente se producen fenómenos semejantes, lo que no es muy presumible, porque se conocería al hábil constructor de tantas maravillas.

Los medio creyentes admiten todos los fenómenos, pero están indecisos sobre la causa de los mismos. A éstos los remitimos a los argumentos de nuestro futuro bachiller.

Los creyentes presentan tres matices bien característicos: los que sólo ven en esas experiencias una diversión y un pasatiempo, y cuya admiración se expresa en estas palabras u otras análogas: ¡Es asombroso! ¡Es singular! ¡Es muy divertido! Pero no van más allá de eso. Luego vienen las personas serias, instruidas y observadoras, a las cuales no se les escapa ningún detalle y para quienes las mínimas cosas son objeto de estudio. Y finalmente se encuentran los ultracreyentes –por así decirlo– o, mejor dicho, los creyentes ciegos, a los cuales se les puede reprochar un exceso de credulidad, cuya fe no lo suficientemente esclarecida les da una confianza tal en los Espíritus, que les adjudican todos los conocimientos y principalmente la presciencia. Además, es con la mejor fe del mundo que piden noticias de todos sus asuntos, sin pensar que por dos centavos habrían sabido lo mismo del primer echador de la buenaventura. Para ellos, la mesa parlante no es un objeto de estudio y de observación: es un oráculo. No tiene en su contra sino su forma trivial y sus usos demasiado vulgares; pero si la madera de la que está hecha, en lugar de ser utilizada para las necesidades domésticas, estuviese de pie, tendríais un árbol parlante; si fuese tallada como estatua, tendríais un ídolo ante el cual los pueblos crédulos vendrían a postrarse.

Ahora crucemos los mares y veinticinco siglos, transportándonos al pie del monte Tomaros en el Epiro; allí encontraremos el bosque sagrado, cuyas encinas daban oráculos; añadid ahí el prestigio del culto y la pompa de las ceremonias religiosas, y fácilmente os explicaréis la veneración de un pueblo ignorante y crédulo que no podía ver la realidad a través de tantos medios de fascinación.

La madera no es la única substancia que puede servir de vehículo a las manifestaciones de los Espíritus golpeadores. Nosotros las hemos visto producirse en la pared y, por consecuencia, en la piedra. Por lo tanto, tenemos también las piedras parlantes. Si estas piedras representasen un personaje sagrado, tendremos la estatua de Memnón, o la de Júpiter Ammón, dando oráculos como los árboles de Dodona.

Es cierto que la Historia no nos dice que esos oráculos eran dados por golpes, como lo vemos en nuestros días. En el bosque de Dodona, era por el silbido del viento a través de los árboles, por el murmullo de las hojas o el susurro de la fuente que brotaba al pie de la encina consagrada a Júpiter. Se dice que la estatua de Memnón emitía sonidos melodiosos con los primeros rayos de sol. Pero la Historia también nos dice –como tendremos ocasión de demostrarlo– que los Antiguos conocían perfectamente los fenómenos atribuidos a los Espíritus golpeadores. No hay ninguna duda de que éste es el principio de su creencia en la existencia de seres animados en los árboles, en las piedras, en las aguas, etc. Pero desde que este género de manifestaciones fue explotado, los golpes ya no eran más suficientes; los visitantes eran demasiado numerosos como para darles una sesión particular a cada uno; además, esto hubiera sido una cosa bastante sencilla: era necesario el prestigio, y desde el momento en que enriquecían el templo con sus ofrendas, era necesario retribuir su dinero convenientemente. Lo esencial era que el objeto fuese visto como sagrado y habitado por una divinidad; desde ese momento, se podía hacerle decir todo lo que se quisiera, sin tomar tantas precauciones.

Los sacerdotes de Memnón usaban –dicen– la superchería; la estatua era hueca, y los sonidos que emitía eran producidos por algún medio acústico. Esto es posible y hasta probable. Los Espíritus –incluso los simples golpeadores, que en general son menos escrupulosos que los otros– no están siempre a la disposición del primero que llegue, como ya lo hemos dicho; tienen su voluntad, sus ocupaciones, sus susceptibilidades y ni a unos ni a otros les gusta ser explotados por la codicia. ¡Qué descrédito para los sacerdotes si no hubieran podido hacer hablar a su ídolo en esa ocasión! Era preciso suplir su silencio y, en caso de necesidad, ayudarlo; además, era mucho más cómodo no tener tanto trabajo, al poder formular la respuesta según las circunstancias. Lo que vemos en nuestros días no prueba menos que las creencias antiguas tenían como principio el conocimiento de las manifestaciones espíritas, y es con razón que hemos dicho que el Espiritismo moderno es el despertar de la Antigüedad, pero de la Antigüedad esclarecida por las luces de la civilización y de la realidad.

6 de enero de 1858

1

Tú, que posees, escúchame. Un día dos hijos de un mismo padre recibieron un celemín de trigo cada uno. El hijo mayor guardó el suyo en un lugar oculto; el otro encontró en su camino a un pobre que pedía limosna; corrió hacia él y echó en el faldón de su capote la mitad del trigo que le había correspondido; después, continuó su senda y se fue a sembrar el resto en el campo paterno.

Ahora bien, por esos tiempos sobrevino una hambruna y las aves del cielo morían al borde del camino. El hermano mayor corrió a su escondite, pero allí sólo encontró polvo; el menor se fue a contemplar tristemente su trigo seco antes de la cosecha, cuando encontró al pobre que había asistido. Hermano –le dijo el mendigo–, yo iba a morir y tú me socorriste; ahora que la esperanza está seca en tu corazón, sígueme. Tu medio celemín se quintuplicó en mis manos; aplacaré tu hambre y vivirás en la abundancia.

2

¡Escúchame, avaro! ¿Conoces la felicidad? Sí, ¿no es cierto? Tus ojos brillan con un oscuro destello en las órbitas que la avaricia ha cavado más profundamente; tus labios se aprietan; tu nariz tiembla y tus oídos se aguzan. Sí, escucho, es el ruido del oro que tu mano acaricia al echarlo en tu escondrijo. Tú dices: Es la voluptuosidad suprema. ¡Silencio! Alguien viene. Cierra de prisa. ¡Oh, qué pálido estás! Tu cuerpo se estremece. Tranquilízate; los pasos se alejan. Abre; observa nuevamente tu oro. Abre; no tiembles; te encuentras completamente solo. ¡Escucha! No, no es nada; es el viento que silba al pasar por el umbral. ¡Observa cuánto oro! Húndete a manos llenas: haz que suene el metal; estás feliz.

¡Feliz, tú! Pero en la noche no tienes reposo y tu sueño es atormentado por fantasmas.

¡Tienes frío! Acércate a la chimenea; caliéntate en ese fuego que crepita tan agradablemente. La nieve cae; el viajero friolento se cubre con su capa y el pobre tirita bajo sus harapos. La llama del hogar se va extinguiendo; echa más leña. Pero no, ¡detente! Es tu oro que consumes con esa leña; es tu oro que quemas.

¡Tienes hambre! Ten, toma; sáciate; todo esto es tuyo, lo has pagado con tu oro. ¡Con tu oro! Esta abundancia te indigna; ¿lo superfluo es necesario para mantener tu vida? No, este pequeño pedazo de pan bastará; hasta es demasiado. Tus ropas caen en jirones; tu casa se agrieta y amenaza ruina; sufres frío y hambre; ¡pero qué te importa! Tienes oro.

¡Desdichado! La muerte te separará de ese oro. Lo dejarás al borde de la tumba, como el polvo que el viajero sacude en el umbral de la puerta, donde su amada familia lo espera para celebrar su regreso.

Tu sangre empobrecida –envejecida por tu miseria voluntaria– se ha helado en tus venas. Herederos ávidos acaban de tirar tu cuerpo en un rincón del cementerio; hete aquí cara a cara con la eternidad. ¡Miserable! ¿Qué has hecho de ese oro que te ha sido confiado para aliviar al pobre? ¿Escuchas estas blasfemias? ¿Ves esas lágrimas? ¿Ves aquella sangre? Aquellas blasfemias son las del sufrimiento que habrías podido calmar; esas lágrimas, tú las has hecho correr; esta sangre, tú la has derramado. Tienes horror de ti; querrías huir pero no puedes. ¡Sufres como un condenado! Y te retuerces en tu sufrimiento. ¡Sufre! Nada de piedad para ti. No has tenido un buen corazón para con tus hermanos desdichados; ¿quién lo tendrá ahora para ti? ¡Sufre! ¡Sufre siempre! Tu suplicio no tendrá fin. Para punirte, Dios quiere que así lo CREAS.

Nota – Al escuchar el final de estas elocuentes y poéticas palabras, estábamos todos sorprendidos de oír a san Luis hablar de la eternidad de los sufrimientos, considerando que todos los Espíritus superiores concuerdan en combatir esta creencia, cuando estas últimas palabras: Para punirte, Dios quiere que así lo CREAS, han venido a explicar todo. Nosotros las reprodujimos dentro de los caracteres generales de los Espíritus del tercer orden. En efecto, cuanto más imperfectos son los Espíritus, más limitadas y circunscriptas son sus ideas; el porvenir es para ellos incierto: no lo comprenden. Sufren, sus sufrimientos son prolongados y para el que sufre mucho tiempo, esto es como sufrir siempre. Este pensamiento es en sí un castigo.

En un próximo artículo citaremos casos de manifestaciones que podrán esclarecernos sobre la naturaleza de los sufrimientos del Más Allá.

Nota – La señorita Clary D..., interesante niña fallecida en 1850 a la edad de 13 años, ha permanecido desde entonces como el genio de su familia, donde frecuentemente es evocada y a la cual ha dado un gran número de comunicaciones del más alto interés. La conversación que relataremos a continuación ha tenido lugar entre ella y nosotros el 12 de enero de 1857, por intermedio de su hermano médium.

1. –Preg. ¿Tenéis un recuerdo preciso de vuestra existencia corporal? –Resp. El Espíritu ve el presente, el pasado y un poco el futuro, según su perfección y su proximidad a Dios.

2. –Preg. Esta condición de la perfección, ¿es solamente relativa al futuro, o también se relaciona con el presente y el pasado? –Resp. El Espíritu ve el futuro más claramente a medida que se acerca a Dios. Después de la muerte, el alma ve y abarca de un vistazo todas sus emigraciones pasadas, pero no puede ver lo que Dios le prepara; para ello es necesario estar por entero en Dios, después de muchas existencias.

3. –Preg. ¿Sabéis en qué época habréis de reencarnar? –Resp. En 10 ó 100 años.

4. –Preg. ¿Será en la Tierra o en otro mundo? –Resp. En otro mundo.

5. –Preg. Con relación a la Tierra, el mundo en que estaréis ¿se encuentra en condiciones mejores, iguales o inferiores? –Resp. Mucho mejores que las de la Tierra; allá uno es feliz.

6. –Preg. Puesto que estáis aquí entre nosotros, os encontráis en un lugar determinado, ¿en cuál? –Resp. Estoy con una apariencia etérea; puedo decir que mi Espíritu propiamente dicho se extiende mucho más lejos; veo muchas cosas y me transporto bien lejos de aquí con la velocidad del pensamiento; mi apariencia está a la derecha de mi hermano y dirige su brazo.

7. –Preg. Ese cuerpo etéreo del que estáis revestida, ¿os permite experimentar las sensaciones físicas, como por ejemplo las del calor o del frío? –Resp. Cuando me acuerdo mucho de mi cuerpo, siento una especie de impresión como cuando uno se quita una capa y se cree que todavía la lleva por algún tiempo después.

8. –Preg. Acabáis de decir que podéis transportaros con la rapidez del pensamiento; ¿no es el pensamiento la propia alma que se desprende de su envoltura? –Resp. Sí.

9. –Preg. Cuando vuestro pensamiento se traslada hacia alguna parte, ¿cómo se produce la separación de vuestra alma? –Resp. La apariencia se disipa; el pensamiento sigue solo.

10. –Preg. Por lo tanto, es una facultad que se separa; ¿el ser permanece donde está? –Resp. La forma no es el ser.

11. –Preg. ¿Pero cómo obra este pensamiento? ¿No obra siempre por intermedio de la materia? –Resp. No.

12. –Preg. Cuando vuestra facultad de pensar se separa, ¿no obráis entonces por intermedio de la materia? –Resp. La sombra se disipa, y se reproduce donde el pensamiento la guía.

13. –Preg. Puesto que sólo teníais 13 años cuando vuestro cuerpo murió, ¿cómo es que podéis darnos, sobre cuestiones abstractas, respuestas que están fuera del alcance de una niña de vuestra edad? –Resp. ¡Mi alma es tan antigua!

14. –Preg. Entre vuestras existencias anteriores, ¿podéis citarnos una de las que más han elevado vuestros conocimientos? –Resp. Estuve en el cuerpo de un hombre al que transformé en virtuoso; después de su muerte he estado en el cuerpo de una jovencita, cuyo rostro era el reflejo del alma; Dios me ha recompensado.

15. –Preg. ¿Podríamos veros aquí tal como estáis actualmente? – Resp. Sí, podríais.

16. –Preg. ¿Cómo podríamos? ¿Depende de nosotros, de vos o de personas más íntimas? –Resp. De vosotros.

17. –Preg. ¿Qué condiciones deberíamos cumplir para ello? – Resp. Concentraos durante algún tiempo, con fe y fervor; sed menos numerosos, aislaos un poco y haced venir a un médium del género de Home.

Los fenómenos operados por el Sr. Home han producido aún más sensación porque han venido a confirmar los relatos maravillosos llegados de ultramar, a cuya veracidad se le atribuía una cierta desconfianza. Él nos ha mostrado que, dejando a un lado las posibles exageraciones, aún quedaba bastante como para atestar la realidad de los hechos que se verifican fuera de todas las leyes conocidas.

Se ha hablado del Sr. Home en los más diversos sentidos, y reconocemos que falta mucho para que le sea simpático a todo el mundo, a unos por tener ideas preconcebidas, a otros por ignorancia. Podremos hasta admitir 59 entre estos últimos una opinión concienzuda, por no haber logrado constatar los hechos por sí mismos; pero si, en este caso, la duda es permitida, una hostilidad sistemática y apasionada está siempre fuera de lugar. En todo caso, juzgar lo que no se conoce es una falta de lógica, y desacreditar sin pruebas es un olvido de las conveniencias. Por un instante, hagamos abstracción de la intervención de los Espíritus, y no veamos en los hechos relatados sino simples fenómenos físicos. Cuanto más extraños son estos hechos, más atención merecen. Explicadlos como quisiereis, pero no los neguéis a priori, si no queréis poner en duda vuestro juicio. Lo que debe sorprender, y lo que nos parece aún más anormal que los fenómenos en cuestión, es ver a aquellos mismos que sin cesar despotrican contra la oposición de ciertas corporaciones eruditas –en lo que respecta a las ideas nuevas– que constantemente les echan en cara, y esto en los términos menos comedidos, los sinsabores sufridos por los autores de los descubrimientos más importantes: Fulton, Jenner y Galileo –que a cada instante citan–, caer aquellos mismos en un defecto semejante, ellos que dicen, con razón, que hace todavía pocos años, cualquiera que hubiera hablado de comunicarse en algunos segundos de un extremo al otro del mundo, habría pasado por insensato. Si creen en el progreso, del que se dicen los apóstoles, que por lo tanto sean consecuentes consigo mismos y no se granjeen el reproche que les hacen a los otros de negar lo que no comprenden.

Volvamos al Sr. Home. Llegado a París en el mes de octubre de 1855, se encontró desde un principio lanzado al mundo más elevado, circunstancia que hubiera debido imponer más circunspección en el juicio formado sobre él, ya que cuanto más elevado y esclarecido es ese mundo, menos sospechoso es el hecho de dejarse engañar benévolamente por un aventurero. Inclusive esta posición ha suscitado comentarios. Se preguntan quién es el Sr. Home. Para vivir en ese mundo, para hacer costosos viajes, es necesario –dicen– que tenga fortuna. Si no la tiene, es necesario que sea amparado por personas poderosas. Sobre este tema se han levantado mil suposiciones, unas más ridículas que las otras. ¡Qué no se ha dicho también de su hermana, a la que ha ido a buscar hace alrededor de un año; decían que era una médium más potente que él; que ambos deberían realizar prodigios capaces de hacer palidecer los de Moisés. Más de una vez nos han dirigido preguntas sobre este asunto; he aquí nuestra respuesta.

Al llegar a Francia, el Sr. Home no se ha dirigido al público; no le gusta ni busca la publicidad. Si hubiera venido con un objetivo de especulación, hubiese recorrido el país llamando a la propaganda en su ayuda; habría buscado todas las ocasiones de mostrarse, mientras que él las evita; hubiera puesto un precio a sus manifestaciones, mientras que no pide nada a nadie.

A pesar de su reputación, el Sr. Home no es por lo tanto lo que puede llamarse un hombre público; su vida privada no pertenece más que a él. Puesto que nada pide, nadie tiene el derecho de inquirir cómo vive, sin cometer una indiscreción. ¿Es amparado por personas poderosas? Esto no es de nuestra incumbencia; todo lo que podemos decir es que en esta sociedad de élite él ha conquistado simpatías reales y ha hecho amigos dedicados, mientras que con un embaucador la gente se divierte, le paga y se terminó. Por lo tanto, nosotros no vemos en el Sr. Home sino una cosa: un hombre dotado de una facultad notable. El estudio de esta facultad es todo lo que nos interesa, y todo lo que debe interesar a cualquiera que no esté movido únicamente por un sentimiento de curiosidad. Acerca de él, la Historia todavía no ha abierto el libro de sus secretos; hasta que esto suceda, él pertenece sólo a la ciencia. En cuanto a su hermana, he aquí la verdad: es una niña de once años, que ha traído a París para ser educada y de la que ha sido encargada una ilustre persona. Ella apenas sabe en qué consiste la facultad de su hermano. Como se ve, es muy simple y muy prosaico para los aficionados a lo maravilloso.

Ahora, ¿por qué el Sr. Home ha venido a Francia? No ha sido en absoluto para buscar fortuna, como acabamos de probarlo. ¿Es para conocer el país? No lo recorre, sale poco, y de ninguna manera tiene los hábitos de un turista. El motivo evidente ha sido el consejo de los médicos que creen que el aire de Europa es necesario para su salud, pero los hechos más naturales son frecuentemente providenciales. Por lo tanto, pensamos que si ha venido es porque debía venir. Francia –todavía en duda en lo que concierne a las manifestaciones espíritas– tenía necesidad de recibir una gran sacudida al respecto; fue el Sr. Home quien recibió esta misión, y cuanto mayor ha sido la sacudida, mayor ha sido su repercusión. La posición, el crédito, las luces de aquellos que lo han recibido, y que se han convencido por la evidencia de los hechos, han conmovido las convicciones de una multitud de gente, incluso entre los que no han podido ser testigos oculares. Por lo tanto, la presencia del Sr. Home ha sido un poderoso auxiliar para la propagación de las ideas espíritas; si no ha convencido a todos, ha lanzado semillas que han de fructificar a medida que los médiums se multipliquen. Esta facultad, como lo hemos dicho en otra parte, de ninguna manera es un privilegio exclusivo; existe en estado latente y en diversos grados entre una multitud de individuos, sólo esperando una ocasión para desarrollarse; el principio está en nosotros por el propio efecto de nuestro organismo; está en la Naturaleza; todos nosotros tenemos su germen, y no está lejos el día en que veremos a los médiums surgir en todos los puntos, en medio de nosotros, en nuestras familias, entre los pobres y los ricos, para que la verdad sea conocida por todos, porque según lo que nos ha sido anunciado, es una nueva era, una nueva fase que comienza para la Humanidad.

La evidencia y la divulgación de los fenómenos espíritas darán un nuevo curso a las ideas morales, como el vapor ha dado un nuevo curso a la industria.

Si la vida privada del Sr. Home debe ser cerrada a las investigaciones de una indiscreta curiosidad, existen ciertos detalles que a justo título pueden interesar al público y que incluso son útiles dar a conocer para una mejor apreciación de los hechos.

El Sr. Daniel Dunglas Home nació el 15 de marzo de 1833, cerca de Edimburgo. Por lo tanto, actualmente tiene 24 años. Desciende de la antigua y noble familia de los Dunglas de Escocia, antaño soberana. Es un joven de talla mediana, rubio, cuya fisonomía melancólica no tiene nada de excéntrica; es de una complexión muy delicada, de hábitos sencillos y suaves, de un carácter afable y benévolo en el que el contacto con las grandezas no ha infundido ni altivez ni ostentación. Dotado de una excesiva modestia, nunca hace alarde de su maravillosa facultad, jamás habla de sí mismo y si en la expansión de la intimidad cuenta sus cosas personales, es con simplicidad y nunca con el énfasis propio de las personas con las que la malevolencia trata de compararlo. Varios hechos íntimos, que son de nuestro conocimiento personal, prueban sus sentimientos nobles y una gran elevación de alma; lo hemos constatado con tanto más placer cuanto más se conoce la influencia de las disposiciones morales sobre la naturaleza de las manifestaciones.

Los fenómenos de los que el Sr. Home es instrumento involuntario han sido a veces contados por amigos demasiado afanosos con un entusiasmo exagerado, del cual se ha apoderado la malevolencia. Tal como son, ellos no tienen necesidad de una amplificación, más dañosa que útil a la causa. Al ser nuestro objetivo el estudio serio de todo lo que se relacione con la ciencia espírita, nos concentraremos en la estricta realidad de los hechos constatados por nosotros mismos o por los testigos oculares más dignos de fe. Por lo tanto, podremos comentarlos con la certeza de no razonar sobre cosas fantásticas.

El Sr. Home es un médium del género de los que producen manifestaciones ostensibles, sin excluir por ello las comunicaciones inteligentes; pero sus predisposiciones naturales le dan para los primeros una aptitud más especial. Bajo su influencia, los ruidos más extraños se hacen oír, el aire se agita, los cuerpos sólidos se mueven, se levantan, se transportan de un lugar para otro a través del espacio, los instrumentos de música hacen escuchar sus sonidos melodiosos, seres del mundo extracorpóreo aparecen, hablan, escriben y a menudo abrazan a las personas hasta el punto de provocarles dolor. Él mismo varias veces se ha visto, en presencia de testigos oculares, levantado sin sostén a varios metros de altura.

De lo que nos ha sido enseñado sobre el rango de los Espíritus que en general producen estas especies de manifestaciones, no hay que llegar a la conclusión de que el Sr. Home está en relación solamente con la clase ínfima del mundo espírita. Su carácter y las cualidades morales que lo distinguen deben, al contrario, granjearle la simpatía de los Espíritus superiores; para estos últimos, él no es más que un instrumento destinado a abrir los ojos a los ciegos por medios enérgicos, sin ser por ello privado de las comunicaciones de un orden más elevado. Es una misión que él ha aceptado, misión que no está exenta de tribulaciones ni de peligros, pero que cumple con resignación y perseverancia bajo la égida de su madre, en Espíritu, su verdadero ángel guardián.

La causa de las manifestaciones del Sr. Home es innata en él; su alma, que parece estar unida al cuerpo solamente por débiles lazos, tiene más afinidad con el mundo espírita que con el mundo corporal; es por eso que se desprende sin esfuerzos, y más fácilmente que los otros entra en comunicación con los seres invisibles. Esta facultad se ha revelado en él desde su más tierna infancia. A la edad de seis meses su cuna se balanceaba completamente sola en la ausencia de su nodriza y cambiaba de lugar. En sus primeros años era tan débil que apenas podía sostenerse; sentado en una alfombra, los juguetes que no podía alcanzar venían por sí mismos a ponerse a su alcance. A los tres años tuvo sus primeras visiones, pero no ha conservado esos recuerdos. Tenía nueve años cuando su familia se instaló en los Estados Unidos; allí, los mismos fenómenos continuaron con una intensidad creciente a medida que él avanzaba en edad, pero su reputación como médium sólo se estableció en 1850, época en que las manifestaciones espíritas comenzaron a hacerse populares en ese país. Debido a su salud, ya lo hemos dicho, en 1854 fue a Italia; asombró a Florencia y a Roma con sus verdaderos prodigios. Convertido a la fe católica en esta última ciudad, debió tomar el compromiso de romper sus relaciones con el mundo de los Espíritus. En efecto, durante un año su poder oculto parecía haberlo abandonado; pero como este poder está por encima de su voluntad, al cabo de ese tiempo –tal como se lo había anunciado su madre, en Espíritu– las manifestaciones volvieron a producirse con una nueva energía. Su misión estaba trazada: debía distinguirse entre los que la Providencia ha elegido para revelarnos a través de señales patentes el poder que domina todas las grandezas humanas.

Si el Sr. Home sólo fuese un hábil prestidigitador –como lo pretenden ciertas personas que juzgan sin haber visto–, indudablemente habría tenido siempre escamoteos a su disposición, mientras que él no es dueño de producirlos a voluntad. Por lo tanto, le sería imposible tener 63 sesiones regulares, porque su facultad le faltaría frecuentemente en el momento en que tuviese necesidad de la misma. Algunas veces los fenómenos se manifiestan espontáneamente en el momento en que menos se espera, mientras que otras veces resulta impotente provocarlos, circunstancia ésta poco favorable para quien quisiese hacer exhibiciones con hora marcada. El siguiente hecho, tomado de entre mil, es la prueba de ello. Desde hacía más de quince días que el Sr. Home no había podido obtener ninguna manifestación, cuando al estar almorzando en la casa de uno de sus amigos, con otras dos o tres personas de su conocimiento, de repente se hicieron oír golpes en las paredes, en los muebles y en el techo. Parece que vuelven – dijo. En ese momento, el Sr. Home estaba sentado en un canapé con un amigo. Un empleado trae la bandeja del té y se apresta a colocarla en la mesa ubicada en el medio del salón; aunque muy pesada, ésta se elevó súbitamente del suelo cerca de 20 a 30 centímetros de altura, como si hubiera sido atraída por la bandeja; espantado, el empleado la dejó caer, y de un salto la mesa se lanza hacia el canapé y va a caer delante del Sr. Home y de su amigo, sin que nada de lo que estaba encima fuera desordenado. Indiscutiblemente, este hecho no es el más curioso de los que habremos de relatar, pero presenta una particularidad digna de destacarse: que se ha producido espontáneamente, sin provocación, en un círculo íntimo, en el cual ninguno de los asistentes –cien veces testigos de hechos semejantes– tenía necesidad de nuevos testimonios; y seguramente no era ése el momento propicio para que el Sr. Home mostrase sus habilidades, si es que las tiene.

En un próximo artículo citaremos otras manifestaciones.

Respuesta al Sr. Viennet, por Paul Auguez *

El Sr. Paul Auguez es un adepto sincero y esclarecido de la Doctrina Espírita; su obra, que hemos leído 57 con gran interés, y donde se reconoce la pluma elegante del autor de Élus de l'avenir (Elegidos del porvenir), 58 es una demostración lógica y sabia de los puntos fundamentales de esta Doctrina, es decir, de la existencia de los Espíritus, de sus relaciones con los hombres y, por consecuencia, de la inmortalidad del alma y de su individualidad después de la muerte. Al ser su objetivo principal el de responder a las agresiones sarcásticas del Sr. Viennet, no aborda más que los puntos capitales y se limita a probar a través de los hechos, por el razonamiento y por intermedio de las más respetables autoridades, que esta creencia de ninguna manera está fundada en ideas sistemáticas ni en prejuicios vulgares, sino que reposa sobre bases sólidas. El arma del Sr. Viennet es el ridículo; la del Sr. Auguez es la ciencia. A través de numerosas citas que atestiguan un estudio serio y una profunda erudición, éste prueba que si los adeptos de hoy –a pesar de su número siempre creciente y de las personas esclarecidas que adhieren de todos los países– son, como lo pretende aquel ilustre académico, cerebros desequilibrados, esta enfermedad la comparten con los mayores genios que honran a la Humanidad.

En sus refutaciones, el Sr. Auguez ha sabido siempre conservar la dignidad del lenguaje, y éste es un mérito que no podemos dejar de loar; en ninguna parte se encuentran esas diatribas fuera de lugar, convertidas en expresiones triviales de mal gusto, y que no prueban nada, sino la falta de buenos modales. Todo lo que él dice es profundo, serio, grave, y a la altura del erudito al cual se dirige. ¿Lo ha convencido? Lo ignoramos; hablando francamente, hasta dudamos de ello; pero como en definitivo su libro se ha escrito para todos, las semillas que ha lanzado no habrán de perderse. Más de una vez tendremos la ocasión de citar pasajes del mismo en el transcurso de esta publicación, a medida que la naturaleza del tema nos conduzca a ello.

La teoría desarrollada por el Sr. Auguez, salvo quizás algunos puntos secundarios, es la misma que nosotros profesamos; por lo tanto, no haremos al respecto ninguna crítica de su obra, que ha de dejar huellas y se leerá con interés. Sólo hubiéramos deseado una cosa: un poco más de claridad en las demostraciones y de método en el orden de las materias. El Sr. Auguez ha tratado la cuestión como un erudito, porque se dirigía a un erudito, seguramente capaz de entender las cosas más abstractas, pero debería haber pensado que escribía menos para un hombre que para el público, que siempre lee con más placer y provecho lo que comprende sin esfuerzos.

ALLAN KARDEC

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* Opúsculo in 12º; precio: 2 fr. 50 cents., en la Librería Dentu, Palais-Royal, y en Germer Baillière: calle de l'École de médicine, 4. [Nota de Allan Kardec.]

Varios de nuestros lectores han tenido a bien responder al llamado que hemos hecho en nuestro primer número, con relación al suministro de informaciones. Un gran número de hechos nos han sido señalados, entre los cuales los hay de mucha importancia, por lo que les estamos infinitamente agradecidos, y no menos gratos por las reflexiones que a veces los acompañan, aun cuando las mismas revelan un conocimiento incompleto de la materia: ellas darán lugar a esclarecimientos sobre los puntos que no hayan sido bien comprendidos. Si no hacemos una mención inmediata de los documentos que nos han sido suministrados, no es porque pasen inadvertidos; siempre tomamos buena nota de los mismos para tarde o temprano aprovecharlos.

La falta de espacio no es la única causa que puede demorar su publicación, sino también la oportunidad de las circunstancias y la necesidad de relacionarlos con los artículos de los cuales pueden ser útiles complementos.

La multiplicidad de nuestras ocupaciones, junto a la extensión de la correspondencia, nos pone a menudo en la imposibilidad material de responder como quisiéramos, y como deberíamos, a las personas que nos hacen el honor de escribirnos.59 Por lo tanto, les rogamos encarecidamente no tomar a mal un silencio que no depende de nuestra voluntad. Esperamos que su buena voluntad no se enfríe por esto, y que consientan en no interrumpir de modo alguno sus interesantes comunicaciones; a este efecto, llamamos nuevamente la atención sobre la nota que hemos dado al final de la Introducción de nuestro primer número,60 con relación a las informaciones que solicitamos la bondad de enviarnos, rogándoles, además, que no omitan decirnos cuándo podremos hacer mención de los lugares y de las personas, sin inconvenientes.

Las observaciones anteriores se aplican igualmente a las cuestiones que nos son dirigidas sobre los diversos puntos de la Doctrina. Cuando requieren desarrollos de una cierta extensión, nos es aún menos posible darlos por escrito, ya que muy frecuentemente deberíamos repetir lo mismo a un gran número de personas. Como nuestra Revista está destinada a servirnos de medio de correspondencia, esas respuestas allí encontrarán naturalmente su lugar, a medida que se presente la ocasión de tratar dichos temas, y esto será más ventajoso, puesto que las explicaciones podrán ser más completas y del provecho de todos.

ALLAN KARDEC