Revista Espírita Periódico de Estudios Psicológicos - 1861

Allan Kardec

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Abril

Una palabra más sobre el Sr. Deschanel, del Journal des Débats

En el número anterior de la Revista Espírita, nuestros lectores pudieron ver, al lado de nuestras reflexiones sobre el artículo del Sr. Deschanel, la carta personal que le hemos dirigido. Esta carta, muy corta, cuya inserción le pedíamos, tenía como objeto rectificar un grave error que él había cometido en su apreciación. Presentar a la Doctrina Espírita como asentada en el más grosero materialismo, era desvirtuar completamente su espíritu, puesto que Ella, al contrario, tiende a destruir las ideas materialistas. Había en su artículo muchos otros errores que podríamos haber señalado, pero aquél era demasiado capital como para quedar sin respuesta; tenía una gravedad real porque tendía a causar un verdadero descrédito entre los numerosos adeptos del Espiritismo. El Sr. Deschanel no consideró un deber atender a nuestro pedido, y he aquí la respuesta que él nos ha dirigido:

«Señor,

«He recibido la carta que me habéis hecho el honor de escribir el 25 de febrero. Vuestro editor, el Sr. Didier, ha tenido a bien encargarme de explicaros que había sido ante su reiterado pedido que yo había consentido en hacer una reseña en el Journal des Débats de vuestro El Libro de los Espíritus, con la condición de criticarlo tanto como yo quisiese; éste era nuestro acuerdo tácito. Os agradezco por haber comprendido que, en estas circunstancias, usar vuestro derecho de respuesta hubiera sido estrictamente legal, pero
seguramente menos delicado que la abstención que habíais consentido, tal como el Sr. Didier me informó esta mañana.

«Atentamente,

É. DESCHANEL.»

Esta carta es inexacta en varios puntos. Es cierto que el Sr. Didier envió al Sr. Deschanel un ejemplar de El Libro de los Espíritus, como se hace comúnmente del editor al periodista; pero lo que no es exacto es que el Sr. Didier se haya encargado de no explicarnos nada sobre sus supuestas insistencias reiteradas para que le hiciera una reseña. Si el Sr. Deschanel se juzgó en el derecho de dedicarle 24 columnas de escarnios, esto nos permitirá creer que no ha sido por condescendencia ni por deferencia al Sr. Didier. Además, como ya lo hemos dicho, no ha sido por eso que nos lamentamos: la crítica era un derecho suyo y, desde el momento en que no comparte nuestra manera de ver, era libre de apreciar la obra desde su punto de vista, como ocurre todos los días. Unos ponen las cosas en las nubes, mientras que otros las difaman, pero ni uno ni otro de esos juicios es inapelable; en última instancia, el único juez es el público, y sobre todo el público futuro, que es ajeno a las pasiones y a las intrigas del momento. Los elogios complacientes de las camarillas no le impiden de enterrar para siempre lo que es realmente malo, y lo que es verdaderamente bueno sobrevive a pesar de las diatribas de la envidia y de los celos.

De esta verdad, dos fábulas darán fe,

Tanto abundan las pruebas,

había dicho La Fontaine; nosotros no citaremos dos fábulas, sino dos hechos. En el momento de su aparición, Fedra, de Racine, tenía contra sí la corte y el pueblo de la ciudad, y fue escarnecida; el autor sufrió tantos disgustos que a los 38 años renunció a escribir para teatro. Al contrario, Fedra, de Pradon, fue exaltada exageradamente; ¿cuál es hoy la real situación de esas dos obras? Otro libro más modesto, Paul et Virginie, fue declarado nacido muerto por el ilustre Buffon, que lo encontró falto de gracia e insípido; sin embargo, se sabe que nunca un libro fue tan popular. Con estos dos ejemplos, nuestro objetivo es simplemente probar que la opinión de un crítico –sea cual fuere su mérito– es siempre una opinión personal, no siempre ratificada por la posteridad. Pero volvamos de Buffon al Sr. Deschanel, sin comparación, porque Buffon se equivocó redondamente, mientras que el Sr. Deschanel cree indudablemente que no dirán lo mismo de él.

En sua carta, el Sr. Deschanel reconoce que nuestro derecho de respuesta hubiera sido estrictamente legal, pero le parece que es más delicado de nuestra parte no ejercerlo; también se equivoca completamente cuando dice que nosotros hemos consentido con una abstención, lo que daría a entender que hemos aceptado su solicitación, aun cuando el Sr. Didier hubiera sido encargado de informárselo; ahora bien, nada es menos exacto que eso. No habíamos pensado en exigir la inserción de un derecho de respuesta; él es libre de considerar que nuestra Doctrina es mala, detestable, absurda, y de gritarlo a los cuatro vientos, pero esperábamos de su lealtad la publicación de nuestra carta para rectificar un alegato falso, y que podría perjudicar nuestra reputación, porque nos acusa de profesar y de propagar las mismas doctrinas que nosotros combatemos como subversivas del orden social y de la moral pública. No le pedíamos una retractación, a la cual su amor propio se habría rehusado, sino simplemente la inclusión de nuestra protesta; por cierto que no estaríamos abusando del derecho de respuesta, puesto que en cambio de veinticuatro columnas, le pedíamos solamente de treinta a cuarenta líneas. Nuestros lectores sabrán evaluar su negativa; si él ha consentido en ver una delicadeza en nuestro proceder, no podríamos decir lo mismo con referencia al suyo.

Cuando el Sr. abate Chesnel publicó en L’Univers, en 1859, su artículo sobre Espiritismo, dio de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas una idea igualmente falsa al presentarla como una secta religiosa con su culto y sus sacerdotes; este alegato desvirtuaba completamente su objetivo y sus propósitos, y podía confundir a la opinión pública. Dicho alegato era aún más erróneo porque el reglamento de la Sociedad prohíbe ocuparse de materias religiosas; en efecto, no se concebiría una Sociedad religiosa que no pudiera ocuparse de religión. Hemos protestado contra esa aserción, no por algunas líneas, sino por un artículo entero y detenidamente fundamentado que, a nuestro simple pedido, L’Univers creyó un deber incluir. Lamentamos que, en circunstancia similar, el Sr. Deschanel, del Journal des Débats, se crea menos obligado moralmente a restablecer la verdad que los Sres. de L’Univers. Si no fuese una cuestión de derecho, sería siempre una cuestión de lealtad; reservarse el derecho de ataque sin admitir la defensa, es un medio fácil de hacer creer a sus lectores que él tiene razón.


El Sr. Louis Jourdan y El Libro de los Espíritus

Ya que estamos hablando de publicistas, con referencia al Espiritismo, no nos detengamos en el camino; en general, estos Sres. no nos alaban, y como nosotros no ocultamos sus críticas, se nos permitirá presentar la contrapartida y oponer a la opinión del Sr. Deschanel y de otros la de un escritor de cuyo valor e influencia nadie duda, sin que nos puedan tildar de tener amor propio. Además, los elogios no se dirigen a nuestra persona, o al menos no los tomamos para nosotros, y transferimos el honor a los guías espirituales que consienten en orientarnos. Por lo tanto, no podríamos hacer prevalecer el mérito que se pueda encontrar en nuestros trabajos; aceptamos los elogios, no como una muestra de nuestro valor personal, sino como la consagración de la obra que hemos emprendido, obra que esperamos llevar a buen término con la ayuda de Dios, porque no estamos en el final, y lo más difícil aún no está hecho. Al respecto, la opinión del Sr. Louis Jourdan tiene un cierto peso, porque se sabe que él no habla a la ligera o para llenar columnas con palabras; ciertamente puede engañarse como cualquier otro, pero en todo caso su opinión es siempre concienzuda.

Sería prematuro decir que el Sr. Jourdan es un adepto declarado del Espiritismo; él mismo dice que no ha visto nada y que no ha estado en contacto con ningún médium; evalúa la cuestión según su sentimiento íntimo, y al no tomar como punto de partida la negación del alma o cualquier fuerza extrahumana, ve en la Doctrina Espírita una nueva fase del mundo moral y un medio de explicar lo que hasta entonces era inexplicable. Ahora bien, al admitir la base, su razón no se rehúsa de manera alguna a admitir las consecuencias, mientras que el Sr. Figuier no puede admitir tales consecuencias, porque rechaza el principio fundamental. Al no haber estudiado ni profundizado todo en esta vasta ciencia, no es de extrañar que sus ideas no estén establecidas en todos los puntos, y por esto mismo ciertas cuestiones deben parecerle aún hipotéticas; pero un hombre de buen sentido no dice: No comprendo, luego, no existe; al contrario, dice: No sé, porque no aprendí, pero no niego. Un hombre serio no se burla de una cuestión que toca los más serios intereses de la Humanidad, y un hombre prudente se calla sobre lo que ignora, temiendo que los hechos no vengan a desmentir –como tantos otros– sus negaciones, ni le opongan el siguiente argumento irresistible: Habláis de lo que no sabéis. Por lo tanto, al pasar a las cuestiones de detalle para las cuales confiesa su incompetencia, se limita a la apreciación del principio, y el solo razonamiento de ese principio le hace admitir la posibilidad del mismo, como sucede diariamente.

El Sr. Jourdan publicó primero un artículo sobre El Libro de los Espíritus en Le Causeur (Nº 8, de abril de 1860); ha transcurrido un año de esto y nosotros aún no hemos hablado del mismo en la Revista, lo que prueba que no tenemos ningún interés de aprovecharnos de los elogios, mientras que hemos citado textualmente –o indicado– las críticas más amargas, lo que también demuestra que no tememos su influencia. Este artículo ha sido reproducido en su nueva obra: Un filósofo alrededor del brasero,[1] de la cual forma un capítulo. Del mismo hemos extraído los siguientes pasajes:

«(...) Prometí formalmente volver a un asunto sobre el cual sólo dije algunas palabras y que merece una atención muy particular: es El Libro de los Espíritus, que contiene los principios de la doctrina y de la filosofía espíritas. La palabra puede pareceros un barbarismo, pero ¿qué podemos hacer al respecto? Para las cosas nuevas se necesitan palabras nuevas. Las mesas giratorias han llevado al Espiritismo, y hoy estamos delante de una doctrina completa, enteramente revelada por los Espíritus, porque El Libro de los Espíritus no fue hecho por la mano del hombre; el Sr. Allan Kardec se limitó a recopilar y a poner en orden las respuestas dadas por los Espíritus a las innumerables preguntas que le han sido dirigidas, respuestas breves que no siempre satisfacen completamente la curiosidad del interrogador, pero que consideradas en su conjunto, constituyen en efecto una doctrina, una moral y –¿quién sabe?– quizá una religión.

«Juzgadlo vosotros mismos. Los Espíritus se han explicado claramente sobre las causas primeras, acerca de Dios y del infinito, sobre los atributos de la Divinidad. Ellos nos han dado los elementos generales del Universo, el conocimiento del principio de las cosas, las propiedades de la materia. Nos han hablado de los misterios de la Creación, de la formación de los mundos y de los seres vivos, de las causas de la diversidad de las razas humanas. De ahí al principio vital no hay más que un paso, y ellos nos han dicho lo que era el principio vital, lo que eran la vida y la muerte, la inteligencia y el instinto.

«Después ellos han levantado el velo que nos oculta el mundo espírita, es decir, el mundo de los Espíritus, diciéndonos cuál era su origen y su naturaleza; cómo se encarnaban, cuál era el objetivo de esa encarnación y cómo se efectuaba el regreso de la vida corporal a la vida espiritual. Nada nos ha sido ocultado: Espíritus errantes, mundos transitorios, percepciones, sensaciones y sufrimientos de los Espíritus, contactos con el Más Allá, relaciones simpáticas y antipáticas entre los Espíritus, regreso a la vida corporal, emancipación del alma, intervención de los Espíritus en el mundo corporal, ocupaciones y misiones de los Espíritus.

«He dicho que los Espíritus estaban fundando no solamente una doctrina y una filosofía, sino también una religión. En efecto, ellos han elaborado un código de moral, en el cual se encuentran formuladas las leyes cuya sabiduría me parece muy grande y, para que nada le falte, dijeron cuáles serían las penas y los gozos futuros y qué se debería entender por estas palabras: Paraíso, purgatorio e infierno. Como se ve, es un sistema completo y no tengo ninguna dificultad en reconocer que, si bien el sistema no tiene la cohesión poderosa de una obra filosófica, si aparecen algunas contradicciones aquí y allá, es por lo menos muy notable por su originalidad, por su elevado alcance moral y por las soluciones inesperadas que da a las delicadas cuestiones que han inquietado o preocupado al Espíritu humano en todos los tiempos.

«Yo soy completamente ajeno a la escuela espírita; no conozco sus jefes, ni sus adeptos; nunca vi moverse la menor mesa giratoria; no tuve contacto con ningún médium; no fui testigo de ninguno de esos hechos sobrenaturales o milagrosos de los cuales encuentro relatos increíbles en las publicaciones espíritas que me envían. No afirmo ni rechazo en absoluto las comunicaciones de los Espíritus; creo a priori que tales comunicaciones son posibles y mi razón no se alarma de manera alguna por esto. Para creer en las mismas, no tengo necesidad de la explicación que últimamente me daba un erudito amigo, el Sr. Louis Figuier, sobre estos hechos que él atribuye a la influencia magnética de los médiums. (...)

«No veo nada de imposible en que se establezcan relaciones entre el mundo invisible y nosotros. No me preguntéis cómo ni por qué; no sé nada al respecto. Es una cuestión de sentimiento y no de demostración matemática. Por lo tanto, es un sentimiento que expreso, pero un sentimiento que no tiene nada de incierto y que en mi mente y en mi corazón toma formas bastante precisas.

«(...) Si por el movimiento de nuestros pulmones podemos extraer del espacio infinito que nos envuelve, los fluidos, los principios vitales necesarios para nuestra existencia, es muy evidente que estamos en relación constante y necesaria con el mundo invisible. Dicho mundo ¿está poblado de Espíritus errantes, como almas en pena, siempre dispuestas a responder a nuestro llamado? He aquí lo que es más difícil de admitir, pero también lo que sería temerario de negar absolutamente.

«Sin duda no tenemos dificultad en creer que todas las criaturas de Dios no se asemejan a los tristes habitantes de nuestro planeta. Somos bastante imperfectos; estamos sometidos a necesidades muy groseras para que no sea difícil imaginar que existan seres superiores que no sufran ninguna pena corporal; seres radiantes y luminosos, Espíritu y materia como nosotros, pero Espíritu más sutil y más puro, materia menos densa y menos pesada; mensajeros fluídicos que unen entre sí a los universos, sostienen, promueven a las diversas razas que pueblan los astros a que cumplan su tarea.

«Por la aspiración y por la respiración estamos en relación con toda la jerarquía de esas criaturas, de esos seres cuya existencia no podemos comprender y cuya forma no podemos representar. Por lo tanto, no es absolutamente imposible que algunos de esos seres entren accidentalmente en contacto con los hombres; pero lo que nos parece pueril es que sea necesario el concurso material de una mesa, de una tablita o de un médium cualquiera para que dichos contactos se establezcan.

«Una de dos: o esas comunicaciones son útiles, o son inútiles. Si son útiles, los Espíritus no deben tener necesidad de ser llamados de una manera misteriosa, de ser evocados e interrogados para enseñar a los hombres lo que es importante saber; si son inútiles, ¿por qué recurrir a ellas?

«(...) No tengo ningún inconveniente en admitir esas influencias, esas inspiraciones, esas revelaciones, como queráis. Lo que absolutamente rechazo es que, bajo el pretexto de revelación, vengan a decirme: Dios habló, por lo tanto debéis someteros. Dios habló por boca de Moisés, del Cristo, de Mahoma, por lo tanto seréis judíos, cristianos o musulmanes, si no incurriréis en castigos eternos; mientras esperamos, iremos maldeciros o torturaros aquí.

«¡No, no! Semejantes revelaciones no quiero a ningún precio; por encima de todas las revelaciones, de todas las inspiraciones, de todos los profetas presentes, pasados y futuros hay una ley suprema: la ley de libertad. Teniendo esta ley como base admitiré, sin perjuicio de la discusión, todo lo que deseéis. Suprimid esta ley y sólo habrá tinieblas y violencia. Quiero tener la libertad de creer o de no creer, y de decirlo abiertamente: es mi derecho y quiero usarlo; es mi libertad y quiero conservarla. Me decís que si no creo en lo que me enseñáis, pierdo mi alma; es posible. Quiero mi libertad hasta ese límite; quiero perder mi alma si ése fuere mi deseo. Por lo tanto, ¿quién será aquí el juez de mi salvación o de mi perdición? ¿Quién, pues, puede decir: Aquél ha sido salvo, y éste está perdido sin remisión? ¿Entonces la misericordia de Dios no es infinita? ¿Hay algo en el mundo que pueda sondear el abismo de una conciencia?

«(...) Y es porque esta doctrina también se encuentra en el curioso libro del Sr. Allan Kardec, que yo me reconcilio con los Espíritus que él ha interrogado. El laconismo de sus respuestas prueba que los Espíritus no tienen tiempo para perder, y si de alguna cosa me admiro es que aún tengan el tiempo suficiente para responder complacientemente al llamado de tantas personas que pierden el suyo para evocarlos. (...)

«Todo lo que dicen los Espíritus de manera más o menos clara y más o menos sumaria, cuyas respuestas el Sr. Allan Kardec recopiló, ha sido expuesto y desarrollado con notable claridad por Michel, que por cierto me parece que es el más adelantado y el más completo de todos los místicos contemporáneos. Su revelación es, a la vez, una doctrina y un poema, doctrina sana y edificante, y un poema brillante. La única ventaja que encuentro en las preguntas y en las respuestas que el Sr. Allan Kardec ha publicado es que presentan, bajo una forma más accesible, sobre todo a la gran masa de lectores y de lectoras, las principales ideas sobre las cuales es importante llamar su atención. Los libros de Michel no son de lectura fácil: exigen una tensión mental muy pronunciada. Al contrario, el libro del que hablamos, puede ser una especie de vademécum; si lo tomamos y lo dejamos abierto en cualquier página, se nos despierta de repente la curiosidad. Las preguntas dirigidas a los Espíritus son las que nos preocupan a todos; las respuestas son a veces muy breves; otras veces condensan en pocas palabras la solución de los problemas más difíciles, y siempre ofrecen un vivo interés o sanas indicaciones. No conozco un curso de moral más interesante, más consolador y más encantador que éste. Todos los grandes principios en los cuales se fundan las civilizaciones modernas están allí confirmados, especialmente el principio de los principios: ¡la libertad! El espíritu y el corazón salen de allí serenos y fortalecidos.

«Sobre todo son los capítulos relativos a la pluralidad de los sistemas y a la ley del progreso colectivo e individual que tienen un atractivo y un encanto poderosos. Al respecto, los Espíritus del Sr. Allan Kardec no me han enseñado nada que yo no sepa: hace mucho tiempo que creo firmemente en el desarrollo progresivo de la vida a través de los mundos; que la muerte es el portal de una nueva existencia, cuyas pruebas son proporcionales a los méritos de la existencia anterior. Además, es la antigua fe de la Galia, la doctrina druídica, y sobre esto los Espíritus nada inventaron, sino que agregaron una serie de deducciones y de excelentes reglas prácticas para la conducta de la vida. En este aspecto, como en muchos otros, la lectura de ese libro, independientemente del interés y de la curiosidad que su origen suscita, puede tener una gran utilidad para los caracteres indecisos, para las almas inseguras que fluctúan en los limbos de la duda. ¡La duda! ¡Es el peor de los males! Es la más horrible de las prisiones, de las que se debe salir a toda costa. Ese extraño libro ayudará a muchas personas a fortalecer sus vidas, a quebrar las rejas de la cárcel, precisamente porque es presentado bajo una forma simple y elemental, bajo la forma de un catecismo popular que todo el mundo puede leer y comprender.»

-*-*-*-*-

El Sr. Jourdan, después de haber citado algunas cuestiones sobre el matrimonio y el celibato, que él encuentra un poco pueriles y que no son tratadas a su gusto, termina de la siguiente manera:

«(...) Sin embargo, me apresuro a decir que todas las respuestas de los Espíritus no son tan superficiales como las que acabo de mencionar. Es el conjunto de este libro que es notable, es la idea fundamental de la obra que está marcada por una cierta grandeza y por una viva originalidad. Ya sea que emane o no de una fuente extranatural, la obra es admirable a justo título, y por el solo hecho de que me ha interesado vivamente, tengo razones para creer que la misma pueda interesar a muchas personas.»

[1] 1 vol. in 12º; precio: 3 francos. Librería Dentu. [Nota de Allan Kardec.]

Respuesta

El Sr. Jourdan hace una pregunta, o más bien una objeción, necesariamente motivada por la insuficiencia de sus conocimientos sobre la materia.

«Por lo tanto, no es absolutamente imposible que algunos de esos seres entren accidentalmente en contacto con los hombres; pero lo que nos parece pueril es que sea necesario el concurso material de una mesa, de una tablita o de un médium cualquiera para que dichos contactos se establezcan. Una de dos: o esas comunicaciones son útiles, o son inútiles. Si son útiles, los Espíritus no deben tener necesidad de ser llamados de una manera misteriosa, de ser evocados e interrogados para enseñar a los hombres lo que es importante saber; si son inútiles, ¿por qué recurrir a ellas?» En su libro Un Philosophe du coin du feu, él agrega al respecto: «He aquí un dilema del cual la escuela espírita tendrá dificultad en salir.»

No, ciertamente no tendrá dificultad en salir del mismo porque hace mucho tiempo lo había propuesto y también resuelto, y si no lo hizo el Sr. Jourdan es porque no conoce todo; ahora bien, nosotros creemos que si él hubiera leído El Libro de los Médiums, que trata acerca de la parte práctica y experimental del Espiritismo, habría sabido a qué atenerse sobre el asunto.

Sí, sin duda sería pueril, y esta palabra empleada por cortesía por el Sr. Jourdan es muy suave; decimos que sería ridículo, absurdo e inadmisible que –para relaciones tan serias como las del mundo visible con el mundo invisible– los Espíritus necesitasen, para transmitirnos sus enseñanzas, de un utensilio tan vulgar como una mesa, una cestita o una tablita, porque de esto se deduciría que los que estuviesen privados de dichos accesorios también estarían privados de sus lecciones. No, no es así. Los Espíritus son las almas de los hombres, despojadas de la envoltura grosera del cuerpo, y hay Espíritus desde que hay hombres en el Universo (no decimos en la Tierra); esos Espíritus componen el mundo invisible que puebla los espacios, que nos rodea, en medio del cual vivimos sin sospecharlo, como igualmente vivimos en medio del mundo microscópico sin percibirlo. En todos los tiempos esos Espíritus han ejercido su influencia sobre el mundo visible; en todos los tiempos los buenos y los sabios han ayudado al genio a través de las inspiraciones, mientras que otros se han limitado a guiarnos en los actos comunes de la vida; pero esas inspiraciones, que ocurren por la transmisión de pensamiento a pensamiento, están ocultas y no pueden dejar ningún trazo material. Si el Espíritu quiere manifestarse de una manera ostensible, es necesario que actúe sobre la materia; si quiere que su enseñanza tenga precisión y estabilidad, en vez de tener la vaguedad y la incertidumbre del pensamiento, precisa de señales materiales, y para esto –permítasenos la expresión– se sirve de todo lo que cae en sus manos, desde que esté en condiciones apropiadas a su naturaleza. Si desea escribir se sirve de una pluma o de un lápiz; si quiere dar golpes se sirve de una mesa, de una cacerola o de cualquier objeto, sin que por eso se sienta humillado. ¿Hay algo más común que una pluma de ganso? ¿No es con esto que los mayores genios legan sus obras maestras a la posteridad? Sacadles todo medio para escribir: ¿qué hacen? Piensan; pero sus pensamientos se pierden si nadie los recoge. Supongamos a un literato manco, ¿qué hace para escribir? Tiene un secretario que escribe lo que le dicta. Ahora bien, como los Espíritus no pueden sostener la pluma sin un intermediario, la hacen sostener por alguien que se llama médium, al que inspiran y dirigen. Algunas veces ese médium actúa con conocimiento de causa: es el médium propiamente dicho; otras veces actúa sin conocer la causa que lo solicita: es el caso de todos los hombres inspirados, que así son médiums sin saberlo. Por lo tanto, se ve que la cuestión de las mesas y las tablitas es totalmente accesoria y no la cuestión principal, como lo creen aquellos que no están bien informados; las mismas han sido el preludio de los grandes y poderosos medios de comunicación, como el alfabeto es el preludio de la lectura corriente.

La segunda parte del dilema no es menos fácil de resolver. «Si esas comunicaciones son útiles –dice el Sr. Jourdan–, los Espíritus no deben tener necesidad de ser llamados de una manera misteriosa, de ser evocados (...)».

En primer lugar, digamos que no nos corresponde regular lo que sucede en el mundo de los Espíritus; no nos cabe decir: Las cosas deben o no deben ser de tal o cual manera, porque sería querer regir la obra de Dios. Los Espíritus consienten en iniciarnos en parte en su mundo, pues ese mundo quizá sea el nuestro mañana. Nos cabe tomarlo tal cual es, y si no nos conviene, no será ni más ni menos, porque Dios no lo cambiará para nosotros.

Dicho esto, apresurémonos en decir que nunca hubo evocaciones misteriosas y cabalísticas: todo se hace simplemente, en plena luz y sin fórmulas obligatorias. Los que creen que estas cosas son necesarias ignoran los primeros elementos de la ciencia espírita.

En segundo lugar, si las comunicaciones espíritas sólo pudiesen existir como consecuencia de una evocación, de esto se deduciría que ellas serían el privilegio de los que saben evocar, y que la inmensa mayoría de los que nunca escucharon hablar de eso sería privada de las mismas; ahora bien, ello estaría en contradicción con lo que hemos dicho hace poco sobre las comunicaciones ocultas y espontáneas. Esas comunicaciones son para todo el mundo, para el pequeño como para el grande, para el rico como para el pobre, para el ignorante como para el sabio. Los Espíritus que nos protegen, los parientes y amigos que han desencarnado, no necesitan ser llamados; se encuentran junto a nosotros y, aunque estén invisibles, nos cercan con su solicitud; sólo nuestro pensamiento es suficiente para atraerlos, probándoles nuestro afecto, porque si no pensamos en ellos, es muy natural que ellos no piensen en nosotros.

Entonces preguntaréis: ¿para qué evocar? Helo aquí. Supongamos que estáis en la calle, cercados por una multitud compacta que habla y que conversa en vuestros oídos; pero entre la multitud percibís de lejos a un conocido con quien queréis hablar en particular; ¿qué hacéis si no podéis llegar hasta él? Lo llamáis, y él viene hacia vosotros. Sucede lo mismo con los Espíritus. Al lado de los que estimamos y que quizá no siempre estén allí, hay una innumerable multitud de indiferentes; si queréis hablar con un determinado Espíritu, como no podéis ir hacia él porque estáis retenido por vuestro grillete corporal, lo llamáis y he aquí todo el misterio de la evocación, que no tiene otro objetivo sino el de dirigiros a quien deseáis, en vez de escuchar al primero que llegue. En las comunicaciones ocultas y espontáneas de las que hemos hablado antes, los Espíritus que nos asisten nos son desconocidos; lo hacen sin que lo sepamos. Por medio de las manifestaciones materiales, escritas u otras, ellos revelan su presencia de una manera patente, y pueden darse a conocer si lo quisieren: es un medio de saber con quién estamos tratando y si tenemos a nuestro alrededor a amigos o enemigos. Ahora bien, los enemigos no faltan en el mundo de los Espíritus, como entre los hombres; allá, como acá, los más peligrosos son los que no conocemos; el Espiritismo práctico nos da los medios para conocerlos.

En resumen, quien sólo conoce el Espiritismo por las mesas giratorias se hace de Él una idea tan mezquina y tan pueril como aquel que solamente conoce la Física por ciertos juguetes infantiles; pero cuanto más se avanza, más se amplía el horizonte y sólo entonces es que se comprende su verdadero alcance, porque Él nos revela una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza, fuerza que al mismo tiempo actúa en el mundo moral y en el mundo físico. Nadie discute la reacción que ejerce sobre nosotros el medio material, visible o invisible, en el cual estamos inmersos; si estamos en una multitud, esa multitud de seres también actúa sobre nosotros, moral y físicamente. Cuando morimos, nuestras almas van a alguna parte; ¿adónde van? Como para ellas no hay ningún lugar cerrado y circunscripto, el Espiritismo dice y prueba por los hechos que esa parte es el espacio; ellas forman a nuestro alrededor una población innumerable. Ahora bien, ¿cómo admitir que ese medio inteligente tenga menos acción que el medio no inteligente? Ahí está la clave de un gran número de hechos incomprendidos que el hombre interpreta según sus prejuicios y que explota conforme sus pasiones. Cuando esas cosas sean comprendidas por todos, los prejuicios desaparecerán, y el progreso podrá seguir su marcha sin obstáculos. El Espiritismo es una luz que ilumina los más tenebrosos pliegues de la sociedad; por lo tanto, es muy natural que aquellos que temen la luz intenten extinguirla. Pero cuando la luz haya penetrado en todas partes, será preciso que los que busquen la oscuridad se decidan a vivir en la claridad; entonces se verán caer muchas máscaras. Por lo tanto, todo hombre que verdaderamente quiere el progreso no puede permanecer indiferente ante una de las causas que más deben contribuir para él mismo y que prepara una de las mayores revoluciones morales que hasta ahora haya experimentado la humanidad. Como se ve, estamos lejos de las mesas giratorias: la distancia que existe entre este modesto comienzo y sus consecuencias, es la misma que hay entre la manzana de Newton y la gravitación universal.


Opinión sobre la Historia de lo Maravilloso,
del Sr. Louis Figuier, por el Sr. Escande, redactor de la Mode Nouvelle

En los artículos que nosotros hemos publicado sobre esta obra, hemos buscado principalmente el punto de partida del autor, lo que no nos ha sido difícil, ya que citando sus propias palabras probamos que él se basa en ideas materialistas. Al ser falsa la base, al menos desde el punto de vista de la inmensa mayoría de los hombres, las consecuencias que saca de los hechos que él califica de maravillosos están, por esto mismo, llenas de errores. Esto no ha impedido que algunos colegas suyos de la prensa exaltasen el mérito, la profundidad y la sagacidad de la obra. Sin embargo, no todos son de esa opinión. Al respecto, encontramos en la Mode Nouvelle,[1] revista más seria que su título, un artículo tan notable por el estilo como por la exactitud de sus apreciaciones. Su extensión no nos permite citarlo por entero; el autor, además, ha prometido otros, porque en éste se ocupa apenas del primer volumen. Nuestros lectores sabrán apreciar algunos fragmentos del mismo.

I

«Ese libro tiene grandes pretensiones, pero no justifica ninguna. Desea pasar por erudito, finge que enuncia conocimientos y hace alarde de aparentes investigaciones, pero su erudición es superficial, su conocimiento es incompleto y sus investigaciones son precipitadas y mal digiridas. El Sr. Louis Figuier es especialista en recolectar, uno a uno, los mil pequeños hechos que diariamente aparecen alrededor de las academias, como esas largas filas de hongos que nacen de la noche a la mañana en los grupos criptógamos, y organiza enseguida libros que les hacen la competición a la Cocina burguesa y a los tratados del Viejo Richard. Al ser sagaz en ese trabajo de recopilación facilitada –inferior al trabajo de compilación del buen abate Trublet, del cual Voltaire se burló de forma espirituosa–, lo que forzosamente le deja tiempo libre, pensó que le sería más fácil aprovecharse de la pasión por lo sobrenatural –lo cual enardece más que nunca la imaginación– que utilizar los pareceres casi siempre ociosos de la segunda clase del Instituto. Habituado a redactar revistas científicas repitiendo lo que es de los otros, con los resúmenes de los informes que a su vez él resume, con las tesis y memorias que analiza; hábil para reunir más tarde en volúmenes esos resúmenes de los resúmenes, se puso entonces manos a la obra. Fiel a su pasado, compulsó a la ligera todos los tratados sobre la materia que le llegaron a las manos, los redujo a fragmentos, luego refundió esos fragmentos a su manera y compuso un libro con los mismos, después de lo cual –no tenemos duda– exclamó como Horacio: Exegi monumentum; “¡Yo también he forjado mi monumento más duradero que el bronce!”

«Y él tendría razón de envanecerse por escribir de prisa, ¡si la calidad fuese medida por la cantidad! En efecto, ésta no forma menos que cuatro gruesos volúmenes, esa Histoire du Merveilleux, y sólo contiene la Historia de lo Maravilloso en los tiempos modernos, desde 1630 hasta nuestros días –apenas dos siglos–, lo que al menos supondría un poco más del doble que las más voluminosas enciclopedias, ¡si contuviera la Historia de lo Maravilloso en todos los tiempos y en todos los pueblos! Así, cuando se piensa que ese fragmento de monografía de tan vasta extensión no lo costó más que algunos meses de trabajo, tenemos la tentación de creer que esa producción, al mismo tiempo tan exagerada y tan precipitada, es más maravillosa que las maravillas que contiene. Pero esa fecundidad deja de ser un prodigio cuando se estudia de cerca el procedimiento de composición que ha usado y, en verdad, el mismo le es tan familiar que no se podía esperar que emplease otro. En lugar de condensar los hechos, de exponerlos sumariamente, de dejar a un lado detalles inútiles, de atenerse sobre todo a poner en relieve las circunstancias características, y enseguida discutirlas, se ocupó únicamente en escribir un folletín más largo que los que escribe semanalmente en La Presse (La Prensa). Armado con un par de tijeras, recortó de las obras anteriores a la suya lo que convenía a las ideas preconcebidas que él deseaba que triunfasen, descartando lo que podía contrariar la opinión que él había formado a priori sobre esa importante cuestión, sobre todo lo que podía contrariar la explicación natural que se proponía a dar acerca de las manifestaciones calificadas de sobrenaturales, lo que los librepensadores son unánimes en llamar la credulidad pública, ya que una de las pretensiones de su libro –y esta pretensión no está mejor justificada que las otras– es la de dar una nueva solución física o médica encontrada por él, solución triunfante, incontestable, de ahí en adelante al abrigo de las objeciones de los hombres muy simples que creen que Dios es más poderoso que nuestros científicos. Él repite eso en cien lugares de su obra, a fin de que nadie lo ignore y con la esperanza de que terminarán por creerlo, aunque se limite a repetir lo que al respecto han dicho, antes de él, todos los físicos, médicos, filósofos o químicos, que tienen más horror a lo sobrenatural que Pascal del vacío.

«Resulta de esto que esa Histoire du Merveilleux carece, a la vez, de autoridad y de proporciones. Desde el punto de vista dogmático, la misma no sobrepasa las negaciones de los negadores anteriores; no agrega ningún argumento a los argumentos que ya han sido desarrollados, y en esta cuestión –como en todas las otras– no entendemos la utilidad de las repeticiones. Hay más: atormentado por el deseo de parecer mejor que Calmeil, Esquirol, Montègre, Hecquet y tantos otros que lo precedieron y que serán siempre sus maestros, el Sr. Louis Figuier se pierde muchas veces en el laberinto confuso de las demostraciones que toma prestado de ellos, queriendo apoderarse de las mismas y acabando a veces por crear una rivalidad con la lógica del Sr. Babinet. En cuanto a los hechos, él los ha acumulado en gran cantidad, aunque un poco al azar, truncando unos, desechando otros, interesado en reproducir de preferencia los que pudiesen ofrecer un cierto atractivo a la lectura; esto prueba que él aspiraba principalmente a obtener un éxito fácil, en vez de tener que luchar con los novelistas del día. Somos llevados a preguntarnos cómo él no indujo al editor a incluir su obra en la divertida Biblioteca de los ferrocarriles, a fin de que llegase más directamente a la multitud que lee para distraerse y no para instruirse.

«No podemos negar que su libro es divertido –si es que esto basta para tenga mérito–, asemejándose a una colección de anécdotas y chistes, compuesta por historietas amontonadas con miras a lo pitoresco, sin ninguna preocupación con la verdad; esto no le impide jactarse a todo instante e inoportunamente de su imparcialidad, de su veracidad: una pretensión más que se agrega a todas las que hemos señalado y con la cual se ufana con tanta pedantería, que no disimula cuánto ella le hace falta. Tal como es él, no podríamos compararlo mejor que con esos restaurantes ordinarios, pródigos en comestibles, que de atrayentes no tienen más que la apariencia, y que sirven a los consumidores sin ninguna preocupación con lo que hacen. Más superficial que profundo, lo importante es allí sacrificado por lo fútil, lo principal por lo accesorio, el lado dogmático por el lado episódico; además, las lagunas son tan abundantes como las cosas inútiles y, para que no falte nada, está lleno de contradicciones, afirmando aquí lo que niega más adelante, de manera que somos llevados a creer que –diferente en esto que el célebre Pico della Mirandola, capaz de disertar de omni re scibili– el Sr. Louis Figuier pretendió enseñar a los otros lo que él mismo no sabía.»

II

«Podríamos limitar aquí el examen de esa Histoire du Merveilleux, si no tuviésemos que justificar estas severas pero justas apreciaciones. Para comenzar, ¿tenemos necesidad de agregar que aquel que la escribió no cree en la posibilidad de lo sobrenatural? Creemos que no. En su condición de académico supernumerario –cuya situación sólo terminará probablemente al finalizar su existencia–, debido a los poderes que le confiere su título de folletinista científico, él no podía sostener otra tesis sin correr el riesgo de ser colocado en el índex por el ejército de incrédulos, de los cuales está apto para formar parte. Él tampoco cree y, al respecto, su incredulidad está por encima de toda sospecha. Él es del número “de esas mentes eruditas” que, siendo testigos del “imprevisto desbordamiento” por lo maravilloso contemporáneo, no pueden comprender “semejante desvarío en pleno siglo XIX, con una filosofía avanzada y en medio de ese magnífico movimiento científico que hoy dirige todo hacia lo positivo y lo útil”. –Reconocemos que debe ser penoso para “esas mentes eruditas” ver que la opinión pública se rehúsa así a despojarse de sus viejos prejuicios y persiste en tener otras creencias, diversas de las del positivismo filosófico que, entretanto, son las de todos los animales. Además, ese sinsabor no data solamente de nuestros días. El Sr. Louis Figuier lo confiesa, no sin enfado, cuando pregunta con estupefacción cómo es posible que lo maravilloso haya resistido al siglo XVIII, “el siglo de Voltaire y de la Enciclopedia”, mientras que “los ojos se abren a las luces del buen sentido y de la razón”. ¿Qué hacer entonces? Tan vivaz es esa creencia en lo maravilloso, consagrada por todas las religiones, que ha sido la de todos los tiempos, de todos los pueblos, en todas las latitudes y en todos los continentes, que los librepensadores, satisfechos por haberla agitado por sí y para sí mismos, obrarían sabiamente al abstenerse de aquí en adelante de un proselitismo del cual conocen su revés inevitable.

«Pero el Sr. Louis Figuier no es de esos corazones pusilánimes que se asustan de antemano con la inutilidad de sus esfuerzos. Lleno de confianza y de presunción en su fuerza, se jacta de realizar lo que no consiguieron Voltaire, Diderot, Lamettrie, Dupuis, Volney, Dulaure, Pigault-Lebrun, Dulaurens con El compadre Mateo de su autoría, los químicos con sus alambiques, los físicos con sus pilas eléctricas, los astrónomos con sus compases, los panteístas con sus sofismas y los bromistas de mal gusto con su escepticismo despreciable, siendo que todos ellos fueron impotentes en lograrlo. Esta vez él se propuso a demostrar de nuevo y triunfalmente que “lo sobrenatural no existe, que nunca ha existido”, y por consecuencia “los prodigios antiguos y contemporáneos pueden ser todos atribuidos a una causa natural”. La tarea es ardua: hasta aquí los más intrépidos han sucumbido a la misma; pero “semejante conclusión, que necesariamente excluiría a todo agente sobrenatural, sería una victoria de la Ciencia sobre el espíritu de superstición, a favor de la razón y de la dignidad humanas”; y esa victoria halagó su ambición –victoria fácil, después de todo–, más fácil de lo que pensábamos, si es que el Sr. Louis Figuier no se equivocó cuando dijo, en su introducción, que “nuestro siglo se preocupa muy poco con materias teológicas y disputas religiosas”. Entonces, ¿para qué ponerse en guerra contra una creencia que no existe? ¿Para qué atacar opiniones teológicas con las cuales nadie se importa? ¿Para qué dar atención a supersticiones religiosas que no nos preocupan más? “Victoria sin peligro, triunfo sin gloria”, ha dicho el poeta, y no conviene tocar muy alto la trompeta de guerra, si uno solamente tiene que luchar contra molinos de viento. ¿Qué queréis? Al escribir eso, el Sr. Louis Figuier se había olvidado de lo que él mismo había escrito anteriormente, cuando confesaba –con vergüenza en la cara– que nuestro siglo, sordo a las lecciones de la Enciclopedia y a las enseñanzas de la prensa laica, se había dejado súbitamente cautivar por lo maravilloso y, más que sus antepasados, creía en lo sobrenatural, aberración incomprensible de la cual él deseaba curarlo. Pero esta contradicción es tan pequeña que quizá no valiese la pena ser señalada: veremos muchas otras, ¡y aún seremos obligados a dejar a un lado otras tantas!

«Así, el Sr. Louis Figuier niega que se produzcan en nuestros días, y que se hayan producido en algún tiempo, manifestaciones sobrenaturales. En materia de milagros, sólo la Ciencia tiene el poder de hacerlos: el poder de Dios nunca ha ido hasta ahí. Aún cuando digamos que Dios no tiene ese poder, tenemos una especie de escrúpulo en traducir incompletamente su pensamiento. ¿Reconoce él a otro dios, más allá del dios naturaleza, tan admirable en su inteligencia ciega, y que hace maravillas sin dudarlo, dios querido de los eruditos, porque es bastante complaciente como para dejarles creer que usurpan diariamente un pedazo de su soberanía? Es una cuestión que no nos permitimos profundizar.

«Mediocremente maravillosa, esa Histoire du Merveilleux comienza con una introducción que el Sr. Louis Figuier llama de vistazo dado sobre lo sobrenatural en la Antigüedad y en la Edad Media, del cual nada diremos porque tendríamos mucho que decir. Las manifestaciones más importantes son allí desfiguradas bajo el pretexto de resumen, y se concibe que necesitaríamos demasiado tiempo y espacio para restituir la verdadera fisonomía de los miles de hechos que ahí sólo figuran de un modo excesivamente abreviado.

«El edificio es digno del peristilo; esta Historia de lo Maravilloso, durante esos dos últimos siglos, se abre con el relato del caso Urbain Grandier y las religiosas de Loudun; después son citados la vara adivinatoria, los Camisardos de las Cevenas, los Convulsionarios Jansenistas, Cagliostro, el magnetismo y las mesas giratorias. Ni una palabra sobre la posesión de Louviers, ni acerca de los iluminados, de los Martinistas, del Swedenborgianismo, de los estigmatizados del Tirol, de la notable manifestación de los niños en Suecia, ocurrida hace menos de cincuenta años; apenas dice una palabra sobre los exorcismos del párroco Gassner, y dedica menos de una página insignificante a la vidente de Prevorst. El Sr. Louis Figuier habría hecho mejor si titulase su libro: Episodios de la Historia de lo Maravilloso en los tiempos modernos, a pesar de que los episodios que ha elegido puedan dar lugar a serias objeciones. Nadie jamás atribuyó a las prestidigitaciones de Cagliostro un significado sobrenatural. Era un hábil aventurero, que poseía algunos secretos curiosos, proezas de las cuales supo hábilmente servirse para deslumbrar a aquellos que quería explotar, siendo que él tenía numerosos cómplices. Cagliostro merece más bien un lugar en la galería de los precursores revolucionarios que en el pandemonio de los hechiceros. Igualmente no vemos qué tiene que ver el magnetismo con esa Historia de lo Maravilloso, sobre todo desde el punto de vista en que el Sr. Louis Figuier se ha colocado. El magnetismo es de la competencia de la Academia de Medicina y de la Academia de Ciencias, que lo desdeñaron mucho; pero sólo puede interesar al sobrenaturalismo por ocasión de algunas de sus manifestaciones, aquellas que el Sr. Louis Figuier realmente ha dejado a un lado, a fin de reservar el espacio que le ha dedicado al relato de la vida de Mesmer, de las experiencias del marqués de Puységur y del incidente relativo al famoso informe del Dr. Husson. Hace dos años hemos tratado esta importante cuestión, y a ella no volveremos porque repetiríamos lo mismo. También dejaremos a un lado la cuestión de las mesas giratorias, que hemos examinado en la misma época. Sin embargo, habría mucho que decirse sobre la explicación natural y física que el Sr. Louis Figuier pretende dar acerca de esa danza de las mesas y sobre el resultado de sus manifestaciones; pero es necesario saber limitarse. Por lo tanto, dejémoslo que se debata con la Revista Espiritualista y con la Revista Espírita, dos revistas publicadas en París por los adeptos de la creencia en la manifestación de los Espíritus, que lo acusan de haber escrito sus conclusiones sin haber escuchado previamente a los testigos y sin haber consultado los documentos del proceso. Una y otra afirman que él nunca ha asistido ni a una única sesión espiritualista y que, a su llegada, se tomó el trabajo de declarar que su opinión ya estaba formada y que nada lo haría cambiar.

«¿Es verdad? No lo sabemos. Todo lo que podemos afirmar es que, después de haber rechazado –con justa razón– la solución del Sr. Babinet, por los movimientos nacientes e inconscientes, terminó adoptándola por cuenta propia, tan inconsciente que él mismo es de lo que piensa y de lo que escribe. He aquí la prueba: “En esa reunión de personas fijamente ligadas en formar una cadena durante veinte minutos o media hora, con las manos puestas sobre la mesa, sin tener la libertad de distraerse por un instante en atención a la experiencia de la cual hacen parte, el mayor número de las mismas no siente ningún efecto particular. Pero es muy difícil que al menos una de ellas no entre, por un momento, en el estado hipnótico o biológico. [El hipnotismo le da respuestas para todo, como veremos más tarde.] Tal vez ese estado no precise durar más que un segundo para que se realice el fenómeno esperado. Al caer en esa somnolencia nerviosa, el miembro de la cadena, al no tener más conciencia de sus actos y sin otro pensamiento que no sea el de la idea fija de la rotación de la mesa, imprime el movimiento del mueble sin saberlo”. ¿Por qué, entonces, no comienza a burlarse de sí mismo, ya que le agradaba burlarse del Sr. Babinet? Eso hubiera sido lógico, sobre todo después de haber anunciado que él venía a resolver el misterio y desde el momento en que tenía en su candil una mecha tan ridícula como la que antes tenía el erudito académico. Pero la lógica está ausente en esta Historia de lo Maravilloso del Sr. Louis Figuier. ¡Ah! Por más que se pretenda que los ecos hablen, sus esfuerzos sólo consiguen repetir lo que oyen.

«En cuanto a los largos capítulos que él dedica a la vara adivinatoria, y en particular a Jacques Aymar, nos permitimos inicialmente observarle que se equivoca si piensa que ese problema fue suficientemente estudiado por el Sr. Chevreul. Si así lo desea, es una ilusión que él puede dar a ese erudito; pero fuera de la Academia de Ciencias no encontrará a nadie que admita que la teoría del péndulo explorador responda a todas las objeciones. La frase atribuida a Galileo: “¡Y sin embargo se mueve!”, podría aplicarse a la vara adivinatoria. Ella se movió y se mueve, a pesar de los escépticos que niegan el movimiento, porque se rehúsan a ver; los millares de ejemplos que podemos citar –y que el propio Sr. Louis Figuier cita– atestiguan la realidad del fenómeno. ¿Se mueve por un impulso diabólico o espírita, como se diría hoy, o bajo la impresión que recibe de algunos efluvios desconocidos? De buen grado rechazamos toda influencia sobrenatural, aunque pueda ser admitida en ciertos casos. Lo que no nos parece probado, es la no existencia de fluidos desconocidos. El fluido magnético cuenta, entre otros, con numerosos partidarios, cuyas afirmaciones merecen tanta autoridad como las negaciones de sus adversarios. Sea como fuere, la vara adivinatoria ha hecho maravillas que no pueden tener nada de sobrenatural, pero que la Ciencia es incapaz de explicar, ella que además explica muy poco de todas las que vemos producirse a cada día a nuestro alrededor, en la vida de la más pequeña hierba. La modestia es una virtud que le hace falta, y que él haría bien en adquirir.

«Entre otras maravillas, las que hacía Jacques Aymar –del cual acabamos de hablar– merecen ser relatadas con detalles. Entre otros, cierta vez fue llamado a Lyon, al día siguiente de un gran crimen cometido en esta ciudad. Armado con su vara, examinó el sótano, que había sido la escena del crimen, declarando que los asesinos eran tres; después se puso a seguir sus rastros, que lo llevaron a un jardinero cuya casa estaba situada a orillas del Ródano, afirmando Aymar que ellos habían entrado allí y que incluso bebieron una botella de vino. El jardinero declaró que nada de esto había sucedido; pero sus jóvenes hijos, al ser interrogados al respecto, confesaron que tres individuos habían llegado, en ausencia de su padre, y que les habían vendido vino. Entonces Aymar, al retomar el camino –siempre conducido por su vara–, descubrió el local donde embarcaron en el Ródano, entró en un pequeño barco, bajó en todos los lugares en que ellos descendieron y se dirigió al campamento de Sablons, entre Vienne y Saint-Vallier; verificó que se quedaron allí algunos días, continuó en su persecución y, de etapa en etapa, llegó hasta Beaucaire, en plena feria, donde recorrió las calles repletas de gente y donde se detuvo ante la puerta de la prisión, en la cual entró y designó a un pequeño jorobado como siendo uno de los asesinos. A continuación, sus investigaciones le hicieron constatar que los otros se habían dirigido a Nimes; pero las autoridades policiales no quisieron proseguir sus investigaciones. El jorobado, conducido a Lyon, confesó su crimen y fue condenado al suplicio.

«He aquí la hazaña de Jacques Aymar, y hazañas tan sorprendentes como ésta son numerosas en su vida. El Sr. Louis Figuier lo admite en todas sus circunstancias. Además, no podría ser de otro modo, ya que ha sido testimoniado por centenas de testigos, de cuya veracidad no se puede sospechar, “por tres relatos y varias cartas concordantes, escritas por los testigos y por los magistrados, hombres igualmente honorables y desinteresados, y que nadie, en el público contemporáneo, dudó de que podrían haberse mancomunado, lo que realmente era imposible entre ellos”. Pero como incluso no podía ensayar aquí una explicación física, el Sr. Figuier se vio obligado a renunciar a su procedimiento ordinario y entró en un laberinto de suposiciones, más ingeniosas que verosímiles. Él transformó a Jacques Aymar en un agente de policía, de una tal perspicacia, capaz de dejar atrás al Sr. de Sartines o a cualquier otro célebre policía. Junto a él, nuestros más inteligentes jefes de la policía de seguridad no serían más que escolares. Entonces, Figuier supone que Aymar, antes de comenzar sus experiencias con la vara, pasó tres o cuatro horas en Lyon y que tuvo tiempo para recoger informaciones, descubriendo lo que hasta las propias autoridades judiciales ignoraban. Cree que fue a la casa del jardinero porque era presumible que los asesinos hayan embarcado en el Ródano para escaparse más rápidamente; adivinó que habían bebido vino porque deberían estar sedientos; atracó en varios lugares a lo largo de las márgenes de ese río –donde más tarde se supo que realmente ellos habían atracado– porque esos locales habituales de desembarque le eran conocidos; se detuvo en el campamento de Sablons porque era evidente que ellos querían ver el espectáculo de la reunión de las tropas; se dirigió a Beaucaire porque era cierto que deseaban dar allí un gran golpe; en fin, paró a la puerta de la prisión porque era probable que uno de ellos hubiese cometido la torpeza de ser arrestado. “¡He aquí por qué vuestra hija es muda!” –ha dicho Sganarelle; y el Sr. Louis Figuier no dice nada mejor ni diferente. Sobre todo cree que triunfa, porque Jacques Aymar, al haber sido llamado más tarde a París, por los rumores de su fama, allí su perspicacia sufrió fracasos reales, al lado de algunos triunfos también reales. Pero esos eclipses, que entonces le valieron un cierto desagrado, el Sr. Louis Figuier –más que ningún otro– se los recriminó; más que ningún otro, se sintió autorizado en declararlo un impostor, a pesar de saber y de reconocer mejor que nadie, a propósito del magnetismo, que esas especies de experiencias no están a su disposición, dando resultado un día y en otro no. En fin, a esa inconsecuencia, él agrega otra menos disculpable. No contento con acusar a Jacques Aymar de charlatanismo, pronuncia la misma condenación contra casi todos los que se sirven de la vara, cuyos hechos y gestos relata, pero en la discusión dice: “Entre los numerosos adeptos prácticos, sólo un pequeño número tenía mala fe; a pesar de esto, no siempre era así; el mayor número obraba con completa sinceridad. La vara se movía positivamente en sus manos, independientemente de cualquier artificio, y el fenómeno, como hecho, era bien real”. Bien, muy bien, no podía ser mejor: he aquí la verdad. Pero ¿cómo y por qué se movía? Es imposible escapar a esta indiscreta interrogación. Ahora bien, el Sr. Louis Figuier responde así: “El movimiento de la horquilla se operaba en virtud de un acto de su pensamiento y sin que ellos tuviesen ninguna conciencia de esta acción secreta de su voluntad”. ¡Siempre esa inconsciencia, más maravillosa que lo maravilloso que rechazan! ¡Es de no creer!»

ESCANDE

[1] Oficina de redacción: calle Santa Ana Nº 63; ejemplar del 22 de febrero de 1861. Precio por número: 1 franco. [Nota de Allan Kardec.]


El mar, por el Sr. Michelet

El Sr. Michelet tiene que ponerse en guardia, porque he aquí que todos los dioses marinos de la Antigüedad se preparan para jugarle una mala pasada: es lo que nos cuenta el Sr. Taxile Delord, en un espirituoso artículo publicado en Le Siècle del 4 de febrero último. Su lenguaje es digno de la ópera bufa parisiense Orphée aux enfers, como lo atestigua la siguiente muestra: Neptuno, apareciendo de repente en la morada de Anfitrite, donde se habían reunido los que estaban descontentos, exclama: “He aquí que llega Neptuno. No me esperabais en este momento, estimada Anfitrite; es la hora de mi siesta; pero no consigo cerrar los ojos, desde que surgió ese libro diabólico intitulado El mar. Quise leerlo, pero está lleno de pamplinas; no sé de qué mares quiere hablarnos el Sr. Michelet; es imposible reconocerme allí. Todo el mundo sabe muy bien que el mar termina en las columnas de Hércules; ¿qué puede haber más allá?..., etc.”

No hace falta decir que el Sr. Michelet triunfa completamente; ahora bien, después de la dispersión de sus enemigos, el Sr. Taxile Delord le dijo: “Tal vez os sintáis más tranquilo al saber qué sucedió con los dioses marinos después que el mar los expulsó de su imperio: Neptuno fomenta la piscicultura en gran escala; Glauco es profesor de natación en los baños Ouarnier; Anfitrite es recepcionista en el balneario de Marsella, en el Mediterráneo; Nereo aceptó un lugar de cocinero en los buques transatlánticos; varios tritones han muerto y otros son expuestos en las ferias.”

No garantizamos la exactitud de las informaciones dadas por el Sr. Delord sobre la situación actual de los héroes olímpicos; pero, como principio, él ha dicho –sin quererlo– algo más serio de lo que intentaba decir.

La palabra dios, entre los Antiguos, tenía una acepción muy elástica; era una calificación genérica aplicada a todo ser que parecía elevarse por encima del nivel de la humanidad; he aquí por qué ellos han divinizado a sus grandes hombres; no los encontraríamos tan ridículos si no nos hubiésemos servido de la misma palabra para designar al Ser único, soberano Señor del universo. Los Espíritus, que entonces existían como hoy, allá se manifestaban igualmente, y esos seres misteriosos también debían –según las ideas de la época y aún con más razón– pertenecer a la clase de los dioses. Los pueblos ignorantes, considerándolos seres superiores, les rendían culto; los poetas cantaban y propagaban su historia como profundas verdades filosóficas, ocultas bajo el velo de ingeniosas alegorías, cuyo conjunto formó la mitología pagana. El vulgo, que generalmente sólo ve la superficie de las cosas, toma el sentido figurado al pie de la letra, sin buscar el fondo del pensamiento, así como aquel que en nuestros días no viese en las fábulas de La Fontaine más que una conversación de animales.

Tal es, en esencia, el principio de la mitología; por lo tanto, los dioses no eran sino los Espíritus o las almas de simples mortales, como los de nuestros días; pero las pasiones que la religión pagana les atribuía no dan una idea brillante de su elevación en la jerarquía espírita, comenzando por Júpiter, su jefe, lo que no les impedía deleitarse con el incienso que se quemaba en sus altares. El Cristianismo los despojó de su prestigio, y hoy, el Espiritismo, los redujo a su justo valor. Su propia inferioridad los sometió a varias reencarnaciones en la Tierra; por lo tanto, entre nuestros contemporáneos se podrían encontrar algunos Espíritus que hubiesen recibido antaño los honores divinos, y que no serían más adelantados por esto. El Sr. Taxile Delord, que indudablemente no cree en eso, ciertamente quiso hacer una broma; pero, sin saberlo, no dejó de decir una cosa tal vez más verdadera de lo que pensaba o, al menos, que no es materialmente imposible, como principio. Es así que, a imitación del Sr. Jourdan, una gran cantidad de personas hace Espiritismo sin saberlo.




Conversaciones familiares del Más Allá

Alfred Leroy, suicida
(Sociedad Espírita de París, 8 de marzo de 1861)

Le Siècle del 2 de marzo de 1861 relata el siguiente caso: En un terreno baldío, en la curva del camino llamado la Arcada que lleva de Conflans a Charenton, obreros que iban al trabajo, ayer de madrugada, encontraron ahorcado en un pino muy alto a un individuo que se había suicidado.

Al ser avisado, el comisario de la policía de Charenton se dirigió al local, acompañado por el Dr. Josias, y procedió a constatar los hechos.

El diario Le Droit dijo que el suicida era un hombre de aproximadamente cincuenta años, de una fisonomía distinguida y que estaba vestido de manera apropiada. De uno de sus bolsillos retiraron un papel escrito con lápiz, que decía:

«Once y cuarenta y cinco de la noche: subo al suplicio. Dios perdonará mis errores.»

En el bolsillo también había una carta, sin dirección y sin firma, cuyo contenido es el siguiente:

«¡Sí, luché hasta el último extremo! Promesas, garantías, todo me faltó. Yo podía llegar; tenía todo para creer, todo para esperar: una falta de palabra me mata; no puedo luchar más. Yo abandono esta existencia, que hace un tiempo es tan dolorosa. Lleno de fuerza y de energía, soy obligado a recurrir al suicidio. Pongo a Dios por testigo de que yo tenía el mayor deseo de pagar mis deudas a los que me habían ayudado en el infortunio; la fatalidad me aplasta: todo se pone en mi contra. Abandonado súbitamente por aquellos que representé, sufro mi desdicha; muero sin hiel –lo confieso–, pero por más que lo digan, la calumnia no impedirá que en los últimos momentos no se tenga por mí nobles simpatías. Insultar al hombre que se redujo a la última de las resoluciones sería una infamia. Ya es bastante haberlo reducido a esto. La vergüenza no será toda mía; el egoísmo me habrá matado.

Según otra documentación, el suicida era un tal Sr. Alfred Leroy, de cincuenta años de edad, oriundo de Vimoutiers (Orne). Su profesión y domicilio son desconocidos y, después de las formalidades habituales, el cuerpo, que nadie solicitó, fue llevado a la morgue.

1. Evocación. –Resp. No vengo como supliciado; ¡estoy salvo! Alfred.

Nota – Las palabras: ¡estoy salvo! sorprendieron a la mayoría de los asistentes; la explicación de las mismas fue pedida en el transcurso de la conversación.

2. Supimos por los diarios sobre el acto de desesperación al cual habéis sucumbido y, aunque no os conozcamos, nos compadecemos de vos, porque la religión nos enseña el deber de tener compasión por todos nuestros hermanos infelices, y ha sido para daros un testimonio de simpatía que os hemos llamado. –Resp. Debo callar los motivos que me han impulsado a ese acto desesperado. Agradezco lo que hacéis por mí; es una felicidad, una esperanza más; ¡gracias!

3. Para comenzar, ¿podéis decirnos si tenéis conciencia de vuestra situación actual? –Resp. Perfectamente; soy relativamente feliz; no me he suicidado por causas puramente materiales; creed que había otras: mis últimas palabras lo han demostrado. Fue una mano de hierro que me agarró. Cuando encarné en la Tierra, vi el suicidio en el futuro; era la prueba contra la cual yo tenía que luchar; quise ser más fuerte que la fatalidad, pero sucumbí.

Nota – Veremos, dentro de poco, que este Espíritu no escapa a la situación de los suicidas, a pesar de lo que acaba de decir. En cuanto a la palabra fatalidad, es evidente que en él es un recuerdo de las ideas terrenas; se atribuye a la fatalidad todas las desgracias que no se sabe evitar. El suicidio era para él la prueba contra la cual tenía que luchar; cedió al arrastramiento en lugar de resistir, en virtud de su libre albedrío, y creyó que estuviese en su destino.

4. Habéis querido escapar a una posición penosa a través del suicidio; ¿ganasteis algo con esto? –Resp. Ahí está mi castigo: la vergüenza de mi orgullo y la conciencia de mi debilidad.

5. Según la carta que ha sido encontrada con vos, parece que la dureza de los hombres y una falta de palabra os han llevado al suicidio; ¿qué sentimiento experimentáis ahora por aquellos que han sido la causa de esa funesta resolución? –Resp. ¡Oh! ¡No me tentéis, no me tentéis, os lo ruego!

Nota – Esta respuesta es admirable; describe la situación del Espíritu luchando contra el deseo de odiar a aquellos que le han hecho mal, y el sentimiento del bien que lo aconseja a perdonar. Teme que esta pregunta provoque una respuesta que su conciencia reprueba.

6. ¿Lamentáis lo que habéis hecho? –Resp. Ya os lo he dicho: mi orgullo y mi debilidad son la causa de lo que hice.

7. Cuando encarnado, ¿creíais en Dios y en la vida futura? –Resp. Mis últimas palabras lo prueban: marcho al suplicio.

Nota – Él comienza a comprender su posición en la cual, a primera vista, pudo tener una ilusión, porque no podría ser salvo y marchar al suplicio.

8. Al tomar esa resolución, ¿qué pensabais que os sucedería? –Resp. Yo tenía bastante conciencia de la justicia como para comprender lo que ahora me hace sufrir. Por un momento tuve la idea de la nada, pero la rechacé bien rápido. Yo no me habría matado si tuviese tal idea; primero me habría vengado.

Nota – Esta respuesta es a la vez muy lógica y muy profunda. Si él creyera en la nada después de la muerte, en lugar de matarse se habría vengado o, al menos, habría empezado a vengarse. La idea del futuro le ha impedido cometer un doble crimen; con la idea de la nada, ¿qué tendría que temer si quisiese quitarse la vida? No temía más la justicia de los hombres y tendría el placer de la venganza. Tal es la consecuencia de las doctrinas materialistas que ciertos eruditos se esfuerzan en propagar.

9. Si estuvierais bien convencido de que las más crueles vicisitudes de la vida son pruebas muy cortas delante de la eternidad, ¿habríais sucumbido? –Resp. Muy cortas, yo lo sabía, pero la desesperación no puede razonar.

10. Suplicamos a Dios que os perdone y le dirigimos en vuestro favor esta oración, a la cual todos nos asociamos:

«Dios todopoderoso, sabemos la situación que está reservada a los que abrevian sus días y no podemos impedir vuestra justicia; pero también sabemos que vuestra misericordia es infinita: ¡que ella pueda derramarse sobre el Espíritu Alfred Leroy! Que nuestras oraciones puedan igualmente, al mostrarle que hay en la Tierra seres que se interesan por su situación, ¡aliviar los sufrimientos que padece por no haber tenido el coraje de soportar las vicisitudes de la vida!

«Espíritus buenos, cuya misión es la de ayudar a los desdichados, tomadlo bajo vuestra protección; inspiradle el arrepentimiento de lo que ha hecho y el deseo de progresar a través de nuevas pruebas, para que pueda soportarlas mejor.»

Resp. Esta oración me hizo llorar y, aunque lloro, soy feliz.

11. Habéis dicho al comienzo: ahora estoy salvo; ¿cómo conciliar estas palabras con lo que habéis dicho más tarde: Marcho al suplicio? –Resp. ¿Qué pensáis de la bondad divina? Yo no podía vivir; era imposible; ¿creéis que Dios no ve lo imposible en este caso?

Nota – En medio de algunas respuestas notablemente sensatas, hay otras –y ésta es de ese número– que denotan en este Espíritu una idea imperfecta de su situación. Esto no tiene nada de sorprendente, si uno piensa que él ha muerto hace pocos días.

12 (A san Luis). ¿Podéis decirnos cuál es la situación del desdichado que acabamos de evocar? –Resp. La expiación y el sufrimiento. No, no hay contradicción entre las primeras palabras de este desafortunado y sus dolores. Es feliz, dice él; feliz por la cesación de la vida, y como todavía está atado a los lazos terrenos, no siente aún sino la ausencia del mal terreno; pero cuando su Espíritu se eleve, los horizontes del dolor, de la expiación lenta y terrible se desdoblarán ante él, y el conocimiento del infinito, todavía velado a sus ojos, será para él el suplicio que vislumbró.

13. ¿Qué diferencia establecéis entre este suicida y el suicida de la Samaritana? Ambos se mataron por desesperación y, sin embargo, su situación es bien diferente: el primero se reconoce perfectamente, habla con lucidez y aún no sufre; el segundo no creía que estaba muerto, y desde los primeros instantes sufría un suplicio cruel: el de sentir la impresión de su cuerpo en descomposición. –Resp. Una inmensa diferencia; el suplicio de cada uno de esos hombres reviste el propio carácter de su adelanto moral. El último, alma débil y despedazada, soportó tanto como creyó; dudó de su fuerza, de la bondad de Dios, pero no blasfemó ni maldijo; su suplicio interior, lento y profundo, tendrá la misma intensidad de dolor que el del primer suicida; sólo la ley de expiación no es uniforme.

Nota – El relato del suicida de la Samaritana ha sido publicado en el número del mes de junio de 1858, página 166.

14. A los ojos de Dios, ¿cuál es el más culpable y cuál es el que sufrirá un mayor castigo: el que cayó en su debilidad o el que, por su dureza, fue llevado a la desesperación? –Resp. Ciertamente el que cayó en la tentación.

15. La oración que hemos dirigido a Dios por él, ¿le será útil? –Resp. Sí, la oración es un rocío benéfico.


Jules Michel
Fallecido a los 14 años, amigo del hijo de la médium, Sra. de Costel, y evocado ocho días después de su muerte

1. Evocación. –Resp. Os agradezco por evocarme. Me acuerdo de vos y de los paseos que dábamos en el parque Monceau.

2. ¿Y qué dices de tu compañero Charles? –Resp. Charles está muy triste con mi muerte. ¿Pero estoy muerto? Yo veo, vivo, pienso como antes, apenas no puedo tocarme y no reconozco nada de lo que me rodea.

3. ¿Qué ves? –Resp. Veo una gran claridad; mis pies no tocan el suelo; yo deslizo; siento que soy llevado. Veo figuras brillantes y otras envueltas de blanco; se juntan a mi alrededor: unas me sonríen y otras me dan miedo con sus ojos negros.

4. ¿Ves a tu madre? –Resp. ¡Ah, sí! Veo a mi madre, a mi hermana y a mi hermano; ¡los veo a todos! Mi madre llora mucho. Yo gustaría hablarle como os hablo; ella vería que no estoy muerto. ¿Cómo hacer, entonces, para consolarla? Os ruego que le habléis de mí. Gustaría también que dijerais a Charles que será muy agradable verlo trabajar.

5. ¿Ves a tu cuerpo? –Resp. Claro que sí; veo a mi cuerpo tendido allá, totalmente rígido. Entretanto, yo no estoy en aquela fosa, ya que me encuentro aquí.

6. ¿Dónde estás, entonces? –Resp. Estoy aquí, junto a vuestra mesa, a la derecha. Me sorprende que no me veáis, cuando yo os veo tan bien.

7. ¿Qué sentiste cuando dejaste el cuerpo? –Resp. No me acuerdo totalmente de lo que sentí entonces; tenía mucho dolor de cabeza y veía varias cosas a mi alrededor. Estaba muy entorpecido; quería moverme y no podía; mis manos estaban mojadas de sudor y sentía una gran agitación en el cuerpo. Después, nada más sentí y desperté bastante aliviado; no sufría más y estaba leve como una pluma. Entonces, me vi en la cama y, sin embargo, no estaba allí; vi todos los movimientos que hacían y fui hacia otra parte.

8. ¿Cómo supiste que yo os llamaba? –Resp. Realmente no me doy cuenta de todo eso. Escuché que hace poco me llamabais y vine enseguida, porque –como yo decía a Charles– sois agradable. Adiós, señora, hasta la vista. ¿Volveré a hablaros?



Correspondencia

Roma, 2 de marzo de 1861.
Señor,

Hace alrededor de cuatro años me ocupo aquí de las manifestaciones espíritas y tengo la felicidad de tener en la familia un médium muy bueno que nos da comunicaciones de un orden superior. Hemos leído y releído El Libro de los Espíritus, que nos proporciona alegría y consuelo al darnos nociones más sublimes y más admisibles de la vida futura. Si antes podía dudar de ésta, ahora las pruebas que tengo son más que suficientes para afirmar mi fe. He perdido a personas que eran muy queridas para mí, y tengo la felicidad inapreciable de saber que ellas son felices y de poder comunicarme con las mismas. Expresar la alegría que he sentido por ello es indescriptible. La primera vez que ellas me dieron señales patentes de su presencia, exclamé: ¡Entonces es verdad que todo no muere con el cuerpo! Señor, os debo el haberme dado esta confianza; creed en mi eterna gratitud por el bien que me habéis hecho, porque –a pesar de mí– el futuro me atormentaba. La idea de la nada era terrible, y fuera de la nada yo solamente encontraba una incertidumbre abrumadora. Ahora, no tengo dudas; parece que renací para la vida: todas mis aprensiones han sido disipadas, y mi confianza en Dios ha vuelto más fuerte que nunca. Realmente espero que, gracias a vos, mis hijos no tengan los mismos tormentos, porque son alimentados con esas verdades, de modo que el crecimiento de la razón sólo puede fortalecerse en ellos.

Sin embargo, nos faltaba un guía seguro para la práctica; si yo no tuviese recelo de ocasionaros una molestia, ya os habría pedido hace tiempo los consejos de vuestra experiencia; felizmente, El Libro de los Médiums ha venido a llenar esa laguna, y ahora caminamos con paso más firme, puesto que estamos prevenidos de los escollos que se pueden encontrar.

Sr., os envío algunas muestras de las comunicaciones que hace poco hemos obtenido; ellas han sido escritas en italiano y, sin duda, la intensidad de las mismas disminuyó un poco con la traducción; a pesar de esto, estaré muy agradecido si me dijereis qué pensáis de ellas, en caso de que consintáis concederme una respuesta, lo que será para nosotros un estímulo.

Os ruego que me disculpéis, señor, por esta extensa carta, y creed en el testimonio de simpatía de vuestro servidor muy devoto,

CONDE X...

Nota – La abundancia de materias nos obliga a posponer la publicación de las comunicaciones que nos transmite el conde X..., en cuyo número se encuentran algunas muy notables. Solamente hemos extraído las siguientes respuestas, dadas por uno de los Espíritus que se le manifestaron:

Pregunta. ¿Conocéis El Libro de los Espíritus? –Resp. ¿Cómo los Espíritus no conocerían su Obra? Todos la conocen.

Preg. Es muy natural para los que han trabajado en Ella; ¿pero para los otros Espíritus? –Resp. Hay entre los Espíritus una comunidad de pensamientos y una solidaridad que no podéis comprender, vosotros, hombres, que os nutrís en el egoísmo y que solamente veis a través de las estrechas ventanas de vuestra prisión.

Preg. ¿Vos habéis trabajado en la misma? –Resp. No, no personalmente, pero yo sabía que debía ser hecha, y que otros Espíritus –muy por encima de mí– estaban encargados de esa misión.

Preg. ¿Qué resultados producirá? –Resp. Es un árbol que ya ha arrojado semillas fecundas en toda la Tierra; esas semillas germinan; pronto han de madurar y en poco tiempo sus frutos serán recogidos.

Preg. ¿No hay que temer la oposición de sus detractores? –Resp. Cuando se disipan las nubes que encubren el Sol, éste brilla con más intensidad.

Preg. ¿Esas nubes serán entonces disipadas? –Resp. Un soplo de Dios es suficiente.

Preg. Así, según vos, ¿el Espiritismo se volverá una creencia general? –Resp. Decid universal.

Preg. Entretanto, hay hombres que parecen muy difíciles de convencer. –Resp. Existen los que nunca serán convencidos en esta existencia, pero a cada día la muerte los llama.

Preg. ¿Pero no vendrán otros en su lugar, que serán tan incrédulos como ellos? –Resp. Dios quiere el triunfo del bien sobre el mal, de la verdad sobre el error, como ha sido anunciado; es preciso que venga su Reino; sus caminos son impenetrables. Pero creedlo bien: lo que Él quiere lo puede.

Preg. ¿El Espiritismo será aceptado para siempre aquí? –Resp. Será aceptado y florecerá. (En este mismo instante, el Espíritu lleva el lápiz con vivacidad sobre la penúltima respuesta y la subraya con fuerza.)

Preg. ¿Cuál puede ser la utilidad del Espiritismo para el triunfo del bien sobre el mal? La ley del Cristo ¿no es suficiente para esto? –Resp. Ciertamente que esta ley bastaría si fuese practicada; pero ¿cuántos la practican? ¿Cuántos hay que sólo tienen las apariencias de la fe? Entonces, viendo Dios que su ley era ignorada e incomprendida, y que a pesar de esta ley el hombre se va precipitando cada vez más en el abismo de la incredulidad, quiso darle una nueva demostración de su infinita bondad, multiplicando a sus ojos las pruebas del futuro a través de las notables manifestaciones de que es testigo, haciendo que por todos lados sea advertido por aquellos mismos que han dejado la Tierra y que le vienen a decir: Nosotros vivimos. En presencia de tales testimonios, los que se resistan no tendrán excusa; expiarán su ceguera y su orgullo por medio de nuevas existencias más penosas en mundos inferiores, hasta que finalmente abran los ojos a la luz. Sabed que, entre los que sufren en la Tierra, hay muchos que expían sus existencias pasadas.

Preg. ¿Puede el Espiritismo ser considerado como una nueva ley? –Resp. No, no es una nueva ley. Las interpretaciones que los hombres dieron a la ley del Cristo engendraron luchas que son contrarias al espíritu de dicha ley. Dios no quiere más que la ley de amor sea un pretexto para el desorden y para las luchas fratricidas. El Espiritismo, al hablar sin rodeos y sin alegorías, está destinado a restablecer la unidad de creencia; por lo tanto, Él es la confirmación y la explicación del Cristianismo, que es y será siempre la ley divina, la que debe reinar en toda la Tierra y cuya propagación se volverá más fácil a través de este poderoso auxiliar.




Enseñanzas y disertaciones espíritas

Va a nacer la Verdad
(Comunicación enviada por el Sr. Sabò, de Burdeos)

¿Cuáles son los gemidos dolorosos que repercuten en mi corazón y que hacen vibrar todas sus fibras? Es la humanidad que se debate en el esfuerzo de un rudo y penoso trabajo de parto, porque va a dar a luz a la Verdad. Acudid, espíritas, colocaos alrededor de su lecho de sufrimiento; que los más fuertes entre vosotros tiendan firmemente las manos ante las convulsiones del dolor; que los otros esperen el nacimiento de esa criatura y la reciban en la entrada de la vida. Llega el momento supremo; en un último esfuerzo, ella sale del seno que la había concebido, dejando a su madre por algún tiempo exhausta en la atonía de la debilidad. No obstante, nació saludable y robusta, y en su pecho respira la vida a plenos pulmones. Es necesario que vosotros, que habéis asistido a su nacimiento, la sigáis paso a paso en la vida. ¡Observad! La alegría de haber dado a luz hizo que la madre aumentase sus fuerzas y su coraje, y es con su tono maternal que llama a todos los hombres para que se agrupen alrededor de ese bendito bebé, porque ella presiente que en algunos años él hará caer, con su voz retumbante, el sistema del espíritu de la mentira, y llamará a través del Espiritismo –verdad inmutable como el propio Dios– a todos los hombres bajo su bandera. Pero sólo obtendrá el triunfo a costa de luchas, porque tiene enemigos encarnizados que conspiran por su perdición; estos enemigos son el orgullo, el egoísmo, la avaricia, la hipocresía y el fanatismo, enemigos todopoderosos que hasta entonces han reinado como señores y que no se dejarán destronar sin resistencia. Algunos se ríen de su fragilidad, pero otros tiemblan con su llegada y presienten la propia ruina; he aquí por qué tratan de hacerlo perecer, como antaño Herodes trató de matar a Jesús en la masacre de los Inocentes. Aquella criatura no tiene patria; recorre toda la Tierra en busca del pueblo que ha de ser el primero en izar su bandera, y ese pueblo será el más poderoso entre los pueblos, porque tal es la voluntad de Dios.

Massillon

Progreso de un Espíritu perverso
(Sociedad Espírita de París; médium: Sra. de Costel)

Con el título Castigo de una egoísta, hemos publicado, en el número de diciembre de 1860, varias comunicaciones firmadas por Claire, donde este Espíritu revela sus malas inclinaciones y la deplorable situación en que se encuentra. Nuestra compañera, la Sra. de Costel, que ha conocido a esta persona cuando encarnada y que le sirve de médium, ha emprendido su educación moral. Sus esfuerzos han sido coronados con éxito; esto se puede apreciar por el siguiente dictado espontáneo que ha dado a la Sociedad el pasado 1º de marzo. «Os hablaré de la importante diferencia que existe entre la moral divina y la moral humana. La primera asiste a la mujer adúltera en su abandono, y dice a los pecadores: “Arrepentíos, y el reino de los cielos se os abrirá”. La moral divina, en fin, acepta todo arrepentimiento y todas las faltas admitidas, mientras que la moral humana las rechaza y, sonriente, acepta los pecados ocultos que –según dice– son parcialmente perdonados. Una ofrece la gracia del perdón; la otra, la hipocresía. ¡Elegid, Espíritus ávidos de la verdad! Elegid entre el cielo abierto al arrepentimiento y la tolerancia que acepta el mal, pero que rechaza la pasión y los sollozos de las faltas admitidas abiertamente, sólo para no molestar a su egoísmo y a sus falsos intereses. Arrepentíos, todos vosotros que pecáis; renunciad al mal, pero sobre todo renunciad a la hipocresía, que oculta la fealdad del mal bajo la máscara risueña y engañosa de las mutuas conveniencias.»
Claire

He aquí otro ejemplo de conversión, obtenido en un caso más o menos semejante. En la misma sesión se encontraba una dama del extranjero, médium, que escribía en la Sociedad por primera vez. Ella había conocido a una mujer, fallecida hace nueve años y que, cuando encarnada, había merecido poca estima. Desde su muerte, su Espíritu se mostraba a la vez perverso y malo, solamente buscando hacer el mal. Entretanto, buenos consejos terminaron por llevarla a mejores sentimientos. En esa sesión ella dictó espontáneamente lo siguiente:

«Ruego que oren por mí; necesito ser buena. He perseguido y obsesado por mucho tiempo a un ser llamado a hacer el bien, y Dios no quiere que lo persiga más; pero tengo miedo que me falte coraje: ayudadme. ¡Hice tanto mal! ¡Oh, cuánto sufro, cuánto sufro! Yo me regocijaba con el mal practicado y contribuí para el mismo con todas mis fuerzas; pero no quiero más hacer el mal. ¡Oh, orad por mí!»
Adèle

Los celos entre los médiums
(Comunicación enviada por el Sr. Ky..., corresponsal de la Sociedad en Carlsruhe)

El hombre vano, por sí mismo y por su propia inteligencia, es tan despreciable como digno de pena. Rechaza la verdad a su frente para sustituirla por sus argumentos y convicciones personales, que juzga infalibles e irrevocables porque son suyos. El hombre vano es siempre egoísta, y el egoísmo es el flagelo de la humanidad; pero al despreciar al resto del mundo, él muestra totalmente su propia pequeñez. Al repeler verdades que para él son nuevas, muestra también el espacio limitado de su propia inteligencia, pervertida por su obstinación, que aumenta aún más su vanidad y su egoísmo. ¡Infeliz del hombre que se deja dominar por estos dos enemigos de sí mismo! Cuando despierte en ese estado en que la verdad y la luz han de fundirse de todas partes sobre él, entonces sólo verá en sí a un ser miserable que se exaltó locamente por encima de la humanidad en su vida terrena, y que estará muy por debajo de ciertos seres más modestos y más simples a los que él pensaba imponerse en la Tierra.

Sed humildes de corazón, vosotros a quienes Dios permite que recibáis sus dones espirituales. No os atribuyáis ningún mérito, así como no se atribuye la obra a las herramientas, sino al obrero. Recordad bien que no sois más que instrumentos de los que Dios se sirve para manifestar al mundo su Espíritu todopoderoso, y que no tenéis ningún motivo para glorificaros a vosotros mismos. ¡Ah! ¡Hay tantos médiums que se vuelven vanos, en vez de ser humildes, a medida que sus dones se desarrollan! Eso es un atraso en el progreso, porque en lugar de ser humilde y pasivo, el médium a menudo rechaza, por vanidad y orgullo, comunicaciones importantes que entonces se manifiestan a través de otros intermediarios más merecedores. Dios no mira la posición material de una persona para conferirle su espíritu de santidad; muy lejos de esto, porque frecuentemente eleva a los humildes entre los humildes para dotarlos con mayores facultades, a fin de que el mundo vea bien que no es el hombre, sino el Espíritu de Dios –a través del hombre– que hace milagros. El médium es, como ya lo he dicho, el simple instrumento del Gran Creador de todas las cosas, y es a Él que debe rendir gloria y agradecimiento por su inagotable bondad.

Igualmente gustaría decir algunas palabras sobre la envidia y los celos que muy a menudo reinan entre los médiums y que, como hierba dañina, es necesario arrancar desde el momento en que comienza a aparecer, con miedo de que sofoque a los buenos gérmenes que están próximos.

Los celos entre los médiums son tan temibles como el orgullo; tienen la misma necesidad de humildad; incluso diré que denotan una falta de sentido común. No es mostrando celos de los dones de vuestro vecino que recibiréis dones semejantes, porque si Dios da mucho a unos y poco a otros, ¡tened la certeza de que, al obrar así, Él tiene un motivo bien fundamentado! Los celos amargan el corazón; sofocan hasta los mejores sentimientos; por lo tanto, es un enemigo que sólo es posible evitar con mucho cuidado, porque no da tregua cuando se apodera de nosotros. Esto se aplica a todos los casos de la vida terrena; pero, sobre todo, yo he querido hablar de los celos entre los médiums, tan ridículos como despreciables y mal fundados, y que prueban cuán débil es el hombre cuando se vuelve esclavo de sus pasiones.
Luos

Observación – Después de la lectura de esta última comunicación en la Sociedad, se estableció un debate acerca de los celos entre los médiums en comparación con los celos entre los sonámbulos. Uno de los miembros, el Sr. D..., dijo que, en su opinión, los celos son los mismos en ambos casos, y si parecen más frecuentes entre los sonámbulos, es porque, en este estado, ellos no saben disimularlos.

El Sr. Allan Kardec refutó esta opinión: «Los celos –dice él–, parecen inherentes al estado sonambúlico, y esto se debe a una causa que es difícil de comprender y que los propios sonámbulos no pueden explicar. Tal sentimiento existe entre los sonámbulos que, en el estado de vigilia, sólo tienen benevolencia entre sí. Está lejos de ser habitual entre los médiums, y evidentemente depende de la naturaleza moral del individuo. Un médium solamente tiene celos de otro médium porque está en su naturaleza tener celos; este defecto, consecuencia del orgullo y del egoísmo, es esencialmente perjudicial a la buena cualidad de las comunicaciones, mientras que el sonámbulo más celoso puede ser muy lúcido, lo que fácilmente se concibe. El sonámbulo ve por sí mismo; es su propio Espíritu que se desprende y que actúa: no necesita de nadie. Al contrario, el médium no es más que un intermediario: recibe todo de Espíritus extraños, y su personalidad está mucho menos en juego que la del sonámbulo. Los Espíritus simpatizan con él en razón de sus cualidades o de sus defectos; ahora bien, los defectos más antipáticos a los Espíritus buenos son el orgullo, el egoísmo y los celos. La experiencia nos enseña que la facultad mediúmnica, como facultad, es independiente de las cualidades morales; ella puede, así como la facultad sonambúlica, existir en el más alto grado en el hombre más perverso. Ya es completamente diferente con relación a las simpatías de los Espíritus buenos, que naturalmente se comunican más a gusto cuando el intermediario encargado de transmitir su pensamiento es más puro, más sincero y cuanto más se aleje de la naturaleza de los Espíritus malos; al respecto, aquellos hacen lo que nosotros hacemos cuando tomamos a alguien como confidente. En lo que concierne especialmente a los celos, como esta imperfección existe en casi todos los sonámbulos, siendo más rara entre los médiums, parece que entre los primeros es una regla y entre los últimos una excepción, de donde se seguiría que la causa no debe ser la misma en ambos casos.»

ALLAN KARDEC