Carta sobre la incredulidad
(Continuación y fin – Ver la RE ene. 1861, pág. 15) Desde que el hombre existe en la Tierra, existen Espíritus; y, desde entonces, también los Espíritus se manifiestan a los hombres. La Historia y la tradición están repletas de pruebas al respecto; pero ya sea porque unos no comprendían los fenómenos de esas manifestaciones; ya sea porque otros no se atrevían a divulgarlos, por miedo de la cárcel o de la hoguera; ya sea porque esos hechos hayan sido atribuidos a la superstición o al charlatanismo, por personas con ideas preconcebidas o interesadas en que la luz no se hiciera; en fin, ya sea porque hayan sido atribuidos al demonio, por otra clase de interesados, lo cierto es que hasta estos últimos tiempos, esos fenómenos –aunque bien constatados– aún no habían sido explicados de una manera satisfactoria o, al menos, la verdadera teoría aún no había tenido acceso al dominio público, probablemente porque la Humanidad todavía no era madura para esto, como para muchas otras cosas maravillosas que se cumplen en nuestros días. Estaba reservado a nuestra época ver el surgimiento, en el mismo siglo, del vapor, de la electricidad, del magnetismo animal –me refiero por lo menos como Ciencias aplicadas–, y finalmente del Espiritismo, el surgimiento más maravilloso de todos, es decir, no sólo la constatación material de nuestra existencia inmaterial y de nuestra inmortalidad, sino también el establecimiento de relaciones materiales –por así decirlo– y constantes entre el mundo invisible y nosotros. ¡Cuántas consecuencias incalculables no deben nacer de un acontecimiento tan prodigioso! Pero para no hablar sino de aquello que por ahora impresiona más a la mayoría de los hombres, por ejemplo, de la muerte, ¿no la vemos reducida a su verdadero papel de accidente natural, necesario y hasta feliz –diría yo–, perdiendo así todo su carácter de acontecimiento doloroso y terrible? Para los que desencarnan, ella representa el momento del despertar, ya que desde el día siguiente al de la muerte de un ser querido, nosotros, los que aquí quedamos, ¡podemos continuar relacionándonos íntimamente con él como en el pasado! Nada cambió sino nuestras relaciones materiales; no lo vemos más, no lo tocamos más, no escuchamos más su voz; pero continuamos intercambiando con él nuestros pensamientos como cuando estaba encarnado, y a menudo incluso más fructíferamente para nosotros. Después de esto, ¿qué es lo que queda de tan doloroso? Y si a eso le agregamos la certeza de que no estamos más separados de él sino por algunos años, algunos meses, tal vez algunos días, ¿no será todo esto para transformar en un sencillo acontecimiento útil aquello que hasta hoy, con muy pocas excepciones, los más decididos no podían encarar sin miedo, y que ciertamente constituye el tormento incesante de la existencia entera de muchos hombres? Pero me estoy alejando del tema.
Antes de explicarte la práctica muy simple de las comunicaciones, intentaré darte una idea de la teoría fisiológica que elaboré para mí. No te la doy como cierta, porque aún no la vi explicada por la ciencia; pero, al menos, me parece que debe aproximarse a lo siguiente.
El Espíritu actúa más fácilmente sobre la materia cuanto más dispuesta ella estuviere para recibir su acción, de la manera más apropiada; por eso no actúa directamente sobre toda especie de materia, aunque podría actuar indirectamente, si entre esa materia y él existiesen ciertas sustancias de una organización gradual, que pusieran en contacto los dos extremos, es decir, la materia más bruta en contacto con el Espíritu. Es así que el Espíritu de un hombre encarnado desplaza pesados bloques de piedra, los trabaja, los combina con otros, formando con ellos un todo que llamamos casa, columna, iglesia, palacio, etc. ¿Ha sido el hombre-cuerpo que ha hecho todo esto? ¿Quién se atrevería a decirlo?... Sí, ha sido él que lo ha hecho, como es mi pluma la que escribe esta carta. Pero volvamos al tema, porque nuevamente me estoy alejando del mismo.
¿Cómo el Espíritu se pone en contacto con el pesado bloque que quiere desplazar? Por medio de la materia escalonada entre él y el bloque; la palanca pone al bloque en relación con la mano; la mano pone a la palanca en relación con los músculos; los músculos ponen a la mano en relación con los nervios; los nervios ponen a los músculos en relación con el cerebro, y el cerebro pone a los nervios en relación con el Espíritu, a menos que haya aún una materia más delicada, un fluido que ponga al cerebro en contacto con el Espíritu. Sea como fuere, un intermediario más o un intermediario menos no anula la teoría; ya sea que el Espíritu actúe en primera o en segunda mano sobre el cerebro, siempre actúa de muy cerca, de modo que retomando los contactos en sentido contrario, o más bien en su orden natural, he aquí al Espíritu actuando sobre una materia extremamente delicada, organizada por la sabiduría del Creador de una manera adecuada para recibir directamente o casi directamente la acción de su voluntad. Esta materia, que es el cerebro, actúa por medio de sus ramificaciones –a las que llamamos nervios– sobre otra materia menos delicada, pero que aún así es suficiente para recibir la acción de los músculos. Éstos imprimen el movimiento a las partes sólidas que son los huesos del brazo y de la mano, mientras que las otras partes de la estructura ósea, al recibir la misma acción, sirven de punto de apoyo o sostén. La parte ósea multiplica su fuerza usando la palanca, cuando por sí misma no es aún lo suficientemente fuerte o larga como para actuar directamente, y he aquí cómo el pesado bloque inerte obedece dócilmente a la voluntad del Espíritu que, sin esa jerarquía intermediaria, no habría ejercido ninguna acción sobre él.
Al proceder de mayor a menor, he aquí que los menores hechos del Espíritu quedan explicados, del mismo modo que, en sentido contrario, se ve cómo el Espíritu puede llegar a transponer montañas, lagos, etc., y en todo esto, el cuerpo casi desaparece en medio de la multitud de instrumentos necesarios, entre los cuales apenas representa el primer papel.
Quiero escribir una carta; ¿qué debo hacer? Poner una hoja de papel en relación con mi Espíritu, como hace poco ponía un bloque de piedra. Reemplazo la palanca por la pluma y la cuestión está resuelta. He aquí la hoja de papel que repite el pensamiento de mi Espíritu, como hace poco el movimiento transmitido al bloque manifestaba su voluntad.
Si mi Espíritu quiere transmitir más directamente, más instantáneamente su pensamiento al tuyo, y si nada se opone –como la distancia o la interposición de un cuerpo sólido, siempre por medio del cerebro y de los nervios–, él pone en movimiento el órgano de la voz que, al hacer vibrar el aire de diversas maneras, produce ciertos sonidos variados y convencionales que representan el pensamiento, los cuales van a repercutir en tu órgano auditivo, que los transmite a tu Espíritu por medio de tus nervios y de tu cerebro. Y es siempre el pensamiento manifestado y transmitido por una serie de agentes materiales graduales e interpuestos entre su principio y su objeto.
Si la teoría precedente es verdadera, me parece que nada es más fácil ahora que explicar el fenómeno de las manifestaciones espíritas, y particularmente el de la escritura mediúmnica, que es el que nos ocupa en este momento.
Al ser la sustancia psíquica idéntica en todos los Espíritus, su modo de acción sobre la materia debe ser el mismo para todos; sólo su poder puede variar en grados. Al estar la materia de los nervios organizada de manera que pueda recibir la acción de un Espíritu, no hay razón para que no pueda recibir la acción de otro Espíritu, cuya naturaleza no difiera de la del primero; y ya que la sustancia de todos los Espíritus es de la misma naturaleza, todos los Espíritus deben ser aptos para ejercer, no diré la misma acción, sino el mismo modo de acción sobre la misma sustancia, todas las veces que ellos estén en condiciones de poder hacerlo. Ahora bien, esto es lo que sucede en las evocaciones.
¿Qué es una evocación?
Es un acto por el cual un Espíritu, dueño de un cuerpo, pide a otro Espíritu o sencillamente le permite servirse de su propio órgano, de su propio instrumento, para manifestar su pensamiento o su voluntad.
No por eso el dueño abandona su cuerpo, pero bien puede momentáneamente neutralizar su propia acción sobre el órgano de la transmisión, dejándolo así a disposición del otro que, sin embargo, no puede servirse de él sino cuando el primero se lo permita, en virtud del axioma del derecho natural, de que cada uno es dueño y señor de sí mismo. No obstante, es preciso que se diga que en el Espiritismo, como en las sociedades humanas, ese derecho de propiedad no siempre es escrupulosamente respetado por los señores Espíritus, y que más de un médium ha sido sorprendido por haber dado hospitalidad a huéspedes que no habían sido invitados, y hasta por haber recibido a indeseables. Pero éste es uno de los mil pequeños sinsabores de la vida, los cuales debemos saber soportar, incluso porque –en este caso– tienen siempre su lado útil, aunque sólo fuese con el objetivo de experimentarnos, al mismo tiempo que son la prueba más evidente de la acción de un Espíritu extraño sobre nuestro órgano, haciéndonos escribir cosas que estábamos lejos de prever o que no teníamos el mínimo deseo de escuchar. Entretanto, esto solamente ocurre con los médiums incipientes; cuando están más experimentados, ya no les sucede más, o por lo menos ya no se dejan sorprender.
¿Todos somos aptos para ser médiums? Naturalmente debería ser así, pero en grados diferentes, como en aptitudes diversas; esta es la opinión del Sr. Kardec. Hay médiums escribientes, videntes, auditivos, intuitivos, es decir, médiums que escriben –son los más numerosos y los más útiles–; médiums que ven a los Espíritus; médiums que escuchan y que conversan con ellos como con los encarnados –son raros–; otros médiums que reciben en su cerebro el pensamiento del Espíritu evocado y lo transmiten a través de la palabra. Raramente un médium posee a la vez varias de esas facultades. Existen también médiums de otro género, es decir, cuya simple presencia en un lugar permite la manifestación de los Espíritus, ya sea por medio de golpes o por el movimiento de los cuerpos, tal como el desplazamiento de una mesita de velador, el levantamiento de una silla, de una mesa o de cualquier otro objeto. Ha sido por este medio que los Espíritus comenzaron a manifestarse y a revelar su existencia. Has escuchado hablar de las mesas giratorias y de la danza de las mesas: te has reído y yo también. ¡Pues bien! Fueron los primeros medios que los Espíritus emplearon para llamar la atención; así fue reconocida su presencia, después de que, con la ayuda de la observación y del estudio, se descubrieron en el hombre facultades hasta entonces ignoradas, por medio de las cuales él puede entrar en comunicación directa con los Espíritus. ¿No es maravilloso todo esto? Entretanto, es apenas natural; sólo que –te repito– estaba reservado a nuestra época hacer el descubrimiento y la aplicación de esta ciencia, como de muchos otros secretos admirables de la naturaleza.
Ahora, para ponernos en contacto con los Espíritus, o al menos para ver si somos aptos para hacerlo por intermedio de la escritura, hay que tomar una hoja en blanco y un lápiz, colocándonos en posición de escribir. Siempre es bueno comenzar dirigiendo una oración a Dios; luego se evoca a un Espíritu, es decir, se le pide que tenga a bien comunicarse con nosotros, haciéndonos escribir; después se espera, siempre en la misma posición.
Hay personas que tienen la facultad medianímica de tal modo desarrollada que escriben de entrada; otras, al contrario, sólo ven desarrollar esa facultad con el tiempo y con perseverancia. En este último caso, se repite la sesión a cada día, con lo que basta un cuarto de hora; es inútil pasar de este período, pero en la medida de lo posible, debe repetirse diariamente, siendo la perseverancia una de las primeras condiciones del éxito. También es necesario hacer la oración y la evocación con fervor; incluso repetir esto algunas veces durante el ejercicio; tener una voluntad firme, un gran deseo de conseguirlo y, sobre todo, no distraerse de forma alguna. Una vez obtenida la escritura, estas últimas precauciones se vuelven innecesarias.
Cuando se está por escribir, se siente generalmente un ligero estremecimiento en la mano, precedido algunas veces por un leve adormecimiento en la mano y en el brazo, y a veces hasta por un ligero dolor en los músculos del brazo y de la mano: estas son las señales precursoras y, casi siempre, son los indicios de que el momento del éxito se aproxima. Algunas veces es inmediato; sin embargo, otras veces se hace esperar uno o varios días, pero nunca tarda en demasía; solamente que para llegar a ese punto se necesita de más o menos tiempo, lo que puede variar de un instante a seis meses, pero –te lo repito– basta un cuarto de hora de ejercicio diario.
En cuanto a los Espíritus que pueden ser evocados para esas especies de ejercicios preparatorios, es preferible dirigirse a nuestro Espíritu familiar, que siempre está próximo y
que nunca nos deja, mientras que otros Espíritus pueden estar allí apenas momentáneamente o no estar en el momento en que los evocamos y, por una causa cualquiera, encontrarse imposibilitados de atender a nuestro llamado, lo que a veces sucede.
El Espíritu familiar, que hasta un cierto punto se asemeja a lo que la teoría católica señala acerca del ángel de la guarda, no es exactamente lo que presenta el dogma católico. Es simplemente el Espíritu de un mortal que ha vivido como nosotros, pero que está mucho más adelantado que nosotros y, en consecuencia, es infinitamente superior en bondad y en inteligencia; que cumple una misión meritoria para sí, provechosa para nosotros, y que nos acompaña en este mundo y en el otro hasta que es llamado a una nueva encarnación, o hasta que nosotros mismos, llegados a un cierto grado de superioridad, seamos llamados a realizar, en otra existencia, una misión similar junto a un mortal menos avanzado que nosotros.
Querido amigo, como bien lo ves, todo entra maravillosamente en nuestras ideas de solidaridad universal. Todo esto, al mostrarnos esa solidaridad establecida en todos los tiempos y funcionando constantemente entre el mundo invisible y nosotros, nos prueba por cierto que no es una utopía de concepción humana, sino una de las leyes de la naturaleza; que los primeros pensadores que la preconizaban no la inventaron, sino que sólo la descubrieron; y que, en fin, al estar en las leyes de la naturaleza, será llamada fatalmente a desarrollarse en las sociedades humanas, a pesar de las resistencias y de los obstáculos que aún le puedan oponer sus ciegos adversarios.
[1] Solamente me falta hablarte sobre la manera de evocar. Es la cosa más simple. No hay ninguna forma cabalística para esto, ni tampoco ninguna fórmula obligatoria; tú te diriges al Espíritu en los términos que te convienen: he aquí todo.
Entretanto, para que comprendas mejor la simplicidad de la cuestión, voy a darte la forma que yo mismo empleo:
«¡Dios todopoderoso! Permitid a mi buen ángel (o al Espíritu ..., en caso de que prefieras evocar a otro Espíritu) comunicarse conmigo y hacerme escribir». O también: «En el nombre de Dios todopoderoso, ruego a mi ángel guardián (o al Espíritu ...) comunicarse conmigo.»
Ahora quieres saber el resultado de mi propia experiencia; aquí está:
Después de aproximadamente seis semanas de ejercicios infructuosos, un día sentí mi mano estremecer, agitarse y trazar de repente con el lápiz, caracteres sin forma. En los ejercicios siguientes, tales caracteres, aunque siempre ininteligibles, se volvieron más regulares; yo escribía líneas y páginas con la rapidez de mi escritura habitual, pero siempre ilegibles. En otras ocasiones yo hacía trazos de todo tipo: pequeños, grandes y a veces en todo el papel. Algunas veces eran líneas rectas, tanto de arriba hacia abajo como transversales. En otras oportunidades eran círculos, ya sean grandes o pequeños, y a veces tan repetidos unos sobre los otros que la hoja de papel quedaba toda ennegrecida por el lápiz.
En fin, después de hacer durante un mes los más variados ejercicios, pero también los más insignificantes, comencé a sentirme con tedio y le pedí a mi Espíritu familiar que me hiciera trazar por lo menos letras, en caso de que no pudiese hacerme escribir palabras; entonces, obtuve todas las letras del alfabeto, pero no conseguí más que esto.
En este ínterin, mi esposa, que siempre tuvo el presentimiento de no poseer la facultad medianímica, se decidió entretanto a hacer experiencias; al cabo de quince días de espera, ella se puso a escribir de corrido y con gran facilidad; fue más afortunada que yo, puesto que ella lo hacía muy correctamente y de forma bien legible.
Uno de nuestros amigos consiguió, desde el segundo ejercicio, hacer garabatos como yo; pero esto fue todo. No por eso nos desanimamos, y nos hemos convencido de que era una prueba, ya que tarde o temprano escribiríamos; es fácil: sólo precisamos de paciencia.
En otra carta te contaré sobre las comunicaciones que obtuvimos por intermedio de mi esposa, y que por más singulares que las mismas parezcan son, sobre todo, muy concluyentes acerca de la existencia de los Espíritus. Por hoy es suficiente: tenía que hacerte una exposición, aunque sumaria, que pudiese entretanto abarcar el conjunto de la teoría espírita. Espero que esto baste para estimular tu curiosidad y, principalmente, para despertar tu interés; la lectura de las obras específicas a que te entregarás hará el resto.
A la espera de la obra práctica de la cual te he hablado, te enviaré dentro de muy poco tiempo la obra filosófica intitulada:
El Libro de los Espíritus.
Estudia, lee, relee, experimenta, trabaja, porque esto vale la pena y, sobre todo, no desanimes.
Y además, no prestes atención a los que se ríen; hay muchos que ya no se ríen más, aunque tengan todos los órganos que hasta hace poco les servían para eso.
Hasta pronto,
CANU.
[1] Aunque los hechos más naturales, pero aún no explicados, se presten a lo maravilloso, todos saben con qué maña la charlatanería se apodera de ellos y con qué audacia ella los explota; tal vez aún resida allí uno de los mayores obstáculos para el descubrimiento y, sobre todo, para la vulgarización de la verdad. [Nota de Allan Kardec.]