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Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860 > Octubre
Octubre
Respuesta del Sr. Allan Kardec a la Gazette de Lyon
Con el título: Una sesión con los espíritas, la Gazette de Lyon publicó en su número del 2 de agosto de 1860, el siguiente artículo, al cual el Sr. Allan Kardec, durante su permanencia en Lyon, dio la respuesta que se encuentra más adelante, pero que aquel diario no se dignó aún a reproducirla.
«Son llamados espíritas a ciertos alucinados que, al haber cortado con todas las creencias religiosas de su época y de su país, manifiestan entretanto creer abiertamente en el contacto con los Espíritus.
«Al haber nacido de las mesas giratorias, el Espiritismo, sin embargo, no es sino una de las mil formas de ese estado patológico en que el cerebro humano puede caer cuando se deja llevar por esas mil aberraciones de que la Antigüedad, la Edad Media y los tiempos actuales han dado numerosos ejemplos.
«Al ser condenadas prudentemente por la Iglesia Católica, todas esas investigaciones misteriosas que salen del dominio de los hechos positivos no tienen otro resultado sino el de producir la locura a los que del mismo se ocupan, suponiendo que este estado de locura ya no haya pasado al estado crónico en el cerebro de los adeptos, lo que está lejos de ser demostrado.
«Los espíritas tienen un periódico en París, y basta leer algunos pasajes para asegurarnos que no exageramos en nada. La ineptitud de las preguntas dirigidas a los Espíritus evocados, solamente se iguala a la ineptitud de sus respuestas, y con razón se les puede decir que no vale la pena volver del otro mundo para decir tantas tonterías.
«En resumen, esa nueva locura, renovada de los Antiguos, acaba de llegar a nuestra ciudad. Lyon alberga espíritas, y es en la casa de simples obreros textiles que los Espíritus se dignan manifestarse.
«El antro de Trofonio está situada (sic) en un taller; el sumo sacerdote del lugar es un tejedor de seda, y la sibila es su esposa; los adeptos son generalmente obreros, porque no se recibe allí fácilmente a los que, por su exterior, denotan mucha inteligencia: los Espíritus sólo se dignan manifestarse a los simples; probablemente fue esto lo que me valió ser admitido allí.
«Al ser invitado a comparecer a una de las reuniones semanales de los espíritas lioneses, entramos en un taller donde se encontraban cuatro telares, de los cuales uno estaba parado. Allí, entre las cuatro horcas de esas máquinas para tejer, la sibila tomó lugar frente a una mesa cuadrada sobre la cual había un cuaderno y, al lado, una pluma de ganso. Notad bien que hemos dicho una pluma de ganso y no una pluma metálica, porque los Espíritus tienen horror a los metales.
«De veinte a veinticinco personas de ambos sexos, inclusive este servidor que os habla, formaban un círculo alrededor de la mesa.
«Después de un pequeño discurso del sumo sacerdote sobre la naturaleza de los Espíritus, totalmente hecho en un estilo que debería encantar a los Espíritus, debido a su... simplicidad, comenzaron las preguntas.
«Un joven se aproxima y le pregunta a la sibila por qué ocho días antes de los combates, ya sea en Crimea o en Italia, él siempre era llamado a otro lugar.
«Al tomar la pluma de ganso, la inspirada –es el nombre que le dan– la mueve un instante sobre el papel, donde traza signos cabalísticos, y después pronuncia esta fórmula: “¡Dios mío, dadme la gracia de esclarecernos sobre este asunto!” Después ella agrega: “Leo la siguiente respuesta: Estáis destinado a vivir para instruir y esclarecer a vuestros hermanos”.
«Evidentemente, él es un adepto influyente que quieren conquistar para la causa; además, ha sido soldado, tal vez un ex zuavo. No vamos a tener un altercado por eso; prosigamos.
«Otro joven se acerca a su turno y pregunta si el Espíritu de su padre lo ha acompañado y protegido en los combates.
«Respuesta: –Sí.
«Hablamos aparte con el joven y le preguntamos desde qué época estaba muerto su padre.
«Mi padre no está muerto –nos respondió él.
«Luego se presenta un anciano y pregunta –notad bien la sutileza de la pregunta, copiada de Tarquino, el Antiguo– si lo que él piensa fue el motivo por el cual su padre le dio el nombre de Jean.
«Respuesta: –Sí.
«Un antiguo soldado del Primer Imperio pregunta después si los Espíritus de los soldados del viejo Imperio han acompañado a nuestros jóvenes soldados en Crimea y en Italia.
«Respuesta: –Sí.
«A continuación, una señora hace una pregunta supersticiosa: ¿Por qué el viernes es un mal día?
«La respuesta no se hizo esperar y, ciertamente, merece ser tomada con cuidado, debido a las varias lagunas históricas que la misma llena. Ella respondió inspirada: –Es porque Moisés, Salomón y Jesucristo murieron en ese día.
«Un joven obrero lionés, que hemos podido identificar por su acento, solicita ser esclarecido sobre un hecho maravilloso. Dice él: –Una noche, mi madre sintió un rostro que tocaba al suyo; ella despertó a mi padre y a mí, que buscamos por todas partes y no encontramos nada. Pero de repente uno de nuestros telares comenzó a moverse; cuando nos acercamos, se detuvo; otro también hizo lo mismo en la extremidad del taller: estábamos aterrorizados, y esto se puso peor cuando vimos que todos los telares estaban funcionando al mismo tiempo, sin que pudiésemos percibir a nadie.
«La sibila respondió: –Es vuestro abuelo que venía a pedir oraciones.
«El joven contestó con un aire que le daba un fácil acceso al santuario: –Es exactamente eso; ¡pobre viejo! Le habían prometido misas que no fueron celebradas.
«Otro obrero pregunta por qué, varias veces, el fiel de su balanza se movía solo.
«–Es un Espíritu golpeador –responde la inspirada– que ha producido ese fenómeno.
«–Muy bien –contestó el obrero; hice cesar el prodigio al poner un pedazo de plomo en el plato más leve.
«–Es muy sencillo –agregó la adivina; los Espíritus le tienen horror al plomo por causa del reflejo.
«Todos desean una explicación acerca de ese reflejo.
«¡Ahí se detiene el poder de la sibila: –Dios no quiere explicar esto –dice ella, ¡ni siquiera a mí!
«Era una razón mayor, ante la cual todos se inclinaron.
«El sumo sacerdote, entonces, previendo objeciones internas, tomó la palabra y dijo: –Señores, sobre esta cuestión es necesario abstenerse, porque seríamos llevados a preguntas científicas que estamos impedidos de responder.
«En este momento las preguntas se multiplicaban y se mezclaban:
«Los señales que aparecen en el cielo desde algún tiempo (los cometas), ¿son aquellos de que habla el Apocalipsis?
«Respuesta: –Sí, y en ciento cuarenta años este mundo no existirá más.
«–¿Por qué Jesucristo dijo que siempre habría pobres?
«Respuesta: –Jesucristo quiso hablar de los pobres de espíritu; para éstos, Dios acaba de preparar simplemente un globo especial.
«De forma alguna destacaremos toda la importancia de semejante respuesta; ¿quién no comprende cuán felices serán nuestros descendientes cuando no tengan que temer más el contacto con los pobres de espíritu? En cuanto a los otros, la respuesta de la sibila permite felizmente suponer que su reinado acabó; buenas noticias para los economistas, a quienes la cuestión del pauperismo no deja dormir.
«Para terminar, se acerca una mujer de 45 a 50 años y pregunta si su Espíritu ya estuvo encarnado y cuántas veces.
«Vosotros estaríais en aprieto para responder, como yo también; pero los Espíritus tienen respuesta para todo:
«–Sí, responde la pluma de ganso, en tres ocasiones: la primera, como hija natural de una respetable princesa rusa (la palabra respetable, próxima del vocablo precedente, me intriga); la segunda, como hija legítima de un trapero de Bohemia, y la tercera, ella lo sabe...
«Esperamos que esta muestra de una sesión de los espíritas lioneses sea suficiente para demostrar que los Espíritus de Lyon no valen más que los de París.
«Pero preguntamos si no sería bueno impedir que pobres locos se vuelvan aún más locos.
«En otros tiempos la Iglesia era bastante poderosa para imponer silencio a semejantes divagaciones; es verdad que ella castigaba demasiado fuerte, quizá, pero detenía el mal. Hoy, considerándose que la autoridad religiosa es impotente, que el buen sentido no tiene bastante poder como para hacer justicia contra tales alucinaciones, ¿no debería otra autoridad intervenir en el caso y acabar con esas prácticas, cuyo menor inconveniente es poner en ridículo a los que de las mismas se ocupan?»
Respuesta del Sr. Allan Kardec al Sr. redactor de la Gazette de Lyon
Señor,
Me han enviado un artículo, firmado por C. M., que vos habéis publicado en la Gazette de Lyon del 2 de agosto de 1860, con el título: Una sesión con los espíritas. En este artículo soy atacado indirectamente en la persona de todos los que comparten mis convicciones. Pero esto nada representaría si vuestras palabras no tendiesen a falsear la opinión pública sobre el principio y las consecuencias de las creencias espíritas, poniendo en ridículo y censurando a los que las profesan, e instando a la venganza legal. Al respecto, os solicito que me permitáis que os haga algunas rectificaciones, esperando de vuestra imparcialidad que consintáis en publicar mi respuesta, ya que habéis publicado el ataque.
Sr., no creáis que mi objetivo sea el de buscar convenceros, ni el de devolveros injuria por injuria. Sean cuales fueren las razones que os impiden compartir nuestra manera de ver, no pienso en inquirirlas, y las respeto si son sinceras; sólo pido la reciprocidad practicada entre personas que saben convivir. En cuanto a los epítetos no civilizados, no tengo el hábito de usarlos.
Si hubieseis discutido seriamente los principios del Espiritismo; si a ellos hubierais opuesto algunos argumentos buenos o malos, yo habría podido responderos; pero como toda vuestra argumentación se limita a calificarnos de ineptos, no me cabe discutir con vos si estáis errado o no. Por lo tanto, me limito a refutar vuestras aseveraciones inexactas, fuera de todo personalismo.
No basta decir a las personas que no piensan como nosotros que ellas son imbéciles: esto está al alcance de cualquier uno; es necesario demostrarles que están erradas; pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo entrar en el fondo de la cuestión si no se conoce ni la primera palabra? Ahora bien, pienso que es el caso en que os encontráis, pues de lo contrario habríais empleado mejores armas que la acusación banal de la estupidez. Cuando le hayáis dado al estudio del Espiritismo un tiempo moral necesario –y os advierto que es preciso bastante–; cuando hayáis leído todo lo que pueda fundamentar vuestra opinión; cuando hayáis profundizado todas las cuestiones y asistido como observador concienzudo e imparcial a millares de experiencias, vuestra crítica tendrá algún valor. Hasta que esto suceda, no es más que una opinión individual, que no se apoya en nada y a respecto de la cual podéis, a cada palabra, ser sorprendido en flagrante delito de ignorancia. El comienzo de vuestro artículo es una prueba de esto.
Vos decís: «Son llamados ESPÍRITAS a ciertos alucinados que, al haber cortado con TODAS las creencias religiosas de su época y de su país...» Señor, ¿sabéis que esta acusación es muy grave, y tanto más grave como falsa y calumniosa a la vez? El Espiritismo se basa enteramente en el principio de la existencia del alma, su supervivencia al cuerpo, su individualidad después de la muerte, su inmortalidad, las penas y las recompensas futuras. Él no solamente sanciona estas verdades por la teoría; es de su esencia demostrarlas a través de pruebas patentes. He aquí por qué tanta gente que no creía en nada ha sido reconducida a las ideas religiosas. Toda su moral es el desarrollo de estas máximas del Cristo: Practicar la caridad, devolver el mal con el bien, ser indulgente para con su prójimo, perdonar a sus enemigos; en una palabra, hacer a los otros lo que quisiéramos que los otros nos hiciesen. ¿Halláis, pues, estas ideas muy estúpidas? ¿Habrán los espíritas cortado con todas las creencias religiosas, los cuales se apoyan en las propias bases de la religión? No –diréis–, pero basta ser católico para tener tales ideas; para tenerlas, puede ser; pero practicarlas es otra cosa, al parecer. ¿Es realmente evangélico para vos, como católico, insultar a personas simples, que nunca os han hecho mal, las cuales no conocéis y que han tenido bastante confianza en vos como para recibiros entre ellas? Admitamos que estén equivocadas; ¿será que habréis de reconducirlas al cubrirlas de injurias y al irritarlas?
De hecho, vuestro artículo contiene otro error, que prueba una vez más vuestra ignorancia en materia de Espiritismo. Vos decís: Los adeptos son generalmente obreros. Sabed, pues, Señor, a fin de ajustar vuestra conducta, que de los cinco o seis millones de espíritas que existen hoy, la casi totalidad pertenece a las clases más esclarecidas de la sociedad; en todos los países, Él cuenta entre sus seguidores con un número muy grande de médicos, de abogados, de magistrados, de escritores, de altos funcionarios, de oficiales de todos los grados, de artistas, de científicos, de comerciantes, etc., personas que clasificáis muy livianamente entre los ineptos. Pero dejemos esto a un lado. ¿Las palabras insulto e injuria os parecen muy fuertes? ¡Veamos!
No habéis evaluado bien el alcance de vuestras palabras cuando, después de haber dicho que los adeptos son generalmente obreros, agregasteis lo siguiente sobre las reuniones lionesas: Porque no se recibe allí fácilmente a los que, por su exterior, denotan MUCHA INTELIGENCIA: los Espíritus sólo se dignan manifestarse a los SIMPLES; probablemente fue esto lo que me valió ser admitido allí. Y más adelante, esta otra frase: Después de un DISCURSO sobre la naturaleza de los Espíritus, totalmente hecho en un estilo que debería encantar a los Espíritus, debido a su SIMPLICIDAD, comenzaron las preguntas. No voy a recordar vuestras burlas acerca de la pluma de ganso que –según vos– la médium usaba, ni otras cosas también espirituosas; yo hablo más seriamente. Sólo haré una simple observación: habéis empleado muy mal vuestros ojos y vuestros oídos, porque la médium de quien habláis no usa pluma de ganso, y tanto la forma como el fondo de la mayoría de las preguntas y de las respuestas que habéis relatado en vuestro artículo son pura invención. Por lo tanto, son pequeñas calumnias, mediante las cuales quisisteis hacer brillar vuestro ingenio.
Así, según vos, para ser admitido en esas reuniones de obreros, es necesario ser obrero, es decir, desprovisto de buen sentido, y decís que allí solamente os dejaron ingresar porque probablemente os tomaron por un tonto. Seguramente os habrían cerrado la puerta si os hubiesen creído con bastante ingenio como para inventar cosas que no existen.
¿Ya pensasteis, Sr., que no sólo atacáis a los espíritas, sino a toda la clase obrera, y en particular a la de Lyon? ¿Olvidáis que son esos mismos obreros, esos tejedores –como vos los llamáis con pedantería– que hacen la prosperidad de vuestra ciudad, a través de su industria textil? Los obreros que produjeron el telar de Jacquard, ¿han sido personas sin valor moral? ¿De dónde salió un buen número de vuestros fabricantes que han adquirido su fortuna con el sudor de su frente y a fuerza de orden y de economía? ¿No es insultar su trabajo el hecho de comparar sus telares con horcas indignas? Ponéis en ridículo su lenguaje y os olvidáis de que su oficio no les permite hacer discursos académicos. ¿Es necesario un estilo rudo para decir lo que se piensa? Señor, vuestras palabras no son apenas frívolas –empleo este vocablo por consideración–, ellas son imprudentes. Si alguna vez Dios os reserva días nefastos, orad a Él para que los obreros lioneses no se acuerden de esto. Los que son espíritas se olvidarán, porque la caridad lo ordena; haced votos, pues, para que todos lo sean, ya que es en el Espiritismo que ellos beben los principios de orden social, el respeto a la propiedad y a los sentimientos religiosos.
¿Sabéis lo que hacen los obreros espíritas lioneses, que vos tratáis con tanto desdén? En vez de aturdirse en un cabaré o alimentarse de doctrinas subversivas y quiméricas, ellos piensan en Dios en ese taller que comparáis irrisoriamente al antro de Trofonio, en medio de esos telares de cuatro palos. Yo los he visto durante mi permanencia aquí; he conversado con ellos y estoy convencido de lo siguiente: Entre ellos, muchos maldecían su penoso trabajo; hoy lo aceptan con la resignación del cristiano, como una prueba. Muchos veían con envidia y con celos la fortuna de los ricos: hoy ellos saben que la riqueza es una prueba aún más peligrosa que la de la miseria, y que el desdichado que sufre y que no cede a la tentación es el verdadero elegido de Dios; ellos saben que la verdadera felicidad no está en lo superfluo, y que aquellos que son llamados felices de este mundo padecen también crueles angustias que el oro no apacigua. Muchos se reían de la oración: hoy oran y han reencontrado el camino de la iglesia que ellos habían olvidado, porque en otros tiempos no creían en nada y ahora creen. Varios habrían sucumbido en la desesperación: hoy conocen el destino de los que abrevian voluntariamente su vida, y se resignan a la voluntad de Dios, porque saben que son un alma, de lo que antes no estaban seguros. En fin, porque ellos saben que están de paso en la Tierra, y que la justicia de Dios no se equivoca con nadie.
Señor, he aquí lo que saben y lo que hacen esos ineptos, como los llamáis; decís que ellos se expresan en un lenguaje tal vez ridículo, trivial a los ojos de un hombre de ingenio como vos, pero a los ojos de Dios el mérito está en el corazón y no en la elegancia de las frases.
Además, escribís: «En otros tiempos la Iglesia era bastante poderosa para imponer silencio a semejantes divagaciones; es verdad que ella castigaba demasiado fuerte, quizá, pero detenía el mal. Hoy, considerándose que la autoridad religiosa es impotente, ¿no debería otra autoridad intervenir en el caso?» En efecto, la iglesia quemaba; es realmente una lástima que no haya más hogueras. ¡Oh, deplorables efectos del progreso de las luces!
No tengo por hábito responder a las diatribas; si solamente se tratase de mí, no habría dicho nada; pero con relación a la creencia que yo tengo la gloria de profesar, porque es una creencia eminentemente cristiana, vos ridiculizáis a personas honestas y trabajadoras porque son iletradas, olvidando que el propio Jesús era un obrero; vos las provocáis con palabras irritantes; exigís contra ellas los rigores de la autoridad civil y religiosa, cuando son pacíficas y comprenden el vacío de las utopías con que fueron engañadas y que os dan miedo. Tuve que salir en su defensa, recordándoles los deberes que la caridad impone y diciéndoles que si los otros faltan a sus deberes, esto no es razón para que ellos no cumplan con los suyos. He aquí, Sr., los consejos que les doy; son también los que les dan esos Espíritus que cometen la tontería de dirigirse a personas simples e ignorantes antes que a vos; es que probablemente saben que serán más escuchados. Al respecto, ¿podríais decirme por qué Jesús eligió a sus apóstoles entre el pueblo, en lugar de hacerlo entre los hombres de letras? Indudablemente es porque en la época no había periodistas para decirle lo que Él debía hacer.
Diréis sin duda que vuestra crítica sólo se dirige a la creencia en los Espíritus y en sus manifestaciones, y no a los sagrados principios de la religión. Estoy persuadido de ello; pero entonces, ¿por qué habéis dicho que los espíritas han cortado con todos los principios religiosos? Es porque no sabéis en qué ellos se apoyan. Sin embargo, allá visteis a un médium orar con recogimiento, y vos, católico, ¡os habéis reído de una persona que oraba!
Probablemente tampoco sabéis lo que son los Espíritus. Los Espíritus no son sino las almas de los que han vivido; por lo tanto, las almas y los Espíritus son una única y misma cosa, de modo que negar la existencia de los Espíritus, es negar el alma; admitir el alma, su supervivencia y su individualidad es admitir a los Espíritus. Por lo tanto, toda la cuestión se resume en saber si el alma, después de la muerte, puede manifestarse a los vivos; los libros sagrados y los Padres de la Iglesia lo reconocen. Si los espíritas están equivocados, esas autoridades también están erradas; para probarlo es necesario demostrar, no por una simple negación, sino por razones concluyentes, lo siguiente:
1º) Que el ser que piensa en nosotros durante la vida, no debe más pensar después de la muerte;
2º) Que si él piensa, no debe más pensar en aquellos que ha amado;
3º) Que si piensa en aquellos que ha amado, no debe más querer comunicarse con ellos;
4º) Que si puede estar en todas partes, no puede estar a nuestro lado;
5º) Que si está a nuestro lado, no puede comunicarse con nosotros.
Si vos conocierais el estado de los Espíritus, su naturaleza y –si así puedo expresarme– su constitución fisiológica, tal como ellos nos la describen, y tal cual la observación confirma, sabríais que, siendo el Espíritu y el alma una única y misma cosa, no hay de menos en el Espíritu sino el cuerpo, del cual se despoja al desencarnar, restándole al Espíritu una envoltura etérea que constituye para él un cuerpo fluídico, con la ayuda del cual puede hacerse visible en ciertas circunstancias. Es lo que tiene lugar en las apariciones que la propia Iglesia admite perfectamente, puesto que de algunas hace artículos de fe. Dada esta base, a las proposiciones precedentes agregaré las siguientes, pidiéndoos probar:
6º) Que por su envoltura fluídica, el Espíritu no puede actuar sobre la materia inerte;
7º) Que si él puede actuar sobre la materia inerte, no puede actuar sobre un ser animado;
8º) Que si puede actuar sobre un ser animado, no puede dirigir su mano para hacerlo escribir;
9º) Que al poder hacerlo escribir, no puede responder a sus preguntas y transmitirle su pensamiento.
Cuando hayáis demostrado que todo esto no es posible, por medio de razones tan patentes como aquellas por las cuales Galileo demostró que no es el Sol que gira alrededor de la Tierra, entonces vuestra opinión podrá ser tomada en consideración.
Objetaréis sin duda que, en sus comunicaciones, los Espíritus dicen algunas veces cosas absurdas. Esto es verdad; y ellos hacen más: a veces dicen groserías e impertinencias. Es que, al dejar el cuerpo, el Espíritu no se despoja inmediatamente de todas sus imperfecciones; por lo tanto, es probable que aquellos que dicen cosas ridículas como Espíritus, las hayan dicho aún más ridículas cuando estaban entre nosotros; es por eso que nosotros no aceptamos ciegamente todo lo que viene de su parte, como tampoco aceptamos todo lo que viene de los hombres. Me detengo ahora, porque no tengo la intención de hacer aquí un curso de enseñanza; a mí me bastó probar que habíais hablado de Espiritismo sin conocerlo.
Sr., os saludo atentamente,
ALLAN KARDEC.
Señor,
Me han enviado un artículo, firmado por C. M., que vos habéis publicado en la Gazette de Lyon del 2 de agosto de 1860, con el título: Una sesión con los espíritas. En este artículo soy atacado indirectamente en la persona de todos los que comparten mis convicciones. Pero esto nada representaría si vuestras palabras no tendiesen a falsear la opinión pública sobre el principio y las consecuencias de las creencias espíritas, poniendo en ridículo y censurando a los que las profesan, e instando a la venganza legal. Al respecto, os solicito que me permitáis que os haga algunas rectificaciones, esperando de vuestra imparcialidad que consintáis en publicar mi respuesta, ya que habéis publicado el ataque.
Sr., no creáis que mi objetivo sea el de buscar convenceros, ni el de devolveros injuria por injuria. Sean cuales fueren las razones que os impiden compartir nuestra manera de ver, no pienso en inquirirlas, y las respeto si son sinceras; sólo pido la reciprocidad practicada entre personas que saben convivir. En cuanto a los epítetos no civilizados, no tengo el hábito de usarlos.
Si hubieseis discutido seriamente los principios del Espiritismo; si a ellos hubierais opuesto algunos argumentos buenos o malos, yo habría podido responderos; pero como toda vuestra argumentación se limita a calificarnos de ineptos, no me cabe discutir con vos si estáis errado o no. Por lo tanto, me limito a refutar vuestras aseveraciones inexactas, fuera de todo personalismo.
No basta decir a las personas que no piensan como nosotros que ellas son imbéciles: esto está al alcance de cualquier uno; es necesario demostrarles que están erradas; pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo entrar en el fondo de la cuestión si no se conoce ni la primera palabra? Ahora bien, pienso que es el caso en que os encontráis, pues de lo contrario habríais empleado mejores armas que la acusación banal de la estupidez. Cuando le hayáis dado al estudio del Espiritismo un tiempo moral necesario –y os advierto que es preciso bastante–; cuando hayáis leído todo lo que pueda fundamentar vuestra opinión; cuando hayáis profundizado todas las cuestiones y asistido como observador concienzudo e imparcial a millares de experiencias, vuestra crítica tendrá algún valor. Hasta que esto suceda, no es más que una opinión individual, que no se apoya en nada y a respecto de la cual podéis, a cada palabra, ser sorprendido en flagrante delito de ignorancia. El comienzo de vuestro artículo es una prueba de esto.
Vos decís: «Son llamados ESPÍRITAS a ciertos alucinados que, al haber cortado con TODAS las creencias religiosas de su época y de su país...» Señor, ¿sabéis que esta acusación es muy grave, y tanto más grave como falsa y calumniosa a la vez? El Espiritismo se basa enteramente en el principio de la existencia del alma, su supervivencia al cuerpo, su individualidad después de la muerte, su inmortalidad, las penas y las recompensas futuras. Él no solamente sanciona estas verdades por la teoría; es de su esencia demostrarlas a través de pruebas patentes. He aquí por qué tanta gente que no creía en nada ha sido reconducida a las ideas religiosas. Toda su moral es el desarrollo de estas máximas del Cristo: Practicar la caridad, devolver el mal con el bien, ser indulgente para con su prójimo, perdonar a sus enemigos; en una palabra, hacer a los otros lo que quisiéramos que los otros nos hiciesen. ¿Halláis, pues, estas ideas muy estúpidas? ¿Habrán los espíritas cortado con todas las creencias religiosas, los cuales se apoyan en las propias bases de la religión? No –diréis–, pero basta ser católico para tener tales ideas; para tenerlas, puede ser; pero practicarlas es otra cosa, al parecer. ¿Es realmente evangélico para vos, como católico, insultar a personas simples, que nunca os han hecho mal, las cuales no conocéis y que han tenido bastante confianza en vos como para recibiros entre ellas? Admitamos que estén equivocadas; ¿será que habréis de reconducirlas al cubrirlas de injurias y al irritarlas?
De hecho, vuestro artículo contiene otro error, que prueba una vez más vuestra ignorancia en materia de Espiritismo. Vos decís: Los adeptos son generalmente obreros. Sabed, pues, Señor, a fin de ajustar vuestra conducta, que de los cinco o seis millones de espíritas que existen hoy, la casi totalidad pertenece a las clases más esclarecidas de la sociedad; en todos los países, Él cuenta entre sus seguidores con un número muy grande de médicos, de abogados, de magistrados, de escritores, de altos funcionarios, de oficiales de todos los grados, de artistas, de científicos, de comerciantes, etc., personas que clasificáis muy livianamente entre los ineptos. Pero dejemos esto a un lado. ¿Las palabras insulto e injuria os parecen muy fuertes? ¡Veamos!
No habéis evaluado bien el alcance de vuestras palabras cuando, después de haber dicho que los adeptos son generalmente obreros, agregasteis lo siguiente sobre las reuniones lionesas: Porque no se recibe allí fácilmente a los que, por su exterior, denotan MUCHA INTELIGENCIA: los Espíritus sólo se dignan manifestarse a los SIMPLES; probablemente fue esto lo que me valió ser admitido allí. Y más adelante, esta otra frase: Después de un DISCURSO sobre la naturaleza de los Espíritus, totalmente hecho en un estilo que debería encantar a los Espíritus, debido a su SIMPLICIDAD, comenzaron las preguntas. No voy a recordar vuestras burlas acerca de la pluma de ganso que –según vos– la médium usaba, ni otras cosas también espirituosas; yo hablo más seriamente. Sólo haré una simple observación: habéis empleado muy mal vuestros ojos y vuestros oídos, porque la médium de quien habláis no usa pluma de ganso, y tanto la forma como el fondo de la mayoría de las preguntas y de las respuestas que habéis relatado en vuestro artículo son pura invención. Por lo tanto, son pequeñas calumnias, mediante las cuales quisisteis hacer brillar vuestro ingenio.
Así, según vos, para ser admitido en esas reuniones de obreros, es necesario ser obrero, es decir, desprovisto de buen sentido, y decís que allí solamente os dejaron ingresar porque probablemente os tomaron por un tonto. Seguramente os habrían cerrado la puerta si os hubiesen creído con bastante ingenio como para inventar cosas que no existen.
¿Ya pensasteis, Sr., que no sólo atacáis a los espíritas, sino a toda la clase obrera, y en particular a la de Lyon? ¿Olvidáis que son esos mismos obreros, esos tejedores –como vos los llamáis con pedantería– que hacen la prosperidad de vuestra ciudad, a través de su industria textil? Los obreros que produjeron el telar de Jacquard, ¿han sido personas sin valor moral? ¿De dónde salió un buen número de vuestros fabricantes que han adquirido su fortuna con el sudor de su frente y a fuerza de orden y de economía? ¿No es insultar su trabajo el hecho de comparar sus telares con horcas indignas? Ponéis en ridículo su lenguaje y os olvidáis de que su oficio no les permite hacer discursos académicos. ¿Es necesario un estilo rudo para decir lo que se piensa? Señor, vuestras palabras no son apenas frívolas –empleo este vocablo por consideración–, ellas son imprudentes. Si alguna vez Dios os reserva días nefastos, orad a Él para que los obreros lioneses no se acuerden de esto. Los que son espíritas se olvidarán, porque la caridad lo ordena; haced votos, pues, para que todos lo sean, ya que es en el Espiritismo que ellos beben los principios de orden social, el respeto a la propiedad y a los sentimientos religiosos.
¿Sabéis lo que hacen los obreros espíritas lioneses, que vos tratáis con tanto desdén? En vez de aturdirse en un cabaré o alimentarse de doctrinas subversivas y quiméricas, ellos piensan en Dios en ese taller que comparáis irrisoriamente al antro de Trofonio, en medio de esos telares de cuatro palos. Yo los he visto durante mi permanencia aquí; he conversado con ellos y estoy convencido de lo siguiente: Entre ellos, muchos maldecían su penoso trabajo; hoy lo aceptan con la resignación del cristiano, como una prueba. Muchos veían con envidia y con celos la fortuna de los ricos: hoy ellos saben que la riqueza es una prueba aún más peligrosa que la de la miseria, y que el desdichado que sufre y que no cede a la tentación es el verdadero elegido de Dios; ellos saben que la verdadera felicidad no está en lo superfluo, y que aquellos que son llamados felices de este mundo padecen también crueles angustias que el oro no apacigua. Muchos se reían de la oración: hoy oran y han reencontrado el camino de la iglesia que ellos habían olvidado, porque en otros tiempos no creían en nada y ahora creen. Varios habrían sucumbido en la desesperación: hoy conocen el destino de los que abrevian voluntariamente su vida, y se resignan a la voluntad de Dios, porque saben que son un alma, de lo que antes no estaban seguros. En fin, porque ellos saben que están de paso en la Tierra, y que la justicia de Dios no se equivoca con nadie.
Señor, he aquí lo que saben y lo que hacen esos ineptos, como los llamáis; decís que ellos se expresan en un lenguaje tal vez ridículo, trivial a los ojos de un hombre de ingenio como vos, pero a los ojos de Dios el mérito está en el corazón y no en la elegancia de las frases.
Además, escribís: «En otros tiempos la Iglesia era bastante poderosa para imponer silencio a semejantes divagaciones; es verdad que ella castigaba demasiado fuerte, quizá, pero detenía el mal. Hoy, considerándose que la autoridad religiosa es impotente, ¿no debería otra autoridad intervenir en el caso?» En efecto, la iglesia quemaba; es realmente una lástima que no haya más hogueras. ¡Oh, deplorables efectos del progreso de las luces!
No tengo por hábito responder a las diatribas; si solamente se tratase de mí, no habría dicho nada; pero con relación a la creencia que yo tengo la gloria de profesar, porque es una creencia eminentemente cristiana, vos ridiculizáis a personas honestas y trabajadoras porque son iletradas, olvidando que el propio Jesús era un obrero; vos las provocáis con palabras irritantes; exigís contra ellas los rigores de la autoridad civil y religiosa, cuando son pacíficas y comprenden el vacío de las utopías con que fueron engañadas y que os dan miedo. Tuve que salir en su defensa, recordándoles los deberes que la caridad impone y diciéndoles que si los otros faltan a sus deberes, esto no es razón para que ellos no cumplan con los suyos. He aquí, Sr., los consejos que les doy; son también los que les dan esos Espíritus que cometen la tontería de dirigirse a personas simples e ignorantes antes que a vos; es que probablemente saben que serán más escuchados. Al respecto, ¿podríais decirme por qué Jesús eligió a sus apóstoles entre el pueblo, en lugar de hacerlo entre los hombres de letras? Indudablemente es porque en la época no había periodistas para decirle lo que Él debía hacer.
Diréis sin duda que vuestra crítica sólo se dirige a la creencia en los Espíritus y en sus manifestaciones, y no a los sagrados principios de la religión. Estoy persuadido de ello; pero entonces, ¿por qué habéis dicho que los espíritas han cortado con todos los principios religiosos? Es porque no sabéis en qué ellos se apoyan. Sin embargo, allá visteis a un médium orar con recogimiento, y vos, católico, ¡os habéis reído de una persona que oraba!
Probablemente tampoco sabéis lo que son los Espíritus. Los Espíritus no son sino las almas de los que han vivido; por lo tanto, las almas y los Espíritus son una única y misma cosa, de modo que negar la existencia de los Espíritus, es negar el alma; admitir el alma, su supervivencia y su individualidad es admitir a los Espíritus. Por lo tanto, toda la cuestión se resume en saber si el alma, después de la muerte, puede manifestarse a los vivos; los libros sagrados y los Padres de la Iglesia lo reconocen. Si los espíritas están equivocados, esas autoridades también están erradas; para probarlo es necesario demostrar, no por una simple negación, sino por razones concluyentes, lo siguiente:
1º) Que el ser que piensa en nosotros durante la vida, no debe más pensar después de la muerte;
2º) Que si él piensa, no debe más pensar en aquellos que ha amado;
3º) Que si piensa en aquellos que ha amado, no debe más querer comunicarse con ellos;
4º) Que si puede estar en todas partes, no puede estar a nuestro lado;
5º) Que si está a nuestro lado, no puede comunicarse con nosotros.
Si vos conocierais el estado de los Espíritus, su naturaleza y –si así puedo expresarme– su constitución fisiológica, tal como ellos nos la describen, y tal cual la observación confirma, sabríais que, siendo el Espíritu y el alma una única y misma cosa, no hay de menos en el Espíritu sino el cuerpo, del cual se despoja al desencarnar, restándole al Espíritu una envoltura etérea que constituye para él un cuerpo fluídico, con la ayuda del cual puede hacerse visible en ciertas circunstancias. Es lo que tiene lugar en las apariciones que la propia Iglesia admite perfectamente, puesto que de algunas hace artículos de fe. Dada esta base, a las proposiciones precedentes agregaré las siguientes, pidiéndoos probar:
6º) Que por su envoltura fluídica, el Espíritu no puede actuar sobre la materia inerte;
7º) Que si él puede actuar sobre la materia inerte, no puede actuar sobre un ser animado;
8º) Que si puede actuar sobre un ser animado, no puede dirigir su mano para hacerlo escribir;
9º) Que al poder hacerlo escribir, no puede responder a sus preguntas y transmitirle su pensamiento.
Cuando hayáis demostrado que todo esto no es posible, por medio de razones tan patentes como aquellas por las cuales Galileo demostró que no es el Sol que gira alrededor de la Tierra, entonces vuestra opinión podrá ser tomada en consideración.
Objetaréis sin duda que, en sus comunicaciones, los Espíritus dicen algunas veces cosas absurdas. Esto es verdad; y ellos hacen más: a veces dicen groserías e impertinencias. Es que, al dejar el cuerpo, el Espíritu no se despoja inmediatamente de todas sus imperfecciones; por lo tanto, es probable que aquellos que dicen cosas ridículas como Espíritus, las hayan dicho aún más ridículas cuando estaban entre nosotros; es por eso que nosotros no aceptamos ciegamente todo lo que viene de su parte, como tampoco aceptamos todo lo que viene de los hombres. Me detengo ahora, porque no tengo la intención de hacer aquí un curso de enseñanza; a mí me bastó probar que habíais hablado de Espiritismo sin conocerlo.
Sr., os saludo atentamente,
Banquete ofrecido al Sr. Allan Kardec por los espíritas lioneses el 19 de septiembre de 1860
Respuesta del Sr. Allan Kardec
Señoras, señores y todos vosotros, mis queridos y buenos hermanos en Espiritismo:
La recepción tan amistosa y tan benevolente que me dan entre vosotros desde mi llegada, sería bastante para enorgullecerme si yo no comprendiese que estos testimonios se dirigen menos a la persona que a la Doctrina, de la cual soy uno de sus más humildes obreros; es la consagración de un principio y estoy doblemente feliz, porque ese principio debe un día asegurar la felicidad del hombre y la paz de la sociedad, cuando sea bien entendido, y mejor aún cuando sea practicado. Los adversarios solamente lo combaten porque no lo comprenden; nos corresponde a nosotros, a los verdaderos espíritas, a los que vemos en el Espiritismo algo más que experiencias más o menos curiosas, hacer que Él sea comprendido y divulgado, predicándolo tanto con el ejemplo como con la palabra. El Libro de los Espíritus ha tenido como resultado el de hacer ver su alcance filosófico; si este libro tiene algún mérito, sería presunción mía vanagloriarme por eso, porque la Doctrina que él contiene no es mi creación de manera alguna; todo el honor del bien que él ha hecho pertenece a los Espíritus sabios que lo han dictado y que han consentido servirse de mí. Por lo tanto, puedo escuchar elogios sin que se ofenda mi modestia y sin que se exalte mi amor propio. Si hubiese querido aprovecharme de esto, seguramente yo habría reivindicado su concepción, en lugar de atribuirla a los Espíritus; y si se pudiera dudar de la superioridad de aquellos que han cooperado en él, bastaría considerar la influencia que dicho libro ha ejercido en tan poco tiempo, con el solo poder de la lógica y sin ninguno de los medios materiales propios para sobreexcitar la curiosidad.
Señores, sea como fuere, la cordialidad de vuestra recepción será para mí un poderoso estímulo en la tarea laboriosa que he emprendido y que es la razón de mi vida, porque me da la certeza consoladora de que los hombres de corazón ya no son tan raros en este siglo materialista, como se complacen en llamarlo. Los sentimientos que hacen nacer en mí esos testimonios benevolentes son mejor comprendidos que expresados, y lo que les da a mis ojos un valor inestimable, es que no tienen por móvil ninguna consideración personal. Os agradezco del fondo del corazón, en nombre del Espiritismo, sobre todo en nombre de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas, que se sentirá feliz con las muestras de simpatía que habéis tenido a bien darle, y que se enorgullece por contar en Lyon con un número tan grande de buenos y leales compañeros. Permitidme describir en algunas palabras las impresiones que llevo de mi corta permanencia entre vosotros.
La primera cosa que me llamó la atención fue el número de adeptos; yo bien sabía que Lyon contaba con muchos de ellos, pero estaba lejos de sospechar que el número fuese tan considerable, porque son contados por centenas, y espero que pronto sean incontables. Pero si Lyon se distingue por el número, no lo hace menos por la calidad, lo que vale más aún. Por todas partes sólo he encontrado espíritas sinceros, que comprenden la Doctrina bajo su verdadero punto de vista. Señores, hay tres categorías de adeptos: Los primeros se limitan a creer en la realidad de las manifestaciones y buscan, ante todo, los fenómenos; para ellos el Espiritismo es simplemente una serie de hechos más o menos interesantes.
Los segundos ven en el Espiritismo algo más que hechos: comprenden su alcance filosófico; admiran la moral que de Él se desprende, pero no la practican. Para ellos la caridad cristiana es una bella máxima, pero he aquí todo.
Los terceros, en fin, no se contentan con admirar la moral: ellos la practican y aceptan todas sus consecuencias. Bien convencidos de que la existencia terrestre es una prueba pasajera, tratan de aprovechar esos cortos instantes para marchar en la senda del progreso que los Espíritus les trazan, esforzándose en hacer el bien y en reprimir sus malas tendencias. Sus relaciones son siempre seguras, porque sus convicciones los apartan de todo pensamiento del mal. En todas las cosas, la caridad es su regla de conducta; estos son los verdaderos espíritas, es decir, los espíritas cristianos.
¡Pues bien, señores! Os digo con alegría que aún no he encontrado aquí ningún adepto de la primera categoría; en parte alguna he visto que se ocupasen del Espiritismo por mera curiosidad o que se sirvieran de las comunicaciones para asuntos fútiles; por todas partes el objetivo es grave, las intenciones son serias, y por lo que veo y por lo que me dicen, hay muchos de la tercera categoría. Por lo tanto, ¡honor a los espíritas lioneses, por haber entrado tan ampliamente en ese camino progresivo, sin el cual el Espiritismo no tendría objeto! Tal ejemplo no será perdido; tendrá sus consecuencias y no fue sin razón –bien lo veo– que los Espíritus me respondieron el otro día, a través de uno de vuestros médiums más dedicados, a pesar de ser uno de los más anónimos, cuando yo les expresaba mi sorpresa: ¿Por qué te admiras de eso? Lyon ha sido la ciudad de los mártires; la fe aquí es viva; ella dará apóstoles al Espiritismo. Si París es la cabeza, Lyon será el corazón. La coincidencia de esta respuesta con la que os ha sido dada anteriormente, y que el Sr. Guillaume acaba de recordar en su discurso, es algo muy significativo.
La rapidez con la cual se ha propagado la Doctrina en estos últimos tiempos, a pesar de la oposición que Ella aún encuentra –o tal vez por causa de esta misma oposición–, puede hacer vislumbrar su futuro. Por lo tanto, evitemos con nuestra prudencia todo lo que pueda producir una impresión desagradable; no digo que se pierda una causa ya asegurada, sino que se intente retardar su desarrollo; sigamos en esto los consejos de los Espíritus sabios, y no nos olvidemos que, en este mundo, muchos éxitos han sido comprometidos por demasiada precipitación; tampoco nos olvidemos que nuestros enemigos del otro mundo, así como también los de éste, pueden buscar arrastrarnos por un camino peligroso.
Habéis tenido a bien pedirme algunos consejos, y para mí es un placer daros aquellos que la experiencia pueda sugerirme; no será sino una opinión personal, que os recomiendo a evaluarla con vuestra sabiduría, y de la cual haréis el uso que os parezca conveniente, porque no tengo la pretensión de erigirme en árbitro absoluto.
Teníais la intención de formar una Sociedad grande; ya os he dicho al respecto mi manera de pensar, por lo que me limito a resumirla aquí.
Se sabe que las mejores comunicaciones son obtenidas en reuniones poco numerosas, sobre todo en aquellas donde reinan la armonía y la comunión de sentimentos; ahora bien, cuanto mayor fuere el número, más difícil será obtener esta homogeneidad. Como es imposible que en el comienzo de una ciencia, aún tan nueva, no surjan algunas divergencias en la manera de apreciar ciertas cosas, de esa divergencia nacería infaliblemente un malestar que podría llevar a la desunión. Al contrario, los grupos pequeños serán siempre más homogéneos: aquí todos se conocen mejor, están más en familia, y pueden admitir mejor a los que se desea hacerlo. Y, como en definitiva, todos tienden al mismo objetivo, ellos pueden entenderse perfectamente, y se entenderán tanto mejor por no haber esa incesante contrariedad, que es incompatible con el recogimiento y la concentración de espíritu. Los Espíritus malos, que buscan incesantemente sembrar la discordia al irritar susceptibilidades, tendrán siempre menos acceso a un grupo pequeño que a un grupo numeroso y heterogéneo; en una palabra, será más fácil establecer la unidad de miras y de sentimiento en el primer grupo que en el segundo.
La multiplicidad de los grupos tiene otra ventaja: obtener una variedad mucho mayor en las comunicaciones, por la diversidad de aptitudes de los médiums. Que esos grupos pequeños compartan recíprocamente lo que cada uno obtenga por su lado, y todos aprovecharán así sus trabajos mutuos. Además, llegará el tiempo en que el número de adeptos no permitirá más un grupo único, que deberá fraccionarse por la fuerza de las cosas; he aquí por qué es preferible hacer inmediatamente lo que se estaría forzado a hacer más tarde.
Desde el punto de vista de la propaganda –y esto es también un hecho cierto–, no es en las grandes reuniones que los neófitos pueden extraer elementos de convicción, sino en la intimidad; por lo tanto, hay un doble motivo para preferir los grupos pequeños, que pueden multiplicarse al infinito. Ahora bien, veinte grupos de diez personas, por ejemplo, obtendrán indiscutiblemente más y harán más prosélitos que una única asamblea de doscientos miembros.
Hace un instante he hablado de las divergencias que pueden surgir, y he dicho que ellas no debían crear obstáculos a la perfecta armonía entre los diferentes Centros; en efecto, esas divergencias sólo pueden darse en los detalles y no en el fondo. El objetivo es el mismo: el mejoramiento moral; el medio es el mismo: la enseñanza dada por los Espíritus. Si esta enseñanza fuera contradictoria; si, evidentemente, una debiese ser falsa y la otra verdadera, notad bien que esto no podría alterar el objetivo, que es el de conducir el hombre al bien, para su mayor felicidad presente y futura; por lo tanto, el bien no podría tener dos pesos y dos medidas. Desde el punto de vista científico, o dogmático, es entretanto útil, o por lo menos interesante, saber quién tiene razón y quién no la tiene; ¡Pues bien! Tenéis un criterio infalible para hacerlo, ya sea que se trate de simples detalles o de sistemas radicalmente divergentes; y esto no sólo se aplica a los sistemas espíritas, sino a todos los sistemas filosóficos.
Examinad al principio aquel que es más lógico, el que responda mejor a vuestras aspiraciones, aquel que mejor alcance el objetivo. El más verdadero será evidentemente el que dé mejores explicaciones y el que ofrezca mejores razones de todo. Si se puede oponer a un sistema un único hecho en contradicción con su teoría, es que esta teoría es falsa o incompleta. Examinad después los resultados prácticos de cada sistema; la verdad debe estar del lado de aquel que produzca mayor bien, de quien ejerza la influencia más sana, de aquel que haga más hombres buenos y virtuosos, y de quien practique el bien por los motivos más puros y más racionales. El objetivo constante al cual aspira el hombre es la felicidad; la verdad estará del lado del sistema que proporcione mayor suma de satisfacción moral; en una palabra, que vuelva a la criatura humana más feliz.
Considerándose que la enseñanza proviene de los Espíritus, los diferentes grupos, así como los individuos, se encuentran bajo la influencia de ciertos Espíritus que presiden sus trabajos o que los dirigen moralmente. Si esos Espíritus no estuvieren de acuerdo, la cuestión es saber cuál de ellos merece más confianza; evidentemente será aquel cuya teoría no pueda suscitar ninguna objeción seria; en una palabra, aquel que en todos los puntos dé más pruebas de su superioridad. Si todo es bueno y racional en esa enseñanza, poco importa el nombre que tome el Espíritu, y en este aspecto la cuestión de identidad es completamente secundaria. Si bajo un nombre respetable la enseñanza erra en las cualidades esenciales, podéis terminantemente concluir que es un nombre apócrifo y que es un Espíritu impostor o que se divierte. Regla general: el nombre nunca es una garantía; la única y verdadera garantía de superioridad es el pensamiento y la manera con la cual es expresado. Los Espíritus embusteros pueden imitar todo, excepto el verdadero saber y el verdadero sentimiento.
Señores, no tengo la intención de daros aquí un curso de Espiritismo, y tal vez esté abusando de vuestra paciencia con todos estos detalles; sin embargo, no puedo dejar de agregar aún algunas palabras.
Sucede a menudo que los Espíritus, para hacer adoptar ciertas utopías, hacen alarde de un falso saber e intentan imponerlas extrayendo del arsenal de las palabras técnicas todo lo que pueda fascinar al que cree demasiado fácilmente. Ellos tienen también un medio más eficiente: el de aparentar virtudes; se aprovechan de grandes palabras como caridad, fraternidad y humildad, esperando que los más groseros absurdos sean aceptados, y es lo que ocurre muy frecuentemente cuando no se está prevenido; por lo tanto, es necesario no dejarse llevar por las apariencias, tanto por parte de los Espíritus como por parte de los hombres. Ahora bien, reconozco que ésta es una de las más grandes dificultades; pero nunca se ha dicho que el Espiritismo fuese una ciencia fácil; Él tiene sus escollos, que solamente pueden ser evitados a través de la experiencia. Para no caer en la celada es preciso al principio ponerse en guardia contra el entusiasmo que ciega y contra el orgullo que lleva a ciertos médiums a creerse que son los únicos intérpretes de la verdad. Es necesario examinar todo fríamente, evaluar todo con madurez y someter todo a un control; y si uno desconfía de su propia evaluación –lo que a veces es más prudente–, es preciso relatárselo a los otros, conforme el proverbio que dice que cuatro ojos ven más que dos. Un falso amor propio o una obsesión pueden, por sí solos, hacer persistir en una idea notoriamente falsa, y que el buen sentido de cada uno rechaza.
Señores, no ignoro que tengo aquí muchos enemigos; esto que hablo os sorprende y, sin embargo, nada es más verdadero; sí, existen aquí los que me escuchan con rabia; no os digo entre vosotros, ¡gracias a Dios!, donde siempre espero tener amigos; quiero hablaros de los Espíritus embusteros, que no quieren que yo os dé los medios para desenmascararlos, puesto que desbarato sus artimañas y ya que, al poneros en guardia, les quito el dominio que podrían tener sobre vosotros. Al respecto, señores, os diré que sería un error creer que ellos ejercen este dominio apenas sobre los médiums; tened la plena certeza de que los Espíritus, al estar en todas partes, actúan incesantemente sobre nosotros sin que lo sepamos, seamos o no espíritas o médiums. La mediumnidad no los atrae; al contrario, ella da el medio de conocer a su enemigo, que siempre se traiciona; siempre, escuchadlo bien, y que sólo engaña a los que se dejan engañar.
Esto, señores, me lleva a completar mi pensamiento sobre lo que acabo de decir acerca de las disidencias que podrían surgir entre los diferentes grupos, debido a la diversidad de enseñanzas. Os he dicho que, a pesar de algunas divergencias, ellos podrían entenderse, y deben entenderse si son verdaderos espíritas. Os he dado el medio de controlar el valor de las comunicaciones; ahora os daré el de apreciar la naturaleza de las influencias ejercidas sobre cada uno. Dado que toda influencia buena emana de un Espíritu bueno, que todo lo que es malo viene de una fuente mala y que los Espíritus malos son los enemigos de la unión y de la concordia, el grupo que sea asistido por el Espíritu del mal será aquel que arroje piedras en el otro y que no le tienda la mano. En cuanto a mí, señores, yo os considero a todos como hermanos, ya sea que estéis con la verdad o en el error; pero os declaro abiertamente que estaré, de corazón y de alma, con los que muestren más caridad y más abnegación. Si hubiera algunos –que Dios no lo permita– que nutriesen sentimientos de odio, de envidia o de celos, me compadecería de ellos, porque estarían bajo una mala influencia, y yo preferiría creer que esos malos pensamientos provienen de un Espíritu extraño que de su propio corazón; pero para mí, solamente esto ya volvería sospechosa la veracidad de las comunicaciones que pudiesen recibir, según el principio de que un Espíritu verdaderamente bueno no puede sugerir sino sentimientos buenos.
Señores, terminaré este discurso –por cierto ya muy extenso– con algunas consideraciones sobre las causas que deben garantizar el futuro del Espiritismo.
Todos comprendéis, por lo que tenéis bajo los ojos y por lo que sentís en vosotros mismos, que vendrá el día en que el Espiritismo ha de ejercer una inmensa influencia en la estructura social. Pero el día en que esa influencia se generalice está aún lejos, indudablemente; son necesarias generaciones para que el hombre se despoje del hombre viejo. Sin embargo, desde ahora, si el bien no puede aún ser general, ya es individual, y porque ese bien es efectivo, la doctrina que lo proporciona es aceptada con mayor facilidad; inclusive, diré que es aceptada por muchos con bastante interés. En efecto, además de su racionalidad, ¿qué filosofía es más capaz de libertar el pensamiento del hombre de los lazos terrenos y de elevar su alma hacia el infinito? ¿Cuál es la que le da una idea más justa, más lógica y apoyada en las pruebas más patentes, de su naturaleza y de su destino? Que sus adversarios la reemplacen entonces por algo mejor, por otra doctrina más consoladora que esté de acuerdo con la razón, que sea capaz de sustituir la inefable alegría de saber que nuestros seres que han sido amados en la Tierra están junto a nosotros, que nos ven, que nos escuchan, que nos hablan y que nos aconsejan; que dé un motivo más legítimo a la resignación; que haga temer menos a la muerte; que proporcione más calma en las pruebas de la vida; en fin, que reemplace esa suave quietud que uno experimenta cuando puede decir: Me siento mejor. Ante una doctrina que ofrezca más que todo esto, el Espiritismo depondrá las armas.
Por lo tanto, el Espiritismo vuelve a todos soberanamente felices; con Él no hay más aislamiento ni desesperación; Él ya ha evitado numerosas faltas, ha impedido varios crímenes, ha llevado la paz a innumerables familias, ha corregido muchos defectos; ¡cómo será, pues, cuando los hombres se nutran con estas ideas! Porque entonces, al venir la razón, se fortalecerán con ella y no negarán más el alma. Sí, el Espiritismo los hace felices, y es esto lo que le da un poder irresistible y lo que garantiza su futuro triunfo. Los hombres quieren la felicidad: el Espiritismo la proporciona; ellos han de arrojarse a los brazos del Espiritismo. ¿Quieren aniquilarlo? Entonces que le den al hombre una fuente mayor de felicidad y de esperanza. Esto con respecto a los individuos.
Otras dos fuerzas parecen haber temido su aparición: la autoridad civil y la autoridad religiosa; ¿y por qué esto? Porque no lo conocen. Hoy la Iglesia comienza a ver en la Doctrina Espírita una poderosa arma para combatir la incredulidad, para encontrar la solución lógica de varios dogmas confusos y, finalmente, para reconducir a sus deberes de cristianos a un buen número de ovejas descarriadas. Por su lado, el poder civil comienza a tener pruebas de la benéfica influencia del Espiritismo en la moralidad de las clases obreras, a las cuales la Doctrina inculca, a través de la convicción, ideas de orden, de respeto por la propiedad, haciéndoles comprender la fragilidad de las utopías; dicho poder atestigua metamorfosis morales casi milagrosas, y pronto vislumbrará en la difusión de estas ideas un alimento más útil al pensamiento que los goces del cabaré o el tumulto de la plaza pública y, por consecuencia, una salvaguardia de la sociedad. Así, el pueblo, la Iglesia y el poder, al percibir un día que el Espiritismo es un dique contra la brutalidad de las pasiones, una garantía de orden y de tranquilidad, y un regreso a las ideas religiosas que se extinguen, no tendrán interés en ponerle obstáculos. Al contrario, cada uno buscará en Él un apoyo. Además, ¿quién podría detener el curso de ese río de ideas, que ya vierte sus aguas benéficas en los cinco continentes?
Tales son, queridos hermanos, las consideraciones que yo deseaba haceros. Termino os agradeciendo nuevamente por vuestra benevolente recepción, cuyo recuerdo estará siempre presente en mi memoria. Agradezco igualmente a los Espíritus buenos por todas las satisfacciones que me han proporcionado durante mi viaje, porque por todos los lugares donde estuve, también encontré espíritas buenos y sinceros, y pude constatar con mis propios ojos el inmenso desarrollo de estas ideas y con cuánta facilidad ellas echan raízes. Por todas partes encontré a personas felices, a afligidos que son consolados, pesares que son calmados, odios que son apaciguados; por todas partes la confianza y la esperanza suceden a las angustias de la duda y de la incertidumbre. Una vez más el Espiritismo es la clave de la verdadera felicidad y ahí está el secreto de su poder irresistible. Una Doctrina que hace tales prodigios, ¿es, pues, una utopía? Estimados amigos míos, que Dios, en su bondad, se digne a enviaros Espíritus buenos para asistiros en vuestras comunicaciones, ¡a fin de que éstos os esclarezcan en las verdades que estáis encargados de propagar! Un día recogeréis centuplicado los frutos del buen grano que hayáis sembrado.
Muy amados hermanos míos, que este banquete de amigos, como los antiguos ágapes, ¡sea la garantía de la unión entre todos los verdaderos espíritas!
Agradezco mucho a los espíritas lioneses, tanto en mi nombre como en el de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas.
ALLAN KARDEC
Señoras, señores y todos vosotros, mis queridos y buenos hermanos en Espiritismo:
La recepción tan amistosa y tan benevolente que me dan entre vosotros desde mi llegada, sería bastante para enorgullecerme si yo no comprendiese que estos testimonios se dirigen menos a la persona que a la Doctrina, de la cual soy uno de sus más humildes obreros; es la consagración de un principio y estoy doblemente feliz, porque ese principio debe un día asegurar la felicidad del hombre y la paz de la sociedad, cuando sea bien entendido, y mejor aún cuando sea practicado. Los adversarios solamente lo combaten porque no lo comprenden; nos corresponde a nosotros, a los verdaderos espíritas, a los que vemos en el Espiritismo algo más que experiencias más o menos curiosas, hacer que Él sea comprendido y divulgado, predicándolo tanto con el ejemplo como con la palabra. El Libro de los Espíritus ha tenido como resultado el de hacer ver su alcance filosófico; si este libro tiene algún mérito, sería presunción mía vanagloriarme por eso, porque la Doctrina que él contiene no es mi creación de manera alguna; todo el honor del bien que él ha hecho pertenece a los Espíritus sabios que lo han dictado y que han consentido servirse de mí. Por lo tanto, puedo escuchar elogios sin que se ofenda mi modestia y sin que se exalte mi amor propio. Si hubiese querido aprovecharme de esto, seguramente yo habría reivindicado su concepción, en lugar de atribuirla a los Espíritus; y si se pudiera dudar de la superioridad de aquellos que han cooperado en él, bastaría considerar la influencia que dicho libro ha ejercido en tan poco tiempo, con el solo poder de la lógica y sin ninguno de los medios materiales propios para sobreexcitar la curiosidad.
Señores, sea como fuere, la cordialidad de vuestra recepción será para mí un poderoso estímulo en la tarea laboriosa que he emprendido y que es la razón de mi vida, porque me da la certeza consoladora de que los hombres de corazón ya no son tan raros en este siglo materialista, como se complacen en llamarlo. Los sentimientos que hacen nacer en mí esos testimonios benevolentes son mejor comprendidos que expresados, y lo que les da a mis ojos un valor inestimable, es que no tienen por móvil ninguna consideración personal. Os agradezco del fondo del corazón, en nombre del Espiritismo, sobre todo en nombre de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas, que se sentirá feliz con las muestras de simpatía que habéis tenido a bien darle, y que se enorgullece por contar en Lyon con un número tan grande de buenos y leales compañeros. Permitidme describir en algunas palabras las impresiones que llevo de mi corta permanencia entre vosotros.
La primera cosa que me llamó la atención fue el número de adeptos; yo bien sabía que Lyon contaba con muchos de ellos, pero estaba lejos de sospechar que el número fuese tan considerable, porque son contados por centenas, y espero que pronto sean incontables. Pero si Lyon se distingue por el número, no lo hace menos por la calidad, lo que vale más aún. Por todas partes sólo he encontrado espíritas sinceros, que comprenden la Doctrina bajo su verdadero punto de vista. Señores, hay tres categorías de adeptos: Los primeros se limitan a creer en la realidad de las manifestaciones y buscan, ante todo, los fenómenos; para ellos el Espiritismo es simplemente una serie de hechos más o menos interesantes.
Los segundos ven en el Espiritismo algo más que hechos: comprenden su alcance filosófico; admiran la moral que de Él se desprende, pero no la practican. Para ellos la caridad cristiana es una bella máxima, pero he aquí todo.
Los terceros, en fin, no se contentan con admirar la moral: ellos la practican y aceptan todas sus consecuencias. Bien convencidos de que la existencia terrestre es una prueba pasajera, tratan de aprovechar esos cortos instantes para marchar en la senda del progreso que los Espíritus les trazan, esforzándose en hacer el bien y en reprimir sus malas tendencias. Sus relaciones son siempre seguras, porque sus convicciones los apartan de todo pensamiento del mal. En todas las cosas, la caridad es su regla de conducta; estos son los verdaderos espíritas, es decir, los espíritas cristianos.
¡Pues bien, señores! Os digo con alegría que aún no he encontrado aquí ningún adepto de la primera categoría; en parte alguna he visto que se ocupasen del Espiritismo por mera curiosidad o que se sirvieran de las comunicaciones para asuntos fútiles; por todas partes el objetivo es grave, las intenciones son serias, y por lo que veo y por lo que me dicen, hay muchos de la tercera categoría. Por lo tanto, ¡honor a los espíritas lioneses, por haber entrado tan ampliamente en ese camino progresivo, sin el cual el Espiritismo no tendría objeto! Tal ejemplo no será perdido; tendrá sus consecuencias y no fue sin razón –bien lo veo– que los Espíritus me respondieron el otro día, a través de uno de vuestros médiums más dedicados, a pesar de ser uno de los más anónimos, cuando yo les expresaba mi sorpresa: ¿Por qué te admiras de eso? Lyon ha sido la ciudad de los mártires; la fe aquí es viva; ella dará apóstoles al Espiritismo. Si París es la cabeza, Lyon será el corazón. La coincidencia de esta respuesta con la que os ha sido dada anteriormente, y que el Sr. Guillaume acaba de recordar en su discurso, es algo muy significativo.
La rapidez con la cual se ha propagado la Doctrina en estos últimos tiempos, a pesar de la oposición que Ella aún encuentra –o tal vez por causa de esta misma oposición–, puede hacer vislumbrar su futuro. Por lo tanto, evitemos con nuestra prudencia todo lo que pueda producir una impresión desagradable; no digo que se pierda una causa ya asegurada, sino que se intente retardar su desarrollo; sigamos en esto los consejos de los Espíritus sabios, y no nos olvidemos que, en este mundo, muchos éxitos han sido comprometidos por demasiada precipitación; tampoco nos olvidemos que nuestros enemigos del otro mundo, así como también los de éste, pueden buscar arrastrarnos por un camino peligroso.
Habéis tenido a bien pedirme algunos consejos, y para mí es un placer daros aquellos que la experiencia pueda sugerirme; no será sino una opinión personal, que os recomiendo a evaluarla con vuestra sabiduría, y de la cual haréis el uso que os parezca conveniente, porque no tengo la pretensión de erigirme en árbitro absoluto.
Teníais la intención de formar una Sociedad grande; ya os he dicho al respecto mi manera de pensar, por lo que me limito a resumirla aquí.
Se sabe que las mejores comunicaciones son obtenidas en reuniones poco numerosas, sobre todo en aquellas donde reinan la armonía y la comunión de sentimentos; ahora bien, cuanto mayor fuere el número, más difícil será obtener esta homogeneidad. Como es imposible que en el comienzo de una ciencia, aún tan nueva, no surjan algunas divergencias en la manera de apreciar ciertas cosas, de esa divergencia nacería infaliblemente un malestar que podría llevar a la desunión. Al contrario, los grupos pequeños serán siempre más homogéneos: aquí todos se conocen mejor, están más en familia, y pueden admitir mejor a los que se desea hacerlo. Y, como en definitiva, todos tienden al mismo objetivo, ellos pueden entenderse perfectamente, y se entenderán tanto mejor por no haber esa incesante contrariedad, que es incompatible con el recogimiento y la concentración de espíritu. Los Espíritus malos, que buscan incesantemente sembrar la discordia al irritar susceptibilidades, tendrán siempre menos acceso a un grupo pequeño que a un grupo numeroso y heterogéneo; en una palabra, será más fácil establecer la unidad de miras y de sentimiento en el primer grupo que en el segundo.
La multiplicidad de los grupos tiene otra ventaja: obtener una variedad mucho mayor en las comunicaciones, por la diversidad de aptitudes de los médiums. Que esos grupos pequeños compartan recíprocamente lo que cada uno obtenga por su lado, y todos aprovecharán así sus trabajos mutuos. Además, llegará el tiempo en que el número de adeptos no permitirá más un grupo único, que deberá fraccionarse por la fuerza de las cosas; he aquí por qué es preferible hacer inmediatamente lo que se estaría forzado a hacer más tarde.
Desde el punto de vista de la propaganda –y esto es también un hecho cierto–, no es en las grandes reuniones que los neófitos pueden extraer elementos de convicción, sino en la intimidad; por lo tanto, hay un doble motivo para preferir los grupos pequeños, que pueden multiplicarse al infinito. Ahora bien, veinte grupos de diez personas, por ejemplo, obtendrán indiscutiblemente más y harán más prosélitos que una única asamblea de doscientos miembros.
Hace un instante he hablado de las divergencias que pueden surgir, y he dicho que ellas no debían crear obstáculos a la perfecta armonía entre los diferentes Centros; en efecto, esas divergencias sólo pueden darse en los detalles y no en el fondo. El objetivo es el mismo: el mejoramiento moral; el medio es el mismo: la enseñanza dada por los Espíritus. Si esta enseñanza fuera contradictoria; si, evidentemente, una debiese ser falsa y la otra verdadera, notad bien que esto no podría alterar el objetivo, que es el de conducir el hombre al bien, para su mayor felicidad presente y futura; por lo tanto, el bien no podría tener dos pesos y dos medidas. Desde el punto de vista científico, o dogmático, es entretanto útil, o por lo menos interesante, saber quién tiene razón y quién no la tiene; ¡Pues bien! Tenéis un criterio infalible para hacerlo, ya sea que se trate de simples detalles o de sistemas radicalmente divergentes; y esto no sólo se aplica a los sistemas espíritas, sino a todos los sistemas filosóficos.
Examinad al principio aquel que es más lógico, el que responda mejor a vuestras aspiraciones, aquel que mejor alcance el objetivo. El más verdadero será evidentemente el que dé mejores explicaciones y el que ofrezca mejores razones de todo. Si se puede oponer a un sistema un único hecho en contradicción con su teoría, es que esta teoría es falsa o incompleta. Examinad después los resultados prácticos de cada sistema; la verdad debe estar del lado de aquel que produzca mayor bien, de quien ejerza la influencia más sana, de aquel que haga más hombres buenos y virtuosos, y de quien practique el bien por los motivos más puros y más racionales. El objetivo constante al cual aspira el hombre es la felicidad; la verdad estará del lado del sistema que proporcione mayor suma de satisfacción moral; en una palabra, que vuelva a la criatura humana más feliz.
Considerándose que la enseñanza proviene de los Espíritus, los diferentes grupos, así como los individuos, se encuentran bajo la influencia de ciertos Espíritus que presiden sus trabajos o que los dirigen moralmente. Si esos Espíritus no estuvieren de acuerdo, la cuestión es saber cuál de ellos merece más confianza; evidentemente será aquel cuya teoría no pueda suscitar ninguna objeción seria; en una palabra, aquel que en todos los puntos dé más pruebas de su superioridad. Si todo es bueno y racional en esa enseñanza, poco importa el nombre que tome el Espíritu, y en este aspecto la cuestión de identidad es completamente secundaria. Si bajo un nombre respetable la enseñanza erra en las cualidades esenciales, podéis terminantemente concluir que es un nombre apócrifo y que es un Espíritu impostor o que se divierte. Regla general: el nombre nunca es una garantía; la única y verdadera garantía de superioridad es el pensamiento y la manera con la cual es expresado. Los Espíritus embusteros pueden imitar todo, excepto el verdadero saber y el verdadero sentimiento.
Señores, no tengo la intención de daros aquí un curso de Espiritismo, y tal vez esté abusando de vuestra paciencia con todos estos detalles; sin embargo, no puedo dejar de agregar aún algunas palabras.
Sucede a menudo que los Espíritus, para hacer adoptar ciertas utopías, hacen alarde de un falso saber e intentan imponerlas extrayendo del arsenal de las palabras técnicas todo lo que pueda fascinar al que cree demasiado fácilmente. Ellos tienen también un medio más eficiente: el de aparentar virtudes; se aprovechan de grandes palabras como caridad, fraternidad y humildad, esperando que los más groseros absurdos sean aceptados, y es lo que ocurre muy frecuentemente cuando no se está prevenido; por lo tanto, es necesario no dejarse llevar por las apariencias, tanto por parte de los Espíritus como por parte de los hombres. Ahora bien, reconozco que ésta es una de las más grandes dificultades; pero nunca se ha dicho que el Espiritismo fuese una ciencia fácil; Él tiene sus escollos, que solamente pueden ser evitados a través de la experiencia. Para no caer en la celada es preciso al principio ponerse en guardia contra el entusiasmo que ciega y contra el orgullo que lleva a ciertos médiums a creerse que son los únicos intérpretes de la verdad. Es necesario examinar todo fríamente, evaluar todo con madurez y someter todo a un control; y si uno desconfía de su propia evaluación –lo que a veces es más prudente–, es preciso relatárselo a los otros, conforme el proverbio que dice que cuatro ojos ven más que dos. Un falso amor propio o una obsesión pueden, por sí solos, hacer persistir en una idea notoriamente falsa, y que el buen sentido de cada uno rechaza.
Señores, no ignoro que tengo aquí muchos enemigos; esto que hablo os sorprende y, sin embargo, nada es más verdadero; sí, existen aquí los que me escuchan con rabia; no os digo entre vosotros, ¡gracias a Dios!, donde siempre espero tener amigos; quiero hablaros de los Espíritus embusteros, que no quieren que yo os dé los medios para desenmascararlos, puesto que desbarato sus artimañas y ya que, al poneros en guardia, les quito el dominio que podrían tener sobre vosotros. Al respecto, señores, os diré que sería un error creer que ellos ejercen este dominio apenas sobre los médiums; tened la plena certeza de que los Espíritus, al estar en todas partes, actúan incesantemente sobre nosotros sin que lo sepamos, seamos o no espíritas o médiums. La mediumnidad no los atrae; al contrario, ella da el medio de conocer a su enemigo, que siempre se traiciona; siempre, escuchadlo bien, y que sólo engaña a los que se dejan engañar.
Esto, señores, me lleva a completar mi pensamiento sobre lo que acabo de decir acerca de las disidencias que podrían surgir entre los diferentes grupos, debido a la diversidad de enseñanzas. Os he dicho que, a pesar de algunas divergencias, ellos podrían entenderse, y deben entenderse si son verdaderos espíritas. Os he dado el medio de controlar el valor de las comunicaciones; ahora os daré el de apreciar la naturaleza de las influencias ejercidas sobre cada uno. Dado que toda influencia buena emana de un Espíritu bueno, que todo lo que es malo viene de una fuente mala y que los Espíritus malos son los enemigos de la unión y de la concordia, el grupo que sea asistido por el Espíritu del mal será aquel que arroje piedras en el otro y que no le tienda la mano. En cuanto a mí, señores, yo os considero a todos como hermanos, ya sea que estéis con la verdad o en el error; pero os declaro abiertamente que estaré, de corazón y de alma, con los que muestren más caridad y más abnegación. Si hubiera algunos –que Dios no lo permita– que nutriesen sentimientos de odio, de envidia o de celos, me compadecería de ellos, porque estarían bajo una mala influencia, y yo preferiría creer que esos malos pensamientos provienen de un Espíritu extraño que de su propio corazón; pero para mí, solamente esto ya volvería sospechosa la veracidad de las comunicaciones que pudiesen recibir, según el principio de que un Espíritu verdaderamente bueno no puede sugerir sino sentimientos buenos.
Señores, terminaré este discurso –por cierto ya muy extenso– con algunas consideraciones sobre las causas que deben garantizar el futuro del Espiritismo.
Todos comprendéis, por lo que tenéis bajo los ojos y por lo que sentís en vosotros mismos, que vendrá el día en que el Espiritismo ha de ejercer una inmensa influencia en la estructura social. Pero el día en que esa influencia se generalice está aún lejos, indudablemente; son necesarias generaciones para que el hombre se despoje del hombre viejo. Sin embargo, desde ahora, si el bien no puede aún ser general, ya es individual, y porque ese bien es efectivo, la doctrina que lo proporciona es aceptada con mayor facilidad; inclusive, diré que es aceptada por muchos con bastante interés. En efecto, además de su racionalidad, ¿qué filosofía es más capaz de libertar el pensamiento del hombre de los lazos terrenos y de elevar su alma hacia el infinito? ¿Cuál es la que le da una idea más justa, más lógica y apoyada en las pruebas más patentes, de su naturaleza y de su destino? Que sus adversarios la reemplacen entonces por algo mejor, por otra doctrina más consoladora que esté de acuerdo con la razón, que sea capaz de sustituir la inefable alegría de saber que nuestros seres que han sido amados en la Tierra están junto a nosotros, que nos ven, que nos escuchan, que nos hablan y que nos aconsejan; que dé un motivo más legítimo a la resignación; que haga temer menos a la muerte; que proporcione más calma en las pruebas de la vida; en fin, que reemplace esa suave quietud que uno experimenta cuando puede decir: Me siento mejor. Ante una doctrina que ofrezca más que todo esto, el Espiritismo depondrá las armas.
Por lo tanto, el Espiritismo vuelve a todos soberanamente felices; con Él no hay más aislamiento ni desesperación; Él ya ha evitado numerosas faltas, ha impedido varios crímenes, ha llevado la paz a innumerables familias, ha corregido muchos defectos; ¡cómo será, pues, cuando los hombres se nutran con estas ideas! Porque entonces, al venir la razón, se fortalecerán con ella y no negarán más el alma. Sí, el Espiritismo los hace felices, y es esto lo que le da un poder irresistible y lo que garantiza su futuro triunfo. Los hombres quieren la felicidad: el Espiritismo la proporciona; ellos han de arrojarse a los brazos del Espiritismo. ¿Quieren aniquilarlo? Entonces que le den al hombre una fuente mayor de felicidad y de esperanza. Esto con respecto a los individuos.
Otras dos fuerzas parecen haber temido su aparición: la autoridad civil y la autoridad religiosa; ¿y por qué esto? Porque no lo conocen. Hoy la Iglesia comienza a ver en la Doctrina Espírita una poderosa arma para combatir la incredulidad, para encontrar la solución lógica de varios dogmas confusos y, finalmente, para reconducir a sus deberes de cristianos a un buen número de ovejas descarriadas. Por su lado, el poder civil comienza a tener pruebas de la benéfica influencia del Espiritismo en la moralidad de las clases obreras, a las cuales la Doctrina inculca, a través de la convicción, ideas de orden, de respeto por la propiedad, haciéndoles comprender la fragilidad de las utopías; dicho poder atestigua metamorfosis morales casi milagrosas, y pronto vislumbrará en la difusión de estas ideas un alimento más útil al pensamiento que los goces del cabaré o el tumulto de la plaza pública y, por consecuencia, una salvaguardia de la sociedad. Así, el pueblo, la Iglesia y el poder, al percibir un día que el Espiritismo es un dique contra la brutalidad de las pasiones, una garantía de orden y de tranquilidad, y un regreso a las ideas religiosas que se extinguen, no tendrán interés en ponerle obstáculos. Al contrario, cada uno buscará en Él un apoyo. Además, ¿quién podría detener el curso de ese río de ideas, que ya vierte sus aguas benéficas en los cinco continentes?
Tales son, queridos hermanos, las consideraciones que yo deseaba haceros. Termino os agradeciendo nuevamente por vuestra benevolente recepción, cuyo recuerdo estará siempre presente en mi memoria. Agradezco igualmente a los Espíritus buenos por todas las satisfacciones que me han proporcionado durante mi viaje, porque por todos los lugares donde estuve, también encontré espíritas buenos y sinceros, y pude constatar con mis propios ojos el inmenso desarrollo de estas ideas y con cuánta facilidad ellas echan raízes. Por todas partes encontré a personas felices, a afligidos que son consolados, pesares que son calmados, odios que son apaciguados; por todas partes la confianza y la esperanza suceden a las angustias de la duda y de la incertidumbre. Una vez más el Espiritismo es la clave de la verdadera felicidad y ahí está el secreto de su poder irresistible. Una Doctrina que hace tales prodigios, ¿es, pues, una utopía? Estimados amigos míos, que Dios, en su bondad, se digne a enviaros Espíritus buenos para asistiros en vuestras comunicaciones, ¡a fin de que éstos os esclarezcan en las verdades que estáis encargados de propagar! Un día recogeréis centuplicado los frutos del buen grano que hayáis sembrado.
Muy amados hermanos míos, que este banquete de amigos, como los antiguos ágapes, ¡sea la garantía de la unión entre todos los verdaderos espíritas!
Agradezco mucho a los espíritas lioneses, tanto en mi nombre como en el de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas.
Sobre el valor de las comunicaciones espíritas
Por el Sr. Jobard
La ortodoxia religiosa hace desempeñar un papel demasiado grande a Satanás y a sus supuestos satélites, a los que deberían limitarse en llamar Espíritus malévolos, ignorantes, vanidosos, y casi todos manchados por el pecado del orgullo que hace que se pierdan. En esto ellos no difieren en nada de los hombres, de los cuales han hecho parte durante un período muy corto, en relación a la eternidad de su existencia espiritual, que puede compararse a la de un cuerpo que ha pasado al estado volátil. El error está en creer que por ser Espíritus deben ser perfectos, como si el vapor o el gas fuesen más perfectos que el agua o el líquido de donde han salido; como si un bandido pudiera ser un hombre honesto después de haber escapado de la prisión; como si un loco pudiese ser considerado un sabio por haber transpuesto los muros del manicomio; como si un no vidente que ha salido del hospital de ciegos pudiera hacerse pasar por un clarividente.
Señores médiums, imaginad que hayáis entrado en contacto con toda esa gente y que haya tanta diferencia entre los Espíritus como entre los hombres; ahora bien, no ignoráis que existen tantos hombres como sentimientos, tantos cuerpos como propiedades diversas, antes y después de su cambio de estado. Por sus errores, podéis juzgar la mala cualidad de los Espíritus, como se juzga la mala cualidad de un cuerpo por el olor que exhala. Si a veces ellos están de acuerdo en ciertos puntos, entre sí y con vosotros, es que se copian y os copian, porque saben mejor que vosotros lo que ha sido escrito –antigua y recientemente– sobre tal o cual doctrina que ellos a menudo os repiten como loros, pero otras veces con convicción, si fueren Espíritus estudiosos y concienzudos, como ciertos filósofos o eruditos que os diesen el honor de venir a conversar y a debatir con vos. Pero estad persuadidos de que solamente os responden cuando sienten que os encontráis en condiciones de comprenderlos; sin esto, no os dicen sino vulgaridades, y nada que supere el alcance de vuestra inteligencia y de vuestros conocimientos adquiridos. Como vosotros, ellos también saben que no se echan perlas a los cerdos. Si sois cristianos, citan el Evangelio; si sois musulmanes, El Corán, y fácilmente se ponen de acuerdo con vos, porque en el estado de erraticidad ellos tienen la inteligencia que los cuerpos materiales volatilizados no tienen; sólo en esto la comparación precedente no es exacta. Si preferís reír y hacer burlas con las palabras, deseando entrar en contacto con un Espíritu serio, recibiréis a Espíritus burlones que serán más fuertes que vosotros en los escarnios y en las palabras burlescas. Si no tuviereis juicio, estableceréis contacto con mistificadores que os llevarán más lejos de lo que gustaríais.
En general, a los Espíritus les gusta conversar con los hombres; es una distracción y a veces un estudio para ellos: todos os lo dicen. No temáis en cansarlos, pues siempre lo estaréis antes que ellos; pero no os enseñarán nada más de lo que os podrían haber dicho cuando encarnados. He aquí por qué tantas personas preguntan cuál es la ventaja de perder tiempo en consultarlos, ya que no se puede esperar de ellos revelaciones extraordinarias, inventos inesperados, panaceas, piedras filosofales, transmutaciones de los metales, motores perpetuos, porque no saben más que vosotros sobre los resultados aún no obtenidos por la Ciencia humana; y si os sugieren a hacer experiencias, es que ellos mismos estarían curiosos para ver los efectos. Al contrario, ellos solamente os dan explicaciones confusas, como los pretensos eruditos y como ciertos abogados que se quedan sin saber qué decir. Si se trata de un tesoro, ellos os dirán: cavad; si es acerca de una aleación, os dirán: mezclad. Es posible que al buscar, encontréis; ellos se quedarán tan asombrados como vosotros y se jactarán de os haber dado buenos consejos: la vanidad humana no los abandona. Los Espíritus buenos no os afirman que encontraréis, como hacen los malos, que no tienen escrúpulos en arruinaros; es en esto que nunca debéis prescindir de vuestro juicio, de vuestro libre albedrío, de vuestra razón. ¿Qué decís cuando un hombre os induce a un mal negocio? Que es un Espíritu infernal, diabólico. ¡Pues bien! El Espíritu que os aconseja mal no es más diabólico, más infernal; es un ignorante, a lo sumo un mistificador; pero no tiene la misión especial, ni el poder extrahumano, ni el gran interés en engañaros: él usa el libre albedrío que Dios le ha dado, como a vos, y puede hacer del mismo un buen o mal uso, como vosotros; eso es todo. Es una tontería creer que se vincule a vosotros durante años y años para intentar alistar vuestra pobre alma en el ejército de Satanás. ¿Qué le hace a Satanás un recluta a más o a menos cuando le llegan espontáneamente miles de millones, sin que se tome el trabajo de llamarlos? Los elegidos son raros, pero los voluntarios del mal son innumerables. Si Dios y el diablo tienen su ejército cada uno, sólo Dios necesita reclutadores; el diablo no precisa cumplir esta incumbencia. Y como la victoria está siempre del lado de los grandes batallones, evaluad por esto el tamaño, el poder y la facilidad de sus triunfos en todos los puntos del Universo; y sin ir muy lejos, observad a vuestro alrededor.
Pero todo esto no tiene sentido. Ya que hoy se sabe fácilmente conversar con los seres del otro mundo, es preciso aceptarlos cómo son y por lo que son. Hay poetas que pueden dictaros buenos versos; existen filósofos y moralistas que pueden dictaros buenas máximas; hay historiadores que pueden daros buenos esclarecimientos sobre su época; existen naturalistas que pueden enseñaros lo que saben o rectificar los errores que han cometido; hay astrónomos que pueden revelaros ciertos fenómenos que ignoráis; existen músicos y autores capaces de escribir sus obras póstumas, y hasta tienen la vanidad de pedir que sean publicadas en su nombre. Uno de ellos, que creía haber hecho un invento, se indignó al saber que la patente de invención no le sería entregada personalmente; otros, como ciertos sabios, no le hacen más caso a las cosas terrenas. Se encuentran también los que asisten con un placer infantil a la inauguración de su estatua, y otros que no se toman el trabajo de ir a verla y menosprecian profundamente a los imbéciles que les hacen este honor, después de que éstos los hubieron despreciado y perseguido en vida. Al respecto, Humboldt nos ha respondido con una sola palabra sobre su estatua: ¡Irrisión! Otro ha dado la inscripción de la estatua que le están preparando y que sabe que no la ha merecido: Al gran ladrón, con la gratitud de los que fueron robados por él.
En resumen, debemos considerar como cierto que cada uno lleva consigo su carácter y sus adquisiciones morales y científicas; los tontos de este mundo son también los tontos del otro mundo. Allá están los rateros, que no encuentran más bolsillos para vaciar; los glotones, que no tienen nada más para freír; los banqueros, que no pueden descontar nada más, y que sufren esas privaciones. Es por eso que el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad nos recomienda dejar a un lado las cosas terrenas, las cuales no podemos cargar ni llevar, a fin de sólo pensar en los bienes espirituales y morales que nos acompañan y que nos servirán para la eternidad, no sólo de distracción, sino como peldaños para elevarnos incesantemente en la gran escalera de Jacob, en la inconmensurable jerarquía de los Espíritus.
Así, ved cuán poco caso hacen los Espíritus buenos de los bienes y de los placeres groseros que perdieron al morir, es decir, al entrar a su país, como ellos dicen; semejantes a un prisionero sabio que ha sido arrancado súbitamente de su calabozo, no son de sus ropas, de sus muebles o de su dinero que él se lamenta, sino de sus libros y de sus manuscritos. La mariposa que sacude el polvo de sus alas antes de emprender su vuelo, se preocupa muy poco con los restos del capullo que le ha servido de envoltura. Del mismo modo, un Espíritu superior como Buffon, no se lamenta por su castillo de Montbard, así como el Espíritu Lamartine no se lamentará por su castillo de Saint-Point, como lo hacía cuando encarnado. Es por eso que la muerte de un sabio es tan calma y la de un humanimal es tan horrible, porque este último siente que al perder los bienes terrenos, pierde todo; entonces se aferra a los mismos como el avaro a su cofre. Inclusive como Espíritu no puede alejarse: está ligado a la materia, continúa frecuentando los lugares que hubo apreciado y, en vez de hacer incesantes esfuerzos para romper los lazos que lo retienen a la Tierra, a ésta se apega como un desesperado; sufre verdaderamente como un condenado por no poder tener más goces: he aquí el infierno, he aquí el fuego que esos réprobos se empeñan en volver eterno. Tales son los Espíritus malos que rechazan los consejos de los buenos y que tienen necesidad del auxilio de la razón y de la propia sabiduría humana para decidirse a ceder. Los buenos médiums deben tomarse el trabajo de hacerlos pensar, de adoctrinarlos y de orar por ellos, pues confiesan que la oración los alivia y por eso testimonian su reconocimiento, a menudo en términos muy conmovedores. Esto prueba la existencia de una solidaridad común entre todos los Espíritus, encarnados o desencarnados, porque evidentemente la encarnación no es más que una punición, y la Tierra no es sino un lugar de expiación donde –como ha dicho el salmista– no hemos sido puestos para divertirnos, sino para perfeccionarnos y aprender a adorar a Dios al estudiar sus obras. De esto se deduce que el más infeliz es el más ignorante; el más salvaje se vuelve el más vicioso, el más criminal y el más miserable de los seres, a los cuales Dios ha confiado una chispa de su alma divina y talentos para hacerlos producir y no para enterrarlos hasta la llegada del señor, o más bien hasta que el culpable de la pereza o de la negligencia se presente ante Dios.
He aquí cómo se presenta el mundo espiritual, para unos verosímil y para otros real, que infunde tanto miedo a unos y que encanta a tantos otros, y que no merece ni tanto exceso de honores ni tantos ultrajes.
Cuando a fuerza de experiencia y de estudio se hubieren familiarizado con el fenómeno de las manifestaciones, tan natural como cualquier otro, habrá de reconocerse la verdad de las explicaciones que acabamos de dar. El poder del mal que es atribuido a ciertos Espíritus tiene como antítesis el poder del bien que se puede esperar de otros; estas dos fuerzas son adecuadas como todas las de la Naturaleza, sin lo que el equilibrio se rompería, y el libre albedrío sería reemplazado por la fatalidad, por el fatum ciego, por el hecho bruto, no inteligente, la muerte de todos, la catalepsia del Universo, el caos.
Prohibir que se interroguen a los Espíritus es reconocer que ellos existen; señalarlos como secuaces del diablo es hacer pensar que deben existir los que son agentes y misioneros de Dios; que los malos sean más numerosos, estamos de acuerdo; mas en la Tierra también hay de todo. Pero por el hecho de haber más granos de arena que pepitas de oro, ¿se debe condenar a los que buscan oro?
Cuando los Espíritus os dicen que les está impedido responder a ciertas preguntas de interés meramente personal, es una manera conveniente de justificar su ignorancia de las cosas del futuro; todo lo que dependa de nuestros propios esfuerzos, de nuestras investigaciones intelectuales, no nos puede ser revelado sin infringir la ley divina que ordena al hombre a trabajar. Sería demasiado cómodo para cualquier médium, al recibir un Espíritu familiar complaciente, adquirir sin esfuerzos todos los tesoros y todo el poder que se pueda imaginar, desembarazándose de todos los obstáculos que los otros tienen tanto trabajo para superar. No, los Espíritus no tienen semejante poder y hacen bien en decir que todo lo que indebidamente pedís les está impedido. Entretanto, ellos ejercen una gran influencia en nosotros, para el bien o para el mal; felices de aquellos que los Espíritus buenos aconsejan y protegen: todo les sale bien si obedecen a las buenas inspiraciones que, además, solamente las reciben después de haberlas merecido y después de haber hecho el esfuerzo equivalente al éxito, que les es dado por añadidura.
Cualquiera que espere sentado la fortuna, no tendrá mucha chance de conseguirla; todo depende aquí del trabajo inteligente y honrado, que nos da una gran satisfacción interior y que nos libra del mal físico, concediéndonos el don de aliviar el mal de los otros, porque no hay médium bienintencionado que no sea magnetizador y curativo por naturaleza; pero ellos ignoran que tienen ese tesoro y no saben utilizarlo. Es en esto que ellos deberían ser mejor aconsejados y más fuertemente ayudados por sus Espíritus buenos. Se han visto hacer milagros análogos al que acaba de suceder con el duque de Celeuza, príncipe Vasto, en el café Nocera, en Nápoles, el 13 de junio último, el cual acaba de publicar que ha sido instantáneamente curado de una enfermedad considerada incurable, de la cual sufría hace diez años, únicamente a través de la palabra de un antiguo caballero francés, a quien había contado sus sufrimientos. Hay otros que hacen estas cosas en diversos países, como en Holanda, Inglaterra, Francia, Suiza; pero ellos se multiplicarán con el tiempo: los gérmenes han sido sembrados.
Los médiums debidamente advertidos sobre la naturaleza, los hábitos y las costumbres de los Espíritus terrenos, deben conducirse conforme lo expresado; en cuanto a los Espíritus celestiales o de un orden trascendente, es tan raro verlos comunicarse con los individuos, que aún no ha llegado el tiempo de hablar de ellos. Los mismos presiden los destinos de las naciones, las grandes catástrofes y las grandes evoluciones de los globos y de las humanidades; en este momento ellos están trabajando. Esperemos con recogimiento las grandes cosas que han de llegar: Renovabunt faciem terræ.
JOBARD
Por el Sr. Jobard
La ortodoxia religiosa hace desempeñar un papel demasiado grande a Satanás y a sus supuestos satélites, a los que deberían limitarse en llamar Espíritus malévolos, ignorantes, vanidosos, y casi todos manchados por el pecado del orgullo que hace que se pierdan. En esto ellos no difieren en nada de los hombres, de los cuales han hecho parte durante un período muy corto, en relación a la eternidad de su existencia espiritual, que puede compararse a la de un cuerpo que ha pasado al estado volátil. El error está en creer que por ser Espíritus deben ser perfectos, como si el vapor o el gas fuesen más perfectos que el agua o el líquido de donde han salido; como si un bandido pudiera ser un hombre honesto después de haber escapado de la prisión; como si un loco pudiese ser considerado un sabio por haber transpuesto los muros del manicomio; como si un no vidente que ha salido del hospital de ciegos pudiera hacerse pasar por un clarividente.
Señores médiums, imaginad que hayáis entrado en contacto con toda esa gente y que haya tanta diferencia entre los Espíritus como entre los hombres; ahora bien, no ignoráis que existen tantos hombres como sentimientos, tantos cuerpos como propiedades diversas, antes y después de su cambio de estado. Por sus errores, podéis juzgar la mala cualidad de los Espíritus, como se juzga la mala cualidad de un cuerpo por el olor que exhala. Si a veces ellos están de acuerdo en ciertos puntos, entre sí y con vosotros, es que se copian y os copian, porque saben mejor que vosotros lo que ha sido escrito –antigua y recientemente– sobre tal o cual doctrina que ellos a menudo os repiten como loros, pero otras veces con convicción, si fueren Espíritus estudiosos y concienzudos, como ciertos filósofos o eruditos que os diesen el honor de venir a conversar y a debatir con vos. Pero estad persuadidos de que solamente os responden cuando sienten que os encontráis en condiciones de comprenderlos; sin esto, no os dicen sino vulgaridades, y nada que supere el alcance de vuestra inteligencia y de vuestros conocimientos adquiridos. Como vosotros, ellos también saben que no se echan perlas a los cerdos. Si sois cristianos, citan el Evangelio; si sois musulmanes, El Corán, y fácilmente se ponen de acuerdo con vos, porque en el estado de erraticidad ellos tienen la inteligencia que los cuerpos materiales volatilizados no tienen; sólo en esto la comparación precedente no es exacta. Si preferís reír y hacer burlas con las palabras, deseando entrar en contacto con un Espíritu serio, recibiréis a Espíritus burlones que serán más fuertes que vosotros en los escarnios y en las palabras burlescas. Si no tuviereis juicio, estableceréis contacto con mistificadores que os llevarán más lejos de lo que gustaríais.
En general, a los Espíritus les gusta conversar con los hombres; es una distracción y a veces un estudio para ellos: todos os lo dicen. No temáis en cansarlos, pues siempre lo estaréis antes que ellos; pero no os enseñarán nada más de lo que os podrían haber dicho cuando encarnados. He aquí por qué tantas personas preguntan cuál es la ventaja de perder tiempo en consultarlos, ya que no se puede esperar de ellos revelaciones extraordinarias, inventos inesperados, panaceas, piedras filosofales, transmutaciones de los metales, motores perpetuos, porque no saben más que vosotros sobre los resultados aún no obtenidos por la Ciencia humana; y si os sugieren a hacer experiencias, es que ellos mismos estarían curiosos para ver los efectos. Al contrario, ellos solamente os dan explicaciones confusas, como los pretensos eruditos y como ciertos abogados que se quedan sin saber qué decir. Si se trata de un tesoro, ellos os dirán: cavad; si es acerca de una aleación, os dirán: mezclad. Es posible que al buscar, encontréis; ellos se quedarán tan asombrados como vosotros y se jactarán de os haber dado buenos consejos: la vanidad humana no los abandona. Los Espíritus buenos no os afirman que encontraréis, como hacen los malos, que no tienen escrúpulos en arruinaros; es en esto que nunca debéis prescindir de vuestro juicio, de vuestro libre albedrío, de vuestra razón. ¿Qué decís cuando un hombre os induce a un mal negocio? Que es un Espíritu infernal, diabólico. ¡Pues bien! El Espíritu que os aconseja mal no es más diabólico, más infernal; es un ignorante, a lo sumo un mistificador; pero no tiene la misión especial, ni el poder extrahumano, ni el gran interés en engañaros: él usa el libre albedrío que Dios le ha dado, como a vos, y puede hacer del mismo un buen o mal uso, como vosotros; eso es todo. Es una tontería creer que se vincule a vosotros durante años y años para intentar alistar vuestra pobre alma en el ejército de Satanás. ¿Qué le hace a Satanás un recluta a más o a menos cuando le llegan espontáneamente miles de millones, sin que se tome el trabajo de llamarlos? Los elegidos son raros, pero los voluntarios del mal son innumerables. Si Dios y el diablo tienen su ejército cada uno, sólo Dios necesita reclutadores; el diablo no precisa cumplir esta incumbencia. Y como la victoria está siempre del lado de los grandes batallones, evaluad por esto el tamaño, el poder y la facilidad de sus triunfos en todos los puntos del Universo; y sin ir muy lejos, observad a vuestro alrededor.
Pero todo esto no tiene sentido. Ya que hoy se sabe fácilmente conversar con los seres del otro mundo, es preciso aceptarlos cómo son y por lo que son. Hay poetas que pueden dictaros buenos versos; existen filósofos y moralistas que pueden dictaros buenas máximas; hay historiadores que pueden daros buenos esclarecimientos sobre su época; existen naturalistas que pueden enseñaros lo que saben o rectificar los errores que han cometido; hay astrónomos que pueden revelaros ciertos fenómenos que ignoráis; existen músicos y autores capaces de escribir sus obras póstumas, y hasta tienen la vanidad de pedir que sean publicadas en su nombre. Uno de ellos, que creía haber hecho un invento, se indignó al saber que la patente de invención no le sería entregada personalmente; otros, como ciertos sabios, no le hacen más caso a las cosas terrenas. Se encuentran también los que asisten con un placer infantil a la inauguración de su estatua, y otros que no se toman el trabajo de ir a verla y menosprecian profundamente a los imbéciles que les hacen este honor, después de que éstos los hubieron despreciado y perseguido en vida. Al respecto, Humboldt nos ha respondido con una sola palabra sobre su estatua: ¡Irrisión! Otro ha dado la inscripción de la estatua que le están preparando y que sabe que no la ha merecido: Al gran ladrón, con la gratitud de los que fueron robados por él.
En resumen, debemos considerar como cierto que cada uno lleva consigo su carácter y sus adquisiciones morales y científicas; los tontos de este mundo son también los tontos del otro mundo. Allá están los rateros, que no encuentran más bolsillos para vaciar; los glotones, que no tienen nada más para freír; los banqueros, que no pueden descontar nada más, y que sufren esas privaciones. Es por eso que el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad nos recomienda dejar a un lado las cosas terrenas, las cuales no podemos cargar ni llevar, a fin de sólo pensar en los bienes espirituales y morales que nos acompañan y que nos servirán para la eternidad, no sólo de distracción, sino como peldaños para elevarnos incesantemente en la gran escalera de Jacob, en la inconmensurable jerarquía de los Espíritus.
Así, ved cuán poco caso hacen los Espíritus buenos de los bienes y de los placeres groseros que perdieron al morir, es decir, al entrar a su país, como ellos dicen; semejantes a un prisionero sabio que ha sido arrancado súbitamente de su calabozo, no son de sus ropas, de sus muebles o de su dinero que él se lamenta, sino de sus libros y de sus manuscritos. La mariposa que sacude el polvo de sus alas antes de emprender su vuelo, se preocupa muy poco con los restos del capullo que le ha servido de envoltura. Del mismo modo, un Espíritu superior como Buffon, no se lamenta por su castillo de Montbard, así como el Espíritu Lamartine no se lamentará por su castillo de Saint-Point, como lo hacía cuando encarnado. Es por eso que la muerte de un sabio es tan calma y la de un humanimal es tan horrible, porque este último siente que al perder los bienes terrenos, pierde todo; entonces se aferra a los mismos como el avaro a su cofre. Inclusive como Espíritu no puede alejarse: está ligado a la materia, continúa frecuentando los lugares que hubo apreciado y, en vez de hacer incesantes esfuerzos para romper los lazos que lo retienen a la Tierra, a ésta se apega como un desesperado; sufre verdaderamente como un condenado por no poder tener más goces: he aquí el infierno, he aquí el fuego que esos réprobos se empeñan en volver eterno. Tales son los Espíritus malos que rechazan los consejos de los buenos y que tienen necesidad del auxilio de la razón y de la propia sabiduría humana para decidirse a ceder. Los buenos médiums deben tomarse el trabajo de hacerlos pensar, de adoctrinarlos y de orar por ellos, pues confiesan que la oración los alivia y por eso testimonian su reconocimiento, a menudo en términos muy conmovedores. Esto prueba la existencia de una solidaridad común entre todos los Espíritus, encarnados o desencarnados, porque evidentemente la encarnación no es más que una punición, y la Tierra no es sino un lugar de expiación donde –como ha dicho el salmista– no hemos sido puestos para divertirnos, sino para perfeccionarnos y aprender a adorar a Dios al estudiar sus obras. De esto se deduce que el más infeliz es el más ignorante; el más salvaje se vuelve el más vicioso, el más criminal y el más miserable de los seres, a los cuales Dios ha confiado una chispa de su alma divina y talentos para hacerlos producir y no para enterrarlos hasta la llegada del señor, o más bien hasta que el culpable de la pereza o de la negligencia se presente ante Dios.
He aquí cómo se presenta el mundo espiritual, para unos verosímil y para otros real, que infunde tanto miedo a unos y que encanta a tantos otros, y que no merece ni tanto exceso de honores ni tantos ultrajes.
Cuando a fuerza de experiencia y de estudio se hubieren familiarizado con el fenómeno de las manifestaciones, tan natural como cualquier otro, habrá de reconocerse la verdad de las explicaciones que acabamos de dar. El poder del mal que es atribuido a ciertos Espíritus tiene como antítesis el poder del bien que se puede esperar de otros; estas dos fuerzas son adecuadas como todas las de la Naturaleza, sin lo que el equilibrio se rompería, y el libre albedrío sería reemplazado por la fatalidad, por el fatum ciego, por el hecho bruto, no inteligente, la muerte de todos, la catalepsia del Universo, el caos.
Prohibir que se interroguen a los Espíritus es reconocer que ellos existen; señalarlos como secuaces del diablo es hacer pensar que deben existir los que son agentes y misioneros de Dios; que los malos sean más numerosos, estamos de acuerdo; mas en la Tierra también hay de todo. Pero por el hecho de haber más granos de arena que pepitas de oro, ¿se debe condenar a los que buscan oro?
Cuando los Espíritus os dicen que les está impedido responder a ciertas preguntas de interés meramente personal, es una manera conveniente de justificar su ignorancia de las cosas del futuro; todo lo que dependa de nuestros propios esfuerzos, de nuestras investigaciones intelectuales, no nos puede ser revelado sin infringir la ley divina que ordena al hombre a trabajar. Sería demasiado cómodo para cualquier médium, al recibir un Espíritu familiar complaciente, adquirir sin esfuerzos todos los tesoros y todo el poder que se pueda imaginar, desembarazándose de todos los obstáculos que los otros tienen tanto trabajo para superar. No, los Espíritus no tienen semejante poder y hacen bien en decir que todo lo que indebidamente pedís les está impedido. Entretanto, ellos ejercen una gran influencia en nosotros, para el bien o para el mal; felices de aquellos que los Espíritus buenos aconsejan y protegen: todo les sale bien si obedecen a las buenas inspiraciones que, además, solamente las reciben después de haberlas merecido y después de haber hecho el esfuerzo equivalente al éxito, que les es dado por añadidura.
Cualquiera que espere sentado la fortuna, no tendrá mucha chance de conseguirla; todo depende aquí del trabajo inteligente y honrado, que nos da una gran satisfacción interior y que nos libra del mal físico, concediéndonos el don de aliviar el mal de los otros, porque no hay médium bienintencionado que no sea magnetizador y curativo por naturaleza; pero ellos ignoran que tienen ese tesoro y no saben utilizarlo. Es en esto que ellos deberían ser mejor aconsejados y más fuertemente ayudados por sus Espíritus buenos. Se han visto hacer milagros análogos al que acaba de suceder con el duque de Celeuza, príncipe Vasto, en el café Nocera, en Nápoles, el 13 de junio último, el cual acaba de publicar que ha sido instantáneamente curado de una enfermedad considerada incurable, de la cual sufría hace diez años, únicamente a través de la palabra de un antiguo caballero francés, a quien había contado sus sufrimientos. Hay otros que hacen estas cosas en diversos países, como en Holanda, Inglaterra, Francia, Suiza; pero ellos se multiplicarán con el tiempo: los gérmenes han sido sembrados.
Los médiums debidamente advertidos sobre la naturaleza, los hábitos y las costumbres de los Espíritus terrenos, deben conducirse conforme lo expresado; en cuanto a los Espíritus celestiales o de un orden trascendente, es tan raro verlos comunicarse con los individuos, que aún no ha llegado el tiempo de hablar de ellos. Los mismos presiden los destinos de las naciones, las grandes catástrofes y las grandes evoluciones de los globos y de las humanidades; en este momento ellos están trabajando. Esperemos con recogimiento las grandes cosas que han de llegar: Renovabunt faciem terræ.
Observaciones
El Sr. Jobard había intitulado su artículo: Consejos a los médiums. Nosotros hemos creído un deber darle un título menos exclusivo, considerando que sus observaciones se aplican en general a la manera de apreciar las comunicaciones espíritas; al ser los médiums apenas los instrumentos de las manifestaciones, éstas pueden ser dadas a todo el mundo, ya sea directamente o a través de un intermediario; por lo tanto, todos los evocadores pueden sacar provecho de las mismas, tanto como los médiums.
Aprobamos esta manera de apreciar las comunicaciones porque es rigurosamente verdadera y porque puede contribuir para mantenerse en guardia contra la ilusión a que están expuestos los que aceptan demasiado fácilmente, como expresión de la verdad, todo lo que viene del mundo de los Espíritus. Sin embargo, pensamos que el Sr. Jobard ha sido quizá demasiado absoluto en algunos puntos. En nuestra opinión, él no ha tenido en cuenta el progreso realizado por el Espíritu en el estado errante. Sin duda que el Espíritu lleva hacia el Más Allá sus imperfecciones de la vida terrestre: esto es un hecho constatado por la experiencia. No obstante, como está en un medio totalmente diferente; como no recibe más sus sensaciones por intermedio de los órganos materiales; como no tiene más sobre los ojos ese velo espeso que oscurecía las ideas, ahora sus sensaciones, sus percepciones y sus ideas deben experimentar una sensible modificación. Es por eso que todos los días vemos a hombres que, después de haber desencarnado, piensan de modo completamente diferente que cuando estaban encarnados, porque el horizonte moral se amplió para ellos. Autores critican sus obras, criaturas mundanas censuran su propia conducta; científicos reconocen sus errores. Si el Espíritu no progresara en la vida espiritual, regresaría a la vida corporal como hubo salido, ni más adelantado ni más atrasado, lo que de hecho es contrario a la experiencia. Por lo tanto, ciertos Espíritus pueden ver más claro y más justo que cuando estaban en la Tierra; así, algunos son vistos dando excelentes consejos, con los cuales hacen el bien; pero entre los Espíritus, como entre los hombres, es necesario saber a quién uno está dirigiéndose y no creer que cualquiera de ellos tenga la ciencia infusa, ni que un erudito esté libre de sus prejuicios terrenos, sólo por el hecho de ser Espíritu; en este aspecto, el Sr. Jobard tiene entera razón al decir que es preciso aceptar solamente con extrema reserva sus teorías y sus sistemas. Es necesario hacer con ellos lo que se hace con los hombres, es decir, sólo darles confianza cuando hayan dado pruebas irrecusables de su superioridad, no por el nombre que falsamente se atribuyen a menudo, sino por la constante sabiduría de sus pensamientos, la irrefutable lógica de sus razonamientos y la inalterable bondad de su carácter.
Los juiciosos comentarios del Sr. Jobard, dejando a un lado los que pueden ser exagerados, desilusionarán indudablemente a aquellos que creen encontrar en los Espíritus un medio cierto de saberlo todo, de hacer descubrimientos lucrativos, etc.; en efecto, a los ojos de ciertas personas, ¿para qué sirven los Espíritus, si ni siquiera son capaces de hacernos ganar una fortuna? Pensamos que basta haber estudiado un poco la Doctrina Espírita para comprender que los Espíritus nos enseñan una multitud de cosas más útiles que saber si se ganará en la Bolsa o en la lotería; pero inclusive admitiendo la hipótesis más rigurosa, según la cual sería completamente indiferente dirigirse a los Espíritus o a los hombres para las cosas de este mundo, ¿no significa nada el hecho de que ellos nos den la prueba de la existencia del Más Allá? ¿No representa nada que nos den a conocer el estado feliz o infeliz de aquellos que nos han precedido o que nos demuestren que los que hemos amado no están perdidos para nosotros, y que nos volveremos a encontrar en este mundo que nos espera a todos, ricos o pobres, poderosos o esclavos? Porque, en definitiva, un hecho es cierto: un día u otro será necesario dar el gran paso; ¿que hay más allá de esa barrera, atrás de esa cortina que nos vela el futuro? ¿Hay algo o la nada? ¡Pues bien! Los Espíritus nos enseñan que existe algo; que, cuando morimos, no se acaba todo. Lejos de esto; sólo entonces comienza la verdadera vida, la vida normal. Aunque nos enseñasen solamente esto, sus conversaciones no serían inútiles; ellos hacen más: nos enseñan lo que es preciso hacer en este mundo para estar lo mejor posible en el otro mundo; y como allá tendremos que estar por mucho tiempo, es bueno que nos aseguremos el mejor lugar posible. Como dice el Sr. Jobard, en general los Espíritus dan poca importancia a las cosas terrenas, por una razón muy simple: ellos tienen mucho más y mejor que esto; su objetivo es el de enseñarnos qué debemos hacer para ser felices allí. Ellos saben que uno se aferra a las alegrías terrenas, como los niños a sus juguetes; quieren elevar nuestro raciocinio: tal es su misión. Si han sido engañados por algunos, es porque se los quiere sacar de la esfera de sus atribuciones; es porque se les pide lo que no saben, lo que no pueden o lo que no deben decir; es por eso que son mistificados por la turba de Espíritus burlones que se divierten de la credulidad de aquéllos. El error de ciertos médiums es el de creer en la infalibilidad de los Espíritus que se comunican con ellos, que los seducen con algunas frases bonitas y que están ocultos atrás de un nombre imponente, el cual es un nombre falso con gran frecuencia. Reconocer el fraude es el resultado del estudio y de la experiencia. En este aspecto, el artículo del Sr. Jobard no puede sino ayudarlos a abrir los ojos.
El Sr. Jobard había intitulado su artículo: Consejos a los médiums. Nosotros hemos creído un deber darle un título menos exclusivo, considerando que sus observaciones se aplican en general a la manera de apreciar las comunicaciones espíritas; al ser los médiums apenas los instrumentos de las manifestaciones, éstas pueden ser dadas a todo el mundo, ya sea directamente o a través de un intermediario; por lo tanto, todos los evocadores pueden sacar provecho de las mismas, tanto como los médiums.
Aprobamos esta manera de apreciar las comunicaciones porque es rigurosamente verdadera y porque puede contribuir para mantenerse en guardia contra la ilusión a que están expuestos los que aceptan demasiado fácilmente, como expresión de la verdad, todo lo que viene del mundo de los Espíritus. Sin embargo, pensamos que el Sr. Jobard ha sido quizá demasiado absoluto en algunos puntos. En nuestra opinión, él no ha tenido en cuenta el progreso realizado por el Espíritu en el estado errante. Sin duda que el Espíritu lleva hacia el Más Allá sus imperfecciones de la vida terrestre: esto es un hecho constatado por la experiencia. No obstante, como está en un medio totalmente diferente; como no recibe más sus sensaciones por intermedio de los órganos materiales; como no tiene más sobre los ojos ese velo espeso que oscurecía las ideas, ahora sus sensaciones, sus percepciones y sus ideas deben experimentar una sensible modificación. Es por eso que todos los días vemos a hombres que, después de haber desencarnado, piensan de modo completamente diferente que cuando estaban encarnados, porque el horizonte moral se amplió para ellos. Autores critican sus obras, criaturas mundanas censuran su propia conducta; científicos reconocen sus errores. Si el Espíritu no progresara en la vida espiritual, regresaría a la vida corporal como hubo salido, ni más adelantado ni más atrasado, lo que de hecho es contrario a la experiencia. Por lo tanto, ciertos Espíritus pueden ver más claro y más justo que cuando estaban en la Tierra; así, algunos son vistos dando excelentes consejos, con los cuales hacen el bien; pero entre los Espíritus, como entre los hombres, es necesario saber a quién uno está dirigiéndose y no creer que cualquiera de ellos tenga la ciencia infusa, ni que un erudito esté libre de sus prejuicios terrenos, sólo por el hecho de ser Espíritu; en este aspecto, el Sr. Jobard tiene entera razón al decir que es preciso aceptar solamente con extrema reserva sus teorías y sus sistemas. Es necesario hacer con ellos lo que se hace con los hombres, es decir, sólo darles confianza cuando hayan dado pruebas irrecusables de su superioridad, no por el nombre que falsamente se atribuyen a menudo, sino por la constante sabiduría de sus pensamientos, la irrefutable lógica de sus razonamientos y la inalterable bondad de su carácter.
Los juiciosos comentarios del Sr. Jobard, dejando a un lado los que pueden ser exagerados, desilusionarán indudablemente a aquellos que creen encontrar en los Espíritus un medio cierto de saberlo todo, de hacer descubrimientos lucrativos, etc.; en efecto, a los ojos de ciertas personas, ¿para qué sirven los Espíritus, si ni siquiera son capaces de hacernos ganar una fortuna? Pensamos que basta haber estudiado un poco la Doctrina Espírita para comprender que los Espíritus nos enseñan una multitud de cosas más útiles que saber si se ganará en la Bolsa o en la lotería; pero inclusive admitiendo la hipótesis más rigurosa, según la cual sería completamente indiferente dirigirse a los Espíritus o a los hombres para las cosas de este mundo, ¿no significa nada el hecho de que ellos nos den la prueba de la existencia del Más Allá? ¿No representa nada que nos den a conocer el estado feliz o infeliz de aquellos que nos han precedido o que nos demuestren que los que hemos amado no están perdidos para nosotros, y que nos volveremos a encontrar en este mundo que nos espera a todos, ricos o pobres, poderosos o esclavos? Porque, en definitiva, un hecho es cierto: un día u otro será necesario dar el gran paso; ¿que hay más allá de esa barrera, atrás de esa cortina que nos vela el futuro? ¿Hay algo o la nada? ¡Pues bien! Los Espíritus nos enseñan que existe algo; que, cuando morimos, no se acaba todo. Lejos de esto; sólo entonces comienza la verdadera vida, la vida normal. Aunque nos enseñasen solamente esto, sus conversaciones no serían inútiles; ellos hacen más: nos enseñan lo que es preciso hacer en este mundo para estar lo mejor posible en el otro mundo; y como allá tendremos que estar por mucho tiempo, es bueno que nos aseguremos el mejor lugar posible. Como dice el Sr. Jobard, en general los Espíritus dan poca importancia a las cosas terrenas, por una razón muy simple: ellos tienen mucho más y mejor que esto; su objetivo es el de enseñarnos qué debemos hacer para ser felices allí. Ellos saben que uno se aferra a las alegrías terrenas, como los niños a sus juguetes; quieren elevar nuestro raciocinio: tal es su misión. Si han sido engañados por algunos, es porque se los quiere sacar de la esfera de sus atribuciones; es porque se les pide lo que no saben, lo que no pueden o lo que no deben decir; es por eso que son mistificados por la turba de Espíritus burlones que se divierten de la credulidad de aquéllos. El error de ciertos médiums es el de creer en la infalibilidad de los Espíritus que se comunican con ellos, que los seducen con algunas frases bonitas y que están ocultos atrás de un nombre imponente, el cual es un nombre falso con gran frecuencia. Reconocer el fraude es el resultado del estudio y de la experiencia. En este aspecto, el artículo del Sr. Jobard no puede sino ayudarlos a abrir los ojos.
Disertaciones espíritas
Formación de los Espíritus
(Médium: Sra. de Costel)
(Médium: Sra. de Costel)
Dios creó la semilla humana, que esparció en los mundos como el labrador arroja en los surcos el grano que debe germinar y madurar. Esas divinas semillas son moléculas de fuego que Dios hace irradiar del gran foco, centro de vida, donde resplandece su poder. Dichas moléculas son para la humanidad lo que los gérmenes de las plantas son para la tierra; se desarrollan lentamente y sólo maduran después de una larga permanencia en los planetas-madres, donde se forma el comienzo de las cosas. Hablo sólo del principio; al llegar a la condición de hombre, el ser se reproduce y la obra de Dios está consumada.
¿Por qué, siendo común el punto de partida, los destinos humanos son tan diversos? ¿Por qué unos nacen en un medio civilizado y otros en estado salvaje? ¿Cuál es, entonces, el origen de los demonios? Retomemos la historia del Espíritu en su primera eclosión. Apenas formadas, las almas, indecisas y balbucientes, son entretanto libres para inclinarse hacia el lado bueno o hacia el lado malo. Puesto que han vivido, los buenos se separan de los malos. La historia de Abel es ingenuamente verdadera. Las almas ingratas, apenas salidas de las manos del Creador, persisten en la rebeldía del crimen; entonces, durante la sucesión de los siglos, ellas erran, perjudicando a los otros y sobre todo a sí mismas, hasta que sean tocadas por el arrepentimiento, lo que infaliblemente sucede. Por consiguiente, los primeros demonios son los primeros hombres culpables. Dios, en su inmensa justicia, nunca impone sufrimientos que no sean resultantes de actos malos. La Tierra debía poblarse enteramente, pero no podría hacerlo por igual; según el grado de adelanto obtenido en las emigraciones terrestres, unos nacen en los grandes centros de civilización, mientras que otros –Espíritus inseguros que aún necesitan esclarecerse– nacen en bosques alejados; el estado salvaje es preparatorio. Todo es armonioso, y el alma culpable y ciega de un demonio de la Tierra no puede renacer en un centro esclarecido. Sin embargo, algunas se aventuran en ese medio que no es el suyo; si allí no andan al unísono, ellas dan un espectáculo de barbarie en medio de la civilización: son los seres desterrados.
El estado embrionario es el de un ser que todavía no sufrió emigración; no se puede estudiarlo aparte, porque es el origen del hombre.
GEORGES
¿Por qué, siendo común el punto de partida, los destinos humanos son tan diversos? ¿Por qué unos nacen en un medio civilizado y otros en estado salvaje? ¿Cuál es, entonces, el origen de los demonios? Retomemos la historia del Espíritu en su primera eclosión. Apenas formadas, las almas, indecisas y balbucientes, son entretanto libres para inclinarse hacia el lado bueno o hacia el lado malo. Puesto que han vivido, los buenos se separan de los malos. La historia de Abel es ingenuamente verdadera. Las almas ingratas, apenas salidas de las manos del Creador, persisten en la rebeldía del crimen; entonces, durante la sucesión de los siglos, ellas erran, perjudicando a los otros y sobre todo a sí mismas, hasta que sean tocadas por el arrepentimiento, lo que infaliblemente sucede. Por consiguiente, los primeros demonios son los primeros hombres culpables. Dios, en su inmensa justicia, nunca impone sufrimientos que no sean resultantes de actos malos. La Tierra debía poblarse enteramente, pero no podría hacerlo por igual; según el grado de adelanto obtenido en las emigraciones terrestres, unos nacen en los grandes centros de civilización, mientras que otros –Espíritus inseguros que aún necesitan esclarecerse– nacen en bosques alejados; el estado salvaje es preparatorio. Todo es armonioso, y el alma culpable y ciega de un demonio de la Tierra no puede renacer en un centro esclarecido. Sin embargo, algunas se aventuran en ese medio que no es el suyo; si allí no andan al unísono, ellas dan un espectáculo de barbarie en medio de la civilización: son los seres desterrados.
El estado embrionario es el de un ser que todavía no sufrió emigración; no se puede estudiarlo aparte, porque es el origen del hombre.
Los Espíritus errantes
(Médium: Sra. de Costel)
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus están divididos en varias categorías: al principio los embriones, que no tienen ninguna facultad distinta; fluctúan en el aire como insectos que se ven en torbellino en un rayo de sol; ellos se agitan sin objetivo y se encarnan sin haber hecho su elección; se vuelven seres humanos ignorantes y groseros.
Por encima de ellos están los Espíritus ligeros, cuyos instintos no son malos, sino maliciosos; ellos se burlan de los hombres y les causan contrariedades frívolas; son infantiles, y tienen caprichos y malicias pueriles.
Los Espíritus malos no son todos del mismo grado; hay los que no hacen otro mal más allá de sutiles engaños; no se vinculan a un ser y se limitan a cometer faltas poco graves.
Los Espíritus malévolos inducen al mal y se complacen con esto, pero aún tienen un destello de piedad.
Los Espíritus perversos no tienen piedad; todas sus facultades tienden al mal; lo hacen calculadamente, con persistencia y se complacen con las torturas morales que causan. Ellos corresponden, en el mundo de los Espíritus, a los criminales en el vuestro. Llegan a esta perversidad a fuerza de menospreciar las leyes de Dios; en sus vidas carnales, sucumben de caída en caída y pasan siglos antes de que les venga un pensamiento de renovación. El mal es su elemento; se entregan a él con deleite, pero al ser obligados a reencarnarse, pasan por tales sufrimientos, y estos sufrimientos aumentan tanto en sus vidas espirituales, que el deseo del mal se consume en ellos; terminan por comprender que deben ceder a la voz de Dios, que no cesa de llamarlos. Se han visto a Espíritus rebeldes que piden con ardor las más terribles expiaciones y que las soportan con la alegría del martirio. Este regreso al bien constituye una inmensa felicidad para los Espíritus puros. La palabra del Cristo, para las ovejas descarriadas, tiene el brillo de la verdad.
Los Espíritus errantes del segundo orden son los intermediarios entre los Espíritus superiores y los mortales, porque es raro que los Espíritus superiores se comuniquen directamente; para ello es preciso que se haga una solicitud particular. Esos intermediarios son los Espíritus de los mortales que no tienen ningún mal grave para recriminarse y cuyas intenciones no han sido malas. Ellos reciben misiones, y cuando las realizan con esmero y amor son recompensados con un progreso más rápido. Tienen menos emigraciones que experimentar; así, los Espíritus desean fervorosamente estas misiones, que sólo les son concedidas como recompensa y cuando son considerados capaces de cumplirlas. Son los Espíritus superiores que los dirigen y que escogen sus funciones.
Todos los Espíritus superiores no son del mismo grado; si ellos se eximen de las emigraciones en vuestros mundos, no lo están de las condiciones de progreso en las esferas más elevadas. En fin, no hay ninguna laguna en el mundo visible e invisible; un orden admirable ha provisto todo; ningún ser es ocioso o inútil; todos concurren en la medida de sus facultades para la perfección de la obra de Dios, que no tiene término ni límite.
GEORGES
Por encima de ellos están los Espíritus ligeros, cuyos instintos no son malos, sino maliciosos; ellos se burlan de los hombres y les causan contrariedades frívolas; son infantiles, y tienen caprichos y malicias pueriles.
Los Espíritus malos no son todos del mismo grado; hay los que no hacen otro mal más allá de sutiles engaños; no se vinculan a un ser y se limitan a cometer faltas poco graves.
Los Espíritus malévolos inducen al mal y se complacen con esto, pero aún tienen un destello de piedad.
Los Espíritus perversos no tienen piedad; todas sus facultades tienden al mal; lo hacen calculadamente, con persistencia y se complacen con las torturas morales que causan. Ellos corresponden, en el mundo de los Espíritus, a los criminales en el vuestro. Llegan a esta perversidad a fuerza de menospreciar las leyes de Dios; en sus vidas carnales, sucumben de caída en caída y pasan siglos antes de que les venga un pensamiento de renovación. El mal es su elemento; se entregan a él con deleite, pero al ser obligados a reencarnarse, pasan por tales sufrimientos, y estos sufrimientos aumentan tanto en sus vidas espirituales, que el deseo del mal se consume en ellos; terminan por comprender que deben ceder a la voz de Dios, que no cesa de llamarlos. Se han visto a Espíritus rebeldes que piden con ardor las más terribles expiaciones y que las soportan con la alegría del martirio. Este regreso al bien constituye una inmensa felicidad para los Espíritus puros. La palabra del Cristo, para las ovejas descarriadas, tiene el brillo de la verdad.
Los Espíritus errantes del segundo orden son los intermediarios entre los Espíritus superiores y los mortales, porque es raro que los Espíritus superiores se comuniquen directamente; para ello es preciso que se haga una solicitud particular. Esos intermediarios son los Espíritus de los mortales que no tienen ningún mal grave para recriminarse y cuyas intenciones no han sido malas. Ellos reciben misiones, y cuando las realizan con esmero y amor son recompensados con un progreso más rápido. Tienen menos emigraciones que experimentar; así, los Espíritus desean fervorosamente estas misiones, que sólo les son concedidas como recompensa y cuando son considerados capaces de cumplirlas. Son los Espíritus superiores que los dirigen y que escogen sus funciones.
Todos los Espíritus superiores no son del mismo grado; si ellos se eximen de las emigraciones en vuestros mundos, no lo están de las condiciones de progreso en las esferas más elevadas. En fin, no hay ninguna laguna en el mundo visible e invisible; un orden admirable ha provisto todo; ningún ser es ocioso o inútil; todos concurren en la medida de sus facultades para la perfección de la obra de Dios, que no tiene término ni límite.
El castigo
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus malévolos, egoístas y duros, inmediatamente después de la muerte, padecen una duda cruel acerca de su destino presente y futuro; miran a su alrededor, y como al principio no ven a nadie sobre quien puedan ejercer su influencia maléfica, la desesperación se apodera de ellos, porque el aislamiento y la inacción son intolerables para los Espíritus malos. No elevan su mirada hacia los lugares habitados por los Espíritus puros; observan lo que los rodea, y tan pronto como perciben el abatimiento de los Espíritus débiles y punidos, se arrojan sobre ellos como a una presa, valiéndose del recuerdo de sus faltas pasadas, que incesantemente ponen en acción mediante sus gestos escarnecedores. Como no les basta con esta burla, se lanzan a la Tierra como buitres hambrientos y buscan entre los hombres el alma que les dé el más fácil acceso a sus tentaciones. Se apoderan de la misma, exaltan su codicia, intentan extinguir su fe en Dios y, cuando finalmente se adueñan de esa conciencia y ven que su presa está dominada, extienden su fatal contagio a todo lo que se aproxime de su víctima.
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus malévolos, egoístas y duros, inmediatamente después de la muerte, padecen una duda cruel acerca de su destino presente y futuro; miran a su alrededor, y como al principio no ven a nadie sobre quien puedan ejercer su influencia maléfica, la desesperación se apodera de ellos, porque el aislamiento y la inacción son intolerables para los Espíritus malos. No elevan su mirada hacia los lugares habitados por los Espíritus puros; observan lo que los rodea, y tan pronto como perciben el abatimiento de los Espíritus débiles y punidos, se arrojan sobre ellos como a una presa, valiéndose del recuerdo de sus faltas pasadas, que incesantemente ponen en acción mediante sus gestos escarnecedores. Como no les basta con esta burla, se lanzan a la Tierra como buitres hambrientos y buscan entre los hombres el alma que les dé el más fácil acceso a sus tentaciones. Se apoderan de la misma, exaltan su codicia, intentan extinguir su fe en Dios y, cuando finalmente se adueñan de esa conciencia y ven que su presa está dominada, extienden su fatal contagio a todo lo que se aproxime de su víctima.
El Espíritu malo que pone en práctica su rabia es casi dichoso; sólo sufre en los momentos en que no logra actuar y cuando el bien triunfa sobre el mal.
Sin embargo, los siglos transcurren; el Espíritu malo siente que de repente las tinieblas lo invaden. Su círculo de acción se restringe, y su conciencia, hasta entonces sorda, le hace sentir las puntas afiladas del remordimiento. Inactivo, arrastrado por el torbellino, dicho Espíritu deambula, sintiendo que la piel se le eriza de pavor –como dicen las Escrituras. Luego, un gran vacío se hace en él y a su alrededor; el momento ha llegado: debe expiar. Allí está la reencarnación, amenazadora; él ve, como en un espejismo, las pruebas terribles que le esperan; desearía retroceder, pero avanza y, precipitado en el profundo abismo de la vida, cae espantado hasta que el velo de la ignorancia cubre sus ojos. Él vive, actúa y aún es culpable; siente en sí mismo una especie de recuerdo que lo inquieta, como presentimientos que lo hacen temblar, pero que no le impiden retroceder en la senda del mal. Al estar sin fuerzas y agotado por sus crímenes, va a morir. Tendido sobre un camastro o sobre su lecho, ¡qué importa esto!, el hombre culpable siente, bajo su aparente inmovilidad, ¡que se estremece y que vive un mundo de sensaciones olvidadas! Bajo sus párpados cerrados, él ve que surge un destello y oye sonidos extraños; su alma, que va a dejar al cuerpo, se agita impacientemente, mientras que sus manos crispadas intentan aferrarse a las sábanas; le gustaría hablar y gritar a quienes lo rodean: –¡Retenedme! ¡Veo el castigo! Pero no lo consigue; la muerte se estampa en sus labios descoloridos, y los asistentes dicen: ¡He aquí que está en paz!
Entretanto, él escucha todo; flota alrededor de su cuerpo, al que no quiere abandonar; una fuerza secreta lo atrae: observa y reconoce lo que ya había visto. Desvariado, se lanza al espacio, donde quiere esconderse. ¡Pero no encuentra refugio! ¡No tiene reposo! Otros Espíritus le devuelven el mal que ha hecho, y castigado, escarnecido y confuso a su vez, él deambula y deambulará hasta que la divina luz ilumine su obstinación y lo esclarezca, para mostrarle al Dios vengador, al Dios triunfante de todo mal, al que no podrá aplacar sino mediante gemidos y expiaciones.
Nota – Nunca había sido trazado un cuadro más elocuente, más terrible y más verdadero del destino que le aguarda al malvado. Por lo tanto, ¿es necesario recurrir a la fantasmagoría de las llamas y de las torturas físicas?
Marte
(Médium: Sra. de Costel)
Marte es un planeta inferior a la Tierra, de la cual es un grosero esbozo; no es necesario habitarlo. Marte es la primera encarnación de los demonios más groseros; los seres que lo habitan son rudimentarios; tienen la forma humana, pero sin ninguna belleza; tienen todos los instintos del hombre, sin la nobleza de la bondad.
Inmersos en las necesidades materiales, ellos beben, comen, luchan, se reproducen. Pero como Dios no abandona a ninguna de sus criaturas, en el fondo de las tinieblas de sus inteligencias yacen latentes los vagos conocimientos de sí mismos, más o menos desarrollados. Ese instinto es suficiente para volverlos superiores unos a los otros y preparar su eclosión para una vida más completa. La de ellos es corta y efímera. Los hombres, que son más que materiales, desaparecen después de una corta evolución. Dios tiene horror al mal y sólo lo tolera como sirviendo de principio al bien; abrevia su reino, sobre el cual triunfa la resurrección.
En este planeta el suelo es árido; hay poco verdor y el follaje, que la primavera no renueva, es sombrío; los días son iguales y grises; el Sol, apenas aparente, nunca proporciona sus fiestas; el tiempo transcurre de forma monótona, sin las alternativas y las esperanzas de nuevas estaciones: no hay invierno ni verano. El día, que es más corto, no se mide de la misma manera; la noche reina más extensamente. Sin industrias y sin inventos, los habitantes de Marte consumen su vida en la búsqueda de alimento. Sus moradas groseras, bajas como cuevas, son repulsivas por la incuria y el desorden que reinan en las mismas. Las mujeres sobrepujan a los hombres; más abandonadas y más famélicas, son sólo sus hembras. Con mucha dificultad tienen el sentimiento maternal; dan a luz con facilidad, sin ninguna angustia; alimentan y cuidan solamente a sus hijos hasta el completo desarrollo de sus fuerzas, expulsándolos después sin pesar y sin acordarse de ellos.
No son caníbales; sus continuas batallas no tienen otro objetivo que el de la posesión de un terreno más o menos abundante en caza. Ellos cazan en llanuras interminables. Inquietos y nómadas como los seres desprovistos de inteligencia, se desplazan sin cesar. La igualdad de la estación, que es la misma en todas partes, implica por consecuencia las mismas necesidades y las mismas ocupaciones; hay pocas diferencias entre los habitantes de un hemisferio al otro.
La muerte no tiene para ellos ni terror ni misterio; la ven solamente como la putrefacción del cuerpo, que queman inmediatamente. Cuando uno de esos hombres va a morir, luego es abandonado; poco antes, estando sólo y tendido, piensa por primera vez: tiene un vago instinto, como la golondrina que advierte su próxima emigración, y siente que todo no está terminado, que va a recomenzar algo desconocido. No es lo bastante inteligente como para suponer, temer o esperar, pero calcula rápidamente sus victorias o sus derrotas; piensa en el número de cazas que efectuó y se regocija o se aflige según los resultados obtenidos. Su mujer –no tiene sino una a la vez, aunque pueda cambiarla tanto como esto le convenga–, agachada a la entrada, arroja piedras al aire; cuando se forma un montón de piedras, ella considera que el tiempo se ha cumplido y se arriesga a mirar al interior; si sus previsiones han sido realizadas, si el hombre está muerto, ella entra sin un grito, sin una lágrima, lo despoja de las pieles de animales que lo cubren y va con frialdad a avisar a sus vecinos para que lleven a quemar el cuerpo, ni bien se enfría.
Los animales, que en todas partes sufren los reflejos humanos, son más salvajes y más crueles que en cualquier otro lugar. El perro y el lobo no son más que una misma especie, que está incesantemente en lucha con el hombre, librando contra él encarnizados combates. Además, menos numerosos y menos variados que en la Tierra, los animales son la representación de éstos.
Los elementos tienen la cólera ciega del caos: el mar furioso separa los continentes, sin navegación posible; el viento brama y curva los árboles hasta el suelo. Las aguas inundan las tierras ingratas, que no fecundan. Las capas geológicas no ofrecen las mismas condiciones que las de la Tierra; el fuego no las calienta; los volcanes son desconocidos. Las montañas, poco elevadas, no presentan ninguna belleza: cansan la mirada y desalientan su explotación. En fin, en todas partes hay monotonía y violencia; en todas partes la flor no posee color ni perfume; en todas partes las criaturas no tienen previsión y matan para vivir.
GEORGES
(Médium: Sra. de Costel)
Marte es un planeta inferior a la Tierra, de la cual es un grosero esbozo; no es necesario habitarlo. Marte es la primera encarnación de los demonios más groseros; los seres que lo habitan son rudimentarios; tienen la forma humana, pero sin ninguna belleza; tienen todos los instintos del hombre, sin la nobleza de la bondad.
Inmersos en las necesidades materiales, ellos beben, comen, luchan, se reproducen. Pero como Dios no abandona a ninguna de sus criaturas, en el fondo de las tinieblas de sus inteligencias yacen latentes los vagos conocimientos de sí mismos, más o menos desarrollados. Ese instinto es suficiente para volverlos superiores unos a los otros y preparar su eclosión para una vida más completa. La de ellos es corta y efímera. Los hombres, que son más que materiales, desaparecen después de una corta evolución. Dios tiene horror al mal y sólo lo tolera como sirviendo de principio al bien; abrevia su reino, sobre el cual triunfa la resurrección.
En este planeta el suelo es árido; hay poco verdor y el follaje, que la primavera no renueva, es sombrío; los días son iguales y grises; el Sol, apenas aparente, nunca proporciona sus fiestas; el tiempo transcurre de forma monótona, sin las alternativas y las esperanzas de nuevas estaciones: no hay invierno ni verano. El día, que es más corto, no se mide de la misma manera; la noche reina más extensamente. Sin industrias y sin inventos, los habitantes de Marte consumen su vida en la búsqueda de alimento. Sus moradas groseras, bajas como cuevas, son repulsivas por la incuria y el desorden que reinan en las mismas. Las mujeres sobrepujan a los hombres; más abandonadas y más famélicas, son sólo sus hembras. Con mucha dificultad tienen el sentimiento maternal; dan a luz con facilidad, sin ninguna angustia; alimentan y cuidan solamente a sus hijos hasta el completo desarrollo de sus fuerzas, expulsándolos después sin pesar y sin acordarse de ellos.
No son caníbales; sus continuas batallas no tienen otro objetivo que el de la posesión de un terreno más o menos abundante en caza. Ellos cazan en llanuras interminables. Inquietos y nómadas como los seres desprovistos de inteligencia, se desplazan sin cesar. La igualdad de la estación, que es la misma en todas partes, implica por consecuencia las mismas necesidades y las mismas ocupaciones; hay pocas diferencias entre los habitantes de un hemisferio al otro.
La muerte no tiene para ellos ni terror ni misterio; la ven solamente como la putrefacción del cuerpo, que queman inmediatamente. Cuando uno de esos hombres va a morir, luego es abandonado; poco antes, estando sólo y tendido, piensa por primera vez: tiene un vago instinto, como la golondrina que advierte su próxima emigración, y siente que todo no está terminado, que va a recomenzar algo desconocido. No es lo bastante inteligente como para suponer, temer o esperar, pero calcula rápidamente sus victorias o sus derrotas; piensa en el número de cazas que efectuó y se regocija o se aflige según los resultados obtenidos. Su mujer –no tiene sino una a la vez, aunque pueda cambiarla tanto como esto le convenga–, agachada a la entrada, arroja piedras al aire; cuando se forma un montón de piedras, ella considera que el tiempo se ha cumplido y se arriesga a mirar al interior; si sus previsiones han sido realizadas, si el hombre está muerto, ella entra sin un grito, sin una lágrima, lo despoja de las pieles de animales que lo cubren y va con frialdad a avisar a sus vecinos para que lleven a quemar el cuerpo, ni bien se enfría.
Los animales, que en todas partes sufren los reflejos humanos, son más salvajes y más crueles que en cualquier otro lugar. El perro y el lobo no son más que una misma especie, que está incesantemente en lucha con el hombre, librando contra él encarnizados combates. Además, menos numerosos y menos variados que en la Tierra, los animales son la representación de éstos.
Los elementos tienen la cólera ciega del caos: el mar furioso separa los continentes, sin navegación posible; el viento brama y curva los árboles hasta el suelo. Las aguas inundan las tierras ingratas, que no fecundan. Las capas geológicas no ofrecen las mismas condiciones que las de la Tierra; el fuego no las calienta; los volcanes son desconocidos. Las montañas, poco elevadas, no presentan ninguna belleza: cansan la mirada y desalientan su explotación. En fin, en todas partes hay monotonía y violencia; en todas partes la flor no posee color ni perfume; en todas partes las criaturas no tienen previsión y matan para vivir.
Observación – Para servir de transición entre el cuadro de Marte y el de Júpiter, sería necesario el de un mundo intermediario como la Tierra, por ejemplo, que conocemos suficientemente. Al observarla, es fácil reconocer que se aproxima más de Marte que de Júpiter, puesto que en el propio seno de su civilización se encuentran aún seres tan abyectos y tan desprovistos de sentimientos y de humanidad, que viven en el más absoluto embrutecimiento y que sólo piensan en sus necesidades materiales, sin haber dirigido nunca sus miradas al cielo, y que parecen venir directamente de Marte.
Júpiter
(Médium: Sra. de Costel)
El planeta Júpiter, infinitamente mayor que la Tierra, no presenta el mismo aspecto. Está cubierto por una luz pura y brillante que ilumina sin ofuscar. Los árboles, las flores, los insectos y los animales –de los cuales los vuestros son el punto de partida– son allí mayores y perfeccionados; la Naturaleza es allá más grandiosa y más variada; la temperatura es igual y deliciosa; la armonía de las esferas encanta a los ojos y a los oídos. La forma de los seres que lo habitan es la misma que la vuestra, pero embellecida, perfeccionada y sobre todo purificada. No estamos sometidos a las condiciones materiales de vuestra naturaleza, ni tenemos las necesidades ni las enfermedades que son sus consecuencias. Somos almas revestidas de una envoltura diáfana que conserva los trazos de nuestras migraciones pasadas; aparecemos a nuestros amigos tal como nos han conocido, pero iluminados por una luz divina y transfigurados por nuestras impresiones interiores que son siempre elevadas.
Júpiter es dividido –como la Tierra– en un gran número de regiones de aspecto variado, pero no de clima. Las diferencias de condiciones son allí establecidas solamente por la superioridad intelecto-moral; no hay amos ni esclavos; los grados más elevados sólo son marcados por las comunicaciones más directas y más frecuentes con los Espíritus puros y por las funciones más importantes que nos son confiadas. Vuestras moradas no pueden daros ninguna idea de las nuestras, puesto que no tenemos las mismas necesidades. Cultivamos las artes que han llegado a un grado de perfeccionamiento desconocido entre vosotros. Gozamos de espectáculos sublimes; entre ellos, lo que más admiramos, a medida que comprendemos mejor, es el de la variedad inagotable de las creaciones, variedades armoniosas que tienen el mismo punto de partida y que se perfeccionan en el mismo sentido. Todos los sentimientos tiernos y elevados de la naturaleza humana, nosotros los encontramos engrandecidos y purificados, y el deseo incesante que tenemos de llegar a la clase de los Espíritus puros, no es un tormento, sino una noble ambición que nos impulsa a perfeccionarnos. Estudiamos incesantemente con amor para elevarnos hasta ellos, lo que también hacen los seres inferiores para llegar a igualarnos. Vuestros pequeños odios, vuestros mezquinos celos son desconocidos para nosotros; un lazo de amor y de fraternidad nos une; los más fuertes ayudan a los más débiles. En vuestro mundo tenéis necesidad de la sombra del mal para sentir el bien, de la noche para admirar la luz, de la enfermedad para apreciar la salud. Aquí, esos contrastes no son necesarios; la luz eterna, la bondad eterna y la calma eterna del alma nos colman de una alegría eterna. Es eso lo que el Espíritu humano tiene más dificultad de comprender; él ha sido ingenioso para pintar los tormentos del infierno, pero nunca ha podido representar las alegrías del cielo; ¿y por qué esto? Porque siendo inferior, y al no haber soportado más que penas y miserias, no ha vislumbrado las claridades celestiales; solamente puede hablaros de lo que conoce, como un viajero que describe los países que ha recorrido; pero a medida que se eleva y se purifica, el horizonte se ensancha y él comprende el bien que tiene por delante, como comprendió el mal que ha quedado hacia atrás.
Ya otros Espíritus han intentado haceros comprender, tanto como lo permite vuestra naturaleza, el estado de los mundos felices, a fin de estimularos a seguir el único camino que puede conducir a ellos; pero hay entre vosotros los que están de tal modo apegados a la materia, que aún prefieren los goces materiales de la Tierra a los gozos puros, reservados al hombre que sabe desprenderse de aquéllos. ¡Que gocen, pues, mientras están aquí, porque un triste revés los espera, quizá incluso en esta vida! Los que elegimos como nuestros intérpretes son los primeros a recibir la luz. ¡Infelices, sobre todo, aquellos que no aprovechan el favor que Dios les concede, porque su justicia pesará sobre ellos!
GEORGES
(Médium: Sra. de Costel)
El planeta Júpiter, infinitamente mayor que la Tierra, no presenta el mismo aspecto. Está cubierto por una luz pura y brillante que ilumina sin ofuscar. Los árboles, las flores, los insectos y los animales –de los cuales los vuestros son el punto de partida– son allí mayores y perfeccionados; la Naturaleza es allá más grandiosa y más variada; la temperatura es igual y deliciosa; la armonía de las esferas encanta a los ojos y a los oídos. La forma de los seres que lo habitan es la misma que la vuestra, pero embellecida, perfeccionada y sobre todo purificada. No estamos sometidos a las condiciones materiales de vuestra naturaleza, ni tenemos las necesidades ni las enfermedades que son sus consecuencias. Somos almas revestidas de una envoltura diáfana que conserva los trazos de nuestras migraciones pasadas; aparecemos a nuestros amigos tal como nos han conocido, pero iluminados por una luz divina y transfigurados por nuestras impresiones interiores que son siempre elevadas.
Júpiter es dividido –como la Tierra– en un gran número de regiones de aspecto variado, pero no de clima. Las diferencias de condiciones son allí establecidas solamente por la superioridad intelecto-moral; no hay amos ni esclavos; los grados más elevados sólo son marcados por las comunicaciones más directas y más frecuentes con los Espíritus puros y por las funciones más importantes que nos son confiadas. Vuestras moradas no pueden daros ninguna idea de las nuestras, puesto que no tenemos las mismas necesidades. Cultivamos las artes que han llegado a un grado de perfeccionamiento desconocido entre vosotros. Gozamos de espectáculos sublimes; entre ellos, lo que más admiramos, a medida que comprendemos mejor, es el de la variedad inagotable de las creaciones, variedades armoniosas que tienen el mismo punto de partida y que se perfeccionan en el mismo sentido. Todos los sentimientos tiernos y elevados de la naturaleza humana, nosotros los encontramos engrandecidos y purificados, y el deseo incesante que tenemos de llegar a la clase de los Espíritus puros, no es un tormento, sino una noble ambición que nos impulsa a perfeccionarnos. Estudiamos incesantemente con amor para elevarnos hasta ellos, lo que también hacen los seres inferiores para llegar a igualarnos. Vuestros pequeños odios, vuestros mezquinos celos son desconocidos para nosotros; un lazo de amor y de fraternidad nos une; los más fuertes ayudan a los más débiles. En vuestro mundo tenéis necesidad de la sombra del mal para sentir el bien, de la noche para admirar la luz, de la enfermedad para apreciar la salud. Aquí, esos contrastes no son necesarios; la luz eterna, la bondad eterna y la calma eterna del alma nos colman de una alegría eterna. Es eso lo que el Espíritu humano tiene más dificultad de comprender; él ha sido ingenioso para pintar los tormentos del infierno, pero nunca ha podido representar las alegrías del cielo; ¿y por qué esto? Porque siendo inferior, y al no haber soportado más que penas y miserias, no ha vislumbrado las claridades celestiales; solamente puede hablaros de lo que conoce, como un viajero que describe los países que ha recorrido; pero a medida que se eleva y se purifica, el horizonte se ensancha y él comprende el bien que tiene por delante, como comprendió el mal que ha quedado hacia atrás.
Ya otros Espíritus han intentado haceros comprender, tanto como lo permite vuestra naturaleza, el estado de los mundos felices, a fin de estimularos a seguir el único camino que puede conducir a ellos; pero hay entre vosotros los que están de tal modo apegados a la materia, que aún prefieren los goces materiales de la Tierra a los gozos puros, reservados al hombre que sabe desprenderse de aquéllos. ¡Que gocen, pues, mientras están aquí, porque un triste revés los espera, quizá incluso en esta vida! Los que elegimos como nuestros intérpretes son los primeros a recibir la luz. ¡Infelices, sobre todo, aquellos que no aprovechan el favor que Dios les concede, porque su justicia pesará sobre ellos!
Los Espíritus puros
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus puros son aquellos que, llegados al grado más alto de perfección, son considerados dignos de ser admitidos a los pies de Dios. El esplendor infinito que los rodea no los exime, de forma alguna, de ser útiles en las obras de la Creación: las funciones que deben cumplir corresponden a la extensión de sus facultades. Esos Espíritus son los ministros de Dios; bajo Sus órdenes, rigen los innumerables mundos; dirigen desde lo alto a los Espíritus y a los humanos; están ligados entre sí por un amor sin límites, y este fervor se extiende sobre todos los seres que buscan atraer para que se vuelvan dignos de la suprema felicidad. Dios irradia sobre ellos y les transmite sus órdenes; ellos Lo ven, sin ser ofuscados por Su luz.
Su forma es etérea y ellos no tienen nada de palpable; hablan a los Espíritus superiores y les comunican su ciencia; aquéllos se han vuelto infalibles. En sus filas son elegidos los ángeles guardianes, que con bondad posan sus miradas sobre los mortales y los recomiendan a los Espíritus superiores que los han amado. Aquéllos eligen a los agentes de su dirección entre los Espíritus del segundo orden. Los Espíritus puros son iguales, y no podría ser de otro modo, ya que solamente son llamados a esa clase después de haber alcanzado el grado más alto de perfección. Hay igualdad, pero no uniformidad, porque Dios no ha querido que ninguna de sus obras fuese idéntica. Los Espíritus puros conservan su personalidad, que sólo adquirió la más completa perfección en el sentido de su punto de partida.
No es permitido dar mayores detalles sobre ese mundo supremo.
GEORGES
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus puros son aquellos que, llegados al grado más alto de perfección, son considerados dignos de ser admitidos a los pies de Dios. El esplendor infinito que los rodea no los exime, de forma alguna, de ser útiles en las obras de la Creación: las funciones que deben cumplir corresponden a la extensión de sus facultades. Esos Espíritus son los ministros de Dios; bajo Sus órdenes, rigen los innumerables mundos; dirigen desde lo alto a los Espíritus y a los humanos; están ligados entre sí por un amor sin límites, y este fervor se extiende sobre todos los seres que buscan atraer para que se vuelvan dignos de la suprema felicidad. Dios irradia sobre ellos y les transmite sus órdenes; ellos Lo ven, sin ser ofuscados por Su luz.
Su forma es etérea y ellos no tienen nada de palpable; hablan a los Espíritus superiores y les comunican su ciencia; aquéllos se han vuelto infalibles. En sus filas son elegidos los ángeles guardianes, que con bondad posan sus miradas sobre los mortales y los recomiendan a los Espíritus superiores que los han amado. Aquéllos eligen a los agentes de su dirección entre los Espíritus del segundo orden. Los Espíritus puros son iguales, y no podría ser de otro modo, ya que solamente son llamados a esa clase después de haber alcanzado el grado más alto de perfección. Hay igualdad, pero no uniformidad, porque Dios no ha querido que ninguna de sus obras fuese idéntica. Los Espíritus puros conservan su personalidad, que sólo adquirió la más completa perfección en el sentido de su punto de partida.
No es permitido dar mayores detalles sobre ese mundo supremo.
Morada de los bienaventurados
(Médium: Sra. de Costel)
Hablemos de los últimos espirales de gloria, habitados por los Espíritus puros: nadie los alcanza antes de haber pasado los ciclos de los Espíritus errantes. Júpiter es el grado más alto de la escala; cuando un Espíritu –desde hace un largo tiempo purificado en su permanencia en ese planeta– es considerado digno de la suprema felicidad, es avisado de esto a través de un aumento de fervor, un fuego sutil que anima todas las partes delicadas de su inteligencia y que parece irradiar, volviéndose visible. Resplandeciente y transfigurado, él irradia luz, que parecía tan radiante a los ojos de los habitantes de Júpiter; sus hermanos reconocen al elegido del Señor y, trémulos, se arrodillan ante su voluntad. Entretanto, el Espíritu elegido se eleva y, en su armonía suprema, los cielos le revelan indescriptibles bellezas.
A medida que sube, él comprende, no más como en la erraticidad, no más viendo el conjunto de las cosas creadas –como en Júpiter–, sino abarcando el infinito. Su inteligencia transfigurada se eleva hacia Dios como una flecha lanzada sin temblores y sin terror, como en un foco inmenso alimentado por miles de objetos. El amor, en esos Espíritus diversos, reviste el color de su experimentada personalidad; ellos se reconocen y se regocijan unos a otros. Sus virtudes, al ser reflejadas, repercuten –por así decirlo– los deleites de la visión de Dios y aumentan incesantemente con la felicidad de cada elegido. Como un mar de amor que cada afluente expande, esas fuerzas puras son activadas como las fuerzas de otras esferas. También investidos con el don de ubicuidad, ellos abarcan al mismo tiempo los detalles infinitos de la vida humana, desde su eclosión hasta sus últimas etapas. Irresistible como la luz, su vista penetra a la vez por todas partes y, activos como la fuerza que los mueve, hacen la voluntad del Señor. Del mismo modo que de un jarro lleno sale el agua bienhechora, su bondad universal vivifica los mundos y confunde el mal.
Esos intérpretes diversos tienen como ministros de su poder a los Espíritus ya depurados. Así, todo se eleva, todo se perfecciona, y la caridad irradia sobre los mundos que ella alimenta en su seno poderoso.
Los Espíritus puros tienen como atributo la posesión de todo lo que es bueno y verdadero, porque poseen a Dios, que es el propio principio. El pobre pensamiento humano limita todo lo que abarca y no admite el infinito que la felicidad no limita. Después de Dios, ¿qué puede haber? También Dios, siempre Dios. El viajero ve que los horizontes se suceden a los horizontes, y uno no es sino el comienzo del otro; así, el infinito se extiende incesantemente. La mayor alegría de los Espíritus puros es precisamente esa extensión tan profunda como la propia eternidad.
De la misma manera que no se puede describir una gracia, una llama o un rayo de luz, yo no puedo describir a los Espíritus puros. Más vivos, más bellos y más resplandecientes que las imágenes más etéreas, una palabra resume su ser, su poder y sus gozos: ¡Amor! Llenad con esta palabra el espacio que separa la Tierra del Cielo, y aún no tendréis sino la idea de una gota de agua en el mar. El amor terrestre, por más grosero que sea, puede solamente haceros conocer su divina realidad.
GEORGES
(Médium: Sra. de Costel)
Hablemos de los últimos espirales de gloria, habitados por los Espíritus puros: nadie los alcanza antes de haber pasado los ciclos de los Espíritus errantes. Júpiter es el grado más alto de la escala; cuando un Espíritu –desde hace un largo tiempo purificado en su permanencia en ese planeta– es considerado digno de la suprema felicidad, es avisado de esto a través de un aumento de fervor, un fuego sutil que anima todas las partes delicadas de su inteligencia y que parece irradiar, volviéndose visible. Resplandeciente y transfigurado, él irradia luz, que parecía tan radiante a los ojos de los habitantes de Júpiter; sus hermanos reconocen al elegido del Señor y, trémulos, se arrodillan ante su voluntad. Entretanto, el Espíritu elegido se eleva y, en su armonía suprema, los cielos le revelan indescriptibles bellezas.
A medida que sube, él comprende, no más como en la erraticidad, no más viendo el conjunto de las cosas creadas –como en Júpiter–, sino abarcando el infinito. Su inteligencia transfigurada se eleva hacia Dios como una flecha lanzada sin temblores y sin terror, como en un foco inmenso alimentado por miles de objetos. El amor, en esos Espíritus diversos, reviste el color de su experimentada personalidad; ellos se reconocen y se regocijan unos a otros. Sus virtudes, al ser reflejadas, repercuten –por así decirlo– los deleites de la visión de Dios y aumentan incesantemente con la felicidad de cada elegido. Como un mar de amor que cada afluente expande, esas fuerzas puras son activadas como las fuerzas de otras esferas. También investidos con el don de ubicuidad, ellos abarcan al mismo tiempo los detalles infinitos de la vida humana, desde su eclosión hasta sus últimas etapas. Irresistible como la luz, su vista penetra a la vez por todas partes y, activos como la fuerza que los mueve, hacen la voluntad del Señor. Del mismo modo que de un jarro lleno sale el agua bienhechora, su bondad universal vivifica los mundos y confunde el mal.
Esos intérpretes diversos tienen como ministros de su poder a los Espíritus ya depurados. Así, todo se eleva, todo se perfecciona, y la caridad irradia sobre los mundos que ella alimenta en su seno poderoso.
Los Espíritus puros tienen como atributo la posesión de todo lo que es bueno y verdadero, porque poseen a Dios, que es el propio principio. El pobre pensamiento humano limita todo lo que abarca y no admite el infinito que la felicidad no limita. Después de Dios, ¿qué puede haber? También Dios, siempre Dios. El viajero ve que los horizontes se suceden a los horizontes, y uno no es sino el comienzo del otro; así, el infinito se extiende incesantemente. La mayor alegría de los Espíritus puros es precisamente esa extensión tan profunda como la propia eternidad.
De la misma manera que no se puede describir una gracia, una llama o un rayo de luz, yo no puedo describir a los Espíritus puros. Más vivos, más bellos y más resplandecientes que las imágenes más etéreas, una palabra resume su ser, su poder y sus gozos: ¡Amor! Llenad con esta palabra el espacio que separa la Tierra del Cielo, y aún no tendréis sino la idea de una gota de agua en el mar. El amor terrestre, por más grosero que sea, puede solamente haceros conocer su divina realidad.
La reencarnación
(Médium: Sr. de Grand-Boulogne)
Hay en la doctrina de la reencarnación una explicación moral que no escapa a tu inteligencia.
Siendo la corporeidad solamente compatible con los actos de virtud, y al ser necesarios estos actos para el mejoramiento del Espíritu, éste raramente debe encontrar en una única existencia las circunstancias necesarias a su mejoramiento por encima de la humanidad.
Considerándose que la justicia de Dios es incompatible con las penas eternas, debe la razón concluir por la necesidad de: 1º) un período de tiempo durante el cual el Espíritu examina su pasado y toma sus resoluciones para el futuro; 2º) una nueva existencia que esté en armonía con la situación actual de este Espíritu. No hablo de los suplicios –a veces terribles– a que son condenados ciertos Espíritus durante el período de erraticidad; por un lado, corresponden a la extensión de la falta y, por el otro, a la justicia de Dios. Esto ya dice lo suficiente como para prescindir de detalles que encontraréis, además, en el estudio de las evocaciones. Volvamos a las reencarnaciones y comprenderás su necesidad por una comparación común, pero llena de verdad.
Después de un año de estudio, ¿qué sucede con el joven colegial? Si aprendió, pasa al grado superior; si quedó estacionado en su ignorancia, repite el año. Id más lejos: si comete faltas graves, es expulsado; él puede vagar de colegio en colegio; puede ser expulsado de la Universidad o puede ir del centro de educación al centro de corrección. Tal es la fiel imagen del destino de los Espíritus, y nada satisface más plenamente a la razón. ¿Se quiere ahondar en la doctrina más profundamente? En estas ideas se verá cuánto la justicia de Dios es más perfecta y más acorde con las grandes verdades que dominan nuestra inteligencia.
En el conjunto, como en los detalles, hay en esto algo tan admirable que el Espíritu que comienza a profundizarse queda como iluminado. Todo se explica a la vez: los reproches y las murmuraciones contra la Providencia; las maldiciones contra el dolor; el escándalo de la complacencia en el vicio frente a la virtud que sufre; la muerte prematura de un niño; las primorosas cualidades que, en una misma familia, se dan la mano –por así decirlo– con una perversidad precoz; las enfermedades que vienen de la cuna; la infinita diversidad de destinos, tanto en los individuos como en los pueblos, problemas hasta hoy insolubles, enigmas que han hecho dudar de la bondad, y casi de la existencia de Dios. Un rayo puro de luz se extiende en el horizonte de la nueva filosofía y, en su ámbito inmenso, se agrupan armoniosamente todas las condiciones de la existencia humana. Las dificultades se allanan, los problemas se resuelven y los misterios hasta hoy impenetrables se resumen y se explican en esta única palabra: reencarnación.
Querido cristiano, leo en tu pensamiento cuando dices: He aquí una verdadera herejía. Hijo mío, es nada más que la negación de las penas eternas. Ningún dogma práctico es contrario a esa verdad. ¿Qué es la vida humana? El tiempo durante el cual el Espíritu está unido a un cuerpo. Los filósofos cristianos, en el día marcado por Dios, no tendrán ninguna dificultad en decir que la vida es múltiple. Esto no agrega ni cambia en nada vuestros deberes. La moral cristiana está de pie, y el recuerdo de la Misión de Jesús permanece siempre sobre la humanidad. La religión no tiene nada que temer de esta enseñanza, y no está lejos el día en que sus ministros abrirán los ojos a la luz; en fin, ellos reconocerán en la Nueva Revelación la ayuda que desde el fondo de sus basílicas imploran al Cielo. Ellos creen que la sociedad va a perecer: pero será salva.
ZENÓN
(Médium: Sr. de Grand-Boulogne)
Hay en la doctrina de la reencarnación una explicación moral que no escapa a tu inteligencia.
Siendo la corporeidad solamente compatible con los actos de virtud, y al ser necesarios estos actos para el mejoramiento del Espíritu, éste raramente debe encontrar en una única existencia las circunstancias necesarias a su mejoramiento por encima de la humanidad.
Considerándose que la justicia de Dios es incompatible con las penas eternas, debe la razón concluir por la necesidad de: 1º) un período de tiempo durante el cual el Espíritu examina su pasado y toma sus resoluciones para el futuro; 2º) una nueva existencia que esté en armonía con la situación actual de este Espíritu. No hablo de los suplicios –a veces terribles– a que son condenados ciertos Espíritus durante el período de erraticidad; por un lado, corresponden a la extensión de la falta y, por el otro, a la justicia de Dios. Esto ya dice lo suficiente como para prescindir de detalles que encontraréis, además, en el estudio de las evocaciones. Volvamos a las reencarnaciones y comprenderás su necesidad por una comparación común, pero llena de verdad.
Después de un año de estudio, ¿qué sucede con el joven colegial? Si aprendió, pasa al grado superior; si quedó estacionado en su ignorancia, repite el año. Id más lejos: si comete faltas graves, es expulsado; él puede vagar de colegio en colegio; puede ser expulsado de la Universidad o puede ir del centro de educación al centro de corrección. Tal es la fiel imagen del destino de los Espíritus, y nada satisface más plenamente a la razón. ¿Se quiere ahondar en la doctrina más profundamente? En estas ideas se verá cuánto la justicia de Dios es más perfecta y más acorde con las grandes verdades que dominan nuestra inteligencia.
En el conjunto, como en los detalles, hay en esto algo tan admirable que el Espíritu que comienza a profundizarse queda como iluminado. Todo se explica a la vez: los reproches y las murmuraciones contra la Providencia; las maldiciones contra el dolor; el escándalo de la complacencia en el vicio frente a la virtud que sufre; la muerte prematura de un niño; las primorosas cualidades que, en una misma familia, se dan la mano –por así decirlo– con una perversidad precoz; las enfermedades que vienen de la cuna; la infinita diversidad de destinos, tanto en los individuos como en los pueblos, problemas hasta hoy insolubles, enigmas que han hecho dudar de la bondad, y casi de la existencia de Dios. Un rayo puro de luz se extiende en el horizonte de la nueva filosofía y, en su ámbito inmenso, se agrupan armoniosamente todas las condiciones de la existencia humana. Las dificultades se allanan, los problemas se resuelven y los misterios hasta hoy impenetrables se resumen y se explican en esta única palabra: reencarnación.
Querido cristiano, leo en tu pensamiento cuando dices: He aquí una verdadera herejía. Hijo mío, es nada más que la negación de las penas eternas. Ningún dogma práctico es contrario a esa verdad. ¿Qué es la vida humana? El tiempo durante el cual el Espíritu está unido a un cuerpo. Los filósofos cristianos, en el día marcado por Dios, no tendrán ninguna dificultad en decir que la vida es múltiple. Esto no agrega ni cambia en nada vuestros deberes. La moral cristiana está de pie, y el recuerdo de la Misión de Jesús permanece siempre sobre la humanidad. La religión no tiene nada que temer de esta enseñanza, y no está lejos el día en que sus ministros abrirán los ojos a la luz; en fin, ellos reconocerán en la Nueva Revelación la ayuda que desde el fondo de sus basílicas imploran al Cielo. Ellos creen que la sociedad va a perecer: pero será salva.
;El despertar del Espíritu
(Médium: Sra. de Costel)
Cuando el hombre se despoja de sus restos mortales, siente un asombro y un deslumbramiento que lo dejan por algún tiempo indeciso acerca de su estado real; él no sabe si está vivo o muerto, y sus sensaciones –muy confusas– llevan bastante tiempo para aclararse. Poco a poco, los ojos del Espíritu se deslumbran con las diversas claridades que lo rodean; él acompaña todo un orden de cosas, grandes y desconocidas, que al principio tiene dificultad en comprender, pero que después reconoce que no es sino un ser impalpable e immaterial; busca sus despojos y se sorprende por no encontrarlos; transcurre algún tiempo antes de que la memoria del pasado le venga y lo convenza de su identidad. Al observar la Tierra que acaba de dejar, ve a sus parientes y amigos que lo lloran, y ve a su cuerpo inerte. En fin, sus ojos se libertan de la Tierra y se elevan al Cielo; si la voluntad de Dios no lo retiene en el suelo, sube lentamente y siente que flota en el espacio, lo que es una sensación deliciosa. Entonces, el recuerdo de la vida que deja le aparece muy frecuentemente con una claridad desoladora, mas otras veces consoladora. Te hablo aquí de lo que he sentido, yo que no soy un Espíritu malo, pero que no tengo la felicidad de ocupar una clase elevada. Nosotros nos despojamos de todos los prejuicios terrenos; la verdad aparece en toda su luz: nada atenúa las faltas y nada oculta las virtudes; vemos nuestra propia alma tan claramente como en un espejo. Buscamos entre los Espíritus a aquellos que fueron conocidos, porque el Espíritu tiene miedo de aislarse, pero ellos pasan sin detenerse. No hay comunicaciones amistosas entre los Espíritus errantes; aquellos mismos que se han amado no intercambian señales de reconocimiento; esas formas diáfanas deslizan y no permanecen fijas; las comunicaciones afectuosas están reservadas a los Espíritus superiores, que intercambian sus pensamientos. En cuanto a nosotros, el estado transitorio sólo nos sirve para nuestro adelanto, ya que nada debe distraernos; las únicas comunicaciones que nos son permitidas son con los humanos, porque las mismas tienen como objeto una mutua utilidad, que Dios prescribe.
Los Espíritus malos también contribuyen para el mejoramiento humano: ellos sirven como pruebas; el que resiste a ellos, adquiere méritos. Los Espíritus que dirigen a los hombres son recompensados con un gran ablandamiento de sus penas. Los Espíritus errantes no sufren por causa de la ausencia de comunicaciones entre sí, porque saben que han de reencontrarse; por eso tienen más fervor para que llegue el momento en que, después de cumplidas las pruebas, puedan recibir a sus seres queridos –lo que es indescriptible–, deseo que yace latente en ellos. Ninguno de los lazos que establecemos en la Tierra se destruye; nuestras simpatías serán restablecidas en el orden en que hayan existido, más o menos vivas según el grado de afecto o de intimidad que hayan tenido.
GEORGES
(Médium: Sra. de Costel)
Cuando el hombre se despoja de sus restos mortales, siente un asombro y un deslumbramiento que lo dejan por algún tiempo indeciso acerca de su estado real; él no sabe si está vivo o muerto, y sus sensaciones –muy confusas– llevan bastante tiempo para aclararse. Poco a poco, los ojos del Espíritu se deslumbran con las diversas claridades que lo rodean; él acompaña todo un orden de cosas, grandes y desconocidas, que al principio tiene dificultad en comprender, pero que después reconoce que no es sino un ser impalpable e immaterial; busca sus despojos y se sorprende por no encontrarlos; transcurre algún tiempo antes de que la memoria del pasado le venga y lo convenza de su identidad. Al observar la Tierra que acaba de dejar, ve a sus parientes y amigos que lo lloran, y ve a su cuerpo inerte. En fin, sus ojos se libertan de la Tierra y se elevan al Cielo; si la voluntad de Dios no lo retiene en el suelo, sube lentamente y siente que flota en el espacio, lo que es una sensación deliciosa. Entonces, el recuerdo de la vida que deja le aparece muy frecuentemente con una claridad desoladora, mas otras veces consoladora. Te hablo aquí de lo que he sentido, yo que no soy un Espíritu malo, pero que no tengo la felicidad de ocupar una clase elevada. Nosotros nos despojamos de todos los prejuicios terrenos; la verdad aparece en toda su luz: nada atenúa las faltas y nada oculta las virtudes; vemos nuestra propia alma tan claramente como en un espejo. Buscamos entre los Espíritus a aquellos que fueron conocidos, porque el Espíritu tiene miedo de aislarse, pero ellos pasan sin detenerse. No hay comunicaciones amistosas entre los Espíritus errantes; aquellos mismos que se han amado no intercambian señales de reconocimiento; esas formas diáfanas deslizan y no permanecen fijas; las comunicaciones afectuosas están reservadas a los Espíritus superiores, que intercambian sus pensamientos. En cuanto a nosotros, el estado transitorio sólo nos sirve para nuestro adelanto, ya que nada debe distraernos; las únicas comunicaciones que nos son permitidas son con los humanos, porque las mismas tienen como objeto una mutua utilidad, que Dios prescribe.
Los Espíritus malos también contribuyen para el mejoramiento humano: ellos sirven como pruebas; el que resiste a ellos, adquiere méritos. Los Espíritus que dirigen a los hombres son recompensados con un gran ablandamiento de sus penas. Los Espíritus errantes no sufren por causa de la ausencia de comunicaciones entre sí, porque saben que han de reencontrarse; por eso tienen más fervor para que llegue el momento en que, después de cumplidas las pruebas, puedan recibir a sus seres queridos –lo que es indescriptible–, deseo que yace latente en ellos. Ninguno de los lazos que establecemos en la Tierra se destruye; nuestras simpatías serán restablecidas en el orden en que hayan existido, más o menos vivas según el grado de afecto o de intimidad que hayan tenido.
Progreso de los Espíritus
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus pueden progresar intelectualmente, si lo quieren con sinceridad y con firmeza; ellos tienen –como los hombres– su libre albedrío, y el estado errante no impide el ejercicio de sus facultades; incluso los ayuda, dándoles los medios de observación de los que pueden sacar provecho.
Los Espíritus malos no están fatalmente condenados a permanecer como tales; pueden mejorarse, pero raramente lo quieren, porque les falta el discernimiento y encuentran una especie de placer enfermizo en el mal que practican. Para que ellos vuelvan al bien, es preciso que sean violentamente sacudidos y punidos, porque sus cerebros tenebrosos sólo se esclarecen a través del castigo.
Los Espíritus débiles que no hacen el mal por placer, pero que no progresan, son retenidos por su propia debilidad y por una especie de entorpecimiento que paraliza sus facultades; ellos van sin saber adónde; pasa el tiempo sin que tengan noción del mismo; se interesan poco por lo que ven y no sacan provecho de eso o se rebelan. Es necesario que hayan llegado a un cierto grado de adelanto moral para que puedan progresar en el estado de erraticidad; también esos pobres Espíritus eligen frecuentemente muy mal sus pruebas; sobre todo, buscan estar lo mejor posible en su vida carnal, sin preocuparse mucho con lo que serán después. Estos Espíritus débiles desean ardientemente la reencarnación, no para depurarse, sino para continuar en los goces materiales. Los seres que han hecho muchas emigraciones son más experimentados que los otros; cada una de sus existencias les ha dado una suma más considerable de conocimientos: los han visto y los han guardado; ellos son menos ingenuos que los que se encuentran más cerca de su punto de partida.
Los Espíritus provenientes de la Tierra se reencarnan con más frecuencia en la misma que en otros lugares, porque la experiencia adquirida allí es más aplicable. Ellos casi no visitan los otros mundos, sino antes o después de su perfeccionamiento. En cada planeta las condiciones de existencia son diferentes, porque Dios es inagotable en la variedad de sus obras; entretanto, los seres que los habitan obedecen a las mismas leyes de expiación, y tienden todos hacia el mismo objetivo de completa perfección.
GEORGES
(Médium: Sra. de Costel)
Los Espíritus pueden progresar intelectualmente, si lo quieren con sinceridad y con firmeza; ellos tienen –como los hombres– su libre albedrío, y el estado errante no impide el ejercicio de sus facultades; incluso los ayuda, dándoles los medios de observación de los que pueden sacar provecho.
Los Espíritus malos no están fatalmente condenados a permanecer como tales; pueden mejorarse, pero raramente lo quieren, porque les falta el discernimiento y encuentran una especie de placer enfermizo en el mal que practican. Para que ellos vuelvan al bien, es preciso que sean violentamente sacudidos y punidos, porque sus cerebros tenebrosos sólo se esclarecen a través del castigo.
Los Espíritus débiles que no hacen el mal por placer, pero que no progresan, son retenidos por su propia debilidad y por una especie de entorpecimiento que paraliza sus facultades; ellos van sin saber adónde; pasa el tiempo sin que tengan noción del mismo; se interesan poco por lo que ven y no sacan provecho de eso o se rebelan. Es necesario que hayan llegado a un cierto grado de adelanto moral para que puedan progresar en el estado de erraticidad; también esos pobres Espíritus eligen frecuentemente muy mal sus pruebas; sobre todo, buscan estar lo mejor posible en su vida carnal, sin preocuparse mucho con lo que serán después. Estos Espíritus débiles desean ardientemente la reencarnación, no para depurarse, sino para continuar en los goces materiales. Los seres que han hecho muchas emigraciones son más experimentados que los otros; cada una de sus existencias les ha dado una suma más considerable de conocimientos: los han visto y los han guardado; ellos son menos ingenuos que los que se encuentran más cerca de su punto de partida.
Los Espíritus provenientes de la Tierra se reencarnan con más frecuencia en la misma que en otros lugares, porque la experiencia adquirida allí es más aplicable. Ellos casi no visitan los otros mundos, sino antes o después de su perfeccionamiento. En cada planeta las condiciones de existencia son diferentes, porque Dios es inagotable en la variedad de sus obras; entretanto, los seres que los habitan obedecen a las mismas leyes de expiación, y tienden todos hacia el mismo objetivo de completa perfección.
La caridad material y la caridad moral
(Médium: Sra. de B...)
«Amémonos los unos a los otros y hagamos a los demás lo que quisiéramos que ellos nos hiciesen». Toda la religión y toda la moral se hallan contenidas en esos dos preceptos. Si en la Tierra fuesen observados, todos seríais perfectos: ya no habría odios ni discordias. Diré más aún: ya no habría pobreza, porque de lo superfluo de la mesa de cada rico se alimentarían muchos pobres, y ya no veríais, en los sombríos barrios donde he vivido durante mi última encarnación, esas pobres mujeres que arrastran consigo a niños miserables a los que les falta todo.
¡Ricos!, pensad un poco en esto. Ayudad a los desdichados lo mejor que podáis. Dad, porque un día Dios os retribuirá el bien que hayáis hecho, para que un día encontréis, al salir de vuestra envoltura terrestre, un cortejo de Espíritus agradecidos, que os recibirán en la entrada de un mundo más feliz.
¡Si supierais el júbilo que sentí al reencontrar allá en lo Alto a los que pude servir durante mi última existencia! Dad, por lo tanto, y amad a vuestro prójimo; amadlo como a vosotros mismos, porque ahora también sabéis que Dios permitió que comenzaseis a instruiros en la ciencia espírita; sabéis que ese desdichado al que rechazáis, sea tal vez un hermano, un padre, un hijo, un amigo al que expulsáis lejos de vosotros. Y entonces, ¡cuánta desesperación tendréis un día al reconocerlo en el mundo espiritual!
Deseo que comprendáis bien en qué consiste la caridad moral, esa que todos pueden practicar, esa que no cuesta nada desde el punto de vista material y que, sin embargo, es la más difícil de poner en práctica.
La caridad moral consiste en tolerarse unos a otros, y es lo que menos hacéis en ese mundo inferior donde por el momento estáis encarnados. Sed pues caritativos, porque avanzaréis más en el buen camino; sed humanos y toleraos los unos a los otros. Existe un gran mérito en saber callar para dejar que hable otro más ignorante: esto es también un tipo de caridad; en saber hacer oídos sordos cuando una palabra burlona se escapa de una boca habituada a escarnecer; en no ver la sonrisa desdeñosa con que os reciben esas personas que, muchas veces equivocadamente, se creen superiores a vosotros, mientras que en la vida espiritual –que es la única verdadera– están a veces muy por debajo. He aquí un mérito, no de humildad, sino de caridad, porque es caridad moral no resaltar los errores ajenos. Al pasar junto a un pobre enfermo, tiene mucho más mérito mirarlo con compasión que arrojarle un óbolo con desprecio.
Entretanto, no es necesario tomar esa figura al pie de la letra, porque esa caridad no debe ser un impedimento para la otra; pero pensad, sobre todo, en no menospreciar a vuestro prójimo. Acordaos de lo que ya os he dicho: cuando rechazáis a un pobre, tal vez estáis rechazando a un Espíritu al que habéis amado y que momentáneamente se encuentra en una posición inferior a la vuestra. Yo he vuelto a ver aquí a uno de los que fue pobre en la Tierra, a quien felizmente ayudé algunas veces, y al cual preciso ahora implorar a mi turno.
Sed caritativos, por lo tanto, y no desdeñéis; sabed dejar pasar una palabra que os hiere y no creáis que ser caritativo es solamente dar lo material, sino también practicar la caridad moral. Os lo repito: haced una y otra. Recordad que Jesús dijo que todos somos hermanos, y pensad siempre en esto antes de rechazar al leproso o al mendigo. Vendré aún para daros una comunicación más extensa, porque ahora soy llamada. Adiós; pensad en los que sufren, y orad.
HERMANA ROSALÍA
(Médium: Sra. de B...)
«Amémonos los unos a los otros y hagamos a los demás lo que quisiéramos que ellos nos hiciesen». Toda la religión y toda la moral se hallan contenidas en esos dos preceptos. Si en la Tierra fuesen observados, todos seríais perfectos: ya no habría odios ni discordias. Diré más aún: ya no habría pobreza, porque de lo superfluo de la mesa de cada rico se alimentarían muchos pobres, y ya no veríais, en los sombríos barrios donde he vivido durante mi última encarnación, esas pobres mujeres que arrastran consigo a niños miserables a los que les falta todo.
¡Ricos!, pensad un poco en esto. Ayudad a los desdichados lo mejor que podáis. Dad, porque un día Dios os retribuirá el bien que hayáis hecho, para que un día encontréis, al salir de vuestra envoltura terrestre, un cortejo de Espíritus agradecidos, que os recibirán en la entrada de un mundo más feliz.
¡Si supierais el júbilo que sentí al reencontrar allá en lo Alto a los que pude servir durante mi última existencia! Dad, por lo tanto, y amad a vuestro prójimo; amadlo como a vosotros mismos, porque ahora también sabéis que Dios permitió que comenzaseis a instruiros en la ciencia espírita; sabéis que ese desdichado al que rechazáis, sea tal vez un hermano, un padre, un hijo, un amigo al que expulsáis lejos de vosotros. Y entonces, ¡cuánta desesperación tendréis un día al reconocerlo en el mundo espiritual!
Deseo que comprendáis bien en qué consiste la caridad moral, esa que todos pueden practicar, esa que no cuesta nada desde el punto de vista material y que, sin embargo, es la más difícil de poner en práctica.
La caridad moral consiste en tolerarse unos a otros, y es lo que menos hacéis en ese mundo inferior donde por el momento estáis encarnados. Sed pues caritativos, porque avanzaréis más en el buen camino; sed humanos y toleraos los unos a los otros. Existe un gran mérito en saber callar para dejar que hable otro más ignorante: esto es también un tipo de caridad; en saber hacer oídos sordos cuando una palabra burlona se escapa de una boca habituada a escarnecer; en no ver la sonrisa desdeñosa con que os reciben esas personas que, muchas veces equivocadamente, se creen superiores a vosotros, mientras que en la vida espiritual –que es la única verdadera– están a veces muy por debajo. He aquí un mérito, no de humildad, sino de caridad, porque es caridad moral no resaltar los errores ajenos. Al pasar junto a un pobre enfermo, tiene mucho más mérito mirarlo con compasión que arrojarle un óbolo con desprecio.
Entretanto, no es necesario tomar esa figura al pie de la letra, porque esa caridad no debe ser un impedimento para la otra; pero pensad, sobre todo, en no menospreciar a vuestro prójimo. Acordaos de lo que ya os he dicho: cuando rechazáis a un pobre, tal vez estáis rechazando a un Espíritu al que habéis amado y que momentáneamente se encuentra en una posición inferior a la vuestra. Yo he vuelto a ver aquí a uno de los que fue pobre en la Tierra, a quien felizmente ayudé algunas veces, y al cual preciso ahora implorar a mi turno.
Sed caritativos, por lo tanto, y no desdeñéis; sabed dejar pasar una palabra que os hiere y no creáis que ser caritativo es solamente dar lo material, sino también practicar la caridad moral. Os lo repito: haced una y otra. Recordad que Jesús dijo que todos somos hermanos, y pensad siempre en esto antes de rechazar al leproso o al mendigo. Vendré aún para daros una comunicación más extensa, porque ahora soy llamada. Adiós; pensad en los que sufren, y orad.
La electricidad del pensamiento
(Médium: Sra. de Costel)
Os hablaré del extraño fenómeno que sucede en las asambleas, sea cual fuere su carácter: me refiero a la electricidad del pensamiento, que se expande, como por encanto, en los cerebros menos preparados para recibirla. Este hecho, por sí solo, podría confirmar el magnetismo a los ojos de los más incrédulos. Sobre todo, es admirable la coexistencia de los fenómenos y el modo por el cual se confirman recíprocamente. Sin duda diréis: el Espiritismo los explica a todos, porque da la razón de los hechos hasta entonces relegados al dominio de la superstición. Es preciso creer en lo que Él os enseña, porque transforma la piedra en diamante, es decir, eleva incesantemente las almas que se dedican a comprenderlo y les da, en esta Tierra, la paciencia para soportar los males, proporcionándoles en el Cielo la elevación gloriosa que aproxima al Creador.
Vuelvo al punto de partida, del cual me aparté un poco: la electricidad que une a los Espíritus de los hombres en una reunión y que hace conque todos comprendan la misma idea al mismo tiempo. Esta electricidad será un día empleada tan eficazmente entre los hombres, como ya lo es para las comunicaciones a distancia. Os señalo esta idea: un día la desarrollaré, porque es muy fecunda. Conservad la calma en vuestros trabajos y contad con la benevolencia de los Espíritus buenos para asistiros.
_____________
Voy a completar mi pensamiento que quedó inconcluso en la última comunicación. Os hablaba de la electricidad del pensamiento y os decía que ella sería un día empleada como lo es su hermana, la electricidad física. En efecto, al estar reunidos, los hombres liberan un fluido que les transmite las más mínimas impresiones con la rapidez del relámpago. ¿Por qué nunca se pensó en emplear ese medio, por ejemplo, para descubrir a un criminal o para hacer comprender a las masas las verdades de la religión o del Espiritismo? En los grandes procesos criminales o políticos, todos los asistentes de los dramas judiciales han podido constatar la corriente magnética que poco a poco forzaba a las personas más interesadas en ocultar su pensamiento, a descubrirlo, incluso a confesar, por no poder más soportar la presión eléctrica que, a pesar suyo, hacía brotar la verdad, no de su conciencia, sino de su corazón. Dejando a un lado esas grandes emociones, el mismo fenómeno se reproduce en las ideas intelectuales que se transmiten de cerebro a cerebro. Por lo tanto, el medio ya ha sido encontrado; trátese de aplicarlo: que se reúna en un mismo centro a hombres convencidos o instruidos, y que se les presente en oposición la ignorancia o el vicio. Estas experiencias deben ser hechas conscientemente, y son más importantes que los vanos debates sobre las palabras.
DELPHINE DE GIRARDIN
(Médium: Sra. de Costel)
Os hablaré del extraño fenómeno que sucede en las asambleas, sea cual fuere su carácter: me refiero a la electricidad del pensamiento, que se expande, como por encanto, en los cerebros menos preparados para recibirla. Este hecho, por sí solo, podría confirmar el magnetismo a los ojos de los más incrédulos. Sobre todo, es admirable la coexistencia de los fenómenos y el modo por el cual se confirman recíprocamente. Sin duda diréis: el Espiritismo los explica a todos, porque da la razón de los hechos hasta entonces relegados al dominio de la superstición. Es preciso creer en lo que Él os enseña, porque transforma la piedra en diamante, es decir, eleva incesantemente las almas que se dedican a comprenderlo y les da, en esta Tierra, la paciencia para soportar los males, proporcionándoles en el Cielo la elevación gloriosa que aproxima al Creador.
Vuelvo al punto de partida, del cual me aparté un poco: la electricidad que une a los Espíritus de los hombres en una reunión y que hace conque todos comprendan la misma idea al mismo tiempo. Esta electricidad será un día empleada tan eficazmente entre los hombres, como ya lo es para las comunicaciones a distancia. Os señalo esta idea: un día la desarrollaré, porque es muy fecunda. Conservad la calma en vuestros trabajos y contad con la benevolencia de los Espíritus buenos para asistiros.
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Voy a completar mi pensamiento que quedó inconcluso en la última comunicación. Os hablaba de la electricidad del pensamiento y os decía que ella sería un día empleada como lo es su hermana, la electricidad física. En efecto, al estar reunidos, los hombres liberan un fluido que les transmite las más mínimas impresiones con la rapidez del relámpago. ¿Por qué nunca se pensó en emplear ese medio, por ejemplo, para descubrir a un criminal o para hacer comprender a las masas las verdades de la religión o del Espiritismo? En los grandes procesos criminales o políticos, todos los asistentes de los dramas judiciales han podido constatar la corriente magnética que poco a poco forzaba a las personas más interesadas en ocultar su pensamiento, a descubrirlo, incluso a confesar, por no poder más soportar la presión eléctrica que, a pesar suyo, hacía brotar la verdad, no de su conciencia, sino de su corazón. Dejando a un lado esas grandes emociones, el mismo fenómeno se reproduce en las ideas intelectuales que se transmiten de cerebro a cerebro. Por lo tanto, el medio ya ha sido encontrado; trátese de aplicarlo: que se reúna en un mismo centro a hombres convencidos o instruidos, y que se les presente en oposición la ignorancia o el vicio. Estas experiencias deben ser hechas conscientemente, y son más importantes que los vanos debates sobre las palabras.
La hipocresía
(Médium: Sr. Didier Hijo)
Debería haber en la Tierra dos campos bien diferentes: el de los hombres que hacen el bien abiertamente y el de los que hacen el mal abiertamente. ¡Pero no! El hombre ni siquiera es franco en el mal, pues finge ser virtuoso. ¡Hipocresía! ¡Hipocresía! Poderosa diosa: ¡cuántos tiranos tú has creado! ¡Cuántos ídolos has hecho adorar! El corazón del hombre es realmente muy extraño, ya que puede palpitar cuando está muerto, ¡puesto que puede amar en apariencia el honor, la virtud, la verdad, la caridad! Diariamente el hombre se postra ante estas virtudes y diariamente falta a su palabra, despreciando a los pobres y al Cristo. Todos los días miente, ¡todos los días es un tartufo! ¡Cuántos hombres parecen honestos porque la apariencia muchas veces engaña! El Cristo los llamaba sepulcros blanqueados, es decir, la podredumbre por dentro y el mármol por fuera brillando al sol. ¡Hombre! En verdad tú pareces esa morada de muerte, y mientras tu corazón esté muerto, no serás inspirado por Jesús, esa luz divina que no ilumina exteriormente, sino interiormente.
La hipocresía –entended bien– es el vicio de vuestra época; ¡y queréis haceros grandes por la hipocresía! En nombre de la libertad, os engrandecéis; en nombre de la moral, os embrutecéis; en nombre de la verdad, mentís.
LAMENNAIS
ALLAN KARDEC
(Médium: Sr. Didier Hijo)
Debería haber en la Tierra dos campos bien diferentes: el de los hombres que hacen el bien abiertamente y el de los que hacen el mal abiertamente. ¡Pero no! El hombre ni siquiera es franco en el mal, pues finge ser virtuoso. ¡Hipocresía! ¡Hipocresía! Poderosa diosa: ¡cuántos tiranos tú has creado! ¡Cuántos ídolos has hecho adorar! El corazón del hombre es realmente muy extraño, ya que puede palpitar cuando está muerto, ¡puesto que puede amar en apariencia el honor, la virtud, la verdad, la caridad! Diariamente el hombre se postra ante estas virtudes y diariamente falta a su palabra, despreciando a los pobres y al Cristo. Todos los días miente, ¡todos los días es un tartufo! ¡Cuántos hombres parecen honestos porque la apariencia muchas veces engaña! El Cristo los llamaba sepulcros blanqueados, es decir, la podredumbre por dentro y el mármol por fuera brillando al sol. ¡Hombre! En verdad tú pareces esa morada de muerte, y mientras tu corazón esté muerto, no serás inspirado por Jesús, esa luz divina que no ilumina exteriormente, sino interiormente.
La hipocresía –entended bien– es el vicio de vuestra época; ¡y queréis haceros grandes por la hipocresía! En nombre de la libertad, os engrandecéis; en nombre de la moral, os embrutecéis; en nombre de la verdad, mentís.