Enero
La rapidez con la que se han propagado por todas las partes del mundo los extraños fenómenos de las manifestaciones espíritas, es una prueba del interés que suscitan. Al principio han sido un simple objeto de curiosidad, pero no tardaron en despertar la atención de los hombres serios que han vislumbrado, desde un comienzo, la inevitable influencia que deben tener sobre el estado moral de la sociedad. Las ideas nuevas que de ellos surgen se popularizan cada día más, y nada ha de detener su progreso, por la sencilla razón de que esos fenómenos están al alcance de todo el mundo, o de casi todos, y que ningún poder humano puede impedir que se produzcan. Si se los sofoca en un punto, reaparecen en otros cien. Por lo tanto, los que pudiesen ver en ellos algún inconveniente, serán obligados por la fuerza de las cosas a sufrir las consecuencias, como sucede con las industrias nuevas que, en su origen, rozan los intereses privados, y con las cuales todos terminan poniéndose de acuerdo, porque no podría ser de otro modo. ¡Qué no se ha hecho y dicho contra el magnetismo! Y, sin embargo, todos los dardos que se han arrojado contra él, todas las armas con las que lo han golpeado —incluso la del ridículo— se han debilitado ante la realidad, y para lo único que han servido ha sido para ponerlo cada vez más en evidencia. Lo que ocurre es que el magnetismo es un poder natural y, delante de las fuerzas de la Naturaleza, el hombre es un pigmeo que se parece a esos perritos que ladran inútilmente contra aquello que los asusta. Sucede con las manifestaciones espíritas lo mismo que con el sonambulismo; si ellas no se producen públicamente a la luz del día, nadie puede oponerse a que tengan lugar en la intimidad, ya que cada familia puede encontrar un médium entre sus miembros, desde el niño hasta el anciano, así como también puede encontrar un sonámbulo. Entonces, ¿quién podría impedir a cualquier otra persona llegar a ser médium o sonámbulo? Sin duda, los que combaten la cuestión no han reflexionado acerca de la misma. Una vez más, cuando una fuerza está en la Naturaleza, se la puede detener por un instante, ¡pero nunca destruirla! No se hace más que desviar su curso. Por consecuencia, el poder que se revela en el fenómeno de las manifestaciones, cualquiera que sea su causa, está en la Naturaleza, como el magnetismo; por lo tanto, no será destruido, como no puede destruirse la fuerza eléctrica. Lo que es necesario hacer es observarlo y estudiar todas sus fases para deducir las leyes que lo rigen. Si es un error, una ilusión, el tiempo hará justicia; si es verdad, la verdad es como el vapor: cuanto más se lo comprime, mayor es su fuerza de expansión.
Es para sorprenderse con razón que, mientras en América, solamente los Estados Unidos poseen diecisiete diarios consagrados a esas materias, sin contar con una multitud de escritos no periódicos, Francia —uno de los países de Europa donde esas ideas se han aclimatado más rápidamente— no posea más que uno. * Por consiguiente, no se debería poner en duda la utilidad de un órgano especial que tenga al público al corriente del progreso de esta nueva ciencia, previniéndolo contra la exageración de la credulidad, así como también del escepticismo. Es esta laguna que nos proponemos llenar con la publicación de esta Revista, con el objetivo de ofrecer un medio de comunicación a todos los que se interesen por esas cuestiones, y para unir con un lazo común a aquellos que comprenden la Doctrina Espírita bajo su verdadero punto de vista moral: la práctica del bien y la caridad evangélica para con todo el mundo.
* Hasta el presente no existe en Europa más que un solo periódico consagrado a la Doctrina Espírita; nos referimos al Journal de l'âme, publicado en Ginebra por el Dr. Boessinger. En América, el único periódico en francés es el Spiritualiste de la NouvelleOrléans, publicado por el Sr. Barthès. [Nota de Allan Kardec.]
Si no se tratase más que de una compilación de hechos, la tarea sería fácil; éstos se multiplican en todos los puntos con tal rapidez, que no faltaría material; pero narrar solamente hechos se volvería monótono como consecuencia de su cantidad y, sobre todo, de su similitud. Lo que es necesario al hombre que reflexiona, es algo que hable a su inteligencia. Pocos años han pasado desde la aparición de los primeros fenómenos, y ya nos encontramos lejos de las mesas giratorias y parlantes, que no han sido más que su infancia. Hoy en día es una ciencia que devela todo un mundo de misterios, que hace patentes las verdades eternas que nuestro espíritu sólo presentía; es una Doctrina sublime que muestra al hombre el camino del deber y que abre el campo más vasto que haya sido dado a la observación del filósofo. Por lo tanto, nuestra obra sería incompleta y estéril si nos quedáramos en los estrechos límites de una revista anecdótica, cuyo interés se agotaría rápidamente.
Quizá nos objeten la calificación de ciencia que damos al Espiritismo. Sin duda que no podría tener, en ningún caso, los caracteres de una Ciencia exacta, y ahí está precisamente el error de aquellos que pretenden juzgarlo y someterlo a experimentación como a un análisis químico o un problema matemático; ya es suficiente que tenga el carácter de una ciencia filosófica. Toda ciencia debe estar basada en hechos; pero los hechos por sí solos no constituyen la ciencia; la ciencia nace de la coordinación y de la deducción lógica de los hechos: es el conjunto de las leyes que los rigen. ¿Ha llegado el Espiritismo al estado de ciencia? Si se entiende por ésta una ciencia perfecta, sería sin duda prematuro responder afirmativamente; pero las observaciones son hoy bastante numerosas como para poder, por lo menos, deducir de ellas los principios generales, y es ahí donde comienza la ciencia.
La apreciación razonada de los hechos y de las consecuencias que de ellos derivan es, por consiguiente, un complemento sin el cual nuestra publicación sería de una mediocre utilidad y sólo ofrecería un interés muy secundario para aquel que reflexiona y que quiere darse cuenta de lo que ve. Sin embargo, como nuestro objetivo es llegar a la verdad, acogeremos todas las observaciones que nos sean dirigidas e intentaremos, tanto como nos lo permita el estado de los conocimientos adquiridos, disipar las dudas y esclarecer los puntos aún oscuros. Nuestra Revista será así una tribuna abierta, pero donde la discusión nunca deberá faltar el respeto a las leyes más estrictas de las conveniencias. En una palabra, discutiremos, pero no disputaremos. Las inconveniencias del lenguaje jamás han sido buenas razones a los ojos de las personas sensatas; son las armas de los que no tienen otra cosa mejor, y estas armas se vuelven contra quienes se sirven de las mismas.
Aunque los fenómenos de que nos ocupamos se hayan producido en estos últimos tiempos de una manera más general, todo prueba que han tenido lugar desde los tiempos más remotos. No sucede con los fenómenos naturales lo mismo que con las invenciones que siguen el progreso del espíritu humano; desde que aquéllos están en el orden de las cosas, su causa es tan antigua como el mundo y los efectos han debido producirse en todas las épocas. Entonces, no somos testigos hoy de un descubrimiento moderno: es el despertar de la Antigüedad, pero de la Antigüedad despojada del entorno místico que ha engendrado las supersticiones, y de la Antigüedad esclarecida por la civilización y por el progreso de las cosas positivas.
La consecuencia capital que resulta de esos fenómenos es la comunicación que los hombres pueden establecer con los seres del mundo incorpóreo y el conocimiento que, dentro de ciertos límites, pueden adquirir sobre su estado futuro. El hecho de las comunicaciones con el mundo invisible se encuentra en términos inequívocos en los relatos bíblicos; pero por una parte, para ciertos escépticos, la Biblia no tiene en absoluto una autoridad suficiente; por otra parte, para los creyentes, son hechos sobrenaturales, suscitados por un favor especial de la Divinidad. Por lo tanto, esto no sería para todo el mundo una prueba de la generalidad de esas manifestaciones si no las encontrásemos en mil otras fuentes diferentes. La existencia de los Espíritus y su intervención en el mundo corporal, está atestiguada y demostrada, no como un hecho excepcional, sino como un principio general, en san Agustín, san Jerónimo, san Juan Crisóstomo, san Gregorio Nacianceno y en muchos otros Padres de la Iglesia. Además, esta creencia forma la base de todos los sistemas religiosos. Los más sabios filósofos de la Antigüedad la han admitido: Platón, Zoroastro, Confucio, Apuleyo, Pitágoras, Apolonio de Tiana y tantos otros. Nosotros la encontramos en los misterios y en los oráculos, entre los griegos, los egipcios, los hindúes, los caldeos, los romanos, los persas, los chinos, etc. La vemos sobrevivir a todas las vicisitudes de los pueblos, a todas las persecuciones, y desafiar todas las revoluciones físicas y morales de la Humanidad. Más tarde la encontramos entre los adivinos y hechiceros de la Edad Media, en las willis y en las valquirias de los escandinavos, en los elfos de los teutones, en los leschies y en los domeschnies doughi de los eslavos, en los ourisks y en los brownies de Escocia, en los poulpicans y en los tensarpoulicts de los bretones, en los cemíes del Caribe, en una palabra, en toda la falange de ninfas, genios buenos y malos, silfos, gnomos, hadas y duendes, los cuales pueblan el espacio de todas las naciones. Encontramos la práctica de las evocaciones en Kamchatka —uno de los pueblos de Siberia—, en Islandia, entre los indios de América del Norte, entre los aborígenes de México y del Perú, en la Polinesia y hasta entre los estúpidos salvajes de Australia. Porque algunos absurdos hayan rodeado y tergiversado esta creencia según los tiempos y los lugares, no se puede negar que ella parte de un mismo principio, más o menos desfigurado; luego, una doctrina no se vuelve universal, ni sobrevive a millares de generaciones, como tampoco se implanta de un polo a otro entre los pueblos más disímiles y en todos los grados de la escala social, sin estar fundada sobre algo positivo. ¿Qué es ese algo? Es lo que nos demuestran las recientes manifestaciones. Buscar las relaciones que puedan haber entre estas manifestaciones y todas esas creencias, es buscar la verdad. La historia de la Doctrina Espírita es, de alguna forma, la historia del espíritu humano; tendremos que estudiarla en todas esas fuentes que nos han de proporcionar una mina inagotable de observaciones, tan instructivas como interesantes, sobre hechos generalmente poco conocidos. Esta parte nos dará la ocasión de explicar el origen de una multitud de leyendas y de creencias populares, sabiendo diferenciar la verdad, de la alegoría y de la superstición.
En lo que concierne a las manifestaciones actuales, haremos una relación todos los fenómenos patentes de los que seamos testigo o los que lleguen a nuestro conocimiento, cuando nos parezca que merecen la atención de nuestros lectores. Haremos lo mismo con los efectos espontáneos que a menudo se producen entre las personas que son más extrañas a la práctica de las manifestaciones espíritas y que revelan la acción de un poder oculto o la independencia del alma; tales son los casos de visiones, apariciones, doble vista, presentimientos, advertencias íntimas, voces secretas, etc. Al relato de los hechos daremos la explicación de los mismos, tal cual resulte del conjunto de los principios. Haremos notar al respecto que esos principios son aquellos que derivan de la propia enseñanza dada por los Espíritus y que siempre haremos abstracción de nuestras propias ideas. No será, pues, en absoluto, una teoría personal la que expondremos, sino la que nos haya sido comunicada y de la cual no seremos más que su intérprete.
Una gran parte será igualmente reservada a las comunicaciones escritas o verbales de los Espíritus, cada vez que tengan un objetivo útil, así como las evocaciones de personajes antiguos o modernos, conocidos o desconocidos, sin dejar a un lado las evocaciones íntimas que frecuentemente no son menos instructivas; en una palabra, abarcaremos todas las fases de las manifestaciones materiales e inteligentes del mundo incorpóreo.
En fin, la Doctrina Espírita nos ofrece la única solución posible y racional de una multitud de fenómenos morales y antropológicos, de los que somos diariamente testigos y de los que se buscará en vano su explicación en todas las doctrinas conocidas. Colocaremos en esta categoría, por ejemplo, la simultaneidad de los pensamientos, la anomalía de ciertos caracteres, las simpatías y las antipatías, los conocimientos intuitivos, las aptitudes, las propensiones, los destinos que parecen marcados por la fatalidad, y en un cuadro más general, el carácter distintivo de los pueblos, su progreso o su degeneración, etc. Ampliaremos la cita de los hechos con la búsqueda de las causas que han podido producirlos. De la apreciación de los mismos resultarán naturalmente enseñanzas útiles sobre la línea de conducta más acorde con la sana moral. En sus instrucciones, los Espíritus superiores tienen siempre por objetivo fomentar en los hombres el amor al bien, por medio de la práctica de los preceptos evangélicos; nos trazan así el pensamiento que debe presidir la redacción de esta compilación.
Nuestro cuadro —como se ve— comprende todo lo que se relaciona con el conocimiento de la parte metafísica del hombre; la estudiaremos en su estado presente y en su estado futuro, porque estudiar la naturaleza de los Espíritus es estudiar al hombre, ya que éste un día deberá formar parte del mundo de los Espíritus; es por eso que hemos añadido a nuestro título principal el de periódico de estudios psicológicos, a fin de hacer comprender todo su alcance.
Nota. — Por múltiples que sean nuestras observaciones personales, y las fuentes de donde las hemos extraído, no disimulamos ni las dificultades de la tarea, ni nuestra insuficiencia. Para suplirlas, contamos con la benévola colaboración de todos aquellos que se interesan en estas cuestiones; estaremos, pues, muy agradecidos por las comunicaciones que consientan en hacernos llegar sobre los diversos objetos de nuestros estudios; a este efecto, llamamos la atención para los siguientes puntos sobre los cuales podrán proporcionarnos documentos:
1º) Manifestaciones materiales o inteligentes obtenidas en las reuniones a las que se haya asistido.
2°) Hechos de lucidez sonambúlica y de éxtasis.
3°) Casos de segunda vista, previsiones, presentimientos, etc.
4°) Hechos relacionados al poder oculto atribuido, con o sin razón, a ciertos individuos.
5°) Leyendas y creencias populares.
6°) Casos de visiones y apariciones.
7°) Fenómenos psicológicos particulares que algunas veces suceden en el instante de la muerte.
8°) Problemas morales y psicológicos a resolver.
9°) Hechos morales, actos notables de devoción y abnegación, cuyo ejemplo pueda ser útil propagar.
10°) Indicación de obras antiguas o modernas, francesas o extranjeras, donde se encuentren hechos relacionados a la manifestación de inteligencias ocultas, con la designación y —si es posible— la cita bibliográfica de los pasajes. Lo mismo en lo que concierne a la opinión emitida sobre la existencia de los Espíritus y sus relaciones con los hombres, por autores antiguos o modernos, cuyo nombre y saber puedan conferirles autoridad. Sólo daremos a conocer los nombres de las personas que consientan en hacernos llegar comunicaciones, cuando estemos formalmente autorizados por las mismas.
Resp. «–Según vosotros, el Espíritu no es nada; esto es un error; nosotros ya hemos dicho que el Espíritu es algo, y es por eso que puede obrar por sí mismo; pero vuestro mundo es demasiado grosero para que pueda hacerlo sin intermediario, es decir, sin el lazo que une el Espíritu a la materia.
» Nota – El lazo que une el Espíritu a la materia, si no es inmaterial, es por lo menos impalpable; esta respuesta no resolvería la cuestión si no tuviésemos el ejemplo de fuerzas igualmente imponderables que obran sobre la materia: es así que el pensamiento es la causa primera de todos nuestros movimientos voluntarios y que la electricidad derriba, levanta y transporta masas inertes. De lo que no se conoce el móvil, sería ilógico concluir que éste no existe. Por lo tanto, el Espíritu puede tener palancas que nos son desconocidas; la Naturaleza nos prueba todos los días que su fuerza no se detiene ante el testimonio de los sentidos. En los fenómenos espíritas, la causa inmediata es indiscutiblemente un agente físico, pero la causa primera es una inteligencia que obra sobre este agente, como nuestro pensamiento obra sobre nuestros miembros. Cuando queremos golpear, es nuestro brazo que obra, no es el pensamiento el que golpea: éste es quien dirige al brazo.
Preg. –Entre los Espíritus que producen efectos físicos, los que llamamos golpeadores ¿forman una categoría especial o son los mismos que producen los movimientos y los ruidos?
Resp. «–El mismo Espíritu puede ciertamente producir efectos muy diferentes, pero los hay quienes se ocupan más particularmente de ciertas cosas, como entre vosotros tenéis los herreros y los hacedores de proezas.»
Preg. –El Espíritu que obra sobre los cuerpos sólidos, ya sea para moverlos o para golpear, ¿penetra en la propia substancia de los cuerpos o actúa fuera de la misma?
Resp. «–Lo uno y lo otro; hemos dicho que la materia no es un obstáculo para los Espíritus; ellos penetran todo.»
Preg. –Las manifestaciones materiales, tales como los ruidos, el movimiento de los objetos y todos esos fenómenos provocados frecuentemente, ¿son producidos indistintamente por los Espíritus superiores y por los Espíritus inferiores?
Resp. «–Sólo los Espíritus inferiores se ocupan de esas cosas. Los Espíritus superiores se sirven de ellos algunas veces, como tú lo harías con un changador, a fin de que ejecute su cometido. ¿Puedes creer que los Espíritus de un orden superior estén a vuestras órdenes para divertiros con trivialidades? Es como preguntar si, en vuestro mundo, los hombres sabios y serios hacen cosas de juglares y bufones.»
Nota – En general, los Espíritus que se revelan por efectos físicos son de un orden inferior. Ellos divierten o impresionan a aquellos para los cuales el espectáculo visual tiene más atractivo que el ejercicio de la inteligencia; son, de cierto modo, los saltimbanquis del mundo espírita. A veces actúan espontáneamente; en otras ocasiones, por orden de los Espíritus superiores.
Preg. –¿Cómo probar que el poder oculto que actúa en las manifestaciones espíritas está fuera del hombre? ¿No podría pensarse que reside en sí mismo, es decir, que obra bajo el impulso de su propio Espíritu?
Resp. «–Cuando una cosa se hace contra tu voluntad y tu deseo, ciertamente que no eres tú quien la produce; pero a menudo eres la palanca de la que se sirve el Espíritu para obrar, y tu voluntad viene en su ayuda; tú puedes ser un instrumento más o menos conveniente para él.»
Nota – Es precisamente en las comunicaciones inteligentes que la intervención de un poder extraño se vuelve patente. Cuando esas comunicaciones son espontáneas y ajenas a nuestro pensamiento y a nuestro control, cuando responden a preguntas cuya solución es desconocida por los asistentes, es necesario buscar la causa fuera de nosotros. Esto se hace evidente para cualquiera que observe los hechos con atención y perseverancia; los detalles de sus matices escapan al observador superficial.
Preg. –¿Todos los Espíritus son aptos para dar manifestaciones inteligentes?
Resp. «–Sí, puesto que todos los Espíritus son inteligencias; pero como los hay de todos los grados, es como entre vosotros: unos dicen cosas insignificantes o estúpidas y otros cosas sensatas.»
Preg. –¿Todos los Espíritus son aptos para comprender las preguntas que se les propone?
Resp. «–No; los Espíritus inferiores son incapaces de comprender ciertas preguntas, lo que no les impide que respondan bien o mal; es igual que entre vosotros.»
Nota – Esto demuestra que es esencial ponerse en guardia contra la creencia en el saber indefinido de los Espíritus. Sucede con ellos lo mismo que con los hombres: no es suficiente con interrogar al primero que llega para obtener una respuesta sensata; es necesario saber a quién uno se dirige.
Evocaciones particulares
Hace algunos meses atrás la señora ... había visto desencarnar a su única hija de catorce años, objeto de toda su ternura y muy digna de sus lamentos por las cualidades que prometían hacer de ella una mujer cabal. Esta joven había sucumbido a una larga y dolorosa enfermedad. La madre, inconsolable ante esta pérdida, veía que su salud se alteraba a cada día y repetía sin cesar que pronto ella iría a reunirse con su hija. Informada de la posibilidad de comunicarse con los seres del Más Allá, la señora ... resolvió buscar, en una conversación con su hija, un alivio a su pena. Una dama de su conocimiento era médium; pero al ser una y otra poco experimentadas para semejantes evocaciones, sobre todo en una circunstancia tan solemne, me pidieron para que yo asistiera a la misma. Éramos tres: la madre, la médium y yo. He aquí el resultado de esta primera sesión.
LA MADRE –En el nombre de Dios Todopoderoso, Espíritu Julie ..., mi hija querida, te ruego que vengas si Dios lo permite.
JULIE –¡Mamá, estoy aquí!
LA MADRE –¿Sos realmente vos, hija mía, que me responde? ¿Cómo puedo saber que sos vos? JULIE –Lili.
(Era un sobrenombre familiar dado a la joven en su infancia; no era conocido ni por la médium ni por mí, puesto que desde varios años sólo se la llamaba por su nombre de Julie. Ante esta señal, la identidad era evidente; la madre no pudo dominar su emoción y estalló en sollozos.)
JULIE –¡Mamá! ¿Por qué te afligís? Soy feliz, muy feliz; no sufro más y te veo siempre.
LA MADRE –Pero yo no te veo. ¿Dónde estás?
JULIE –Aquí, a tu lado, mi mano está sobre la señora ... (la médium) para hacerla escribir lo que te digo. Mirá mi escritura. (En efecto, la escritura era la de su hija.)
LA MADRE –Vos decís: mi mano; ¿Entonces tenés un cuerpo?
JULIE –No tengo más ese cuerpo que me hacía sufrir tanto; pero tengo su apariencia. ¿No estás contenta de que yo no sufra más, ya que puedo conversar con vos?
LA MADRE –Entonces, ¿si te viera, te reconocería?
JULIE –Sí, sin duda, y a menudo ya me viste en tus sueños.
LA MADRE –Realmente, te vi en mis sueños, pero creí que era un efecto de mi imaginación, un recuerdo. JULIE –No; era yo la que siempre estaba con vos, buscando consolarte; fui yo que te inspiré la idea de evocarme. Tengo muchas cosas para decirte. Desconfiá del señor ...; él no es sincero.
(Ese señor, conocido únicamente por la madre y nombrado tan espontáneamente, era una nueva prueba de la identidad del Espíritu que se manifestaba.)
LA MADRE –¿Qué puede, pues, hacer contra mí el señor ...?
JULIE –No puedo decírtelo; esto me está vedado. Solamente puedo advertirte que desconfíes de él.
LA MADRE –¿Estás entre los ángeles?
JULIE –¡Oh, todavía no! No soy lo bastante perfecta.
LA MADRE –Sin embargo, no te conocí ningún defecto; eras buena, dulce, amorosa y benévola para con todo el mundo; ¿esto no es suficiente?
JULIE –Para vos, mamá querida, yo no tenía ningún defecto; ¡y me lo creía, porque frecuentemente me lo decías! Pero ahora veo lo que me falta para ser perfecta.
LA MADRE –¿Cómo vas a adquirir las cualidades que te faltan?
JULIE –En nuevas existencias que serán cada vez más felices.
LA MADRE –¿Será en la Tierra que tendrás esas nuevas existencias?
JULIE –No lo sé.
LA MADRE –Puesto que no habías hecho mal alguno durante tu vida, ¿por qué sufriste tanto?
JULIE –¡Pruebas! ¡Pruebas! Las he soportado con paciencia por mi confianza en Dios; soy muy feliz hoy. ¡Hasta pronto, mamá querida!
En presencia de semejantes hechos, ¿quién osaría hablar de la nada después de la tumba, cuando la vida futura se nos revela –por así decirlo– tan palpable? Esta madre, minada por la tristeza, siente hoy una felicidad inefable al poder conversar con su hija; entre ellas no existe más la separación; sus almas se entrelazan y se expanden en el seno de una y de otra por el intercambio de sus pensamientos.
A pesar del velo con el cual hemos rodeado este relato, no nos hubiéramos permitido publicarlo, si no estuviésemos formalmente autorizados para ello. Nos decía esta madre: ¡Si todos los que han visto partir de la Tierra a sus afectos, pudiesen sentir el mismo consuelo que yo!
Por nuestra parte, solamente agregaremos una palabra dirigida a los que niegan la existencia de los buenos Espíritus: les preguntaremos cómo podrían probar que esta joven, en Espíritu, era un demonio maléfico.
Aunque desde otro punto de vista, la siguiente evocación no ofrece un menor interés.
Un señor, al que designaremos con el nombre de Georges, farmacéutico en una ciudad del Sur, hacía poco había visto desencarnar a su padre, objeto de toda su ternura y de una profunda veneración. El Sr. Georges padre unía a una sólida instrucción todas las cualidades que hacen al hombre de bien, aunque profesaba opiniones muy materialistas. Al respecto, su hijo compartía e incluso sobrepasaba las ideas de su padre; dudaba de todo: de Dios, del alma, de la vida futura. El Espiritismo no podía concordar con tales pensamientos. Sin embargo, la lectura de El Libro de los Espíritus le produjo una cierta reacción, corroborada por una conversación directa que hemos tenido con él. «Si mi padre pudiese responderme –decía–, yo no dudaría más.» Fue entonces que tuvo lugar la evocación que vamos a narrar, y en la cual encontraremos más de una enseñanza.
–En el nombre del Todopoderoso ruego a mi padre, en Espíritu, que se manifieste. ¿Estáis cerca de mí? «Sí.» –¿Por qué no os manifestáis a mí directamente, ya que nos hemos amado tanto? «Más adelante.» –¿Podremos reencontrarnos un día? «Sí, pronto.» – ¿Nos amaremos como en esta vida? «Más.» –¿En qué estado os halláis? «Soy feliz.» –¿Estáis reencarnado o errante? «Errante por poco tiempo.»
–¿Qué sensación habéis tenido cuando dejasteis vuestra envoltura corporal? «Turbación.» –¿Cuánto tiempo ha durado esa turbación? «Poco para mí, mucho para ti.» –¿Podéis apreciar la duración de esa turbación, según nuestra manera de contar? «Diez años para ti, diez minutos para mí.» –Pero no ha transcurrido todo ese tiempo desde que os he perdido, puesto que no han pasado más que cuatro meses. «Si tú, que estás encarnado, estuvieses en mi lugar, hubieras sentido ese tiempo.»
–¿Creéis ahora en un Dios justo y bueno? «Sí.» –¿Y creíais en Él en vuestra vida en la Tierra? «Lo presentía, pero no creía en Él.» – ¿Dios es Todopoderoso? «No me he elevado hasta Él para medir su poder; sólo Él conoce los límites de su poder, porque sólo Él es su igual.» –¿Se ocupa Él con los hombres? «Sí.» – ¿Seremos punidos o recompensados según nuestros actos? «Si haces el mal, sufrirás por ello.» –¿Seré recompensado si hago el bien? «Avanzarás en tu senda.» –¿Estoy en la buena senda? «Haz el bien y lo estarás.» –Creo ser bueno, pero yo sería mejor si como recompensa pudiese un día encontraros. «¡Que este pensamiento te sostenga y te dé coraje!» –¿Mi hijo será tan bueno como su abuelo? «Desarrolla sus virtudes, sofoca sus vicios.»
–Esto me parece tan maravilloso que no puedo creer que nos comuniquemos así en este momento. «¿De dónde viene tu duda?» – De que por compartir vuestras opiniones filosóficas, me incliné a atribuir todo a la materia. «¿Ves a la noche lo que ves de día?» – ¡Oh, padre mío! ¿Estoy, entonces, en la noche? «Sí.» –¿Qué veis de más maravilloso? «Explícate mejor.» –¿Habéis encontrado a mi madre, a mi hermana, y a Ana, la querida Ana? «Las he vuelto a ver.» –¿Las veis cuando queréis? «Sí.»
–¿Os es penoso o agradable que me comunique con vos? «Es una felicidad para mí si puedo llevarte hacia el bien.» –Al regresar a casa, ¿cómo podría hacer para comunicarme con vos, lo que me vuelve tan feliz? Eso serviría para conducirme y ayudarme mejor a educar a mis hijos. «Cada vez que un movimiento te lleve hacia el bien, síguelo; seré yo quien te ha de inspirar.»
–Me callo por temor a importunaros. «Habla más, si quieres.» –Ya que me lo permitís, os haré todavía algunas preguntas. ¿De qué afección habéis muerto? «Mi prueba había llegado a su término.» – ¿Dónde habíais contraído el absceso pulmonar que se hubo producido? «Poco importa; el cuerpo no es nada, el Espíritu lo es todo.» –¿De qué naturaleza es la enfermedad que me despierta tan a menudo de noche? «Lo sabrás más adelante.» –Creo que mi afección es grave y quisiera vivir aún para mis hijos. «No es nada; el corazón del hombre es una máquina de vida; deja actuar a la Naturaleza.»
–Ya que estáis aquí presente, ¿con qué forma lo estáis? «Con la apariencia de mi forma corporal.» –¿Estáis en un lugar determinado? «Sí, detrás de Ermance» (la médium). 18 –¿Podríais aparecernos visiblemente? «¿Para qué? Tendríais miedo.»
–¿Nos veis a todos aquí reunidos? «Sí.» –¿Tenéis una opinión sobre cada uno de los aquí presentes? «Sí.» –¿Quisierais decir algo a cada uno de nosotros? «¿En qué sentido me haces esta pregunta?» – Desde el punto de vista moral. «En otra ocasión; por hoy ha sido suficiente.»
El efecto que esta comunicación produjo en el Sr. Georges fue inmenso, y una luz totalmente nueva parecía ya aclarar sus ideas; en una sesión que tuvo lugar al día siguiente en la casa de la señora Roger, sonámbula, acabó de disipar las pocas dudas que pudieron haber quedado. He aquí un extracto de la carta que nos ha escrito al respecto. «Esta dama ha entrado espontáneamente conmigo en detalles muy precisos en lo que atañe a mi padre, a mi madre, a mis hijos y a mi salud; ha descrito con tal exactitud todas las circunstancias de mi vida, incluso recordando hechos que habían escapado hacía mucho tiempo de mi memoria; en una palabra, ella me ha dado pruebas tan patentes de esta maravillosa facultad de la que están dotados los sonámbulos lúcidos, que la reacción de las ideas en mí ha sido completa desde ese momento. En la evocación, mi padre me había revelado su presencia; en la sesión sonambúlica, yo era –por así decirlo– el testigo ocular de la vida extracorpórea, de la vida del alma. Para describir con tanta minuciosidad y exactitud, y a doscientas leguas de distancia, lo que sólo era conocido por mí, era algo digno de ser visto; ahora bien, ya que no podía hacerlo con los ojos del cuerpo, había por lo tanto un lazo misterioso e invisible que unía a la sonámbula con las personas y las cosas ausentes, a las que nunca había visto; por consecuencia, había algo fuera de la materia. ¿Qué podía ser ese algo, si no es lo que se llama alma, el ser inteligente del cual el cuerpo es sólo la envoltura, pero cuya acción se extiende mucho más allá de nuestra esfera de actividad?»
Hoy el Sr. Georges no sólo ha dejado de ser materialista, sino que es uno de los adeptos más fervientes y activos del Espiritismo, por lo que es doblemente feliz, por la confianza que ahora le inspira el porvenir y por el placer motivado que encuentra en hacer el bien.
Esta evocación, muy simple al principio, no es menos notable en más de un aspecto. El carácter del Sr. Georges padre se refleja en sus respuestas breves y sentenciosas que le eran habituales; hablaba poco y jamás decía una palabra inútil; pero el que habla, ya no es más el escéptico: reconoce su error; su Espíritu es más libre, más clarividente, y describe la unidad y el poder de Dios con estas admirables palabras: Sólo Él es su igual; antes, cuando estaba encarnado, él atribuía todo a la materia; ahora dice: El cuerpo no es nada, el Espíritu lo es todo; y esta otra frase sublime: ¿Ves a la noche lo que ves de día? Para el observador atento, todo tiene un alcance, y es así que encuentra a cada paso la confirmación de las grandes verdades enseñadas por los Espíritus.
Si las primeras manifestaciones espíritas han hecho numerosos adeptos, han encontrado no sólo muchos incrédulos, sino también los adversarios más encarnizados y, frecuentemente, hasta los interesados en su descrédito. Hoy los hechos han hablado tan alto que obligan a aceptar la evidencia, y si aún existen incrédulos sistemáticos, podemos predecirles con certeza que no pasarán muchos años antes de que suceda con los Espíritus lo mismo que con la mayoría de los descubrimientos, que han sido combatidos a ultranza o considerados como utopías por aquellos mismos cuyo saber debería haberlos hecho menos escépticos en lo tocante al progreso. Ya hemos encontrado a muchas personas, entre las que no han podido profundizar estos extraños fenómenos, que están de acuerdo que nuestro siglo es tan fecundo en cosas extraordinarias, y que la Naturaleza tiene tantos recursos desconocidos, que sería más que una ligereza negar la posibilidad de lo que no se comprende. Éstos dan prueba de sabiduría. Mientras tanto, he aquí una autoridad que no podría ser sospechosa de prestarse con ligereza a una mistificación: es uno de los principales diarios eclesiásticos de Roma, la Civiltà Cattolica (Civilización Católica). Reproducimos a continuación un artículo que este diario publicó en el mes de marzo último, y se verá que sería difícil probar la existencia y la manifestación de los Espíritus con argumentos más perentorios. Es verdad que diferimos del mismo acerca de la naturaleza de los Espíritus; sólo admite a los malos, mientras que nosotros admitimos a los buenos y a los malos: éste es un punto que trataremos más adelante con todo el desarrollo necesario. El reconocimiento de las manifestaciones espíritas por una autoridad tan seria y respetable es un punto capital; por lo tanto, sólo resta juzgarlas: es lo que haremos en el próximo número. L'Univers (El Universo), al reproducir este artículo, lo hace preceder de las sabias reflexiones siguientes:
«Por ocasión de una obra publicada en Ferrara, sobre la práctica del magnetismo animal, hemos hablado últimamente a nuestros lectores de los sabios artículos que acaban de aparecer en la Civiltà Cattolica, de Roma, sobre la Necromancia moderna, reservándonos el hacérselos conocer más ampliamente. Damos hoy el último de estos artículos, que contiene en algunas páginas las conclusiones de la revista romana. Además del interés que naturalmente se atribuye a esas materias y la confianza que debe inspirar un trabajo publicado por la Civiltà, la oportunidad particular de la cuestión, en este momento, nos dispensa de llamar la atención sobre un asunto que muchas personas han tratado en la teoría y en la práctica de una manera muy poco seria, a despecho de esta regla de vulgar prudencia que aconseja que cuanto más extraordinarios son los hechos, con más circunspección se debe proceder.»
He aquí este artículo: «De todas las teorías que se han expuesto para explicar naturalmente los diversos fenómenos conocidos con el nombre de espiritualismo americano, no hay ninguna que alcance su objetivo, y menos aún que llegue a dar la explicación de todos esos fenómenos. Si una u otra de estas hipótesis fuese suficiente para explicar algunos, habría siempre muchos que quedarían inexplicados e inexplicables. La superchería, la mentira, la exageración, las alucinaciones deben por cierto formar parte ampliamente en los hechos citados; pero después de haber realizado este descuento, resta todavía una cantidad tal que, para negar la realidad, sería necesario rechazar todo crédito en la autoridad de los sentidos y del testimonio humano. Entre los hechos en cuestión, un cierto número puede explicarse con la ayuda de la teoría mecánica o mecánicofisiológica; pero hay una parte, y mucho más considerable, que de ninguna manera puede prestarse a una explicación de este género. A este orden de hechos se relacionan todos los fenómenos en los cuales los efectos obtenidos superan evidentemente la intensidad de la fuerza motriz que debería –dicen– producirlos. Tales son: 1°) Los movimientos, los sobresaltos violentos de masas pesadas y sólidamente equilibradas, a la simple presión y al solo contacto de las manos; 2°) Los efectos y los movimientos que se producen sin contacto alguno, por consecuencia, sin ningún impulso mecánico, ya sea inmediato o mediato; y, en fin, esos otros efectos que son de una naturaleza en que se manifiestan, en quien los produce, una inteligencia y una voluntad distintas a las de los experimentadores. Para explicar estos tres órdenes de hechos diversos, tenemos todavía la teoría del magnetismo; pero por más amplias concesiones que se esté dispuesto a hacer, e incluso admitiéndola a ojos cerrados, todas las hipótesis gratuitas en las cuales se basa, todos los errores y los absurdos de 28 que está plagada, y las facultades milagrosas que atribuye a la voluntad humana, al fluido nervioso y a cualquier otro agente magnético, esta teoría jamás podrá explicar –con ayuda de sus principios– cómo una mesa magnetizada por un médium, manifiesta en sus movimientos una inteligencia y una voluntad propias, es decir, diferentes a las del médium, y que a veces son contrarias y superiores a la inteligencia y a la voluntad de éste.
«¿Cómo dar la explicación de semejantes fenómenos? ¿Queremos también nosotros recurrir a no sé qué causas ocultas o a qué fuerzas aún desconocidas de la Naturaleza? ¿O a explicaciones nuevas de ciertas facultades, de ciertas leyes que hasta el presente habían permanecido inertes y como adormecidas en el seno de la Creación? Sería como confesar abiertamente nuestra ignorancia y enviar el problema a que aumente el número de tantos enigmas que el Espíritu humano no ha podido hasta el presente encontrar la clave, ni podrá jamás hacerlo. Por lo demás, no dudamos en confesar nuestra ignorancia con respecto a los varios fenómenos en cuestión, cuya naturaleza es tan equívoca y tan desconocida que nos parece que el partido más sabio sea el de no buscar explicarlos. En compensación, existen otros para los cuales no nos parece difícil encontrar la solución; es verdad que es imposible buscarla en las causas naturales; pero, ¿por qué entonces dudaríamos en recurrir a esas causas que pertenecen al orden sobrenatural? Quizás estuviésemos desviados por las objeciones que nos oponen los escépticos y aquellos que, al negar este orden sobrenatural, nos dicen que no se puede definir hasta dónde se extienden las fuerzas de la Naturaleza; que el campo que falta descubrir a las Ciencias físicas no tiene límites y que nadie sabe suficientemente bien cuáles son los límites del orden natural para poder indicar con precisión el punto donde termina uno y comienza el otro. La respuesta a semejante objeción nos parece fácil: admitiendo que no se pueda determinar de una manera precisa el punto de división de estos dos órdenes opuestos – el orden natural y el orden sobrenatural–, de esto no se deduce que no pueda definirse con certeza si tal efecto pertenece a uno o a otro de esos órdenes. ¿Quién puede, en el arco iris, distinguir el punto preciso donde termina uno de los colores y donde comienza el siguiente? ¿Quién puede fijar el instante exacto donde termina el día y donde comienza la noche? Y, sin embargo, no hay un hombre que sea tan limitado como para sacar en conclusión que no puede saber si tal zona del arco iris es roja o amarilla, o si a tal hora es de día o de noche. ¿Quién es aquel que no comprende que para conocer la naturaleza de un hecho, de ningún modo es necesario pasar por el límite donde comienza o donde termina la categoría a la cual pertenece, y que basta constatar si reúne los caracteres que son propios de esta categoría?
«Apliquemos esta observación tan simple a la presente cuestión: nosotros no podemos decir hasta dónde van las fuerzas de la Naturaleza; sin embargo, al darse un hecho podemos frecuentemente determinar con certeza –según ciertos caracteres– que pertenece al orden sobrenatural. Y para no salir de nuestro problema, entre los fenómenos de las mesas parlantes, hay varios que, a nuestro entender, manifiestan esos caracteres de la manera más evidente; tales son aquellos en los cuales el agente que mueve las mesas obra como causa inteligente y libre, al mismo tiempo que muestra una inteligencia y una voluntad que le son propias, es decir, superiores o contrarias a la inteligencia y a la voluntad de los médiums, de los experimentadores y de los asistentes; en una palabra, son distintas de éstas, cualquiera que pueda ser la manera que atestigüe esta distinción. En casos semejantes somos obligados a admitir, sea como fuere, que este agente es un Espíritu y no un Espíritu humano, y que por lo tanto está fuera de este orden, de esas causas que tenemos la costumbre de llamar naturales, de las que –digamos– no superan las fuerzas del hombre.
«Tales son precisamente los fenómenos que, así como lo hemos dicho anteriormente, han resistido a cualquier otra teoría fundada en los principios puramente naturales, mientras que en la nuestra encuentran una explicación más fácil y más clara, ya que cada uno sabe que el poder de los Espíritus sobre la materia sobrepasa en mucho las fuerzas del hombre; y que no hay efecto maravilloso, entre los citados de la necromancia moderna, que no pueda ser atribuido a su acción.
«Sabemos muy bien que al ver que ponemos aquí a los Espíritus en escena, más de un lector sonreirá con piedad. Sin hablar de esas personas que, como verdaderos materialistas, no creen en absoluto en la existencia de los Espíritus y rechazan como siendo una fábula todo lo que no sea materia ponderable y palpable, así como los que, a pesar de admitir que existen los Espíritus, les niegan cualquier influencia y cualquier intervención en lo que atañe a nuestro mundo; hay en nuestros días muchos hombres que, por más que atribuyan a los Espíritus lo que ningún buen católico podría negarles –a saber: la existencia y la facultad de intervenir en los hechos de la vida humana de una manera oculta o patente, ordinaria o extraordinaria–, parecen, entretanto, desmentir su fe en la práctica, y consideran como una vergüenza, como un exceso de credulidad y como una superstición de viejas, admitir la acción de estos mismos Espíritus en ciertos casos especiales, contentándose con no negarla en tesis general. Y, a decir verdad, desde hace un siglo se han burlado tanto de la simplicidad de la Edad Media, acusándola de ver por todas partes Espíritus, maleficios y hechiceros, y se ha hablado tanto sobre ese asunto, que no es sorprendente que tantas cabezas débiles, que quieren parecer fuertes, sientan de aquí en adelante repugnancia y una especie de vergüenza por creer en la intervención de los Espíritus. Pero este exceso de incredulidad no es menos irracional que lo que no haya podido ser en otras épocas el exceso contrario; y si creer demasiado conduce, en semejante materia, a vanas supersticiones, no querer admitir nada, por otro lado, lleva directamente a la impiedad del naturalismo. Por consiguiente, el hombre sabio, el cristiano prudente deben evitar también esos dos extremos y mantenerse firmes en la línea intermedia: porque es ahí que se encuentra la verdad y la virtud. Ahora bien, en la cuestión de las mesas parlantes, ¿hacia qué lado nos hará inclinar una fe prudente?
«La primera, la más sabia de las reglas que nos impone esta prudencia, nos enseña que para explicar los fenómenos que ofrecen un carácter extraordinario, no se debe recurrir a las causas sobrenaturales sino cuando las que pertenecen al orden natural sean insuficientes para darles una explicación. De donde se deduce, en cambio, la obligación de admitir las primeras, cuando las segundas son insuficientes. Y éste es justamente nuestro caso; en efecto, entre los fenómenos de los que hemos hablado, existen aquellos en los cuales ninguna teoría y ninguna causa puramente natural podría explicarlos. Por lo tanto, no es solamente prudente, sino también necesario buscar su explicación en el orden sobrenatural o, en otras palabras, atribuirlos exclusivamente a los Espíritus, ya que, por fuera y por encima de la Naturaleza, no existe otra causa posible.
«He aquí una segunda regla, un criterium infalible para establecer, con relación a un hecho cualquiera, si pertenece al orden natural o sobrenatural: es examinar bien los caracteres y determinar, según los mismos, la naturaleza de la causa que lo ha producido. Ahora bien, los más maravillosos hechos de este género, los que no puede explicar ninguna otra teoría, ofrecen caracteres tales que demuestran una causa, no solamente inteligente y libre, sino también dotada de una inteligencia y de una voluntad que no tienen nada de humano; por consecuencia, esta causa no puede ser otra que exclusivamente un Espíritu.
«Así, por dos caminos, uno indirecto y negativo, que procede por exclusión, el otro directo y positivo, el cual está fundado en la propia naturaleza de los hechos observados, hemos arribado a esta misma conclusión, a saber: que entre los fenómenos de la necromancia moderna hay, por lo menos, una categoría de hechos que sin ninguna duda son producidos por los Espíritus. Hemos llegado a esta conclusión por un razonamiento tan simple y tan natural que, al aceptarlo, lejos del temor de ceder a una imprudente credulidad, al contrario, creeríamos dar prueba –si nos negáramos a admitirlo– de una debilidad y de una incoherencia de espíritu imperdonables. Para confirmar nuestra aserción, los argumentos no nos faltarían; lo que sí nos falta son el espacio y el tiempo para desarrollarlos aquí. Lo que hemos dicho hasta ahora es plenamente suficiente y puede resumirse en las cuatro siguientes proposiciones:
«1°) Entre los fenómenos en cuestión, separando razonablemente lo que se puede atribuir a la impostura, a las alucinaciones y a las exageraciones, existe todavía un gran número cuya realidad no puede ponerse en duda sin violar todas las leyes de una crítica saludable.
«2°) Todas las teorías naturales que hemos expuesto y discutido anteriormente son impotentes para dar una explicación satisfactoria de todos esos hechos. Si explican algunos, dejan un número mayor (y éstos son los más difíciles) totalmente inexplicados e inexplicables.
«3°) Al implicar la acción de una causa inteligente ajena al hombre, los fenómenos de este último orden sólo pueden explicarse a través de la intervención de los Espíritus, sea cual fuere, además, el carácter de esos Espíritus, cuestión de la que nos ocuparemos más adelante.
«4°) Todos estos hechos pueden dividirse en cuatro categorías: muchos de ellos deben ser rechazados como falsos o como producidos por la superchería; en cuanto a los otros, los más simples y los más fáciles de concebir, tales como las mesas giratorias, admiten en ciertas circunstancias una explicación puramente natural; por ejemplo, la de un impulso mecánico; una tercera clase se compone de fenómenos más extraordinarios y más misteriosos, sobre la naturaleza de los cuales se duda aún, porque, aunque parecen sobrepasar las fuerzas de la Naturaleza, no presentan, sin embargo, caracteres tales que se deba evidentemente recurrir –para explicarlos– a una causa sobrenatural. Finalmente, colocamos en la cuarta categoría los hechos que, al ofrecer de una manera evidente esos caracteres, deben ser atribuidos a la operación invisible y exclusiva de los Espíritus.
«¿Pero quiénes son esos Espíritus? ¿Son buenos o malos? ¿Ángeles o demonios? ¿Almas bienaventuradas o almas réprobas? La respuesta a esta última parte de nuestro problema no podría ser dudosa, por poco que sean considerados, de un lado, la naturaleza de esos diversos Espíritus, y del otro, el carácter de sus manifestaciones. Es lo que nos queda por demostrar.»
Historia de Juana de Arco DICTADA POR ELLA MISMA A LA SEÑORITA ERMANCE DUFAUX
He aquí una cuestión que a menudo nos ha sido presentada: la de saber si los Espíritus que responden con mayor o menor precisión a las preguntas que se les dirigen, podrían hacer un trabajo de gran extensión. La prueba está en la obra de la cual hablamos, porque aquí no es más una serie de preguntas y respuestas, es una narración completa y continuada como hubiera podido hacerla un historiador, y que contiene una infinidad de detalles poco o nada conocidos sobre la vida de la heroína. A los que podrían creer que la señorita Dufaux se ha inspirado en sus conocimientos personales, responderemos que ella ha escrito este libro a la edad de catorce años y que había recibido la instrucción que reciben todas las jóvenes de buena familia, educadas con esmero; pero aunque tuviese una memoria fenomenal, no es en los libros clásicos donde se pueden obtener documentos íntimos que difícilmente se encontrarían en los archivos de la época. Los incrédulos –lo sabemos– siempre tendrán mil objeciones que hacer; pero para nosotros, que hemos visto a la médium en acción, el origen del libro no admite ninguna duda.
Aunque la facultad de la señorita Dufaux se presta a la evocación de cualquier Espíritu, nosotros mismos hemos comprobado, en las comunicaciones personales que nos ha transmitido, que su especialidad es la Historia. De la misma manera, ella ha escrito la de Luis XI y la de Carlos VIII, que serán publicadas como la de Juana de Arco. Se ha presentado en la Srta. Dufaux un fenómeno bastante curioso. Al principio, era una muy buena médium psicógrafa y escribía con gran facilidad; poco a poco se volvió médium psicofónica, y a medida que esta nueva facultad se desarrolló, la primera disminuyó; hoy en día escribe poco o muy difícilmente; pero lo que tiene de singular, es que al hablar necesita tener un lápiz en la mano, simulando escribir; es preciso una tercera persona para recoger sus palabras, como las de la sibila. Al igual que todos los médiums favorecidos por los Espíritus buenos, nunca recibió comunicaciones que no fueran de un orden elevado.
Tendremos ocasión de volver a la Historia de Juana de Arco para explicar los hechos de su vida relacionados con el mundo invisible, y citaremos lo que ella ha dictado de más notable a su intérprete con respecto a este tema. (1 vol. in 12º; 3 fr. Librería Dentu, en el PalaisRoyal.)
CONTIENE LOS PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA ESPÍRITA