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Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858 > Febrero
Febrero
Un punto capital en la Doctrina Espírita es el de las diferencias
que existen entre los Espíritus, desde el doble punto de vista
intelectual y moral; en este aspecto, su enseñanza nunca ha variado;
pero no es menos esencial saber que ellos no pertenecen
perpetuamente al mismo orden y que, por consecuencia, estos
órdenes no constituyen especies distintas: son diferentes grados de
desarrollo. Los Espíritus siguen la marcha progresiva de la
Naturaleza; los de los órdenes inferiores son todavía imperfectos;
han de alcanzar los grados superiores después de haberse depurado;
avanzan en la jerarquía a medida que adquieren las cualidades, la
experiencia y los conocimientos que les faltan. El niño de cuna no se
parece a lo que será en la edad madura y, sin embargo, es siempre el
mismo ser.
La clasificación de los Espíritus está basada en su grado de
adelanto, en las cualidades que han adquirido y en las
imperfecciones de que han de despojarse aún. Esta clasificación,
además, no tiene nada de absoluto; cada categoría presenta un
carácter nítido sólo en su conjunto; pero de un grado a otro la
transición es imperceptible y, en los límites de la misma, los matices
se esfuman como en los reinos de la Naturaleza, como en los colores
del arco iris o también como en los diferentes períodos de la vida
humana. Por lo tanto, se puede formar un número mayor o menor de
clases, según el punto de vista desde el cual se considere la cuestión.
Sucede aquí lo que ocurre en todos los sistemas de clasificaciones
científicas: estos sistemas pueden ser más o menos completos, más o
menos racionales y cómodos para la inteligencia, pero, sea como
fueren, no cambian en nada el fondo de la ciencia. Por tanto, los
Espíritus interrogados sobre este punto podrán haber variado en
cuanto al número de categorías, sin que esto tenga trascendencia.
Algunos se han aprovechado de esta aparente contradicción, sin
reflexionar en el hecho de que los Espíritus no dan ninguna
importancia a lo que es puramente convencional; para ellos el
pensamiento lo es todo, dejando para nosotros la forma, la elección
de los términos, las clasificaciones, en una palabra, los sistemas.
Agreguemos todavía la siguiente consideración que nunca debe
perderse de vista: entre los Espíritus, como también entre los
hombres, los hay muy ignorantes, y nunca se estará bastante
prevenido contra la tendencia en creer que todos han de ser sabios
porque son Espíritus. Toda clasificación exige método, análisis y
conocimiento profundo del asunto. Ahora bien, en el mundo de los
Espíritus, los que tienen conocimientos limitados son –como los
ignorantes en la Tierra– inhábiles para abarcar el conjunto y para
formular un sistema; incluso los que son capaces de hacerlo pueden
variar en los pormenores según su punto de vista, sobre todo cuando
una división no tiene nada de absoluto. Linneo, Jussieu y Tournefort
han tenido cada cual su método, y la Botánica no ha variado por este
motivo, porque ellos no inventaron las plantas ni sus caracteres, sino
que observaron las analogías según las cuales formaron los grupos o
clases. Ha sido así que también hemos procedido nosotros; no
hemos inventado los Espíritus ni sus caracteres, sino que los hemos
visto y observado, los hemos juzgado por sus palabras y por sus
hechos, y después los clasificamos por sus similitudes: es lo que
cualquier uno habría hecho en nuestro lugar.
Sin embargo, no nos podemos atribuir la totalidad de este trabajo
como siendo nuestro. Si el cuadro que daremos a continuación no ha
sido textualmente trazado por los Espíritus, y si nosotros hemos
tomado la iniciativa, todos los elementos que componen el mismo
han sido extraídos de sus enseñanzas; no nos quedaba más que
formular su disposición material.
Generalmente, los Espíritus admiten tres categorías principales o
tres grandes divisiones. En la última, la que está al pie de la escala,
se hallan los Espíritus imperfectos que todavía tienen todos o casi
todos los grados por recorrer; se caracterizan por el predominio de la
materia sobre el Espíritu y por su propensión al mal. Los de la
segunda categoría se caracterizan por el predominio del Espíritu
sobre la materia y por el deseo del bien: son los Espíritus buenos. En
fin, la primera comprende los Espíritus puros, que han alcanzado el
grado supremo de perfección.
Esta división nos parece perfectamente racional y presenta
caracteres bien nítidos; sólo nos quedaba por hacer resaltar, por
medio de un número suficiente de subdivisiones, los principales
matices del conjunto, y es lo que hemos hecho con la colaboración
de los Espíritus, cuyas benévolas instrucciones nunca nos han
faltado.
Con la ayuda de este cuadro será fácil determinar el rango y el
grado de superioridad o de inferioridad de los Espíritus con los
cuales podemos entrar
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en relación y, por consecuencia, el grado de confianza y de estima
que merecen. Además de ello, nos interesa personalmente porque
pertenecemos, a causa de nuestra alma, al mundo espírita –al cual
retornaremos al dejar nuestra envoltura mortal– y esto nos muestra
lo que nos falta hacer para llegar a la perfección y al bien supremo.
No obstante, haremos notar que los Espíritus no siempre pertenecen
exclusivamente a tal o cual clase; ya que su progreso se realiza en
forma gradual y a menudo más en un sentido que en otro, pueden
reunir los caracteres de varias categorías, lo que fácilmente puede
apreciarse por su lenguaje y por sus actos.
Escala espírita
TERCER ORDEN – ESPÍRITUS IMPERFECTOS
Caracteres generales – Predominio de la materia sobre el
Espíritu. Propensión al mal. Ignorancia, orgullo, egoísmo y todas las
malas pasiones que son su consecuencia.
Tienen la intuición de Dios, pero no lo comprenden.
Todos no son esencialmente malos, y en algunos hay más ligereza,
inconsecuencia y malicia que verdadera maldad. Unos no hacen ni el
bien ni el mal, pero por el simple hecho de no practicar el bien
denotan su inferioridad. Otros, por el contrario, se complacen en el
mal y se sienten satisfechos cuando encuentran la ocasión de
hacerlo.
Pueden aliar la inteligencia a la maldad o a la malicia; pero, sea
cual fuere su desarrollo intelectual, sus ideas son poco elevadas y
sus sentimientos más o menos abyectos.
Sus conocimientos acerca de las cosas del mundo espírita son
limitados, y lo poco que saben se confunde con las ideas y prejuicios
de la vida corporal. Al respecto, sólo pueden darnos nociones falsas
e incompletas, pero el observador atento encuentra con frecuencia en
sus comunicaciones –aunque imperfectas– la confirmación de
grandes verdades enseñadas por los Espíritus superiores.
Su carácter se revela por su lenguaje. Todo Espíritu que, en sus
comunicaciones, deje escapar un pensamiento malo, puede ser
incluido en el tercer orden; por consecuencia, todo pensamiento
malo que nos sea sugerido proviene de un Espíritu de este orden.
Éstos ven la felicidad de los buenos y esta visión es para ellos un
tormento incesante, porque sienten todas las angustias que pueden
producir la envidia y los celos.
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Conservan el recuerdo y la percepción de los sufrimientos de la
vida corporal, y esta impresión es frecuentemente más penosa que la
realidad. Por lo tanto, sufren verdaderamente no sólo por los males
que han soportado, sino también por los que han ocasionado a otros;
y como sufren por mucho tiempo, creen que siempre han de sufrir:
Dios, para punirlos, quiere que así lo crean.
Podemos dividirlos en cuatro clases principales.
Novena clase. ESPÍRITUS IMPUROS – Tienen inclinación
hacia el mal y hacen de éste el objeto de sus preocupaciones. Como
Espíritus, dan consejos pérfidos, promueven la discordia y la
desconfianza y, para engañar mejor, adoptan todas las máscaras. Se
vinculan a los caracteres bastante débiles capaces de ceder a sus
sugestiones, a fin de arrastrarlos hacia la perdición, y están
satisfechos cuando consiguen retardar su adelanto al hacerlos
sucumbir en las pruebas que enfrentan.
En las manifestaciones se los reconoce por su lenguaje; la
trivialidad y la grosería de sus expresiones, tanto entre los Espíritus
como entre los hombres, son siempre un indicio de inferioridad
moral y hasta intelectual. Sus comunicaciones revelan la bajeza de
sus inclinaciones, y si quieren inducir a engaño hablando de una
manera sensata, no pueden desempeñar su papel por mucho tiempo
y terminan siempre por delatar su origen.
Ciertos pueblos han hecho de ellos divinidades maléficas, y otros
los designan con los nombres de demonios, genios malos o Espíritus
del mal.
Los seres vivos a quienes animan, cuando están encarnados,
tienen inclinación hacia todos los vicios que engendran las pasiones
viles y degradantes: el sensualismo, la crueldad, la bellaquería, la
hipocresía, la codicia y la sórdida avaricia.
Hacen el mal por el placer de hacerlo –muy a menudo sin
motivos–, y por odio al bien escogen casi siempre sus víctimas entre
las personas honradas. Son flagelos para la Humanidad, sea cual
fuere la clase social a que pertenezcan, y el barniz de la civilización
no los libra del oprobio y de la ignominia.
Octava clase. ESPÍRITUS LIGEROS – Son ignorantes,
maliciosos, inconsecuentes y burlones. Se entrometen en todo, y a
todo responden sin preocuparse con la verdad. Se complacen en
causar pequeñas contrariedades y picardías, en chismear y en inducir
maliciosamente a error por medio de mistificaciones y travesuras. A
esta clase pertenecen los Espíritus vulgarmente designados con los
nombres de duendes, gnomos y trasgos, los cuales están bajo la
dependencia de los Espíritus superiores, que a menudo los emplean,
como nosotros lo hacemos con nuestros servidores y peones.
Parecen más que otros apegados a la materia y dan la impresión de
ser los agentes principales de las vicisitudes de los elementos del
globo, ya sea que habiten en el aire, en el agua, en el fuego, en los
cuerpos duros o en las entrañas de la Tierra. A
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menudo manifiestan su presencia por medio de efectos sensibles,
como golpes, movimientos y desplazamientos anormales de cuerpos
sólidos, agitación del aire, etcétera, lo que los ha hecho acreedores al
nombre de Espíritus golpeadores o perturbadores. Se reconoce que
esos fenómenos no son de ninguna manera debidos a una causa
fortuita y natural cuando tienen un carácter intencional e inteligente.
Todos los Espíritus pueden producir estos fenómenos, pero en
general los Espíritus elevados ceden esas atribuciones a los Espíritus
inferiores, porque éstos son más aptos para las cosas materiales que
para las inteligentes.
En sus comunicaciones con los hombres, su lenguaje es a veces
espirituoso y chistoso, pero casi siempre superficial; captan las
extravagancias y ridiculeces que expresan con rasgos mordaces y
satíricos. Cuando usurpan algún nombre, lo hacen más por malicia
que por maldad.
Séptima clase. ESPÍRITUS PSEUDOSABIOS – Sus
conocimientos son bastantes amplios, pero creen saber más de lo
que en realidad saben. Al haber realizado algún progreso en diversos
puntos de vista, su lenguaje tiene un carácter serio que puede
engañar acerca de sus capacidades y luces; pero, a menudo, no es
más que un reflejo de los prejuicios y de las ideas sistemáticas de la
vida terrestre; es una mezcla de algunas verdades al lado de los más
absurdos errores, en medio de los cuales se descubren la presunción,
el orgullo, los celos y la terquedad de que no han podido despojarse.
Sexta clase. ESPÍRITUS NEUTROS – No son ni lo bastante
buenos para hacer el bien, ni lo suficientemente malos para hacer el
mal; se inclinan igualmente hacia el uno como hacia el otro, y no se
elevan por encima de la condición vulgar de la Humanidad, ni moral
ni intelectualmente. Tienen apego a las cosas de este mundo, de
cuyos goces groseros sienten nostalgia.
SEGUNDO ORDEN – ESPÍRITUS BUENOS
Caracteres generales – Predominio del Espíritu sobre la materia;
deseo del bien. Sus cualidades y su poder para hacer el bien están en
razón del grado a que han llegado: unos tienen el conocimiento,
otros la sabiduría y otros la bondad; los más adelantados reúnen el
saber a las cualidades morales. Al no estar aún completamente
desmaterializados, conservan más o menos –según su rango– los
trazos de la existencia corporal, ya sea en la forma del lenguaje o en
sus hábitos, en los que incluso vuelven a encontrarse algunas de sus
manías; de otro modo, serían Espíritus perfectos.
Comprenden a Dios y al infinito, y gozan ya de la felicidad de los
buenos; son dichosos por el bien que hacen y por el mal que
impiden. El amor
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que los une es para ellos la fuente de una dicha inefable no alterada
por la envidia, ni por los remordimientos, ni por ninguna de las
malas pasiones que atormentan a los Espíritus imperfectos; pero,
aún, todos ellos han de pasar pruebas hasta que alcancen la
perfección absoluta.
Como Espíritus, inspiran buenos pensamientos, apartan a los
hombres de la senda del mal, protegen durante la vida a los que se
hacen dignos de su protección y neutralizan la influencia de los
Espíritus imperfectos sobre los que no se complacen en tolerarla.
Como encarnados son buenos y benévolos para con sus
semejantes; no están movidos por el orgullo, ni por el egoísmo, ni
por la ambición; no sienten odio, rencor, envidia ni celos y hacen el
bien por el bien mismo.
A este orden pertenecen los Espíritus designados en las creencias
vulgares con los nombres de genios buenos, genios protectores y
Espíritus del bien. En tiempos de superstición e ignorancia se ha
hecho de ellos divinidades benéficas.
Se los puede igualmente dividir en cuatro grupos principales.
Quinta clase. ESPÍRITUS BENÉVOLOS – Su cualidad
dominante es la bondad; se complacen en prestar servicios a los
hombres y protegerlos, pero sus conocimientos son limitados: su
progreso se ha realizado más en el sentido moral que en el sentido
intelectual.
Cuarta clase. ESPÍRITUS ERUDITOS – Lo que especialmente
los distingue es la amplitud de sus conocimientos. Se preocupan
menos con las cuestiones morales que con las científicas, para las
cuales tienen más aptitud; pero sólo encaran la ciencia desde el
punto de vista de la utilidad, y en ello no mezclan a ninguna de las
pasiones que son propias de los Espíritus imperfectos.
Tercera clase. ESPÍRITUS DE SABIDURÍA – Las cualidades
morales del orden más elevado forman su carácter distintivo. Sin
tener conocimientos ilimitados, están dotados de una capacidad
intelectual que les proporciona un juicio recto acerca de los hombres
y de las cosas.
Segunda clase. ESPÍRITUS SUPERIORES – Reúnen el
conocimiento, la sabiduría y la bondad. Su lenguaje sólo refleja
benevolencia y es constantemente digno, elevado y frecuentemente
sublime. Su superioridad los hace más aptos que a los otros para
darnos las nociones más justas sobre las cosas del mundo
incorpóreo, dentro de los límites de aquello que es permitido al
hombre conocer. Se comunican de buen grado con aquellos que de
buena fe buscan la verdad y cuyas almas están lo suficientemente
desprendidas de los lazos terrestres como para comprenderla; pero
se alejan de los que solamente están animados por
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la curiosidad o a quienes la influencia de la materia desvía de la
práctica del bien.
Cuando, por excepción, encarnan en la Tierra, es para cumplir una
misión de progreso y, entonces, nos ofrecen el tipo de perfección a
la que puede aspirar la Humanidad en este mundo.
PRIMER ORDEN – ESPÍRITUS PUROS
Caracteres generales – Influencia nula de la materia.
Superioridad intelectual y moral absoluta con relación a los Espíritus
de los otros órdenes.
Primera clase. Clase única – Han recorrido todos los grados de la
escala y se han despojado de todas las impurezas de la materia. Por
haber alcanzado la suma de perfección de la cual es susceptible la
criatura, no han de sufrir más pruebas ni expiaciones. Al no estar
más sujetos a la reencarnación en cuerpos perecederos, la vida es
para ellos eterna y la disfrutan en el seno de Dios.
Gozan de una felicidad inalterable, porque no están sujetos a las
necesidades ni a las vicisitudes de la vida material; pero esta
felicidad no es de manera alguna la de una ociosidad monótona que
transcurre en una perpetua contemplación. Son los mensajeros y
los ministros de Dios, cuyas órdenes ejecutan para el mantenimiento
de la armonía universal. Comandan a todos los Espíritus que les son
inferiores, ayudándolos a perfeccionarse y asignándoles su misión.
Asistir a los hombres en sus aflicciones, inclinarlos al bien o a la
expiación de las faltas que los alejan de la felicidad suprema, es para
ellos una agradable ocupación. A veces son designados con los
nombres de ángeles, arcángeles o serafines.
Los hombres pueden entrar en comunicación con ellos, pero muy
presuntuoso sería quien pretendiese tenerlos constantemente a sus
órdenes.
ESPÍRITUS ERRANTES O ENCARNADOS En el aspecto de las cualidades íntimas, los Espíritus son de diferentes órdenes, que recorren sucesivamente a medida que se depuran. Con respecto al estado en que se encuentran, pueden hallarse: encarnados, es decir, unidos a un cuerpo en algún mundo, o errantes, es decir, despojados del cuerpo material y esperando una nueva encarnación para mejorarse. Los Espíritus errantes no forman una categoría especial: es uno de los estados en los cuales pueden encontrarse. El estado errante o de erraticidad de manera ninguna constituye una inferioridad para los 44 Espíritus, puesto que pueden allí haberlos en todos los grados. Todo Espíritu que no esté encarnado es, por esto mismo, errante, con excepción de los Espíritus puros que, al no tener que pasar más por encarnaciones, se encuentran en su estado definitivo. Al ser la encarnación un estado transitorio, la erraticidad es en realidad el estado normal de los Espíritus, y de ningún modo este estado es forzosamente una expiación para ellos; son felices o infelices según el grado de su elevación y de acuerdo al bien o al mal que hayan hecho.
ESPÍRITUS ERRANTES O ENCARNADOS En el aspecto de las cualidades íntimas, los Espíritus son de diferentes órdenes, que recorren sucesivamente a medida que se depuran. Con respecto al estado en que se encuentran, pueden hallarse: encarnados, es decir, unidos a un cuerpo en algún mundo, o errantes, es decir, despojados del cuerpo material y esperando una nueva encarnación para mejorarse. Los Espíritus errantes no forman una categoría especial: es uno de los estados en los cuales pueden encontrarse. El estado errante o de erraticidad de manera ninguna constituye una inferioridad para los 44 Espíritus, puesto que pueden allí haberlos en todos los grados. Todo Espíritu que no esté encarnado es, por esto mismo, errante, con excepción de los Espíritus puros que, al no tener que pasar más por encarnaciones, se encuentran en su estado definitivo. Al ser la encarnación un estado transitorio, la erraticidad es en realidad el estado normal de los Espíritus, y de ningún modo este estado es forzosamente una expiación para ellos; son felices o infelices según el grado de su elevación y de acuerdo al bien o al mal que hayan hecho.
En el aspecto de las cualidades íntimas, los Espíritus son de
diferentes órdenes, que recorren sucesivamente a medida que se
depuran. Con respecto al estado en que se encuentran, pueden
hallarse: encarnados, es decir, unidos a un cuerpo en algún
mundo, o errantes, es decir, despojados del cuerpo material y
esperando una nueva encarnación para mejorarse.
Los Espíritus errantes no forman una categoría especial: es uno de
los estados en los cuales pueden encontrarse.
El estado errante o de erraticidad de manera ninguna constituye
una inferioridad para los Espíritus, puesto que pueden allí haberlos en todos los grados. Todo
Espíritu que no esté encarnado es, por esto mismo, errante, con
excepción de los Espíritus puros que, al no tener que pasar más por
encarnaciones, se encuentran en su estado definitivo.
Al ser la encarnación un estado transitorio, la erraticidad es en
realidad el estado normal de los Espíritus, y de ningún modo este
estado es forzosamente una expiación para ellos; son felices o
infelices según el grado de su elevación y de acuerdo al bien o al
mal que hayan hecho.
El aparecido de mademoiselle Clairon *
Esta historia tuvo una gran repercusión en su tiempo, por la
posición de la heroína y por el gran número de personas que
atestiguó lo ocurrido. A pesar de su singularidad, ya sería
probablemente olvidada si mademoiselle Clairon no la hubiese
consignado en sus Memorias, de donde nosotros hemos extraído el
relato que vamos a hacer. La analogía que ella presenta con
algunos de los hechos que pasan hoy en día le da un lugar natural en
esta Compilación.
Mademoiselle Clairon, como se sabe, era tan notable por su
belleza como por su talento de cantante y de actriz trágica; ella había
inspirado a un joven bretón, el Sr. S..., una de esas pasiones que
frecuentemente deciden una vida, cuando no se tiene la suficiente
fuerza de carácter para vencerla.
Mademoiselle Clairon no
correspondió sino con la amistad; sin embargo, las asiduidades del
Sr. S... se volvieron tan inoportunas que ella decidió romper toda
relación con él. La tristeza que él sintió le causó una larga
enfermedad de la cual falleció. El hecho sucedió en 1743. Dejemos
ahora hablar a mademoiselle Clairon.
«Dos años y medio habían pasado desde que nos conocimos hasta
su muerte. Envió a alguien para rogarme que yo le concediera la
dulzura de verlo en sus últimos momentos; mis allegados me
impidieron acceder a esa solicitud. Murió en la sola presencia de sus
criados y de una dama anciana, que era la única compañía que tenía
desde hacía mucho tiempo. En aquel entonces él vivía cerca de La
Chaussée d'Antin, próximo a las murallas que comenzaban a ser
construidas; yo, en la rue de Bussy, cerca de la rue de Seine (calle
del Sena) y de la abadía Saint-Germain (San Germán). Yo estaba
con mi madre y con varios amigos que vinieron a cenar conmigo...
Había terminado de cantar algunas bellas melodías pastorales que hubieron encantado a mis amigos, cuando al sonar las
once horas se produjo un grito muy agudo. Su modulación sombría y
su duración causaron espanto a todos; me sentí desfallecer y estuve
casi un cuarto de hora sin conocimiento...
«Toda mi gente, mis amigos, mis vecinos, incluso la policía, han
escuchado ese mismo grito, siempre a la misma hora, saliendo
siempre por debajo de mis ventanas y pareciendo surgir de la
vaguedad del aire... Raramente yo cenaba en la ciudad, pero cuando
lo hacía no se escuchaba nada, y varias veces, al preguntar a mi
madre y a mi gente sobre si había alguna novedad, cuando entraba
en mi cuarto el grito surgía entre nosotros. Una vez, el presidente
B..., en cuya casa había cenado, quiso llevarme a mi hogar para
asegurarse que nada me sucedería en el camino. En el momento en
que se despedía en mi puerta, el grito surgió entre él y yo. Así como
toda París, él sabía de esta historia: no obstante, lo recondujeron a su
carroza más muerto que vivo.
«En otra oportunidad le pedí a mi amigo Rosely que me
acompañase a la rue Saint-Honoré (calle San Honorato) para elegir
algunas telas. El único asunto de nuestra conversación era mi
aparecido (así se lo llamaba). Este joven, lleno de espíritu, no creía
en nada; sin embargo, había quedado impresionado con mi aventura
y me urgía a evocar el fantasma, prometiéndome creer en él si me
contestase. Ya sea por debilidad o por audacia, hice lo que me pedía:
el grito se escuchó tres veces y fue terrible por su estallido y rapidez.
A nuestro regreso, fue necesario el socorro de todos para sacarnos
del carruaje donde ambos estábamos desvanecidos. Después de esta
escena permanecí algunos meses sin escuchar nada. Creí haberme
liberado para siempre, pero estaba equivocada.
«Todos los espectáculos habían sido transferidos a Versalles para
el casamiento del Delfín. Me habían reservado un cuarto en la
avenue de Saint-Cloud (avenida San Cloud), que ocupé con la
señora Grandval. A las tres horas de la madrugada, le dije: Estamos
en el fin del mundo; sería muy difícil que el grito nos buscara aquí...
¡Y éste se hizo escuchar! La señora Grandval creyó que el infierno
entero estaba en el cuarto; corrió en camisón de arriba a abajo de la
casa, donde nadie pudo dormir esa noche; por lo menos, ésa ha sido
la última vez que el grito surgió.
«Siete u ocho días después, mientras conversaba con mis
compañías habituales, la campanada de las once horas se hizo seguir
de un tiro de fusil disparado en una de mis ventanas. Todos
escuchamos el tiro; todos vimos el fogonazo; la ventana no
presentaba ningún tipo de daño. Dedujimos que lo que se quería era
mi vida, que habían errado el blanco y que era necesario tomar
precauciones para el futuro. El Sr. Marville, que en aquel entonces
era teniente de policía, hizo inspeccionar todas las casas ubicadas
enfrente de la mía; en mi calle fueron apostados todos los espías
posibles; pero, por más cuidados que se hubieron tomado, durante tres meses seguidos
ese tiro fue visto y escuchado, siendo disparado siempre a la misma
hora y en la misma ventana, sin que nadie haya podido nunca ver de
qué lugar partía. De este hecho ha quedado constancia en los
registros de la policía.
«Acostumbrada a mi aparecido, al que yo no consideraba una
mala persona, ya que se limitaba a hacerme jugarretas, no me di
cuenta de la hora que era –puesto que hacía mucho calor– y abrí la
ventana en cuestión, apoyándonos el administrador y yo sobre el
balcón. Al sonar las once horas el tiro disparó y nos arrojó a ambos
al centro del cuarto, donde caímos como muertos. Cuando nos
recuperamos, fuimos a ver si no teníamos nada, y nos echamos a reír
como locos cuando constatamos que cada uno había recibido la más
terrible bofetada que jamás nos hayan dado, a él en la mejilla
izquierda y a mí en la derecha.
«Dos días después, al ser invitada por mademoiselle Dumesnil a
asistir a una pequeña fiesta nocturna que ella daba en su casa de
Barrière Blanche (Barrera Blanca), tomé un fiacre a las once
horas con mi criada. Bajo un bello claro de luna fuimos conducidas
por los bulevares que comenzaban a poblarse de casas. Mi criada me
dijo: ¿No fue aquí que murió el Sr. S...? –Según las informaciones
que he recibido, debe ser ahí, le dije, indicándole con mi dedo a una
de las dos casas que teníamos delante nuestro. Y de una de las dos se
disparó el mismo tiro de fusil que me perseguía: atravesó nuestro
carruaje e hizo conque el cochero redoblase la velocidad, creyéndose
que estaba siendo atacado por ladrones. Llegamos a la fiesta estando
apenas recompuestas y, por mi parte, presa de un terror que –
confieso– he conservado por mucho tiempo; pero esta proeza ha sido
la última con armas de fuego.
«A la explosión siguió un palmoteo, que repetía un determinado
compás. Ese ruido, al cual la bondad del público me había
acostumbrado, no me ha dejado hacer ningunas observaciones
durante largo tiempo; mis amigos las hicieron por mí. Hemos
espiado –me han dicho– y es a las once horas que se produce, casi
bajo vuestra puerta; nosotros lo hemos escuchado, pero no vimos a
nadie; esto no puede ser otra cosa que la continuidad de lo que
habéis pasado. Como este ruido no tenía nada de terrible, no
conservé el tiempo de su duración. Tampoco presté atención a los
sonidos melodiosos que después se hicieron escuchar; parecía que
una voz celestial recitase un aria noble y conmovedora que iba a ser
cantada; esta voz comenzaba en el carrefour de Bussy (cruce Bussy)
y finalizaba en mi puerta; al igual que como había sucedido con
todos los sonidos anteriores, éstos se escuchaban pero no se veía
nada. En fin, todo cesó después de un poco más de dos años y
medio.»
Posteriormente, mademoiselle Clairon se enteró a través de la
dama anciana que había sido la única amiga devota del Sr. S..., el relato de sus últimos
momentos.
«Él contaba –decía la anciana– todos los minutos, cuando a las
diez y media su lacayo vino a decirle que, decididamente, vos no
vendríais. Después de un momento de silencio, tomó mi mano con
una desesperación creciente que me asustó y dijo: ¡Insensible!... No
ganará nada con eso; ¡la perseguiré después de mi muerte tanto
como la he perseguido durante mi vida!... Quise tratar de calmarlo,
pero había muerto.»
En la edición que nosotros tenemos a la vista, este relato es
precedido por la siguiente nota sin firma:
«He aquí una anécdota muy singular que sin duda ha suscitado y
suscitará los más diferentes juicios. Se adora lo maravilloso, incluso
sin creer en ello: mademoiselle Clairon parece convencida de la
realidad de los hechos que cuenta. Nos contentaremos en hacer notar
que en el tiempo en que fue o se creyó atormentada por su
aparecido, ella tenía de veintidós años y medio a veinticinco; ésta es
la edad de la imaginación, y esa facultad era continuamente ejercida
y exaltada en ella por el género de vida que llevaba en el teatro y
fuera del mismo. Recordemos que dijo, en el comienzo de sus
Memorias que, en su infancia, solamente le contaban aventuras de
aparecidos y de hechiceros, que le aseguraban que se trataba de
historias verdaderas.»
Al no conocer el hecho sino por el relato de mademoiselle
Clairon, sólo podemos juzgar por inducción; ahora bien, he aquí
nuestro razonamiento. Este acontecimiento, descrito en sus más
mínimos detalles por la propia mademoiselle Clairon, tiene más
autenticidad que si hubiera sido narrado por un tercero. Agreguemos
que cuando ella escribió la carta en la que se encuentra el relato tenía
aproximadamente sesenta años, y que había pasado la edad de la
credulidad de que habla el autor de la nota. Este autor no pone en
duda la buena fe de mademoiselle Clairon sobre su aventura;
únicamente piensa que ella ha podido ser el juguete de una ilusión.
Que lo haya sido una vez, no sería nada sorprendente; pero que lo
haya sido durante dos años y medio, esto nos parece más difícil, y
más difícil aún es suponer que esta ilusión haya sido compartida por
tantas personas, testigos oculares y auriculares de los hechos, y hasta
por la propia policía. Para nosotros, que conocemos lo que puede
ocurrir en las manifestaciones espíritas, la aventura no tiene nada
que pueda sorprendernos, y la damos como probable. En esta
hipótesis, no tenemos dudas en pensar que el autor de todas esas
malas pasadas no era otro que el alma o el Espíritu S..., sobre todo si
observamos la coincidencia de sus últimas palabras con la duración
de los fenómenos. Él había dicho: La perseguiré después de mi
muerte tanto como la he perseguido durante mi vida. Ahora bien,
sus relaciones con mademoiselle Clairon habían durado dos años y medio, exactamente el mismo tiempo que duraron las
manifestaciones después de su muerte.
Algunas palabras aún sobre la naturaleza de este Espíritu. No era
malo, y mademoiselle Clairon está con la razón cuando no lo califica
como una mala persona; pero tampoco se puede decir que era la
bondad en persona. La pasión violenta a la cual sucumbía como
hombre, prueba que en él las ideas terrestres eran predominantes.
Los trazos profundos de esta pasión –que sobrevivió a la destrucción
del cuerpo– prueban que, como Espíritu, estaba todavía bajo la
influencia de la materia. Su venganza, por inofensiva que haya sido,
denota sentimientos poco elevados. Por lo tanto, si nos remitimos a
nuestro cuadro de la clasificación de los Espíritus, no será difícil
asignarle su rango; la ausencia de maldad real lo aparta naturalmente
de la última clase, la de los Espíritus impuros; pero evidentemente se
encuadra en las otras clases del mismo orden; nada en él podría
justificar un rango superior.
Algo digno de ser señalado es la sucesión de los diferentes modos
por los cuales ha manifestado su presencia. Ha sido en el mismo día
y en el momento de su muerte que se hace oír por primera vez, y
esto sucede en medio de una cena jovial. Cuando estaba encarnado,
veía a mademoiselle Clairon en pensamiento, rodeada con un halo
que la imaginación presta al objeto de una ardiente pasión; pero una
vez que el alma se ha despojado de su velo material, la ilusión da
lugar a la realidad. Él está ahí, a su lado, la ve rodeada de amigos,
debiendo por completo incitar sus celos; su alegría y su canto
parecen insultar a su desesperación, y ésta se manifiesta a través de
un grito de rabia que repite cada día a la misma hora, como para
reprocharle el haberse rehusado a consolarlo en sus últimos
momentos. A los gritos suceden los tiros de fusil, inofensivos –es
cierto–, pero que no por eso denotan menos una impotente rabia y el
deseo de perturbar su reposo. Posteriormente, su desesperación
reviste un carácter más calmo; influido, sin duda, por ideas más
sanas, parece haberse resignado; sólo le queda el recuerdo de los
aplausos de que ella era objeto, y los repite. En fin, más tarde le dice
adiós, haciéndola escuchar sonidos que parecían como el eco de esa
voz melodiosa que tanto lo había encantado cuando estaba
encarnado.
_______________________________________________
* Mademoiselle Clairon nació en 1723 y falleció en 1803. Debutó en la
Compañía Italiana a la edad de 13 años y en la Comédie Française en 1743. Se retiró del
teatro en 1765, a la edad de 42 años. [Nota de Allan Kardec.]
El movimiento impreso a los cuerpos inertes por medio de la
voluntad es hoy tan conocido que sería casi pueril relatar hechos
de este género; no es lo mismo cuando este movimiento es
acompañado de ciertos fenómenos menos comunes, tales como, por
ejemplo, el de la suspensión en el espacio. Aunque los anales del
Espiritismo citen numerosos ejemplos sobre el particular, este
fenómeno presenta una derogación tal de las leyes de la gravedad
que la duda parece tan natural para cualquiera que no haya sido
testigo de los mismos. Por más habituados que estamos a las cosas
extraordinarias, nosotros mismo –lo reconocemos– hemos quedado
muy contento en poder constatar su realidad. Los hechos que vamos
a relatar han sucedido varias veces ante nuestros ojos en las
reuniones que tuvieron lugar en otros tiempos en la casa del Sr.
B…, rue Lamartine, y sabemos que muchas veces se han
producido en otros lugares; por lo tanto, podemos certificarlos como
indiscutibles. He aquí cómo las cosas han ocurrido.
Ocho o diez personas, entre las cuales algunas se encontraban
dotadas de un poder especial, sin ser no obstante médiums
reconocidos, se colocaban alrededor de una mesa de salón pesada y
maciza, con las manos apoyadas sobre el borde de la misma y todas
unidas en la intención y en la voluntad. Al cabo de un tiempo más o
menos largo –diez minutos o un cuarto de hora, según las
disposiciones ambientales más o menos favorables–, la mesa se
ponía en movimiento a pesar de su peso de casi 100 kilos, se
deslizaba a la derecha o a la izquierda sobre el parqué y se trasladaba
a las distintas partes designadas del salón, levantándose después, ya
sea sobre una pata o sobre la otra, hasta formar un ángulo de 45
grados, balanceándose con rapidez e imitando el cabeceo y el vaivén
de un navío. Si en esta posición los asistentes redoblasen los
esfuerzos por medio de su voluntad, la mesa se levantaba
completamente del suelo, a 10 ó 20 centímetros de elevación y se
sostenía así en el espacio sin ningún punto de apoyo, durante
algunos segundos, cayendo después con todo su peso.
El movimiento de la mesa, su erguimiento sobre una pata y su
balanceo se producían casi a voluntad, a menudo varias veces en la
reunión y también frecuentemente sin ningún contacto de las manos;
sólo la voluntad era suficiente para que la mesa se dirigiera hacia el
lado indicado. El aislamiento completo era más difícil de obtenerse,
pero ha sido repetido bastante a menudo como para que no pudiese
ser considerado un hecho excepcional. Ahora bien, de ninguna
manera esto sucedía en la sola presencia de adeptos, a los que podría
creerse demasiado accesibles a la ilusión, sino delante de veinte o
treinta personas, entre las cuales se contaban algunas muy poco
simpáticas y que no dejaban de suponer alguna preparación secreta,
sin tener consideración para con los dueños de la casa, cuyo carácter
honorable debería alejar toda sospecha de superchería y para quienes
sería, además, un extraño placer pasar varias horas por semana
mistificando sin provecho a una asamblea.
Hemos relatado los hechos con toda su simplicidad, sin restricción
ni exageración. Por lo tanto, no diremos que hemos visto la mesa dar
vueltas en el aire como una pluma; pero tal como se presenta, este
hecho no demuestra menos la posibilidad del aislamiento de los
cuerpos pesados sin punto de apoyo, por medio de un poder hasta
ahora desconocido. Tampoco diremos que sea suficiente extender la
mano o hacer un signo cualquiera para que al instante la mesa se
mueva y se eleve como por encanto.
Al contrario, en verdad diremos que los primeros movimientos se
operaban siempre con una cierta lentitud y que no adquirían sino
gradualmente su máximo de intensidad. El erguimiento completo
sólo tuvo lugar después de varios movimientos preparatorios que
eran como ensayos y una especie de impulso. El poder actuante
parecía redoblar sus esfuerzos con el aliento de los asistentes, como
un hombre o un caballo que realizase una tarea pesada, y a los que
se incita con la voz y con el gesto. Una vez producido el efecto, todo
volvía a la calma y en algunos instantes no se obtenía nada, como si
este mismo poder hubiera tenido necesidad de reponer fuerzas.
A menudo tendremos ocasión de citar fenómenos de este género,
ya sea espontáneos o provocados, y efectuados en proporciones y en
circunstancias bien más extraordinarias; pero cuando hayamos sido
testigo de los mismos, los relataremos siempre de manera que evite
toda interpretación falsa o exagerada. Si en el hecho relatado más
arriba nos hubiésemos contentado con decir que habíamos visto una
mesa de 100 kilos levantarse al solo contacto de las manos,
seguramente mucha gente habría imaginado que se había levantado
hasta el techo y con extrema rapidez. Es así como las cosas más
simples se vuelven prodigios de acuerdo a las proporciones que le
presta la imaginación. ¡Qué decir cuando los hechos han atravesado
los siglos y pasado por boca de los poetas! Si se dijera que la
superstición es hija de la realidad, parecería que se quisiese caer en
una paradoja y, no obstante, nada es más verdadero; no hay
superstición que no repose en un fondo real; todo está en discernir
dónde termina una y dónde comienza la otra. El verdadero medio de
combatir las supersticiones no es rechazándolas de manera absoluta;
en el espíritu de ciertas personas hay ideas que no se desarraigan
fácilmente, porque siempre tienen hechos para citar en apoyo a su
opinión; por el contrario, hay que mostrar lo que existe de real;
entonces, sólo restará la exageración ridícula a la cual el buen
sentido hará justicia.
Para llegar al bosque de Dodona, pasemos por la rue Lamartine y detengámonos un instante en la casa del Sr. B..., donde hemos
visto un mueble dócil presentarnos un nuevo problema de estática.
En un número cualquiera, los asistentes se colocan alrededor de la
mesa en cuestión y en un orden igualmente indistinto, ya que no hay
allí ni números ni lugares cabalísticos; ellos tienen las manos
apoyadas sobre el borde de la misma; ya sea mentalmente o en voz
alta, hacen un llamado a los Espíritus que tienen la costumbre de
aceptar su invitación. Nuestra opinión sobre ese género de Espíritus
es conocida, por lo que los tratamos casi sin ceremonia. Apenas
cuatro o cinco minutos hubieron transcurrido cuando un ruido claro
de toc, toc se hace escuchar en la mesa, lo suficientemente fuerte
como para ser escuchado en la habitación vecina, y se repite durante
todo el tiempo y con la frecuencia que se desee. La vibración se hace
sentir en los dedos, y al poner el oído en la mesa se reconoce sin
error que el ruido tiene su fuente en la propia substancia de la
madera, porque toda la mesa vibra, desde sus patas hasta la
superficie.
¿Cuál es la causa de este ruido? ¿Es la madera que cruje o es –
como dicen– un Espíritu? Para comenzar, apartemos toda idea de
superchería; estamos en la casa de gente demasiado seria y muy bien
relacionada como para divertirse a costa de los que han consentido
en invitar; además, esta casa no es de manera alguna privilegiada;
los mismos hechos se producen en otras cien igualmente honorables.
A la espera de la respuesta, permitid una pequeña digresión.
Un joven candidato a bachiller estaba en su cuarto, ocupado en
repasar su examen de Retórica; llaman a la puerta. Pienso que
admitiréis que puede distinguirse la naturaleza del ruido y sobre todo
su repetición, si es causado por un crujido de la madera, por la
agitación del viento o por cualquier otra causa fortuita, o si es
alguien que golpea para entrar. En este último caso el ruido tiene un
carácter intencional que es inconfundible; esto es lo que dice nuestro
estudiante. Sin embargo, para no distraerse inútilmente, quiso
asegurarse poniendo al visitante a prueba. Si es alguien –dijo–, dad
uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis golpes; golpead arriba, abajo, a la
derecha y a la izquierda; llevad el compás, tocad la llamada militar,
etcétera, y a cada una de estas órdenes el ruido obedecía con la más
perfecta puntualidad. Seguramente –pensó– no puede tratarse del
crujido de la madera, ni del viento, ni tampoco de un gato, por más
inteligentes que se lo suponga. He aquí un hecho; veamos a qué
consecuencia nos conducirán los
argumentos silogísticos. Entonces hizo el siguiente razonamiento:
Escucho ruidos; por lo tanto, algo los produce. Este ruido obedece a
mis órdenes; por lo tanto, la causa que lo produce me comprende.
Ahora bien, lo que comprende tiene inteligencia; por lo tanto, la
causa de ese ruido es inteligente. Si es inteligente, no es ni la madera
ni el viento; por lo tanto, si no es ni la madera ni el viento, es
alguien. Entonces fue a abrir la puerta. Puede verse que no es
necesario ser un doctor para sacar esta conclusión, y consideramos a
nuestro aprendiz de bachiller lo suficientemente firme en sus
principios como para obtener la siguiente: Supongamos que al abrir
la puerta no encuentre a nadie y que el ruido continúe exactamente
de la misma manera; él proseguirá su sorites: «Acabo de probar sin
réplicas que el ruido es producido por un ser inteligente, ya que
responde a mi pensamiento. Siempre escucho este ruido delante de
mí y es cierto que no soy yo quien golpea; por lo tanto, es otro;
ahora bien, a este otro yo no lo veo: por lo tanto, es invisible. Los
seres corporales que pertenecen a la Humanidad son perfectamente
visibles; ahora bien, el que golpea, siendo invisible, no es un ser
humano corporal. Ahora bien, ya que llamamos Espíritus a los seres
incorpóreos, el que golpea –no siendo un ser corporal– es, por lo
tanto, un Espíritu.»
Consideramos rigurosamente lógicas las conclusiones de nuestro
estudiante; sólo que lo que hemos dado como una suposición es una
realidad, en lo que respecta a las experiencias que se hacían en la
casa del Sr. B... Hemos de agregar que no había necesidad de la
imposición de las manos y que todos los fenómenos se producían
igualmente cuando la mesa estaba aislada de cualquier contacto. De
este modo, según el deseo expresado, los golpes eran dados en la
mesa, en la pared, en la puerta y en el lugar designado verbal o
mentalmente; indicaban la hora y el número de las personas
presentes; ejecutaban el toque de tambores, la llamada militar y el
ritmo de un aria conocida; imitaban el trabajo del tonelero, el
chirrido de una sierra, el eco, los fuegos graneados o de pelotones y
muchos otros efectos demasiado extensos de describir. Se nos ha
dicho haber escuchado en ciertos Círculos imitar el silbido del
viento, el murmullo de las hojas, el fragor del trueno, el embate de
las olas, lo que nada tiene de sorprendente. La inteligencia de la
causa se volvía patente cuando, por medio de esos mismos golpes,
se obtenían respuestas categóricas a ciertas preguntas; ahora bien, es
a esta causa inteligente que nosotros llamamos o, mejor dicho, que a
sí misma se ha llamado Espíritu. Cuando este Espíritu quería hacer
una comunicación más desarrollada, indicaba por un signo particular
que quería escribir; entonces, el médium psicógrafo tomaba el lápiz
y transmitía su pensamiento por escrito.
Entre los asistentes –no hablamos de aquellos que estaban
alrededor de la mesa, sino de todas las personas que llenaban el
salón– había los incrédulos genuinos, los medio creyentes y los fervientes adeptos,
mezcla poco favorable, como sabemos. A los primeros, los dejamos
de buen grado, esperando que la luz se haga para ellos. Nosotros
respetamos todas las creencias, incluso hasta la incredulidad que
también es una especie de creencia, cuando a sí misma se respeta lo
suficientemente como para no herir las opiniones contrarias. Por lo
tanto, no hablaríamos de esto si no nos proporcionara una
observación útil. Su razonamiento, mucho menos prolijo que el de
nuestro estudiante, se resume generalmente así: Yo no creo en los
Espíritus; por lo tanto, no deben ser Espíritus. Ya que no son
Espíritus, debe tratarse de una prestidigitación. Naturalmente, esta
conclusión nos lleva a suponer que la mesa estaba trucada a la
manera de Robert Houdin.45 Nuestra respuesta a esto es bien simple:
en primer lugar, sería necesario que todas las mesas y todos los
muebles estuviesen trucados, puesto que no los hay privilegiados; en
segundo lugar, no conocemos ningún mecanismo lo suficientemente
ingenioso para producir a voluntad todos los efectos que hemos
descrito; en tercer lugar, sería necesario que el Sr. B... hubiese
trucado las paredes y las puertas de su residencia, lo que es muy
poco probable; finalmente, en cuarto lugar, sería necesario que se
hubiera hecho trucar del mismo modo las mesas, las puertas y las
paredes de todas las casas donde diariamente se producen
fenómenos semejantes, lo que no es muy presumible, porque se
conocería al hábil constructor de tantas maravillas.
Los medio creyentes admiten todos los fenómenos, pero están
indecisos sobre la causa de los mismos. A éstos los remitimos a los
argumentos de nuestro futuro bachiller.
Los creyentes presentan tres matices bien característicos: los que
sólo ven en esas experiencias una diversión y un pasatiempo, y cuya
admiración se expresa en estas palabras u otras análogas: ¡Es
asombroso! ¡Es singular! ¡Es muy divertido! Pero no van más allá
de eso. Luego vienen las personas serias, instruidas y observadoras,
a las cuales no se les escapa ningún detalle y para quienes las
mínimas cosas son objeto de estudio. Y finalmente se encuentran los
ultracreyentes –por así decirlo– o, mejor dicho, los creyentes ciegos,
a los cuales se les puede reprochar un exceso de credulidad, cuya fe
no lo suficientemente esclarecida les da una confianza tal en los
Espíritus, que les adjudican todos los conocimientos y
principalmente la presciencia. Además, es con la mejor fe del
mundo que piden noticias de todos sus asuntos, sin pensar que por
dos centavos habrían sabido lo mismo del primer echador de la
buenaventura. Para ellos, la mesa parlante no es un objeto de estudio
y de observación: es un oráculo. No tiene en su contra sino su forma
trivial y sus usos demasiado vulgares; pero si la madera de la que
está hecha, en lugar de ser
utilizada para las necesidades domésticas, estuviese de pie, tendríais
un árbol parlante; si fuese tallada como estatua, tendríais un ídolo
ante el cual los pueblos crédulos vendrían a postrarse.
Ahora crucemos los mares y veinticinco siglos, transportándonos
al pie del monte Tomaros en el Epiro; allí encontraremos el bosque
sagrado, cuyas encinas daban oráculos; añadid ahí el prestigio del
culto y la pompa de las ceremonias religiosas, y fácilmente os
explicaréis la veneración de un pueblo ignorante y crédulo que no
podía ver la realidad a través de tantos medios de fascinación.
La madera no es la única substancia que puede servir de vehículo
a las manifestaciones de los Espíritus golpeadores. Nosotros las
hemos visto producirse en la pared y, por consecuencia, en la piedra.
Por lo tanto, tenemos también las piedras parlantes. Si estas piedras
representasen un personaje sagrado, tendremos la estatua de
Memnón, o la de Júpiter Ammón, dando oráculos como los árboles
de Dodona.
Es cierto que la Historia no nos dice que esos oráculos eran dados
por golpes, como lo vemos en nuestros días. En el bosque de
Dodona, era por el silbido del viento a través de los árboles, por el
murmullo de las hojas o el susurro de la fuente que brotaba al pie de
la encina consagrada a Júpiter. Se dice que la estatua de Memnón
emitía sonidos melodiosos con los primeros rayos de sol. Pero la
Historia también nos dice –como tendremos ocasión de
demostrarlo– que los Antiguos conocían perfectamente los
fenómenos atribuidos a los Espíritus golpeadores. No hay ninguna
duda de que éste es el principio de su creencia en la existencia de
seres animados en los árboles, en las piedras, en las aguas, etc. Pero
desde que este género de manifestaciones fue explotado, los golpes
ya no eran más suficientes; los visitantes eran demasiado numerosos
como para darles una sesión particular a cada uno; además, esto
hubiera sido una cosa bastante sencilla: era necesario el prestigio, y
desde el momento en que enriquecían el templo con sus ofrendas,
era necesario retribuir su dinero convenientemente. Lo esencial era
que el objeto fuese visto como sagrado y habitado por una divinidad;
desde ese momento, se podía hacerle decir todo lo que se quisiera,
sin tomar tantas precauciones.
Los sacerdotes de Memnón usaban –dicen– la superchería; la
estatua era hueca, y los sonidos que emitía eran producidos por
algún medio acústico. Esto es posible y hasta probable. Los Espíritus
–incluso los simples golpeadores, que en general son menos
escrupulosos que los otros– no están siempre a la disposición del
primero que llegue, como ya lo hemos dicho; tienen su voluntad,
sus ocupaciones, sus susceptibilidades y ni a unos ni a otros les
gusta ser explotados por la codicia. ¡Qué descrédito para los
sacerdotes si no hubieran podido hacer hablar a su ídolo en esa
ocasión! Era preciso
suplir su silencio y, en caso de necesidad, ayudarlo; además, era
mucho más cómodo no tener tanto trabajo, al poder formular la
respuesta según las circunstancias. Lo que vemos en nuestros días
no prueba menos que las creencias antiguas tenían como principio el
conocimiento de las manifestaciones espíritas, y es con razón que
hemos dicho que el Espiritismo moderno es el despertar de la
Antigüedad, pero de la Antigüedad esclarecida por las luces de la
civilización y de la realidad.
6 de enero de 1858
1
Tú, que posees, escúchame. Un día dos hijos de un mismo padre
recibieron un celemín de trigo cada uno. El hijo mayor guardó el
suyo en un lugar oculto; el otro encontró en su camino a un pobre
que pedía limosna; corrió hacia él y echó en el faldón de su capote la
mitad del trigo que le había correspondido; después, continuó su
senda y se fue a sembrar el resto en el campo paterno.
Ahora bien, por esos tiempos sobrevino una hambruna y las aves
del cielo morían al borde del camino. El hermano mayor corrió a su
escondite, pero allí sólo encontró polvo; el menor se fue a
contemplar tristemente su trigo seco antes de la cosecha, cuando
encontró al pobre que había asistido. Hermano –le dijo el mendigo–,
yo iba a morir y tú me socorriste; ahora que la esperanza está seca en
tu corazón, sígueme. Tu medio celemín se quintuplicó en mis
manos; aplacaré tu hambre y vivirás en la abundancia.
2
¡Escúchame, avaro! ¿Conoces la felicidad? Sí, ¿no es cierto? Tus
ojos brillan con un oscuro destello en las órbitas que la avaricia ha
cavado más profundamente; tus labios se aprietan; tu nariz tiembla y
tus oídos se aguzan. Sí, escucho, es el ruido del oro que tu mano
acaricia al echarlo en tu escondrijo. Tú dices: Es la voluptuosidad
suprema. ¡Silencio! Alguien viene. Cierra de prisa. ¡Oh, qué pálido
estás! Tu cuerpo se estremece. Tranquilízate; los pasos se alejan.
Abre; observa nuevamente tu oro. Abre; no tiembles; te encuentras
completamente solo. ¡Escucha! No, no es nada; es el viento que
silba al pasar por el
umbral. ¡Observa cuánto oro! Húndete a manos llenas: haz que
suene el metal; estás feliz.
¡Feliz, tú! Pero en la noche no tienes reposo y tu sueño es
atormentado por fantasmas.
¡Tienes frío! Acércate a la chimenea; caliéntate en ese fuego que
crepita tan agradablemente. La nieve cae; el viajero friolento se
cubre con su capa y el pobre tirita bajo sus harapos. La llama del
hogar se va extinguiendo; echa más leña. Pero no, ¡detente! Es tu
oro que consumes con esa leña; es tu oro que quemas.
¡Tienes hambre! Ten, toma; sáciate; todo esto es tuyo, lo has
pagado con tu oro. ¡Con tu oro! Esta abundancia te indigna; ¿lo
superfluo es necesario para mantener tu vida? No, este pequeño
pedazo de pan bastará; hasta es demasiado. Tus ropas caen en
jirones; tu casa se agrieta y amenaza ruina; sufres frío y hambre;
¡pero qué te importa! Tienes oro.
¡Desdichado! La muerte te separará de ese oro. Lo dejarás al
borde de la tumba, como el polvo que el viajero sacude en el umbral
de la puerta, donde su amada familia lo espera para celebrar su
regreso.
Tu sangre empobrecida –envejecida por tu miseria voluntaria– se
ha helado en tus venas. Herederos ávidos acaban de tirar tu cuerpo
en un rincón del cementerio; hete aquí cara a cara con la eternidad.
¡Miserable! ¿Qué has hecho de ese oro que te ha sido confiado para
aliviar al pobre? ¿Escuchas estas blasfemias? ¿Ves esas lágrimas?
¿Ves aquella sangre? Aquellas blasfemias son las del sufrimiento
que habrías podido calmar; esas lágrimas, tú las has hecho correr;
esta sangre, tú la has derramado. Tienes horror de ti; querrías huir
pero no puedes. ¡Sufres como un condenado! Y te retuerces en tu
sufrimiento. ¡Sufre! Nada de piedad para ti. No has tenido un buen
corazón para con tus hermanos desdichados; ¿quién lo tendrá ahora
para ti? ¡Sufre! ¡Sufre siempre! Tu suplicio no tendrá fin. Para
punirte, Dios quiere que así lo CREAS.
Nota – Al escuchar el final de estas elocuentes y poéticas palabras, estábamos todos sorprendidos de oír a san Luis hablar de
la eternidad de los sufrimientos, considerando que todos los Espíritus superiores concuerdan en combatir esta creencia, cuando
estas últimas palabras: Para punirte, Dios quiere que así lo CREAS, han venido a explicar todo. Nosotros las reprodujimos dentro de los caracteres generales de los Espíritus del tercer orden. En efecto, cuanto más imperfectos son los Espíritus, más limitadas y circunscriptas son sus ideas; el porvenir es para ellos incierto: no lo
comprenden. Sufren, sus sufrimientos son prolongados y para el que sufre mucho tiempo, esto es como sufrir siempre. Este pensamiento es en sí un castigo.
En un próximo artículo citaremos casos de manifestaciones que podrán esclarecernos sobre la naturaleza de los sufrimientos del Más
Allá.
Nota – La señorita Clary D..., interesante niña fallecida en 1850 a
la edad de 13 años, ha permanecido desde entonces como el genio
de su familia, donde frecuentemente es evocada y a la cual ha dado
un gran número de comunicaciones del más alto interés. La
conversación que relataremos a continuación ha tenido lugar entre
ella y nosotros el 12 de enero de 1857, por intermedio de su
hermano médium.
1. –Preg. ¿Tenéis un recuerdo preciso de vuestra existencia
corporal? –Resp. El Espíritu ve el presente, el pasado y un poco el
futuro, según su perfección y su proximidad a Dios.
2. –Preg. Esta condición de la perfección, ¿es solamente relativa
al futuro, o también se relaciona con el presente y el pasado? –Resp.
El Espíritu ve el futuro más claramente a medida que se acerca a
Dios. Después de la muerte, el alma ve y abarca de un vistazo todas
sus emigraciones pasadas, pero no puede ver lo que Dios le prepara;
para ello es necesario estar por entero en Dios, después de muchas
existencias.
3. –Preg. ¿Sabéis en qué época habréis de reencarnar? –Resp. En
10 ó 100 años.
4. –Preg. ¿Será en la Tierra o en otro mundo? –Resp. En otro
mundo.
5. –Preg. Con relación a la Tierra, el mundo en que estaréis ¿se
encuentra en condiciones mejores, iguales o inferiores? –Resp.
Mucho mejores que las de la Tierra; allá uno es feliz.
6. –Preg. Puesto que estáis aquí entre nosotros, os encontráis en
un lugar determinado, ¿en cuál? –Resp. Estoy con una apariencia
etérea; puedo decir que mi Espíritu propiamente dicho se extiende
mucho más lejos; veo muchas cosas y me transporto bien lejos de
aquí con la velocidad del pensamiento; mi apariencia está a la
derecha de mi hermano y dirige su brazo.
7. –Preg. Ese cuerpo etéreo del que estáis revestida, ¿os permite
experimentar las sensaciones físicas, como por ejemplo las del calor
o del frío? –Resp. Cuando me acuerdo mucho de mi cuerpo, siento
una especie de impresión como cuando uno se quita una capa y se
cree que todavía la lleva por algún tiempo después.
8. –Preg. Acabáis de decir que podéis transportaros con la rapidez
del pensamiento; ¿no es el pensamiento la propia alma que se
desprende de su envoltura? –Resp. Sí.
9. –Preg. Cuando vuestro pensamiento se traslada hacia alguna
parte, ¿cómo se produce la separación de vuestra alma? –Resp. La
apariencia se disipa; el pensamiento sigue solo.
10. –Preg. Por lo tanto, es una facultad que se separa; ¿el ser
permanece donde está? –Resp. La forma no es el ser.
11. –Preg. ¿Pero cómo obra este pensamiento? ¿No obra siempre
por intermedio de la materia? –Resp. No.
12. –Preg. Cuando vuestra facultad de pensar se separa, ¿no
obráis entonces por intermedio de la materia? –Resp. La sombra se
disipa, y se reproduce donde el pensamiento la guía.
13. –Preg. Puesto que sólo teníais 13 años cuando vuestro cuerpo
murió, ¿cómo es que podéis darnos, sobre cuestiones abstractas,
respuestas que están fuera del alcance de una niña de vuestra edad?
–Resp. ¡Mi alma es tan antigua!
14. –Preg. Entre vuestras existencias anteriores, ¿podéis citarnos
una de las que más han elevado vuestros conocimientos? –Resp.
Estuve en el cuerpo de un hombre al que transformé en virtuoso;
después de su muerte he estado en el cuerpo de una jovencita, cuyo
rostro era el reflejo del alma; Dios me ha recompensado.
15. –Preg. ¿Podríamos veros aquí tal como estáis actualmente? –
Resp. Sí, podríais.
16. –Preg. ¿Cómo podríamos? ¿Depende de nosotros, de vos o de
personas más íntimas? –Resp. De vosotros.
17. –Preg. ¿Qué condiciones deberíamos cumplir para ello? –
Resp. Concentraos durante algún tiempo, con fe y fervor; sed menos
numerosos, aislaos un poco y haced venir a un médium del género
de Home.
Los fenómenos operados por el Sr. Home han producido aún más
sensación porque han venido a confirmar los relatos maravillosos
llegados de ultramar, a cuya veracidad se le atribuía una cierta
desconfianza. Él nos ha mostrado que, dejando a un lado las posibles
exageraciones, aún quedaba bastante como para atestar la realidad
de los hechos que se verifican fuera de todas las leyes conocidas.
Se ha hablado del Sr. Home en los más diversos sentidos, y
reconocemos que falta mucho para que le sea simpático a todo el
mundo, a unos por tener ideas preconcebidas, a otros por ignorancia.
Podremos hasta admitir
59
entre estos últimos una opinión concienzuda, por no haber logrado
constatar los hechos por sí mismos; pero si, en este caso, la duda es
permitida, una hostilidad sistemática y apasionada está siempre
fuera de lugar. En todo caso, juzgar lo que no se conoce es una falta
de lógica, y desacreditar sin pruebas es un olvido de las
conveniencias. Por un instante, hagamos abstracción de la
intervención de los Espíritus, y no veamos en los hechos relatados
sino simples fenómenos físicos. Cuanto más extraños son estos
hechos, más atención merecen. Explicadlos como quisiereis, pero no
los neguéis a priori, si no queréis poner en duda vuestro juicio. Lo
que debe sorprender, y lo que nos parece aún más anormal que los
fenómenos en cuestión, es ver a aquellos mismos que sin cesar
despotrican contra la oposición de ciertas corporaciones eruditas –en
lo que respecta a las ideas nuevas– que constantemente les echan en
cara, y esto en los términos menos comedidos, los sinsabores
sufridos por los autores de los descubrimientos más importantes:
Fulton, Jenner y Galileo –que a cada instante citan–, caer
aquellos mismos en un defecto semejante, ellos que dicen, con
razón, que hace todavía pocos años, cualquiera que hubiera hablado
de comunicarse en algunos segundos de un extremo al otro del
mundo, habría pasado por insensato. Si creen en el progreso, del que
se dicen los apóstoles, que por lo tanto sean consecuentes consigo
mismos y no se granjeen el reproche que les hacen a los otros de
negar lo que no comprenden.
Volvamos al Sr. Home. Llegado a París en el mes de octubre de
1855, se encontró desde un principio lanzado al mundo más elevado,
circunstancia que hubiera debido imponer más circunspección en el
juicio formado sobre él, ya que cuanto más elevado y esclarecido es
ese mundo, menos sospechoso es el hecho de dejarse engañar
benévolamente por un aventurero. Inclusive esta posición ha
suscitado comentarios. Se preguntan quién es el Sr. Home. Para
vivir en ese mundo, para hacer costosos viajes, es necesario –dicen–
que tenga fortuna. Si no la tiene, es necesario que sea amparado por
personas poderosas. Sobre este tema se han levantado mil
suposiciones, unas más ridículas que las otras. ¡Qué no se ha dicho
también de su hermana, a la que ha ido a buscar hace alrededor de
un año; decían que era una médium más potente que él; que ambos
deberían realizar prodigios capaces de hacer palidecer los de Moisés.
Más de una vez nos han dirigido preguntas sobre este asunto; he
aquí nuestra respuesta.
Al llegar a Francia, el Sr. Home no se ha dirigido al público; no le
gusta ni busca la publicidad. Si hubiera venido con un objetivo de
especulación, hubiese recorrido el país llamando a la propaganda en
su ayuda; habría buscado todas las ocasiones de mostrarse, mientras
que él las evita; hubiera puesto un precio a sus manifestaciones,
mientras que no pide nada a nadie.
A pesar de su reputación, el Sr. Home no es por lo tanto lo que
puede llamarse un hombre público; su vida privada no pertenece
más que a él. Puesto que nada pide, nadie tiene el derecho de
inquirir cómo vive, sin cometer una indiscreción. ¿Es amparado por
personas poderosas? Esto no es de nuestra incumbencia; todo lo que
podemos decir es que en esta sociedad de élite él ha conquistado
simpatías reales y ha hecho amigos dedicados, mientras que con un
embaucador la gente se divierte, le paga y se terminó. Por lo tanto,
nosotros no vemos en el Sr. Home sino una cosa: un hombre dotado
de una facultad notable. El estudio de esta facultad es todo lo que
nos interesa, y todo lo que debe interesar a cualquiera que no esté
movido únicamente por un sentimiento de curiosidad. Acerca de él,
la Historia todavía no ha abierto el libro de sus secretos; hasta que
esto suceda, él pertenece sólo a la ciencia. En cuanto a su hermana,
he aquí la verdad: es una niña de once años, que ha traído a París
para ser educada y de la que ha sido encargada una ilustre persona.
Ella apenas sabe en qué consiste la facultad de su hermano. Como se
ve, es muy simple y muy prosaico para los aficionados a lo
maravilloso.
Ahora, ¿por qué el Sr. Home ha venido a Francia? No ha sido en
absoluto para buscar fortuna, como acabamos de probarlo. ¿Es para
conocer el país? No lo recorre, sale poco, y de ninguna manera tiene
los hábitos de un turista. El motivo evidente ha sido el consejo de los
médicos que creen que el aire de Europa es necesario para su salud,
pero los hechos más naturales son frecuentemente providenciales.
Por lo tanto, pensamos que si ha venido es porque debía venir.
Francia –todavía en duda en lo que concierne a las manifestaciones
espíritas– tenía necesidad de recibir una gran sacudida al respecto;
fue el Sr. Home quien recibió esta misión, y cuanto mayor ha sido la
sacudida, mayor ha sido su repercusión. La posición, el crédito, las
luces de aquellos que lo han recibido, y que se han convencido por
la evidencia de los hechos, han conmovido las convicciones de una
multitud de gente, incluso entre los que no han podido ser testigos
oculares. Por lo tanto, la presencia del Sr. Home ha sido un poderoso
auxiliar para la propagación de las ideas espíritas; si no ha
convencido a todos, ha lanzado semillas que han de fructificar a
medida que los médiums se multipliquen. Esta facultad, como lo
hemos dicho en otra parte, de ninguna manera es un privilegio
exclusivo; existe en estado latente y en diversos grados entre una
multitud de individuos, sólo esperando una ocasión para
desarrollarse; el principio está en nosotros por el propio efecto de
nuestro organismo; está en la Naturaleza; todos nosotros tenemos su
germen, y no está lejos el día en que veremos a los médiums surgir
en todos los puntos, en medio de nosotros, en nuestras familias,
entre los pobres y los ricos, para que la verdad sea conocida por
todos, porque según lo que nos ha sido anunciado, es una nueva era,
una nueva fase que comienza para la Humanidad.
La evidencia y la divulgación de los fenómenos espíritas darán un
nuevo curso a las ideas morales, como el vapor ha dado un nuevo
curso a la industria.
Si la vida privada del Sr. Home debe ser cerrada a las
investigaciones de una indiscreta curiosidad, existen ciertos detalles
que a justo título pueden interesar al público y que incluso son útiles
dar a conocer para una mejor apreciación de los hechos.
El Sr. Daniel Dunglas Home nació el 15 de marzo de 1833, cerca
de Edimburgo. Por lo tanto, actualmente tiene 24 años. Desciende de
la antigua y noble familia de los Dunglas de Escocia, antaño
soberana. Es un joven de talla mediana, rubio, cuya fisonomía
melancólica no tiene nada de excéntrica; es de una complexión muy
delicada, de hábitos sencillos y suaves, de un carácter afable y
benévolo en el que el contacto con las grandezas no ha infundido ni
altivez ni ostentación. Dotado de una excesiva modestia, nunca hace
alarde de su maravillosa facultad, jamás habla de sí mismo y si en la
expansión de la intimidad cuenta sus cosas personales, es con
simplicidad y nunca con el énfasis propio de las personas con las
que la malevolencia trata de compararlo. Varios hechos íntimos, que
son de nuestro conocimiento personal, prueban sus sentimientos
nobles y una gran elevación de alma; lo hemos constatado con tanto
más placer cuanto más se conoce la influencia de las disposiciones
morales sobre la naturaleza de las manifestaciones.
Los fenómenos de los que el Sr. Home es instrumento
involuntario han sido a veces contados por amigos demasiado
afanosos con un entusiasmo exagerado, del cual se ha apoderado la
malevolencia. Tal como son, ellos no tienen necesidad de una
amplificación, más dañosa que útil a la causa. Al ser nuestro
objetivo el estudio serio de todo lo que se relacione con la ciencia
espírita, nos concentraremos en la estricta realidad de los hechos
constatados por nosotros mismos o por los testigos oculares más
dignos de fe. Por lo tanto, podremos comentarlos con la certeza de
no razonar sobre cosas fantásticas.
El Sr. Home es un médium del género de los que producen
manifestaciones ostensibles, sin excluir por ello las comunicaciones
inteligentes; pero sus predisposiciones naturales le dan para los
primeros una aptitud más especial. Bajo su influencia, los ruidos
más extraños se hacen oír, el aire se agita, los cuerpos sólidos se
mueven, se levantan, se transportan de un lugar para otro a través del
espacio, los instrumentos de música hacen escuchar sus sonidos
melodiosos, seres del mundo extracorpóreo aparecen, hablan,
escriben y a menudo abrazan a las personas hasta el punto de
provocarles dolor. Él mismo varias veces se ha visto, en presencia
de testigos oculares, levantado sin sostén a varios metros de altura.
De lo que nos ha sido enseñado sobre el rango de los Espíritus que
en general producen estas especies de manifestaciones, no hay que
llegar a la conclusión de que el Sr. Home está en relación solamente
con la clase ínfima del mundo espírita. Su carácter y las cualidades
morales que lo distinguen deben, al contrario, granjearle la simpatía
de los Espíritus superiores; para estos últimos, él no es más que un
instrumento destinado a abrir los ojos a los ciegos por medios
enérgicos, sin ser por ello privado de las comunicaciones de un
orden más elevado. Es una misión que él ha aceptado, misión que no
está exenta de tribulaciones ni de peligros, pero que cumple con
resignación y perseverancia bajo la égida de su madre, en Espíritu,
su verdadero ángel guardián.
La causa de las manifestaciones del Sr. Home es innata en él; su
alma, que parece estar unida al cuerpo solamente por débiles lazos,
tiene más afinidad con el mundo espírita que con el mundo corporal;
es por eso que se desprende sin esfuerzos, y más fácilmente que los
otros entra en comunicación con los seres invisibles. Esta facultad se
ha revelado en él desde su más tierna infancia. A la edad de seis
meses su cuna se balanceaba completamente sola en la ausencia de
su nodriza y cambiaba de lugar. En sus primeros años era tan débil
que apenas podía sostenerse; sentado en una alfombra, los juguetes
que no podía alcanzar venían por sí mismos a ponerse a su alcance.
A los tres años tuvo sus primeras visiones, pero no ha conservado
esos recuerdos. Tenía nueve años cuando su familia se instaló en los
Estados Unidos; allí, los mismos fenómenos continuaron con una
intensidad creciente a medida que él avanzaba en edad, pero su
reputación como médium sólo se estableció en 1850, época en que
las manifestaciones espíritas comenzaron a hacerse populares en ese
país. Debido a su salud, ya lo hemos dicho, en 1854 fue a Italia;
asombró a Florencia y a Roma con sus verdaderos prodigios.
Convertido a la fe católica en esta última ciudad, debió tomar el
compromiso de romper sus relaciones con el mundo de los Espíritus.
En efecto, durante un año su poder oculto parecía haberlo
abandonado; pero como este poder está por encima de su voluntad,
al cabo de ese tiempo –tal como se lo había anunciado su madre, en
Espíritu– las manifestaciones volvieron a producirse con una nueva
energía. Su misión estaba trazada: debía distinguirse entre los que la
Providencia ha elegido para revelarnos a través de señales patentes
el poder que domina todas las grandezas humanas.
Si el Sr. Home sólo fuese un hábil prestidigitador –como lo
pretenden ciertas personas que juzgan sin haber visto–,
indudablemente habría tenido siempre escamoteos a su disposición,
mientras que él no es dueño de producirlos a voluntad. Por lo tanto,
le sería imposible tener
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sesiones regulares, porque su facultad le faltaría frecuentemente en
el momento en que tuviese necesidad de la misma. Algunas veces
los fenómenos se manifiestan espontáneamente en el momento en
que menos se espera, mientras que otras veces resulta impotente
provocarlos, circunstancia ésta poco favorable para quien quisiese
hacer exhibiciones con hora marcada. El siguiente hecho, tomado de
entre mil, es la prueba de ello. Desde hacía más de quince días que
el Sr. Home no había podido obtener ninguna manifestación, cuando
al estar almorzando en la casa de uno de sus amigos, con otras dos o
tres personas de su conocimiento, de repente se hicieron oír golpes
en las paredes, en los muebles y en el techo. Parece que vuelven –
dijo. En ese momento, el Sr. Home estaba sentado en un canapé con
un amigo. Un empleado trae la bandeja del té y se apresta a
colocarla en la mesa ubicada en el medio del salón; aunque muy
pesada, ésta se elevó súbitamente del suelo cerca de 20 a 30
centímetros de altura, como si hubiera sido atraída por la bandeja;
espantado, el empleado la dejó caer, y de un salto la mesa se lanza
hacia el canapé y va a caer delante del Sr. Home y de su amigo, sin
que nada de lo que estaba encima fuera desordenado.
Indiscutiblemente, este hecho no es el más curioso de los que
habremos de relatar, pero presenta una particularidad digna de
destacarse: que se ha producido espontáneamente, sin provocación,
en un círculo íntimo, en el cual ninguno de los asistentes –cien veces
testigos de hechos semejantes– tenía necesidad de nuevos
testimonios; y seguramente no era ése el momento propicio para que
el Sr. Home mostrase sus habilidades, si es que las tiene.
En un próximo artículo citaremos otras manifestaciones.
Respuesta al Sr. Viennet, por Paul Auguez *
El Sr. Paul Auguez es un adepto sincero y esclarecido de la Doctrina
Espírita; su obra, que hemos leído 57 con gran interés, y donde se reconoce la
pluma elegante del autor de Élus de l'avenir (Elegidos del porvenir),
58 es una
demostración lógica y sabia de los puntos fundamentales de esta Doctrina, es
decir, de la existencia de los Espíritus, de sus relaciones con los hombres y,
por consecuencia, de la inmortalidad del alma y de su individualidad después
de la muerte. Al ser su objetivo principal el de responder a las agresiones
sarcásticas del Sr. Viennet, no aborda más que los puntos capitales y se limita
a probar a través de los hechos, por el razonamiento y por intermedio de las
más respetables autoridades, que esta creencia de ninguna manera está
fundada en ideas sistemáticas ni en prejuicios vulgares, sino que reposa sobre
bases sólidas. El arma del Sr. Viennet es el ridículo; la del Sr. Auguez es la
ciencia. A través de numerosas citas que atestiguan un estudio serio y una
profunda erudición, éste prueba que si los adeptos de hoy –a pesar de su
número siempre creciente y de las personas esclarecidas que adhieren de todos los países– son, como lo pretende aquel ilustre académico, cerebros
desequilibrados, esta enfermedad la comparten con los mayores genios que
honran a la Humanidad.
En sus refutaciones, el Sr. Auguez ha sabido siempre conservar la dignidad
del lenguaje, y éste es un mérito que no podemos dejar de loar; en ninguna
parte se encuentran esas diatribas fuera de lugar, convertidas en expresiones
triviales de mal gusto, y que no prueban nada, sino la falta de buenos modales.
Todo lo que él dice es profundo, serio, grave, y a la altura del erudito al cual
se dirige. ¿Lo ha convencido? Lo ignoramos; hablando francamente, hasta
dudamos de ello; pero como en definitivo su libro se ha escrito para todos, las
semillas que ha lanzado no habrán de perderse. Más de una vez tendremos la
ocasión de citar pasajes del mismo en el transcurso de esta publicación, a
medida que la naturaleza del tema nos conduzca a ello.
La teoría desarrollada por el Sr. Auguez, salvo quizás algunos puntos
secundarios, es la misma que nosotros profesamos; por lo tanto, no haremos al
respecto ninguna crítica de su obra, que ha de dejar huellas y se leerá con
interés. Sólo hubiéramos deseado una cosa: un poco más de claridad en las
demostraciones y de método en el orden de las materias. El Sr. Auguez ha
tratado la cuestión como un erudito, porque se dirigía a un erudito,
seguramente capaz de entender las cosas más abstractas, pero debería haber
pensado que escribía menos para un hombre que para el público, que siempre
lee con más placer y provecho lo que comprende sin esfuerzos.
ALLAN KARDEC
ALLAN KARDEC
__________________________________________________
* Opúsculo in 12º; precio: 2 fr. 50 cents., en la Librería Dentu, Palais-Royal, y en
Germer Baillière: calle de l'École de médicine, 4. [Nota de Allan Kardec.]
Varios de nuestros lectores han tenido a bien responder al llamado que
hemos hecho en nuestro primer número, con relación al suministro de
informaciones. Un gran número de hechos nos han sido señalados, entre los
cuales los hay de mucha importancia, por lo que les estamos infinitamente
agradecidos, y no menos gratos por las reflexiones que a veces los acompañan,
aun cuando las mismas revelan un conocimiento incompleto de la materia:
ellas darán lugar a esclarecimientos sobre los puntos que no hayan sido bien
comprendidos. Si no hacemos una mención inmediata de los documentos que
nos han sido suministrados, no es porque pasen inadvertidos; siempre
tomamos buena nota de los mismos para tarde o temprano aprovecharlos.
La falta de espacio no es la única causa que puede demorar su publicación,
sino también la oportunidad de las circunstancias y la necesidad de
relacionarlos con los artículos de los cuales pueden ser útiles complementos.
La multiplicidad de nuestras ocupaciones, junto a la extensión de la
correspondencia, nos pone a menudo en la imposibilidad material de
responder como quisiéramos, y como deberíamos, a las personas que nos
hacen el honor de escribirnos.59 Por lo tanto, les rogamos encarecidamente no
tomar a mal un silencio que no depende de nuestra voluntad. Esperamos que
su buena voluntad no se enfríe por esto, y que consientan en no interrumpir de
modo alguno sus interesantes comunicaciones; a este efecto, llamamos
nuevamente la atención sobre la nota que hemos dado al final de la
Introducción de nuestro primer número,60 con relación a las informaciones que
solicitamos la bondad de enviarnos, rogándoles, además, que no omitan
decirnos cuándo podremos hacer mención de los lugares y de las personas, sin
inconvenientes.
Las observaciones anteriores se aplican igualmente a las cuestiones que nos
son dirigidas sobre los diversos puntos de la Doctrina. Cuando requieren
desarrollos de una cierta extensión, nos es aún menos posible darlos por
escrito, ya que muy frecuentemente deberíamos repetir lo mismo a un gran
número de personas. Como nuestra Revista está destinada a servirnos de
medio de correspondencia, esas respuestas allí encontrarán naturalmente su
lugar, a medida que se presente la ocasión de tratar dichos temas, y esto será
más ventajoso, puesto que las explicaciones podrán ser más completas y del
provecho de todos.
ALLAN KARDEC
ALLAN KARDEC