Usted esta en:
Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859 > Julio
Julio
Sociedad Parisiense de Estudios EspíritasDiscurso de clausura del año social 1858-1859
SEÑORES:
En el momento en que termina el año social, permitidme presentaros un resumen de la marcha y de los trabajos de la Sociedad.
Vosotros conocéis su origen: Ella se ha formado sin una intención premeditada, sin un proyecto preconcebido. Algunos amigos se reunían en mi casa en un pequeño grupo; poco a poco estos amigos me pidieron permiso para presentarme a sus amigos. Por entonces no había un presidente: eran reuniones íntimas de ocho a diez personas, similares a centenas que existen en París y alrededores; entretanto, era natural que en mi hogar yo tuviese la dirección de lo que allí se hacía, ya sea como dueño de la casa o también en razón de los estudios especiales que ya había hecho y que me daban una cierta experiencia en la materia.
El interés que despertaban esas reuniones iba creciendo, no obstante nos ocupásemos de cosas muy serias; poco a poco, el número de asistentes fue aumentando uno a uno, y mi modesto salón, muy poco adecuado para una asamblea, se volvió insuficiente. Fue entonces que algunos de vosotros propusieron buscar otro más cómodo, dividiendo así los gastos, pues creían que no era justo que todo corriese por mi cuenta, como sucedía hasta ese momento. Pero para reunirnos regularmente por encima de un cierto número, y en otro local, era necesario que estuviésemos de conformidad con las exigencias legales, tener un reglamento, y por consiguiente un presidente designado; en fin, era preciso constituir una Sociedad: es lo que ha tenido lugar con el consentimiento de la autoridad constituida, cuya benevolencia no nos ha faltado. También era necesario imprimir a los trabajos una dirección metódica y uniforme, y consentisteis encargarme de continuar aquello que hacía en casa, en nuestras reuniones particulares.
He ejercido mis funciones, que puedo llamar de laboriosas, con toda la exactitud y con toda la devoción de que he sido capaz; desde el punto de vista administrativo me he esforzado por mantener en las sesiones un orden riguroso, y por darles un carácter de gravedad sin el cual el prestigio de asamblea seria habría desaparecido rápidamente. Ahora que mi tarea ha terminado y que el impulso ha sido dado, debo comunicaros la resolución que he tomado de renunciar, en el futuro, a toda especie de función en la Sociedad, inclusive a la de director de estudios; yo no ambiciono sino un título: el de simple miembro titular, con el cual me sentiré siempre feliz y honrado. El motivo de mi determinación está en la multiplicidad de mis trabajos, que aumentan todos los días por la extensión de mis relaciones, porque además de aquello que conocéis, preparo otros trabajos más considerables que exigen largos y laboriosos estudios, y que no me absorberán menos de diez años; ahora bien, las tareas de la Sociedad me toman mucho tiempo, tanto en la preparación, en la coordinación, como en la redacción final. Además de ello, reclaman una asiduidad a menudo perjudicial para mis ocupaciones personales y vuelven indispensable la iniciativa casi exclusiva que me habéis dejado. Señores, es por esta razón que tan frecuentemente debo tomar la palabra, lamentando también que los miembros eminentemente esclarecidos que tenemos nos priven de sus luces. Desde hace tiempo que deseo renunciar a esas funciones; he expresado esto en diversas circunstancias y de una manera muy explícita a varios de mis compañeros, ya sea aquí o personalmente, y en particular al Sr. Ledoyen. Yo lo habría hecho antes, sin recelo de causar perturbación a la Sociedad, retirándome en la mitad del año social, pero podría parecer una deserción; y era preciso no dar esta satisfacción a nuestros adversarios. Por lo tanto, cumplí mi deber al desempeñar mi tarea hasta el fin; hoy, sin embargo, que esos motivos no existen más, me adelanto en anunciaros mi resolución, a fin de no dificultar la elección que haréis. Es justo que cada uno participe de los encargos y de los honores.
Desde hace un año que la Sociedad viene creciendo rápidamente en importancia; el número de los miembros titulares ha triplicado en algunos meses; tiene numerosos corresponsales en los dos continentes, y los oyentes habrían sobrepasado el límite de lo posible si no hubiésemos puesto un freno, determinado por la estricta ejecución del reglamento. Entre los ilustres oyentes se cuentan las más altas notabilidades sociales. La prontitud con la que solicitan ser admitidos a nuestras sesiones muestra el interés que se tiene por ellas, no obstante la ausencia de toda experimentación destinada a satisfacer la curiosidad, y quizás en razón de su propia simplicidad. Si ni todos salen convencidos –lo que sería pedir lo imposible–, las personas serias, aquellas que no vienen con el prejuicio de denigrar, llevan de la seriedad de nuestros trabajos una impresión que las predispone a profundizar esas cuestiones. Además, no tenemos sino que aplaudir las restricciones que hemos hecho a la admisión de oyentes extraños: nos evitamos así una multitud de curiosos inoportunos. La medida por la cual nosotros hemos limitado esta admisión a ciertas sesiones, reservando las otras únicamente para los miembros de la Sociedad, ha tenido como resultado darnos más libertad en los estudios, que podrían ser obstaculizados por la presencia de personas aún no esclarecidas y cuya simpatía no estuviese garantizada.
Estas restricciones han de parecer muy naturales a los que conocen el objetivo de nuestra Institución, y que ante todo saben que nosotros somos una Sociedad de estudios y de investigaciones, y no una arena de propaganda; es por esta razón que no admitimos en nuestras filas aquellos que, no teniendo las primeras nociones de la ciencia, nos harían incesantemente perder tiempo con demostraciones elementales repetidas. Sin duda, todos nosotros deseamos la propagación de las ideas que profesamos, porque sabemos que son útiles, y por eso cada uno contribuye con su parte; pero también sabemos que la convicción sólo se adquiere a través de continuas observaciones, y no por algunos hechos aislados, sin continuidad y sin razonamiento, contra los cuales la incredulidad siempre puede plantear objeciones. Se dirá que un hecho es siempre un hecho; indudablemente este es un argumento sin réplica, desde que no sea refutado ni refutable. Cuando un hecho sale del círculo de nuestras ideas y de nuestros conocimientos, a primera vista parece imposible; cuanto más extraordinario, más objeciones plantea: he aquí por qué lo niegan. Aquel que examina la causa y que la descubre, encuentra allí una base y una razón de ser; comprende la posibilidad del hecho y, desde entonces, no lo rechaza más. Frecuentemente un hecho es inteligible por su vinculación con otros hechos; tomado separadamente, puede parecer extraño, increíble e incluso absurdo; pero si fuese uno de los eslabones de la cadena, si tuviera una base racional y si se lo pudiera explicar, desaparecerá toda anomalía. Ahora bien, para concebir este encadenamiento, para captar este conjunto donde uno es conducido de consecuencia en consecuencia, es necesario en todas las cosas, y tal vez aún más en el Espiritismo, una serie de observaciones racionales. Por lo tanto, el razonamiento es un poderoso elemento de convicción, hoy más que nunca, porque las ideas positivas nos llevan a saber el porqué y el cómo de cada cosa.
Nos sorprendemos con la persistente incredulidad, en materia de Espiritismo, por parte de las personas que ya han visto, mientras que otros que nada vieron son firmes creyentes; ¿será que estos últimos son personas superficiales que aceptan sin examen todo lo que se les dice? No; todo lo contrario: los primeros han visto, pero no comprenden; los últimos no vieron, pero comprenden, y comprenden porque razonan. El conjunto de razonamientos sobre los cuales se apoyan los hechos constituye la ciencia, aún una ciencia muy imperfecta, es cierto, cuyo apogeo ninguno de nosotros pretende haber alcanzado; pero, en fin, es una ciencia en sus comienzos, y nuestros estudios se dirigen hacia la investigación de todo lo que puede ampliarla y constituirla. He aquí lo que importa que se sepa bien fuera de este recinto, para que no se equivoquen sobre el objetivo que nos proponemos; para que sobre todo no piensen que, al venir aquí, van a encontrar una exhibición de Espíritus que se ofrecen para un espectáculo. La curiosidad tiene un límite: cuando se la satisface, ella busca un nuevo objeto de distracción. Aquel que no se detiene en la superficie, que observa más allá del efecto material, encuentra siempre algo para aprender; para éste, el razonamiento es una mina inagotable: no tiene límites. Además, nuestra línea de conducta no podría ser mejor trazada que por estas admirables palabras que el Espíritu san Luis nos ha dirigido, y que nunca deberíamos perder de vista: «Se han burlado de las mesas giratorias, pero jamás se burlarán de la filosofía, de la sabiduría y de la caridad que brillan en las comunicaciones serias. (...) que en otros lugares se hagan demostraciones físicas, que en otros lugares las vean y oigan, pero que entre vosotros se comprenda y se ame.»
Estas palabras: que entre vosotros se comprenda, son toda una enseñanza. Debemos comprender, y buscamos comprender, porque no queremos creer como ciegos: el razonamiento es la antorcha que nos guía. Pero el razonamiento de una sola persona puede errar, motivo por el cual quisimos reunirnos en sociedad, a fin de esclarecernos mutuamente con la ayuda recíproca de nuestras ideas y de nuestras observaciones. Al ubicarnos en este terreno, nos asemejamos a todas las otras instituciones científicas, y nuestros trabajos formarán más adeptos serios que si pasásemos el tiempo haciendo conque las mesas giren o den golpes. Rápidamente estaríamos saturados de eso; nuestro pensamiento exige un alimento más sólido: he aquí por qué buscamos penetrar los misterios del mundo invisible, cuyos primeros indicios son esos fenómenos elementales. Aquel que sabe leer, ¿se divierte repitiendo sin cesar el alfabeto? Tendríamos quizás una mayor concurrencia de curiosos, que se sucederían en nuestras sesiones como personajes de un panorama cambiante; pero dichos curiosos, que no podrían improvisar una convicción al ver un fenómeno para ellos inexplicado, que lo juzgarían sin profundizarlo, serían más bien un obstáculo a nuestros trabajos; he aquí por qué, al no querer desviarnos de nuestro carácter científico, apartamos a cualquiera que no venga hacia nosotros con una finalidad seria. El Espiritismo tiene consecuencias de una tal gravedad, toca en cuestiones de un alcance tan elevado, es la clave que explica tantos problemas, en fin, en Él extraemos enseñanzas filosóficas tan profundas, que al lado de todo eso una mesa giratoria es una mera niñería.
Decíamos que la observación de los hechos sin el razonamiento es insuficiente para dar una convicción completa, siendo considerada ligera la persona que se declarase convencida por un hecho que no haya comprendido; pero esta manera de proceder tiene otro inconveniente que es bueno señalar y del cual cada uno de nosotros ha podido ser testigo: es la manía de experimentación, que es su consecuencia natural. Aquel que ve un hecho espírita, sin haber estudiado todas sus circunstancias, generalmente no ve más que el hecho material, y a partir de entonces lo juzga desde el punto de vista de sus propias ideas, sin pensar que, fuera de las leyes conocidas, pueden y deben haber leyes desconocidas. Cree que puede manejarlo a su gusto; impone sus condiciones y dice que solamente se convencerá si el hecho se presenta de una cierta manera y no de otra. Él imagina que se hacen experiencias con los Espíritus como con una pila eléctrica; al no conocer la naturaleza de los mismos, ni su manera de ser, pues no las han estudiado de modo alguno, cree que puede imponer sobre ellos su voluntad, e imagina que deban actuar a una simple señal que obedezca a su capricho de convencerlo; porque se dispone a oírlos durante un cuarto de hora, piensa que ellos deben estar a sus órdenes. Estos son los errores en que no caen los que se dan al trabajo de profundizar los estudios; conocen los obstáculos y no piden lo imposible; en lugar de querer imponer su punto de vista a los Espíritus –actitud a la que éstos no se prestan de buen grado–, se ponen en el punto de vista de los Espíritus, y ahora los fenómenos cambian de aspecto. Para esto necesitamos paciencia, perseverancia y una firme voluntad, sin los cuales no se ha de llegar a nada. Aquel que quiere realmente saber debe someterse a las condiciones del asunto en cuestión, y no querer que la situación se someta a sus propias condiciones. He aquí por qué la Sociedad no se presta de manera alguna a experimentaciones que no darían resultado, porque Ella sabe por experiencia que el Espiritismo, como cualquier otra Ciencia, no se aprende en algunas horas y a la ligera. Como Ella es seria, sólo quiere tratar con gente seria, que comprenda las obligaciones impuestas por semejante estudio, desde que se quiera hacerlo con conciencia. La Sociedad no reconoce como serios los que dicen: Hacedme ver un hecho y he de convencerme. ¿Esto quiere decir que dejamos a un lado los hechos? Muy por el contrario, puesto que toda nuestra ciencia está basada en hechos; investigamos con empeño todos aquellos que nos ofrecen un objeto de estudio o que confirman los principios admitidos; lo que quiero decir es que no perdemos nuestro tiempo en reproducir los hechos que ya conocemos, como tampoco un físico no se divierte repitiendo sin cesar las experiencias que no le enseñan nada de nuevo. Dirigimos nuestras investigaciones a todo aquello que pueda esclarecer nuestra marcha, vinculándonos de preferencia a las comunicaciones inteligentes, que son la fuente de la filosofía espírita, cuyo campo es ilimitado y bien mayor que el de las manifestaciones puramente materiales, que sólo despiertan un interés momentáneo.
Dos sistemas igualmente preconizados y practicados se presentan en el modo de recibir las comunicaciones del Más Allá: los que prefieren esperar las comunicaciones espontáneas y los que las provocan al hacer un llamado directo a tal o cual Espíritu. Los primeros pretenden que en la ausencia de control para constatar la identidad de los Espíritus, esperando su buena voluntad, uno esté menos expuesto a ser inducido al error, ya que si el Espíritu habla es porque está presente y quiere hablar, mientras que no se tiene la certeza si aquel que uno llama puede venir o responder. Los segundos objetan que dejar hablar al primero que llega es abrir la puerta, tanto a los Espíritus malos como a los buenos. La incertidumbre de la identidad no es una objeción seria, puesto que frecuentemente hay medios de constatarla, y que además esta constatación es el objeto de un estudio vinculado a los propios principios de la ciencia; el Espíritu que habla espontáneamente se limita más comúnmente a las generalidades, en cuanto las preguntas le trazan un cuadro más positivo y más instructivo. Con respecto a nosotros, no condenamos sino los sistemas exclusivistas; sabemos que se obtienen muy buenas comunicaciones de uno y de otro modo, y si damos la preferencia al segundo, es porque la experiencia nos enseña que en las comunicaciones espontáneas los Espíritus embusteros se adornan con nombres respetables, más que en las evocaciones; incluso ellos tienen el campo más libre, mientras que con el método de preguntas se los domina y se los dirige mucho más fácilmente, sin contar que las cuestiones son de una indiscutible utilidad en los estudios. Es a este modo de investigar que debemos la multitud de observaciones que a cada día recogemos y que nos hacen penetrar más profundamente esos extraños misterios. Cuanto más avanzamos, más se amplía el horizonte ante nosotros, mostrándonos cuán vasto es el campo que tenemos que segar.
Las numerosas evocaciones que hemos hecho nos han permitido dirigir una mirada investigadora hacia el mundo invisible, desde la base hasta la cúspide, es decir, en lo que tiene de más ínfimo como en lo que hay de más sublime. La innumerable variedad de hechos y de caracteres que han surgido de esos estudios, realizados con una profunda calma, con atención sostenida y con la prudente circunspección de los observadores serios, nos abrió los arcanos de ese mundo tan nuevo para nosotros; el orden y el método utilizados en las investigaciones eran elementos indispensables para el éxito. En efecto, sabéis por experiencia que no basta llamar fortuitamente a tal o cual Espíritu; los Espíritus no vienen así a gusto de nuestro capricho, y no responden a todo lo que la fantasía nos lleva a preguntarles. Con los seres del Más Allá son necesarios algunos cuidados, como saber usar un lenguaje apropiado a su naturaleza, a sus cualidades morales, al grado de su inteligencia y a la posición que ocupan; con ellos, y según las circunstancias, debemos ser dominadores o sumisos, compasivos con los que sufren, humildes y respetuosos con los superiores, firmes con los malos y con los obstinados, que sólo subyugan a aquellos que los escuchan con complacencia; en fin, es necesario saber formular y encadenar metódicamente las preguntas para obtener respuestas más explícitas, con el objeto de captar en las respuestas los matices que, frecuentemente, son rasgos característicos y revelaciones importantes, los cuales escapan al observador superficial, inexperto o de ocasión. Por lo tanto, la manera de conversar con los Espíritus es un verdadero arte, que requiere tacto, conocimiento del terreno en el cual se pisa y constituye, propiamente hablando, el Espiritismo práctico. Las evocaciones, sabiamente dirigidas, pueden enseñar grandes cosas; ofrecen un poderoso elemento de interés, de moralidad y de convicción: de interés, porque nos hacen conocer el estado del mundo que nos espera a todos y del cual algunas veces se hace una idea tan extravagante; de moralidad, porque podemos ver en las mismas, por analogía, nuestro destino futuro; de convicción, porque en esas conversaciones íntimas encontramos la prueba manifiesta de la existencia y de la individualidad de los Espíritus, que no son otros sino nuestras almas liberadas de la materia terrestre. En general, al estar formada vuestra opinión sobre el Espiritismo, no tenéis necesidad de fundamentar vuestras convicciones en la prueba material de las manifestaciones físicas; también habéis querido, según el consejo de los Espíritus, concentraros en el estudio de los principios y de las cuestiones morales, sin por esto dejar a un lado el examen de los fenómenos que pueden ayudar en la investigación de la verdad.
La crítica ha buscado pretextos para reprocharnos el haber aceptado muy fácilmente las doctrinas de ciertos Espíritus, sobre todo en lo que concierne a las cuestiones científicas. Esas personas demuestran, con esto mismo, que ignoran el verdadero objeto de la ciencia espírita y que desconocen el que nosotros nos proponemos, lo que con razón nos da el derecho de devolverles la crítica ligera con que nos han juzgado. Ciertamente no es a vosotros que es preciso enseñaros la reserva con la cual debemos recibir aquello que proviene de los Espíritus; estamos lejos de tomar todas sus palabras como artículos de fe. Sabemos que entre ellos los hay de todos los grados de conocimiento y de moralidad; para nosotros, es toda una población que presenta variedades cien veces más numerosas que las que vemos entre los hombres; lo que nosotros queremos es estudiar esa población, llegar a conocerla y a comprenderla; para esto estudiamos las individualidades, observamos los diferentes matices y buscamos percibir los rasgos distintivos de sus costumbres, de sus hábitos y de su carácter; en fin, queremos identificarnos tanto como sea posible con el estado de ese mundo. Antes de ocupar una residencia, queremos saber bastante cómo es ella, si allí estaremos cómodamente instalados, conocer los hábitos de los vecinos que tendremos y el género de sociedad que podremos frecuentar. ¡Pues bien! Los Espíritus nos dan a conocer nuestra futura residencia y las costumbres del pueblo en medio del cual iremos vivir. Pero de la misma manera que entre nosotros hay personas ignorantes y de visión limitada, que hacen una idea incompleta de nuestro mundo material y del medio que no les es propio, también los Espíritus que poseen un horizonte moral limitado no pueden captar el conjunto, y aún están bajo el dominio de los prejuicios y de los sistemas; por lo tanto, tampoco pueden instruirnos sobre todo lo que sucede en el mundo espiritual, de la misma forma que un campesino no podría hacerlo con referencia al estado de la alta sociedad parisiense o del mundo erudito. Por lo tanto, sería tener de nuestro juicio una muy pobre opinión, si se pensara que escuchamos a todos los Espíritus como si fuesen oráculos. Los Espíritus son lo que son, y no podemos cambiar el orden de las cosas; al no ser todos perfectos, nosotros solamente aceptamos sus palabras con la reserva de verificación ulterior y no con la credulidad de los niños; juzgamos, comparamos, extraemos las consecuencias de nuestras observaciones, y sus propios errores son para nosotros enseñanzas, porque no renunciamos a nuestro discernimiento.
Estas observaciones se aplican igualmente a todas las teorías científicas que pueden dar los Espíritus. Sería demasiado cómodo que únicamente bastase que los interroguemos para encontrar la Ciencia totalmente resuelta y para poseer todos los secretos de la industria: solamente conquistaremos la Ciencia a costa de trabajo y de investigaciones; la misión de los Espíritus no es eximirnos de esta obligación. Además sabemos que ni todos saben todo, como también sabemos que entre ellos –como entre nosotros– existen pseudosabios, que creen saber lo que no saben y que hablan de lo que ignoran con la más imperturbable desfachatez. Por el hecho de un Espíritu decir que es el Sol que gira alrededor de la Tierra, y no al contrario, no por esto su teoría sería más verdadera porque provenga de él. Sepan, por lo tanto, aquellos que suponen que tenemos una credulidad tan pueril, que tomamos toda opinión expresada por un Espíritu como una opinión personal; que no la aceptamos sino después de haberla sometido al control de la lógica y de los medios de investigación que la propia ciencia espírita nos ofrece, medios que todos vosotros conocéis.
Señores, tal es el objetivo que la Sociedad se propone; ciertamente no soy yo quien va a enseñaros esto, pero me agrada recordarlo aquí para que mis palabras tengan repercusión allá afuera y para que nadie se equivoque cuanto a su verdadero carácter. Por mi parte, soy feliz por haberos acompañado a través de este camino serio, que eleva al Espiritismo a la categoría de ciencia filosófica. Vuestros trabajos ya han producido frutos, pero los que más tarde han de ser producidos son incalculables, si permanecéis –y de esto no tengo dudas– en las condiciones propicias para atraer a los Espíritus buenos entre vosotros.
El concurso de los Espíritus buenos es, en efecto, la condición sin la cual nadie puede esperar la verdad; ahora bien, este concurso depende de nosotros obtenerlo. La primera de todas las condiciones para conquistar su simpatía es el recogimiento y la pureza de las intenciones. Los Espíritus serios van adonde son llamados seriamente, con fe, fervor y confianza; no les gusta que los usen para hacer experiencia, ni para dar espectáculo; al contrario, les place instruir a aquellos que los interrogan sin segundas intenciones; los Espíritus ligeros, que se divierten por todo, van a todas partes y de preferencia adonde encuentran ocasiones para mistificar; los Espíritus malos son atraídos por los malos pensamientos, y por malos pensamientos es preciso entender todos aquellos que no estén de conformidad con los preceptos de la caridad evangélica. En toda reunión, por lo tanto, cualquiera que cultive sentimientos contrarios a estos preceptos, trae consigo a Espíritus deseosos de sembrar la perturbación, la discordia y la malquerencia.
La comunión de pensamientos y de sentimientos hacia el bien es por eso una condición de primera necesidad, y esta comunión no puede encontrarse en un medio heterogéneo donde tendrían acceso las pasiones inferiores del orgullo, de la envidia y de los celos, pasiones que siempre se delatan por la malevolencia y por la acrimonia del lenguaje, por más espeso que sea el velo con que se busque encubrirlas; es el abecé de la ciencia espírita. Si queremos cerrar la puerta de este recinto a los Espíritus malos, primero cerremos a éstos la puerta en nuestros corazones, y evitemos en nosotros todo lo que pueda darles motivo. Si algún día la Sociedad se vuelve víctima de Espíritus embusteros, lo será si ellos fueren atraídos a la misma; ¿por quién? Por aquellos en los que encontrasen eco, porque sólo van adonde saben que serán escuchados. Conocemos el proverbio: Dime con quién andas y te diré quién eres; podemos parafrasearlo de la siguiente manera con relación a nuestros Espíritus simpáticos: Dime lo que piensas y te diré con quién andas. Ahora bien, los pensamientos se traducen en actos; por lo tanto, si se admite que la discordia, el orgullo, la envidia y los celos sólo pueden ser inspirados por Espíritus malos, cualquiera que traiga aquí elementos de desunión, habría de suscitar dificultades, revelando por esto mismo la naturaleza de sus satélites ocultos, y no podríamos sino lamentar su presencia en el seno de la Sociedad. Dios permita que esto nunca suceda –así lo espero–, y con la asistencia de los Espíritus buenos, si sabemos volvernos favorables a éstos, la Sociedad se consolidará, ya sea por la consideración que hubiere merecido como por la utilidad de sus trabajos. Si únicamente tuviéramos en vista hacer experiencias de curiosidad, la naturaleza de las comunicaciones sería casi indiferente, porque sólo las tomaríamos por lo que ellas representan; pero como en nuestros estudios no buscamos divertirnos, ni al público, lo que nosotros queremos son comunicaciones verdaderas; para esto necesitamos la simpatía de los Espíritus buenos, y esta simpatía solamente es adquirida por aquellos que alejan a los malos en la sinceridad de su alma. Decir que jamás se hayan inmiscuido Espíritus ligeros entre nosotros, gracias a algunos puntos débiles, parecería demasiado presuntuoso y sería como pretender la perfección; inclusive los Espíritus superiores lo permiten, a fin de experimentar nuestra perspicacia y nuestro cuidado en la búsqueda de la verdad; pero nuestro juicio debe ponernos en guardia contra las trampas que pueden tendernos, y nos da en todos los casos los medios para evitarlas.
El objeto de la Sociedad no sólo consiste en la investigación de los principios de la ciencia espírita; va más lejos: también estudia sus consecuencias morales, porque es sobre todo en éstas que encuentra su verdadera utilidad.
Nuestros estudios nos enseñan que el mundo invisible que nos rodea influye constantemente sobre el mundo visible; ellos nos lo muestran como una de las fuerzas de la Naturaleza; conocer los efectos de esta fuerza oculta que nos domina y nos subyuga sin darnos cuenta, ¿no es tener la clave de más de un problema, como también la explicación de una multitud de hechos que pasan desapercibidos? Si esos efectos pueden ser funestos, conocer la causa del mal ¿no es tener el medio de preservarse al respecto, así como el conocimiento de las propiedades de la electricidad nos ha dado el medio de atenuar los efectos desastrosos del rayo? Si entonces sucumbimos, no podremos quejarnos sino de nosotros mismos, porque no tendremos la ignorancia como excusa. El peligro está en el dominio que los Espíritus malos ejercen sobre los individuos, y este dominio no es solamente funesto desde el punto de vista de los errores de principios que pueden propagar, sino también desde el punto de vista de los intereses de la vida material. La experiencia nos enseña que un individuo jamás queda impune cuando se abandona a la dominación de ellos, porque sus intenciones nunca pueden ser buenas. Una de sus tácticas para alcanzar dichos fines es la desunión, porque saben muy bien que dominarán fácilmente al que esté privado de apoyo; así, cuando ellos quieren ejercer dominio sobre alguien, su primer cuidado es siempre inspirarle la desconfianza y el alejamiento de cualquiera que pueda desenmascararlos con el esclarecimiento de consejos sanos; una vez ganado el terreno, pueden fascinarlo a voluntad con promesas seductoras y subyugarlo adulándole sus inclinaciones, aprovechando con esto todos los puntos débiles que encuentren, para después hacerle sentir mejor la amargura de las decepciones, herirlo en sus afectos, humillarlo en su orgullo y a menudo elevarlo solamente por un instante para luego precipitarlo desde más alto.
Señores, he aquí lo que nos muestran los ejemplos que se desdoblan ante nuestros ojos a cada instante, tanto en el mundo de los Espíritus como en el mundo corporal, ejemplos que podemos aprovechar para nosotros mismos, mientras que también buscamos volverlos provechosos para los otros. Pero se dirá, ¿no atraeréis a Espíritus malos al evocar a hombres que han sido lo peor de la sociedad? No, porque nunca sufrimos su influencia. Hay peligro cuando es el Espíritu que se IMPONE; jamás cuando nos IMPONEMOS al Espíritu. Ya sabéis que esos Espíritus no vienen a vuestro llamado sino constreñidos y forzados, y que en general se sienten tan incómodos en nuestro medio que siempre tienen prisa por irse. Su presencia es para nosotros un estudio, porque para conocer es necesario ver todo; el médico sólo llega al apogeo del conocimiento cuando sonda las llagas más purulentas; ahora bien, esta comparación del médico es muy justa, ya que sabéis cuántas llagas nosotros hemos cicatrizado y cuántos sufrimientos hemos consolado; nuestro deber es el de mostrarnos caritativos y benevolentes para con los seres del Más Allá, como para nuestros pares.
Señores, personalmente gozaría de un privilegio inaudito si estuviese al abrigo de la crítica. Nadie queda en evidencia sin exponerse a los dardos de aquellos que no piensan como nosotros. Pero hay dos especies de crítica: una que es malévola, acerba, envenenada, donde la envidia se traiciona a cada palabra; la otra, que tiene como objetivo la búsqueda sincera de la verdad, posee procedimientos completamente diferentes. La primera no merece respuesta: nunca me preocupé al respecto. Únicamente la segunda es discutible.
Algunas personas han dicho que yo iba demasiado rápido en las teorías espíritas; que el tiempo para establecerlas no había aún llegado y que las observaciones no eran lo bastante completas. Permitidme algunas palabras al respecto.
Dos cosas deben ser consideradas en el Espiritismo: la parte experimental y la parte filosófica o teórica. Haciendo abstracción de la enseñanza dada por los Espíritus, pregunto si, en mi nombre, no tengo el derecho –como tantos otros– de elucubrar un sistema de filosofía. El campo de las opiniones, ¿no está abierto a todo el mundo? ¿Por qué, entonces, yo no podría dar a conocer el mío? Cabe al público juzgar si dicho sistema tiene o no sentido común. Pero esta teoría, en lugar de darme algún mérito –si mérito existe–, yo mismo declaro que emana completamente de los Espíritus. –De acuerdo –dicen–, pero estáis yendo demasiado lejos. –Aquellos que pretenden dar la clave de los misterios de la Creación, revelando el principio de las cosas y la naturaleza infinita de Dios, ¿no van más lejos que yo, que declaro, en nombre de los Espíritus, que no es dado al hombre ahondar estas cosas sobre las cuales sólo se pueden establecer conjeturas más o menos probables? –Estáis yendo demasiado rápido. –¿Sería un error haber precedido a ciertas personas? Además, ¿quién las impide de andar? –Dicen que los hechos no han sido aún suficientemente observados. –Pero si yo, con o sin razón, creo haberlos observado lo suficiente, ¿debo esperar por el capricho de los que quedaron atrás? Mis publicaciones no le bloquean el camino a nadie. –Puesto que los Espíritus están sujetos a equivocarse, ¿quién os garantiza que aquellos que os enseñaron no se engañaron? –En efecto, he aquí toda la cuestión, porque objetarnos precipitación es demasiado pueril. ¡Pues bien! Debo decir en qué se fundamenta mi confianza en la veracidad y en la superioridad de los Espíritus que me han instruido. Primero diré que, según sus consejos, yo no acepto nada sin examen y sin control; únicamente adopto una idea cuando ella me parece racional, lógica, que esté de acuerdo con los hechos y con las observaciones, y si nada de serio viene a contradecirla. Pero mi juicio no podrá ser un criterio infalible; el consentimiento que he encontrado por parte de una multitud de personas más esclarecidas que yo, constituye mi primera garantía; encuentro otra, no menos preponderante, en el carácter de las comunicaciones que me han sido dadas desde que me ocupo con el Espiritismo. Puedo decir que dichos Espíritus superiores nunca han dejado escapar una única palabra contraria al bien, un único signo, como siempre lo hacen los Espíritus inferiores –que con esto se delatan–, incluso los más astutos; jamás han intentado dominar; nunca han expresado consejos equivocados o contrarios a la caridad y a la benevolencia; jamás han dado prescripciones ridículas. Lejos de esto; en aquellos sólo he encontrado grandes, nobles y sublimes pensamientos, exentos de pequeñez y de mezquindad; en una palabra, las relaciones que han entablado conmigo, desde las menores hasta las mayores cosas, siempre han sido las mejores, y si hubiera sido un hombre que me hablase eso, lo hubiese considerado el mejor, el más sabio, el más prudente, el más moral y el más esclarecido. Señores, aquí están los motivos de mi confianza, corroborada por la identidad de la enseñanza dada a una multitud de otras personas, antes y después de la publicación de mis obras. El futuro dirá si estoy o no con la verdad; a la espera de esto, pienso que he ayudado al progreso del Espiritismo al aportar algunas piedras a su edificio. Mostrando que los hechos pueden fundamentarse en el razonamiento, habré contribuido para hacerlo salir de la senda frívola de la curiosidad, para hacerlo entrar en la senda seria de la demostración, la única que puede satisfacer a los hombres que piensan y que no se detienen en la superficie.
Termino, señores, con un breve examen de una cuestión de actualidad. Algunos hablan que otras Sociedades quieren hacer rivalidad con la nuestra. Dicen que una ya cuenta con 300 miembros y que posee importantes recursos financieros. Prefiero creer que no sea una fanfarronería, que sería tan poco halagadora para los Espíritus que la hayan suscitado como para aquellos que hayan hecho el eco. Si fuere una realidad, nosotros la felicitaremos sinceramente, desde que la misma obtenga la necesaria unidad de sentimientos para desbaratar la influencia de los Espíritus malos y para consolidar su existencia.
Ignoro completamente cuáles son los elementos de la Sociedad o de las Sociedades que dicen querer formar; por lo tanto, no haré más que una observación general.
Hay en París y alrededores una multitud de reuniones íntimas –como antaño lo era la nuestra– en que las personas se ocupan más o menos seriamente de las manifestaciones espíritas, sin hablar de los Estados Unidos, donde se cuentan por millares. Conozco algunas en que las evocaciones se hacen en las mejores condiciones y adonde se obtienen cosas muy notables; es la consecuencia natural del número creciente de médiums que se desarrollan en todas partes, a pesar de los sarcasmos; y cuanto más avancemos, más se multiplicarán esos Centros. Formados espontáneamente por elementos muy poco numerosos y variables, tales Centros nada tienen de fijo ni de regular, y no constituyen Sociedades propiamente dichas. Para una Sociedad regularmente organizada son necesarias condiciones de vitalidad muy diferentes, en razón del propio número de miembros que la componen, de la estabilidad y de la permanencia. La primera de todas es la homogeneidad en los principios y en la manera de ver. Toda Sociedad formada por elementos heterogéneos lleva en sí misma el germen de su disolución; podemos considerarla como nacida muerta, sea cual fuere su objeto: político, religioso, científico o económico. Una Sociedad Espírita requiere otra condición si es que desean obtener allí comunicaciones serias: la asistencia de los Espíritus buenos; si dejan a los Espíritus malos asumir la situación, no obtendrán más que mentiras, decepciones y mistificaciones; este es precio de su propia existencia, ya que los malos serán los primeros agentes de su destrucción; éstos habrán de minar a la Sociedad poco a poco, si es que no la destruyen de entrada. Sin homogeneidad no habrá de manera alguna comunión de pensamientos, y por lo tanto nada de calma ni de recogimiento posibles; ahora bien, los Espíritus buenos sólo vienen cuando se encuentran estas condiciones; ¿cómo encontrarlas en una reunión cuyas creencias son divergentes, donde inclusive ni algunos miembros creen y, por consecuencia, donde domina sin cesar el espíritu de oposición y de controversia? Ellos sólo asisten a los que quieren fervorosamente esclarecerse hacia el bien, sin segundas intenciones, y no para satisfacer una vana curiosidad. Querer formar una Sociedad Espírita fuera de estas condiciones, será dar prueba de la más absoluta ignorancia de los principios más elementales del Espiritismo.
¿Somos entonces los únicos capaces de reunir dichas condiciones? Sería lamentable y bien ridículo pensar así. Lo que nosotros hemos hecho, otros seguramente pueden hacerlo. Por lo tanto, que otras Sociedades se ocupen de trabajos iguales a los nuestros, que prosperen y se multipliquen mejor que nosotros, mil veces mejor, porque será una señal de progreso en las ideas morales; sobre todo mucho mejor si fueren bien asistidas y si tuvieren buenas comunicaciones, porque no tenemos la pretensión de ser los únicos privilegiados al respecto. Como sólo tenemos en vista nuestra instrucción personal y el interés de la ciencia, que nuestra Sociedad no tenga ningún pensamiento de especulación, ni directo ni indirecto, que no apunte ninguna visión ambiciosa y que su existencia no repose de forma alguna sobre una cuestión de dinero; que las otras Sociedades sean para nosotros como hermanas, y no competidoras; si fuésemos envidiosos, probaríamos con esto que somos asistidos por Espíritus malos. Si una de ellas se forma con el propósito de crear una rivalidad y con la intención oculta de suplantarnos, revelaría por su propio objetivo la naturaleza de los Espíritus que presidieron su formación, porque este pensamiento no sería bueno ni caritativo, y los Espíritus buenos no simpatizan con los sentimientos de odio, de envidia y de ambición.
Además, nosotros tenemos un medio infalible para no temer ninguna rivalidad; es san Luis quien nos lo ha dado: que entre vosotros se comprenda y se ame, nos ha dicho. Por lo tanto, trabajemos para comprendernos; luchemos al lado de los otros, pero luchemos con caridad y con abnegación. Que el amor al prójimo esté inscripto en nuestra bandera y que sea nuestra divisa; con esto arrostraremos los sarcasmos y la influencia de los Espíritus malos. En este terreno es mejor que nos igualen, porque serán hermanos que se nos acercan; entretanto, siempre depende de nosotros no ser sobrepasados.
Pero –dirán– tenéis una manera de ver que no es la nuestra; no podemos simpatizar con principios que no admitimos, porque nada prueba que estéis con la verdad. A esto responderé: Nada prueba que vosotros estéis más con la verdad que nosotros, porque todavía dudáis, y la duda no es una doctrina. Podemos diferir de opinión sobre puntos de la ciencia sin que nos ofendan y sin que nos tiren piedras, lo que incluso sería muy poco digno y muy poco científico. Investigad entonces por vuestro lado, como nosotros investigamos por el nuestro; el futuro dará la razón a quien tenga derecho. Si hubiere alguna equivocación de nuestra parte, no tendremos el tonto amor propio que se aferra a las ideas falsas; pero hay principios en los cuales tenemos la certeza de que no nos equivocamos: el amor al bien, la abnegación, la abjuración de todo sentimiento de envidia y de celos; estos son nuestros principios, y con esos principios podemos siempre simpatizar sin comprometernos; es el lazo que debe unir a todos los hombres de bien, sea cual fuere la divergencia de sus opiniones: sólo el egoísmo pone entre ellos una barrera infranqueable.
Señores, tales son las observaciones que he creído un deber presentaros al dejar las funciones que me hubisteis confiado; agradezco del fondo del corazón a todos aquellos que han tenido a bien darme testimonios de simpatía. Pase lo que pase, mi vida está consagrada a la Obra que emprendimos, y seré feliz si mis esfuerzos pueden ayudar a hacerla entrar en la senda seria que es su esencia, la única que puede asegurar su futuro. El objetivo del Espiritismo es el de mejorar a los que lo comprenden; tratemos de dar el ejemplo y de mostrar que, para nosotros, la Doctrina no es una letra muerta. En una palabra, seamos dignos de los Espíritus buenos, si queremos que los Espíritus buenos nos asistan. El bien es una coraza contra la cual siempre han de quebrarse las armas de la malevolencia.
Vosotros conocéis su origen: Ella se ha formado sin una intención premeditada, sin un proyecto preconcebido. Algunos amigos se reunían en mi casa en un pequeño grupo; poco a poco estos amigos me pidieron permiso para presentarme a sus amigos. Por entonces no había un presidente: eran reuniones íntimas de ocho a diez personas, similares a centenas que existen en París y alrededores; entretanto, era natural que en mi hogar yo tuviese la dirección de lo que allí se hacía, ya sea como dueño de la casa o también en razón de los estudios especiales que ya había hecho y que me daban una cierta experiencia en la materia.
El interés que despertaban esas reuniones iba creciendo, no obstante nos ocupásemos de cosas muy serias; poco a poco, el número de asistentes fue aumentando uno a uno, y mi modesto salón, muy poco adecuado para una asamblea, se volvió insuficiente. Fue entonces que algunos de vosotros propusieron buscar otro más cómodo, dividiendo así los gastos, pues creían que no era justo que todo corriese por mi cuenta, como sucedía hasta ese momento. Pero para reunirnos regularmente por encima de un cierto número, y en otro local, era necesario que estuviésemos de conformidad con las exigencias legales, tener un reglamento, y por consiguiente un presidente designado; en fin, era preciso constituir una Sociedad: es lo que ha tenido lugar con el consentimiento de la autoridad constituida, cuya benevolencia no nos ha faltado. También era necesario imprimir a los trabajos una dirección metódica y uniforme, y consentisteis encargarme de continuar aquello que hacía en casa, en nuestras reuniones particulares.
He ejercido mis funciones, que puedo llamar de laboriosas, con toda la exactitud y con toda la devoción de que he sido capaz; desde el punto de vista administrativo me he esforzado por mantener en las sesiones un orden riguroso, y por darles un carácter de gravedad sin el cual el prestigio de asamblea seria habría desaparecido rápidamente. Ahora que mi tarea ha terminado y que el impulso ha sido dado, debo comunicaros la resolución que he tomado de renunciar, en el futuro, a toda especie de función en la Sociedad, inclusive a la de director de estudios; yo no ambiciono sino un título: el de simple miembro titular, con el cual me sentiré siempre feliz y honrado. El motivo de mi determinación está en la multiplicidad de mis trabajos, que aumentan todos los días por la extensión de mis relaciones, porque además de aquello que conocéis, preparo otros trabajos más considerables que exigen largos y laboriosos estudios, y que no me absorberán menos de diez años; ahora bien, las tareas de la Sociedad me toman mucho tiempo, tanto en la preparación, en la coordinación, como en la redacción final. Además de ello, reclaman una asiduidad a menudo perjudicial para mis ocupaciones personales y vuelven indispensable la iniciativa casi exclusiva que me habéis dejado. Señores, es por esta razón que tan frecuentemente debo tomar la palabra, lamentando también que los miembros eminentemente esclarecidos que tenemos nos priven de sus luces. Desde hace tiempo que deseo renunciar a esas funciones; he expresado esto en diversas circunstancias y de una manera muy explícita a varios de mis compañeros, ya sea aquí o personalmente, y en particular al Sr. Ledoyen. Yo lo habría hecho antes, sin recelo de causar perturbación a la Sociedad, retirándome en la mitad del año social, pero podría parecer una deserción; y era preciso no dar esta satisfacción a nuestros adversarios. Por lo tanto, cumplí mi deber al desempeñar mi tarea hasta el fin; hoy, sin embargo, que esos motivos no existen más, me adelanto en anunciaros mi resolución, a fin de no dificultar la elección que haréis. Es justo que cada uno participe de los encargos y de los honores.
Desde hace un año que la Sociedad viene creciendo rápidamente en importancia; el número de los miembros titulares ha triplicado en algunos meses; tiene numerosos corresponsales en los dos continentes, y los oyentes habrían sobrepasado el límite de lo posible si no hubiésemos puesto un freno, determinado por la estricta ejecución del reglamento. Entre los ilustres oyentes se cuentan las más altas notabilidades sociales. La prontitud con la que solicitan ser admitidos a nuestras sesiones muestra el interés que se tiene por ellas, no obstante la ausencia de toda experimentación destinada a satisfacer la curiosidad, y quizás en razón de su propia simplicidad. Si ni todos salen convencidos –lo que sería pedir lo imposible–, las personas serias, aquellas que no vienen con el prejuicio de denigrar, llevan de la seriedad de nuestros trabajos una impresión que las predispone a profundizar esas cuestiones. Además, no tenemos sino que aplaudir las restricciones que hemos hecho a la admisión de oyentes extraños: nos evitamos así una multitud de curiosos inoportunos. La medida por la cual nosotros hemos limitado esta admisión a ciertas sesiones, reservando las otras únicamente para los miembros de la Sociedad, ha tenido como resultado darnos más libertad en los estudios, que podrían ser obstaculizados por la presencia de personas aún no esclarecidas y cuya simpatía no estuviese garantizada.
Estas restricciones han de parecer muy naturales a los que conocen el objetivo de nuestra Institución, y que ante todo saben que nosotros somos una Sociedad de estudios y de investigaciones, y no una arena de propaganda; es por esta razón que no admitimos en nuestras filas aquellos que, no teniendo las primeras nociones de la ciencia, nos harían incesantemente perder tiempo con demostraciones elementales repetidas. Sin duda, todos nosotros deseamos la propagación de las ideas que profesamos, porque sabemos que son útiles, y por eso cada uno contribuye con su parte; pero también sabemos que la convicción sólo se adquiere a través de continuas observaciones, y no por algunos hechos aislados, sin continuidad y sin razonamiento, contra los cuales la incredulidad siempre puede plantear objeciones. Se dirá que un hecho es siempre un hecho; indudablemente este es un argumento sin réplica, desde que no sea refutado ni refutable. Cuando un hecho sale del círculo de nuestras ideas y de nuestros conocimientos, a primera vista parece imposible; cuanto más extraordinario, más objeciones plantea: he aquí por qué lo niegan. Aquel que examina la causa y que la descubre, encuentra allí una base y una razón de ser; comprende la posibilidad del hecho y, desde entonces, no lo rechaza más. Frecuentemente un hecho es inteligible por su vinculación con otros hechos; tomado separadamente, puede parecer extraño, increíble e incluso absurdo; pero si fuese uno de los eslabones de la cadena, si tuviera una base racional y si se lo pudiera explicar, desaparecerá toda anomalía. Ahora bien, para concebir este encadenamiento, para captar este conjunto donde uno es conducido de consecuencia en consecuencia, es necesario en todas las cosas, y tal vez aún más en el Espiritismo, una serie de observaciones racionales. Por lo tanto, el razonamiento es un poderoso elemento de convicción, hoy más que nunca, porque las ideas positivas nos llevan a saber el porqué y el cómo de cada cosa.
Nos sorprendemos con la persistente incredulidad, en materia de Espiritismo, por parte de las personas que ya han visto, mientras que otros que nada vieron son firmes creyentes; ¿será que estos últimos son personas superficiales que aceptan sin examen todo lo que se les dice? No; todo lo contrario: los primeros han visto, pero no comprenden; los últimos no vieron, pero comprenden, y comprenden porque razonan. El conjunto de razonamientos sobre los cuales se apoyan los hechos constituye la ciencia, aún una ciencia muy imperfecta, es cierto, cuyo apogeo ninguno de nosotros pretende haber alcanzado; pero, en fin, es una ciencia en sus comienzos, y nuestros estudios se dirigen hacia la investigación de todo lo que puede ampliarla y constituirla. He aquí lo que importa que se sepa bien fuera de este recinto, para que no se equivoquen sobre el objetivo que nos proponemos; para que sobre todo no piensen que, al venir aquí, van a encontrar una exhibición de Espíritus que se ofrecen para un espectáculo. La curiosidad tiene un límite: cuando se la satisface, ella busca un nuevo objeto de distracción. Aquel que no se detiene en la superficie, que observa más allá del efecto material, encuentra siempre algo para aprender; para éste, el razonamiento es una mina inagotable: no tiene límites. Además, nuestra línea de conducta no podría ser mejor trazada que por estas admirables palabras que el Espíritu san Luis nos ha dirigido, y que nunca deberíamos perder de vista: «Se han burlado de las mesas giratorias, pero jamás se burlarán de la filosofía, de la sabiduría y de la caridad que brillan en las comunicaciones serias. (...) que en otros lugares se hagan demostraciones físicas, que en otros lugares las vean y oigan, pero que entre vosotros se comprenda y se ame.»
Estas palabras: que entre vosotros se comprenda, son toda una enseñanza. Debemos comprender, y buscamos comprender, porque no queremos creer como ciegos: el razonamiento es la antorcha que nos guía. Pero el razonamiento de una sola persona puede errar, motivo por el cual quisimos reunirnos en sociedad, a fin de esclarecernos mutuamente con la ayuda recíproca de nuestras ideas y de nuestras observaciones. Al ubicarnos en este terreno, nos asemejamos a todas las otras instituciones científicas, y nuestros trabajos formarán más adeptos serios que si pasásemos el tiempo haciendo conque las mesas giren o den golpes. Rápidamente estaríamos saturados de eso; nuestro pensamiento exige un alimento más sólido: he aquí por qué buscamos penetrar los misterios del mundo invisible, cuyos primeros indicios son esos fenómenos elementales. Aquel que sabe leer, ¿se divierte repitiendo sin cesar el alfabeto? Tendríamos quizás una mayor concurrencia de curiosos, que se sucederían en nuestras sesiones como personajes de un panorama cambiante; pero dichos curiosos, que no podrían improvisar una convicción al ver un fenómeno para ellos inexplicado, que lo juzgarían sin profundizarlo, serían más bien un obstáculo a nuestros trabajos; he aquí por qué, al no querer desviarnos de nuestro carácter científico, apartamos a cualquiera que no venga hacia nosotros con una finalidad seria. El Espiritismo tiene consecuencias de una tal gravedad, toca en cuestiones de un alcance tan elevado, es la clave que explica tantos problemas, en fin, en Él extraemos enseñanzas filosóficas tan profundas, que al lado de todo eso una mesa giratoria es una mera niñería.
Decíamos que la observación de los hechos sin el razonamiento es insuficiente para dar una convicción completa, siendo considerada ligera la persona que se declarase convencida por un hecho que no haya comprendido; pero esta manera de proceder tiene otro inconveniente que es bueno señalar y del cual cada uno de nosotros ha podido ser testigo: es la manía de experimentación, que es su consecuencia natural. Aquel que ve un hecho espírita, sin haber estudiado todas sus circunstancias, generalmente no ve más que el hecho material, y a partir de entonces lo juzga desde el punto de vista de sus propias ideas, sin pensar que, fuera de las leyes conocidas, pueden y deben haber leyes desconocidas. Cree que puede manejarlo a su gusto; impone sus condiciones y dice que solamente se convencerá si el hecho se presenta de una cierta manera y no de otra. Él imagina que se hacen experiencias con los Espíritus como con una pila eléctrica; al no conocer la naturaleza de los mismos, ni su manera de ser, pues no las han estudiado de modo alguno, cree que puede imponer sobre ellos su voluntad, e imagina que deban actuar a una simple señal que obedezca a su capricho de convencerlo; porque se dispone a oírlos durante un cuarto de hora, piensa que ellos deben estar a sus órdenes. Estos son los errores en que no caen los que se dan al trabajo de profundizar los estudios; conocen los obstáculos y no piden lo imposible; en lugar de querer imponer su punto de vista a los Espíritus –actitud a la que éstos no se prestan de buen grado–, se ponen en el punto de vista de los Espíritus, y ahora los fenómenos cambian de aspecto. Para esto necesitamos paciencia, perseverancia y una firme voluntad, sin los cuales no se ha de llegar a nada. Aquel que quiere realmente saber debe someterse a las condiciones del asunto en cuestión, y no querer que la situación se someta a sus propias condiciones. He aquí por qué la Sociedad no se presta de manera alguna a experimentaciones que no darían resultado, porque Ella sabe por experiencia que el Espiritismo, como cualquier otra Ciencia, no se aprende en algunas horas y a la ligera. Como Ella es seria, sólo quiere tratar con gente seria, que comprenda las obligaciones impuestas por semejante estudio, desde que se quiera hacerlo con conciencia. La Sociedad no reconoce como serios los que dicen: Hacedme ver un hecho y he de convencerme. ¿Esto quiere decir que dejamos a un lado los hechos? Muy por el contrario, puesto que toda nuestra ciencia está basada en hechos; investigamos con empeño todos aquellos que nos ofrecen un objeto de estudio o que confirman los principios admitidos; lo que quiero decir es que no perdemos nuestro tiempo en reproducir los hechos que ya conocemos, como tampoco un físico no se divierte repitiendo sin cesar las experiencias que no le enseñan nada de nuevo. Dirigimos nuestras investigaciones a todo aquello que pueda esclarecer nuestra marcha, vinculándonos de preferencia a las comunicaciones inteligentes, que son la fuente de la filosofía espírita, cuyo campo es ilimitado y bien mayor que el de las manifestaciones puramente materiales, que sólo despiertan un interés momentáneo.
Dos sistemas igualmente preconizados y practicados se presentan en el modo de recibir las comunicaciones del Más Allá: los que prefieren esperar las comunicaciones espontáneas y los que las provocan al hacer un llamado directo a tal o cual Espíritu. Los primeros pretenden que en la ausencia de control para constatar la identidad de los Espíritus, esperando su buena voluntad, uno esté menos expuesto a ser inducido al error, ya que si el Espíritu habla es porque está presente y quiere hablar, mientras que no se tiene la certeza si aquel que uno llama puede venir o responder. Los segundos objetan que dejar hablar al primero que llega es abrir la puerta, tanto a los Espíritus malos como a los buenos. La incertidumbre de la identidad no es una objeción seria, puesto que frecuentemente hay medios de constatarla, y que además esta constatación es el objeto de un estudio vinculado a los propios principios de la ciencia; el Espíritu que habla espontáneamente se limita más comúnmente a las generalidades, en cuanto las preguntas le trazan un cuadro más positivo y más instructivo. Con respecto a nosotros, no condenamos sino los sistemas exclusivistas; sabemos que se obtienen muy buenas comunicaciones de uno y de otro modo, y si damos la preferencia al segundo, es porque la experiencia nos enseña que en las comunicaciones espontáneas los Espíritus embusteros se adornan con nombres respetables, más que en las evocaciones; incluso ellos tienen el campo más libre, mientras que con el método de preguntas se los domina y se los dirige mucho más fácilmente, sin contar que las cuestiones son de una indiscutible utilidad en los estudios. Es a este modo de investigar que debemos la multitud de observaciones que a cada día recogemos y que nos hacen penetrar más profundamente esos extraños misterios. Cuanto más avanzamos, más se amplía el horizonte ante nosotros, mostrándonos cuán vasto es el campo que tenemos que segar.
Las numerosas evocaciones que hemos hecho nos han permitido dirigir una mirada investigadora hacia el mundo invisible, desde la base hasta la cúspide, es decir, en lo que tiene de más ínfimo como en lo que hay de más sublime. La innumerable variedad de hechos y de caracteres que han surgido de esos estudios, realizados con una profunda calma, con atención sostenida y con la prudente circunspección de los observadores serios, nos abrió los arcanos de ese mundo tan nuevo para nosotros; el orden y el método utilizados en las investigaciones eran elementos indispensables para el éxito. En efecto, sabéis por experiencia que no basta llamar fortuitamente a tal o cual Espíritu; los Espíritus no vienen así a gusto de nuestro capricho, y no responden a todo lo que la fantasía nos lleva a preguntarles. Con los seres del Más Allá son necesarios algunos cuidados, como saber usar un lenguaje apropiado a su naturaleza, a sus cualidades morales, al grado de su inteligencia y a la posición que ocupan; con ellos, y según las circunstancias, debemos ser dominadores o sumisos, compasivos con los que sufren, humildes y respetuosos con los superiores, firmes con los malos y con los obstinados, que sólo subyugan a aquellos que los escuchan con complacencia; en fin, es necesario saber formular y encadenar metódicamente las preguntas para obtener respuestas más explícitas, con el objeto de captar en las respuestas los matices que, frecuentemente, son rasgos característicos y revelaciones importantes, los cuales escapan al observador superficial, inexperto o de ocasión. Por lo tanto, la manera de conversar con los Espíritus es un verdadero arte, que requiere tacto, conocimiento del terreno en el cual se pisa y constituye, propiamente hablando, el Espiritismo práctico. Las evocaciones, sabiamente dirigidas, pueden enseñar grandes cosas; ofrecen un poderoso elemento de interés, de moralidad y de convicción: de interés, porque nos hacen conocer el estado del mundo que nos espera a todos y del cual algunas veces se hace una idea tan extravagante; de moralidad, porque podemos ver en las mismas, por analogía, nuestro destino futuro; de convicción, porque en esas conversaciones íntimas encontramos la prueba manifiesta de la existencia y de la individualidad de los Espíritus, que no son otros sino nuestras almas liberadas de la materia terrestre. En general, al estar formada vuestra opinión sobre el Espiritismo, no tenéis necesidad de fundamentar vuestras convicciones en la prueba material de las manifestaciones físicas; también habéis querido, según el consejo de los Espíritus, concentraros en el estudio de los principios y de las cuestiones morales, sin por esto dejar a un lado el examen de los fenómenos que pueden ayudar en la investigación de la verdad.
La crítica ha buscado pretextos para reprocharnos el haber aceptado muy fácilmente las doctrinas de ciertos Espíritus, sobre todo en lo que concierne a las cuestiones científicas. Esas personas demuestran, con esto mismo, que ignoran el verdadero objeto de la ciencia espírita y que desconocen el que nosotros nos proponemos, lo que con razón nos da el derecho de devolverles la crítica ligera con que nos han juzgado. Ciertamente no es a vosotros que es preciso enseñaros la reserva con la cual debemos recibir aquello que proviene de los Espíritus; estamos lejos de tomar todas sus palabras como artículos de fe. Sabemos que entre ellos los hay de todos los grados de conocimiento y de moralidad; para nosotros, es toda una población que presenta variedades cien veces más numerosas que las que vemos entre los hombres; lo que nosotros queremos es estudiar esa población, llegar a conocerla y a comprenderla; para esto estudiamos las individualidades, observamos los diferentes matices y buscamos percibir los rasgos distintivos de sus costumbres, de sus hábitos y de su carácter; en fin, queremos identificarnos tanto como sea posible con el estado de ese mundo. Antes de ocupar una residencia, queremos saber bastante cómo es ella, si allí estaremos cómodamente instalados, conocer los hábitos de los vecinos que tendremos y el género de sociedad que podremos frecuentar. ¡Pues bien! Los Espíritus nos dan a conocer nuestra futura residencia y las costumbres del pueblo en medio del cual iremos vivir. Pero de la misma manera que entre nosotros hay personas ignorantes y de visión limitada, que hacen una idea incompleta de nuestro mundo material y del medio que no les es propio, también los Espíritus que poseen un horizonte moral limitado no pueden captar el conjunto, y aún están bajo el dominio de los prejuicios y de los sistemas; por lo tanto, tampoco pueden instruirnos sobre todo lo que sucede en el mundo espiritual, de la misma forma que un campesino no podría hacerlo con referencia al estado de la alta sociedad parisiense o del mundo erudito. Por lo tanto, sería tener de nuestro juicio una muy pobre opinión, si se pensara que escuchamos a todos los Espíritus como si fuesen oráculos. Los Espíritus son lo que son, y no podemos cambiar el orden de las cosas; al no ser todos perfectos, nosotros solamente aceptamos sus palabras con la reserva de verificación ulterior y no con la credulidad de los niños; juzgamos, comparamos, extraemos las consecuencias de nuestras observaciones, y sus propios errores son para nosotros enseñanzas, porque no renunciamos a nuestro discernimiento.
Estas observaciones se aplican igualmente a todas las teorías científicas que pueden dar los Espíritus. Sería demasiado cómodo que únicamente bastase que los interroguemos para encontrar la Ciencia totalmente resuelta y para poseer todos los secretos de la industria: solamente conquistaremos la Ciencia a costa de trabajo y de investigaciones; la misión de los Espíritus no es eximirnos de esta obligación. Además sabemos que ni todos saben todo, como también sabemos que entre ellos –como entre nosotros– existen pseudosabios, que creen saber lo que no saben y que hablan de lo que ignoran con la más imperturbable desfachatez. Por el hecho de un Espíritu decir que es el Sol que gira alrededor de la Tierra, y no al contrario, no por esto su teoría sería más verdadera porque provenga de él. Sepan, por lo tanto, aquellos que suponen que tenemos una credulidad tan pueril, que tomamos toda opinión expresada por un Espíritu como una opinión personal; que no la aceptamos sino después de haberla sometido al control de la lógica y de los medios de investigación que la propia ciencia espírita nos ofrece, medios que todos vosotros conocéis.
Señores, tal es el objetivo que la Sociedad se propone; ciertamente no soy yo quien va a enseñaros esto, pero me agrada recordarlo aquí para que mis palabras tengan repercusión allá afuera y para que nadie se equivoque cuanto a su verdadero carácter. Por mi parte, soy feliz por haberos acompañado a través de este camino serio, que eleva al Espiritismo a la categoría de ciencia filosófica. Vuestros trabajos ya han producido frutos, pero los que más tarde han de ser producidos son incalculables, si permanecéis –y de esto no tengo dudas– en las condiciones propicias para atraer a los Espíritus buenos entre vosotros.
El concurso de los Espíritus buenos es, en efecto, la condición sin la cual nadie puede esperar la verdad; ahora bien, este concurso depende de nosotros obtenerlo. La primera de todas las condiciones para conquistar su simpatía es el recogimiento y la pureza de las intenciones. Los Espíritus serios van adonde son llamados seriamente, con fe, fervor y confianza; no les gusta que los usen para hacer experiencia, ni para dar espectáculo; al contrario, les place instruir a aquellos que los interrogan sin segundas intenciones; los Espíritus ligeros, que se divierten por todo, van a todas partes y de preferencia adonde encuentran ocasiones para mistificar; los Espíritus malos son atraídos por los malos pensamientos, y por malos pensamientos es preciso entender todos aquellos que no estén de conformidad con los preceptos de la caridad evangélica. En toda reunión, por lo tanto, cualquiera que cultive sentimientos contrarios a estos preceptos, trae consigo a Espíritus deseosos de sembrar la perturbación, la discordia y la malquerencia.
La comunión de pensamientos y de sentimientos hacia el bien es por eso una condición de primera necesidad, y esta comunión no puede encontrarse en un medio heterogéneo donde tendrían acceso las pasiones inferiores del orgullo, de la envidia y de los celos, pasiones que siempre se delatan por la malevolencia y por la acrimonia del lenguaje, por más espeso que sea el velo con que se busque encubrirlas; es el abecé de la ciencia espírita. Si queremos cerrar la puerta de este recinto a los Espíritus malos, primero cerremos a éstos la puerta en nuestros corazones, y evitemos en nosotros todo lo que pueda darles motivo. Si algún día la Sociedad se vuelve víctima de Espíritus embusteros, lo será si ellos fueren atraídos a la misma; ¿por quién? Por aquellos en los que encontrasen eco, porque sólo van adonde saben que serán escuchados. Conocemos el proverbio: Dime con quién andas y te diré quién eres; podemos parafrasearlo de la siguiente manera con relación a nuestros Espíritus simpáticos: Dime lo que piensas y te diré con quién andas. Ahora bien, los pensamientos se traducen en actos; por lo tanto, si se admite que la discordia, el orgullo, la envidia y los celos sólo pueden ser inspirados por Espíritus malos, cualquiera que traiga aquí elementos de desunión, habría de suscitar dificultades, revelando por esto mismo la naturaleza de sus satélites ocultos, y no podríamos sino lamentar su presencia en el seno de la Sociedad. Dios permita que esto nunca suceda –así lo espero–, y con la asistencia de los Espíritus buenos, si sabemos volvernos favorables a éstos, la Sociedad se consolidará, ya sea por la consideración que hubiere merecido como por la utilidad de sus trabajos. Si únicamente tuviéramos en vista hacer experiencias de curiosidad, la naturaleza de las comunicaciones sería casi indiferente, porque sólo las tomaríamos por lo que ellas representan; pero como en nuestros estudios no buscamos divertirnos, ni al público, lo que nosotros queremos son comunicaciones verdaderas; para esto necesitamos la simpatía de los Espíritus buenos, y esta simpatía solamente es adquirida por aquellos que alejan a los malos en la sinceridad de su alma. Decir que jamás se hayan inmiscuido Espíritus ligeros entre nosotros, gracias a algunos puntos débiles, parecería demasiado presuntuoso y sería como pretender la perfección; inclusive los Espíritus superiores lo permiten, a fin de experimentar nuestra perspicacia y nuestro cuidado en la búsqueda de la verdad; pero nuestro juicio debe ponernos en guardia contra las trampas que pueden tendernos, y nos da en todos los casos los medios para evitarlas.
El objeto de la Sociedad no sólo consiste en la investigación de los principios de la ciencia espírita; va más lejos: también estudia sus consecuencias morales, porque es sobre todo en éstas que encuentra su verdadera utilidad.
Nuestros estudios nos enseñan que el mundo invisible que nos rodea influye constantemente sobre el mundo visible; ellos nos lo muestran como una de las fuerzas de la Naturaleza; conocer los efectos de esta fuerza oculta que nos domina y nos subyuga sin darnos cuenta, ¿no es tener la clave de más de un problema, como también la explicación de una multitud de hechos que pasan desapercibidos? Si esos efectos pueden ser funestos, conocer la causa del mal ¿no es tener el medio de preservarse al respecto, así como el conocimiento de las propiedades de la electricidad nos ha dado el medio de atenuar los efectos desastrosos del rayo? Si entonces sucumbimos, no podremos quejarnos sino de nosotros mismos, porque no tendremos la ignorancia como excusa. El peligro está en el dominio que los Espíritus malos ejercen sobre los individuos, y este dominio no es solamente funesto desde el punto de vista de los errores de principios que pueden propagar, sino también desde el punto de vista de los intereses de la vida material. La experiencia nos enseña que un individuo jamás queda impune cuando se abandona a la dominación de ellos, porque sus intenciones nunca pueden ser buenas. Una de sus tácticas para alcanzar dichos fines es la desunión, porque saben muy bien que dominarán fácilmente al que esté privado de apoyo; así, cuando ellos quieren ejercer dominio sobre alguien, su primer cuidado es siempre inspirarle la desconfianza y el alejamiento de cualquiera que pueda desenmascararlos con el esclarecimiento de consejos sanos; una vez ganado el terreno, pueden fascinarlo a voluntad con promesas seductoras y subyugarlo adulándole sus inclinaciones, aprovechando con esto todos los puntos débiles que encuentren, para después hacerle sentir mejor la amargura de las decepciones, herirlo en sus afectos, humillarlo en su orgullo y a menudo elevarlo solamente por un instante para luego precipitarlo desde más alto.
Señores, he aquí lo que nos muestran los ejemplos que se desdoblan ante nuestros ojos a cada instante, tanto en el mundo de los Espíritus como en el mundo corporal, ejemplos que podemos aprovechar para nosotros mismos, mientras que también buscamos volverlos provechosos para los otros. Pero se dirá, ¿no atraeréis a Espíritus malos al evocar a hombres que han sido lo peor de la sociedad? No, porque nunca sufrimos su influencia. Hay peligro cuando es el Espíritu que se IMPONE; jamás cuando nos IMPONEMOS al Espíritu. Ya sabéis que esos Espíritus no vienen a vuestro llamado sino constreñidos y forzados, y que en general se sienten tan incómodos en nuestro medio que siempre tienen prisa por irse. Su presencia es para nosotros un estudio, porque para conocer es necesario ver todo; el médico sólo llega al apogeo del conocimiento cuando sonda las llagas más purulentas; ahora bien, esta comparación del médico es muy justa, ya que sabéis cuántas llagas nosotros hemos cicatrizado y cuántos sufrimientos hemos consolado; nuestro deber es el de mostrarnos caritativos y benevolentes para con los seres del Más Allá, como para nuestros pares.
Señores, personalmente gozaría de un privilegio inaudito si estuviese al abrigo de la crítica. Nadie queda en evidencia sin exponerse a los dardos de aquellos que no piensan como nosotros. Pero hay dos especies de crítica: una que es malévola, acerba, envenenada, donde la envidia se traiciona a cada palabra; la otra, que tiene como objetivo la búsqueda sincera de la verdad, posee procedimientos completamente diferentes. La primera no merece respuesta: nunca me preocupé al respecto. Únicamente la segunda es discutible.
Algunas personas han dicho que yo iba demasiado rápido en las teorías espíritas; que el tiempo para establecerlas no había aún llegado y que las observaciones no eran lo bastante completas. Permitidme algunas palabras al respecto.
Dos cosas deben ser consideradas en el Espiritismo: la parte experimental y la parte filosófica o teórica. Haciendo abstracción de la enseñanza dada por los Espíritus, pregunto si, en mi nombre, no tengo el derecho –como tantos otros– de elucubrar un sistema de filosofía. El campo de las opiniones, ¿no está abierto a todo el mundo? ¿Por qué, entonces, yo no podría dar a conocer el mío? Cabe al público juzgar si dicho sistema tiene o no sentido común. Pero esta teoría, en lugar de darme algún mérito –si mérito existe–, yo mismo declaro que emana completamente de los Espíritus. –De acuerdo –dicen–, pero estáis yendo demasiado lejos. –Aquellos que pretenden dar la clave de los misterios de la Creación, revelando el principio de las cosas y la naturaleza infinita de Dios, ¿no van más lejos que yo, que declaro, en nombre de los Espíritus, que no es dado al hombre ahondar estas cosas sobre las cuales sólo se pueden establecer conjeturas más o menos probables? –Estáis yendo demasiado rápido. –¿Sería un error haber precedido a ciertas personas? Además, ¿quién las impide de andar? –Dicen que los hechos no han sido aún suficientemente observados. –Pero si yo, con o sin razón, creo haberlos observado lo suficiente, ¿debo esperar por el capricho de los que quedaron atrás? Mis publicaciones no le bloquean el camino a nadie. –Puesto que los Espíritus están sujetos a equivocarse, ¿quién os garantiza que aquellos que os enseñaron no se engañaron? –En efecto, he aquí toda la cuestión, porque objetarnos precipitación es demasiado pueril. ¡Pues bien! Debo decir en qué se fundamenta mi confianza en la veracidad y en la superioridad de los Espíritus que me han instruido. Primero diré que, según sus consejos, yo no acepto nada sin examen y sin control; únicamente adopto una idea cuando ella me parece racional, lógica, que esté de acuerdo con los hechos y con las observaciones, y si nada de serio viene a contradecirla. Pero mi juicio no podrá ser un criterio infalible; el consentimiento que he encontrado por parte de una multitud de personas más esclarecidas que yo, constituye mi primera garantía; encuentro otra, no menos preponderante, en el carácter de las comunicaciones que me han sido dadas desde que me ocupo con el Espiritismo. Puedo decir que dichos Espíritus superiores nunca han dejado escapar una única palabra contraria al bien, un único signo, como siempre lo hacen los Espíritus inferiores –que con esto se delatan–, incluso los más astutos; jamás han intentado dominar; nunca han expresado consejos equivocados o contrarios a la caridad y a la benevolencia; jamás han dado prescripciones ridículas. Lejos de esto; en aquellos sólo he encontrado grandes, nobles y sublimes pensamientos, exentos de pequeñez y de mezquindad; en una palabra, las relaciones que han entablado conmigo, desde las menores hasta las mayores cosas, siempre han sido las mejores, y si hubiera sido un hombre que me hablase eso, lo hubiese considerado el mejor, el más sabio, el más prudente, el más moral y el más esclarecido. Señores, aquí están los motivos de mi confianza, corroborada por la identidad de la enseñanza dada a una multitud de otras personas, antes y después de la publicación de mis obras. El futuro dirá si estoy o no con la verdad; a la espera de esto, pienso que he ayudado al progreso del Espiritismo al aportar algunas piedras a su edificio. Mostrando que los hechos pueden fundamentarse en el razonamiento, habré contribuido para hacerlo salir de la senda frívola de la curiosidad, para hacerlo entrar en la senda seria de la demostración, la única que puede satisfacer a los hombres que piensan y que no se detienen en la superficie.
Termino, señores, con un breve examen de una cuestión de actualidad. Algunos hablan que otras Sociedades quieren hacer rivalidad con la nuestra. Dicen que una ya cuenta con 300 miembros y que posee importantes recursos financieros. Prefiero creer que no sea una fanfarronería, que sería tan poco halagadora para los Espíritus que la hayan suscitado como para aquellos que hayan hecho el eco. Si fuere una realidad, nosotros la felicitaremos sinceramente, desde que la misma obtenga la necesaria unidad de sentimientos para desbaratar la influencia de los Espíritus malos y para consolidar su existencia.
Ignoro completamente cuáles son los elementos de la Sociedad o de las Sociedades que dicen querer formar; por lo tanto, no haré más que una observación general.
Hay en París y alrededores una multitud de reuniones íntimas –como antaño lo era la nuestra– en que las personas se ocupan más o menos seriamente de las manifestaciones espíritas, sin hablar de los Estados Unidos, donde se cuentan por millares. Conozco algunas en que las evocaciones se hacen en las mejores condiciones y adonde se obtienen cosas muy notables; es la consecuencia natural del número creciente de médiums que se desarrollan en todas partes, a pesar de los sarcasmos; y cuanto más avancemos, más se multiplicarán esos Centros. Formados espontáneamente por elementos muy poco numerosos y variables, tales Centros nada tienen de fijo ni de regular, y no constituyen Sociedades propiamente dichas. Para una Sociedad regularmente organizada son necesarias condiciones de vitalidad muy diferentes, en razón del propio número de miembros que la componen, de la estabilidad y de la permanencia. La primera de todas es la homogeneidad en los principios y en la manera de ver. Toda Sociedad formada por elementos heterogéneos lleva en sí misma el germen de su disolución; podemos considerarla como nacida muerta, sea cual fuere su objeto: político, religioso, científico o económico. Una Sociedad Espírita requiere otra condición si es que desean obtener allí comunicaciones serias: la asistencia de los Espíritus buenos; si dejan a los Espíritus malos asumir la situación, no obtendrán más que mentiras, decepciones y mistificaciones; este es precio de su propia existencia, ya que los malos serán los primeros agentes de su destrucción; éstos habrán de minar a la Sociedad poco a poco, si es que no la destruyen de entrada. Sin homogeneidad no habrá de manera alguna comunión de pensamientos, y por lo tanto nada de calma ni de recogimiento posibles; ahora bien, los Espíritus buenos sólo vienen cuando se encuentran estas condiciones; ¿cómo encontrarlas en una reunión cuyas creencias son divergentes, donde inclusive ni algunos miembros creen y, por consecuencia, donde domina sin cesar el espíritu de oposición y de controversia? Ellos sólo asisten a los que quieren fervorosamente esclarecerse hacia el bien, sin segundas intenciones, y no para satisfacer una vana curiosidad. Querer formar una Sociedad Espírita fuera de estas condiciones, será dar prueba de la más absoluta ignorancia de los principios más elementales del Espiritismo.
¿Somos entonces los únicos capaces de reunir dichas condiciones? Sería lamentable y bien ridículo pensar así. Lo que nosotros hemos hecho, otros seguramente pueden hacerlo. Por lo tanto, que otras Sociedades se ocupen de trabajos iguales a los nuestros, que prosperen y se multipliquen mejor que nosotros, mil veces mejor, porque será una señal de progreso en las ideas morales; sobre todo mucho mejor si fueren bien asistidas y si tuvieren buenas comunicaciones, porque no tenemos la pretensión de ser los únicos privilegiados al respecto. Como sólo tenemos en vista nuestra instrucción personal y el interés de la ciencia, que nuestra Sociedad no tenga ningún pensamiento de especulación, ni directo ni indirecto, que no apunte ninguna visión ambiciosa y que su existencia no repose de forma alguna sobre una cuestión de dinero; que las otras Sociedades sean para nosotros como hermanas, y no competidoras; si fuésemos envidiosos, probaríamos con esto que somos asistidos por Espíritus malos. Si una de ellas se forma con el propósito de crear una rivalidad y con la intención oculta de suplantarnos, revelaría por su propio objetivo la naturaleza de los Espíritus que presidieron su formación, porque este pensamiento no sería bueno ni caritativo, y los Espíritus buenos no simpatizan con los sentimientos de odio, de envidia y de ambición.
Además, nosotros tenemos un medio infalible para no temer ninguna rivalidad; es san Luis quien nos lo ha dado: que entre vosotros se comprenda y se ame, nos ha dicho. Por lo tanto, trabajemos para comprendernos; luchemos al lado de los otros, pero luchemos con caridad y con abnegación. Que el amor al prójimo esté inscripto en nuestra bandera y que sea nuestra divisa; con esto arrostraremos los sarcasmos y la influencia de los Espíritus malos. En este terreno es mejor que nos igualen, porque serán hermanos que se nos acercan; entretanto, siempre depende de nosotros no ser sobrepasados.
Pero –dirán– tenéis una manera de ver que no es la nuestra; no podemos simpatizar con principios que no admitimos, porque nada prueba que estéis con la verdad. A esto responderé: Nada prueba que vosotros estéis más con la verdad que nosotros, porque todavía dudáis, y la duda no es una doctrina. Podemos diferir de opinión sobre puntos de la ciencia sin que nos ofendan y sin que nos tiren piedras, lo que incluso sería muy poco digno y muy poco científico. Investigad entonces por vuestro lado, como nosotros investigamos por el nuestro; el futuro dará la razón a quien tenga derecho. Si hubiere alguna equivocación de nuestra parte, no tendremos el tonto amor propio que se aferra a las ideas falsas; pero hay principios en los cuales tenemos la certeza de que no nos equivocamos: el amor al bien, la abnegación, la abjuración de todo sentimiento de envidia y de celos; estos son nuestros principios, y con esos principios podemos siempre simpatizar sin comprometernos; es el lazo que debe unir a todos los hombres de bien, sea cual fuere la divergencia de sus opiniones: sólo el egoísmo pone entre ellos una barrera infranqueable.
Señores, tales son las observaciones que he creído un deber presentaros al dejar las funciones que me hubisteis confiado; agradezco del fondo del corazón a todos aquellos que han tenido a bien darme testimonios de simpatía. Pase lo que pase, mi vida está consagrada a la Obra que emprendimos, y seré feliz si mis esfuerzos pueden ayudar a hacerla entrar en la senda seria que es su esencia, la única que puede asegurar su futuro. El objetivo del Espiritismo es el de mejorar a los que lo comprenden; tratemos de dar el ejemplo y de mostrar que, para nosotros, la Doctrina no es una letra muerta. En una palabra, seamos dignos de los Espíritus buenos, si queremos que los Espíritus buenos nos asistan. El bien es una coraza contra la cual siempre han de quebrarse las armas de la malevolencia.
ALLAN KARDEC
Boletín de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas
De ahora en adelante publicaremos regularmente el acta de las sesiones de la Sociedad. Contábamos con hacerlo a partir de este número, pero la abundancia de materias nos obliga a que lo hagamos en el próximo. Los socios que no residen en París y los miembros corresponsales podrán así seguir los trabajos de la Sociedad. Por hoy nos limitamos a decir que a pesar de la intención que el Sr. Allan Kardec había expresado en su discurso de clausura, de renunciar a la presidencia al efectuarse la renovación administrativa, él ha sido reelecto por unanimidad, con una abstención y un voto en blanco. Él juzgó que no sería una delicadeza persistir en rehusarse ante un testimonio tan elogioso como ése. Entretanto, sólo aceptó condicionalmente y con la expresa reserva de resignar sus funciones en el momento en que la Sociedad estuviera en condiciones de ofrecer la presidencia a alguien, cuyo nombre y posición social pudiesen darle un mayor relieve; su deseo era poder consagrar todo su tiempo a los trabajos y a los estudios que viene desarrollando.
Conversaciones familiares del Más Allá
Noticias de la guerraEl gobierno ha permitido a los periódicos ajenos a la política dar noticias de la guerra; pero como los relatos abundan bajo todas las formas, sería inútil repetirlos aquí. Lo que quizás sea más novedoso para nuestros lectores es una narración que procede del Más Allá; aunque no sea extraída de la fuente oficial del Moniteur (Monitor), no por eso ofrece menos interés desde el punto de vista de nuestros estudios. Por lo tanto, hemos pensado en interrogar a algunas de las gloriosas víctimas de la victoria, considerando que en estas conversaciones podemos encontrar alguna instrucción útil; tales temas de observación y, sobre todo, de actualidad no se presentan todos los días. Al no conocer personalmente a ninguno de los que han tomado parte en la última batalla, hemos solicitado a los Espíritus que nos asisten que tengan a bien enviarnos a uno de ellos; inclusive pensamos en encontrar más libertad y tranquilidad en un desconocido que en presencia de amigos o de parientes dominados por la emoción. Al lograr una respuesta afirmativa, hemos obtenido las siguientes conversaciones:
El zuavo de Magenta
PRIMERA CONVERSACIÓN (Sociedad, 10 de junio de 1859.)
1. Rogamos a Dios todopoderoso que permita al Espíritu de uno de los militares muertos en la batalla de Magenta que se comunique con nosotros. –Resp. ¿Qué queréis saber?
2. ¿Dónde estabais cuando os llamamos? –Resp. No sabría decirlo.
3. ¿Quién os ha avisado que deseábamos conversar con vosotros? –Resp. Uno que es más sagaz que yo.
4. ¿Dudabais cuando encarnado que los muertos podían venir a conversar con los vivos? –Resp. ¡Oh, eso no!
5. ¿Qué sentís al encontraros aquí? –Resp. Esto me da placer; por lo que me dicen, vos debéis hacer grandes cosas.
6. ¿A qué cuerpo del ejército pertenecíais? (Alguien dice en voz baja: Por su lenguaje debe ser un zuavo.) –Resp. ¡Ah! Lo habéis dicho bien.
7. ¿Qué grado teníais? –Resp. El de todo el mundo.
8. ¿Cómo os llamáis? –Resp. Joseph Midard.
9. ¿Cómo habéis muerto? –Resp. ¿Queréis saber todo sin pagar nada?
10. ¡Qué bien! No perdisteis vuestro buen humor; primero hablad: después pagaremos. ¿Cómo habéis muerto? –Resp. Me dispararon un proyectil.
11. ¿Estáis contrariado con la muerte? –Resp. No, palabra de honor; aquí estoy bien.
12. En el momento de la muerte, ¿os reconocisteis inmediatamente? –Resp. No, yo estaba tan aturdido que no podía creerlo.
Nota – Todo esto concuerda con lo que hemos observado en los casos de muerte violenta; el Espíritu, al no darse cuenta enseguida de su situación, cree que no ha desencarnado. Este fenómeno se explica muy fácilmente: es análogo al de los sonámbulos que no creen que están durmiendo. En efecto, para el sonámbulo, la idea de sueño es sinónimo de suspensión de las facultades intelectuales; ahora bien, como él está pensando, no cree que está durmiendo; sólo más tarde se convence, cuando se ha familiarizado con el sentido dado a esa palabra. Sucede lo mismo con el Espíritu que ha sido sorprendido por una muerte súbita, considerando que no se había preparado para la separación del cuerpo; para él, la muerte es sinónimo de destrucción, de aniquilación. Ahora bien, como él ve, siente y tiene ideas, no cree que está desencarnado: es necesario algún tiempo para que reconozca su nuevo estado.
13. En el momento en que habéis muerto, la batalla todavía no había terminado; ¿habéis acompañado su desarrollo? –Resp. Sí, ya que os dije que no creía estar muerto; yo quería continuar golpeando aquellos perros.
14. ¿Qué sensación experimentabais en ese momento? –Resp. Estaba encantado, porque me sentía muy leve.
15. ¿Veíais a los Espíritus de vuestros camaradas que dejaban el cuerpo? –Resp. No me ocupaba con esto, puesto que yo no creía que estaba muerto.
16. En ese momento, ¿qué sucedía con esa multitud de Espíritus que desencarnaba en el fragor de la batalla? –Resp. Creo que hacían lo mismo que yo.
17. Al encontrarse juntos en el mundo espiritual, ¿qué pensaban los Espíritus que luchaban encarnizadamente unos contra los otros? ¿Aún tenían animosidad entre ellos? –Resp. Sí, durante algún tiempo y según su carácter.
18. ¿Os reconocéis mejor ahora? –Resp. Sin esto no me habrían enviado aquí.
19. ¿Podríais decirnos si, entre los Espíritus desencarnados desde largo tiempo, se encontraban allí algunos interesados en el resultado de la batalla? (Rogamos a san Luis tener a bien ayudarlo en sus respuestas, a fin de que sean tan explícitas como posible para nuestra instrucción). –Resp. En una gran cantidad, porque es bueno que sepáis que esos combates y sus consecuencias son preparados desde hace mucho tiempo, y que nuestros adversarios no se mancharían con crímenes, como lo han hecho, sin haber sido incitados a eso, considerando las consecuencias futuras que no tardaréis en conocer.
20. Debería haber ahí quien estuviese interesado en el éxito de los austríacos; ¿esto formaba dos campos entre ellos? –Resp. Por supuesto.
Nota. –¿No parece que estamos viendo aquí a los dioses de Homero tomando partido, unos por los griegos y los otros por los troyanos? En efecto, ¿quiénes eran esos dioses del paganismo, si no los Espíritus que los Antiguos habían transformado en divinidades? ¿No tenemos razón en decir que el Espiritismo es la luz que esclarecerá más de un misterio, la clave de más de un problema?
21. ¿Ejercían ellos alguna influencia sobre los combatientes? –Resp. Una influencia muy considerable.
22. ¿Podéis describirnos la manera por la cual ellos ejercían esta influencia? –Resp. De la misma manera como todas las influencias que los Espíritus producen en los hombres.
23. ¿Qué pensáis hacer ahora? –Resp. Estudiar más de lo que lo he hecho durante mi última etapa.
24. ¿Iréis a asistir como espectador a los combates que todavía se entablan? –Resp. No lo sé aún; tengo el afecto de un ser querido que me retiene en este momento; sin embargo, de vez en cuando pienso en escaparme un poco para divertirme con las refriegas subsiguientes.
25. ¿Qué género de afecto os retiene aún? –Resp. Una madre anciana, enferma y sufrida que llora por mí.
26. Os pido perdón por el mal pensamiento que se ha cruzado por mi mente acerca del afecto que os retiene. –Resp. No os preocupéis por ello; dije tonterías para haceros reír un poco; es natural que no me toméis muy en serio, teniendo en cuenta el honorable cuerpo al cual yo pertenecía. Pero tranquilizaros: voy a cumplir el compromiso con mi pobre madre. Ahora merezco un poco que me hayan traído hacia vos.
27. Cuando estabais entre aquellos Espíritus, ¿escuchabais el fragor de la batalla? ¿Veíais las cosas tan claramente como cuando encarnado? –Resp. Al principio la perdí de vista; pero después de algún tiempo ya veía mucho mejor, porque percibía todas las estratagemas.
28. Pregunto si escuchabais el ruido del cañón. –Resp. Sí.
29. En el momento de la acción, ¿pensabais en la muerte y en qué os volveríais si os matasen? –Resp. Yo pensaba en lo que sería de mi madre.
30. ¿Era la primera vez que entrabais en combate? –Resp. No, no; ¿y África?
31. ¿Habéis visto la entrada de los franceses en Milán? –Resp. No.
32. De los que están aquí, ¿sois el único que murió en Italia? –Resp. Sí.
33. ¿Pensáis que la guerra durará mucho tiempo? –Resp. No; esta predicción es fácil y, además, poco meritoria.
34. Cuando entre los Espíritus veis a uno de vuestros jefes, ¿lo reconocéis aún como superior? –Resp. Si lo es, sí; de lo contrario, no.
Nota – En su simplicidad y en su laconismo, esta respuesta es eminentemente profunda y filosófica. En el mundo espírita la superioridad moral es la única que se reconoce; aquel que no la tuvo en la Tierra, sea cual fuere su rango, no tendrá ninguna superioridad; en el mundo espiritual, el jefe puede estar abajo del soldado, el patrón abajo del obrero. ¡Qué lección para nuestro orgullo!
35. ¿Pensáis en la justicia de Dios y os inquietáis con la misma? –Resp. ¿Quién no pensaría? Pero felizmente no tengo que temer mucho; rescaté, a través de algunas acciones que Dios consideró buenas, algunos inconvenientes que tuve como zuavo, conforme me llamáis.
36. Mientras asistís a un combate, ¿podríais proteger a uno de vuestros camaradas y desviarlo del golpe fatal? –Resp. No; esto no está en nuestro poder; la hora de la muerte es marcada por Dios. Si uno debe pasar por ello, nada puede impedirlo; de la misma manera que nadie puede alcanzarla si su hora aún no ha llegado.
37. ¿Veis al general Espinasse? –Resp. No lo he visto todavía, pero espero verlo en breve.
SEGUNDA CONVERSACIÓN (17 de junio de 1859.)
38. Evocación. –Resp. ¡Presente! ¡Firme! ¡De frente!
39. ¿Recordáis haber venido aquí hace ocho días? –Resp. ¡Claro!
40. Dijisteis que todavía no habíais visto al general Espinasse; ¿cómo podríais reconocerlo, ya que él no estará vistiendo su uniforme de general? –Resp. Pero yo lo conozco de vista; además, tenemos muchos amigos que están dispuestos a darnos la contraseña. Aquí no es más como ahí, pues no se tiene miedo en ayudar, y os digo que únicamente los truhanes se quedan solos.
41. ¿Con qué apariencia estáis aquí? –Resp. Como zuavo.
42. Si pudiésemos veros, ¿cómo os veríamos? –Resp. Con turbante y pantalón ancho.
43. ¡Pues bien! Supongamos que pudieseis aparecernos con turbante y pantalón ancho, ¿dónde habríais obtenido dicha vestimenta, ya que la habéis dejado en el campo de batalla? –Resp. ¡Ah! De eso no sé nada; tengo un sastre que la consigue para mí.
44. ¿De qué son hechos el turbante y el pantalón ancho que usáis? ¿Os dais cuenta de esto? –Resp. No; esto es asunto del vendedor de ropas.
Nota – Esta cuestión de la vestimenta de los Espíritus, y de varias otras no menos interesantes que tienen relación con este mismo principio, son completamente esclarecidas por nuevas observaciones hechas en el seno de la Sociedad; trataremos de las mismas en nuestro próximo número. Nuestro valiente zuavo no es lo bastante adelantado como para resolverlas por sí mismo; para esto nos ha sido necesario el concurso de circunstancias que se han presentado fortuitamente y que nos han puesto en el camino cierto.
45. ¿Os dais cuenta de la razón por la cual vos nos veis, mientras que nosotros no podemos veros? –Resp. Creo que vuestras lunetas necesitan de aumento.
46. ¿No sería por esa misma razón que no podéis ver al general con su uniforme? –Resp. Sí, pero él no lo lleva todos los días.
47. ¿Qué días lo lleva? –Resp. ¡Pero vamos! Cuando es llamado al palacio.
48. ¿Por qué estáis aquí vestido de zuavo, si no podemos veros? –Resp. Naturalmente porque aún soy zuavo, desde hace casi ocho años, y porque entre los Espíritus conservamos la forma durante mucho tiempo; pero esto es sólo entre nosotros; comprended que cuando nosotros vamos a un mundo totalmente extraño –la Luna o Júpiter–, no nos damos al trabajo de ponernos un traje de gala.
49. Habláis de la Luna, de Júpiter, ¿ya los habéis visitado después de vuestra muerte? –Resp. No, no me comprendéis. Hemos recorrido bastante el Universo después de la muerte; ¿no os han explicado una multitud de problemas de nuestra Tierra? ¿No conocemos Dios y los otros seres mucho mejor de lo que lo hacíamos hace quince días? Sucede que con la muerte el Espíritu pasa por una metamorfosis que no podéis comprender.
50. ¿Habéis vuelto a ver a vuestro cuerpo que dejasteis en el campo de batalla? –Resp. Sí; no está nada bello.
51. ¿Qué impresión os ha dado al verlo? –Resp. Tristeza.
52. ¿Tenéis conocimiento de vuestra precedente existencia? –Resp. Sí, pero no ha sido lo bastante gloriosa como para que yo pueda jactarme.
53. Decidnos solamente el género de existencia que habéis tenido. –Resp. Era un simple comerciante de pieles salvajes.
54. Os agradecemos por haber consentido venir una segunda vez. –Resp. Hasta pronto; esto me divierte y me instruye; desde que me toleren bien aquí, regresaré de buen grado.
2. ¿Dónde estabais cuando os llamamos? –Resp. No sabría decirlo.
3. ¿Quién os ha avisado que deseábamos conversar con vosotros? –Resp. Uno que es más sagaz que yo.
4. ¿Dudabais cuando encarnado que los muertos podían venir a conversar con los vivos? –Resp. ¡Oh, eso no!
5. ¿Qué sentís al encontraros aquí? –Resp. Esto me da placer; por lo que me dicen, vos debéis hacer grandes cosas.
6. ¿A qué cuerpo del ejército pertenecíais? (Alguien dice en voz baja: Por su lenguaje debe ser un zuavo.) –Resp. ¡Ah! Lo habéis dicho bien.
7. ¿Qué grado teníais? –Resp. El de todo el mundo.
8. ¿Cómo os llamáis? –Resp. Joseph Midard.
9. ¿Cómo habéis muerto? –Resp. ¿Queréis saber todo sin pagar nada?
10. ¡Qué bien! No perdisteis vuestro buen humor; primero hablad: después pagaremos. ¿Cómo habéis muerto? –Resp. Me dispararon un proyectil.
11. ¿Estáis contrariado con la muerte? –Resp. No, palabra de honor; aquí estoy bien.
12. En el momento de la muerte, ¿os reconocisteis inmediatamente? –Resp. No, yo estaba tan aturdido que no podía creerlo.
Nota – Todo esto concuerda con lo que hemos observado en los casos de muerte violenta; el Espíritu, al no darse cuenta enseguida de su situación, cree que no ha desencarnado. Este fenómeno se explica muy fácilmente: es análogo al de los sonámbulos que no creen que están durmiendo. En efecto, para el sonámbulo, la idea de sueño es sinónimo de suspensión de las facultades intelectuales; ahora bien, como él está pensando, no cree que está durmiendo; sólo más tarde se convence, cuando se ha familiarizado con el sentido dado a esa palabra. Sucede lo mismo con el Espíritu que ha sido sorprendido por una muerte súbita, considerando que no se había preparado para la separación del cuerpo; para él, la muerte es sinónimo de destrucción, de aniquilación. Ahora bien, como él ve, siente y tiene ideas, no cree que está desencarnado: es necesario algún tiempo para que reconozca su nuevo estado.
13. En el momento en que habéis muerto, la batalla todavía no había terminado; ¿habéis acompañado su desarrollo? –Resp. Sí, ya que os dije que no creía estar muerto; yo quería continuar golpeando aquellos perros.
14. ¿Qué sensación experimentabais en ese momento? –Resp. Estaba encantado, porque me sentía muy leve.
15. ¿Veíais a los Espíritus de vuestros camaradas que dejaban el cuerpo? –Resp. No me ocupaba con esto, puesto que yo no creía que estaba muerto.
16. En ese momento, ¿qué sucedía con esa multitud de Espíritus que desencarnaba en el fragor de la batalla? –Resp. Creo que hacían lo mismo que yo.
17. Al encontrarse juntos en el mundo espiritual, ¿qué pensaban los Espíritus que luchaban encarnizadamente unos contra los otros? ¿Aún tenían animosidad entre ellos? –Resp. Sí, durante algún tiempo y según su carácter.
18. ¿Os reconocéis mejor ahora? –Resp. Sin esto no me habrían enviado aquí.
19. ¿Podríais decirnos si, entre los Espíritus desencarnados desde largo tiempo, se encontraban allí algunos interesados en el resultado de la batalla? (Rogamos a san Luis tener a bien ayudarlo en sus respuestas, a fin de que sean tan explícitas como posible para nuestra instrucción). –Resp. En una gran cantidad, porque es bueno que sepáis que esos combates y sus consecuencias son preparados desde hace mucho tiempo, y que nuestros adversarios no se mancharían con crímenes, como lo han hecho, sin haber sido incitados a eso, considerando las consecuencias futuras que no tardaréis en conocer.
20. Debería haber ahí quien estuviese interesado en el éxito de los austríacos; ¿esto formaba dos campos entre ellos? –Resp. Por supuesto.
Nota. –¿No parece que estamos viendo aquí a los dioses de Homero tomando partido, unos por los griegos y los otros por los troyanos? En efecto, ¿quiénes eran esos dioses del paganismo, si no los Espíritus que los Antiguos habían transformado en divinidades? ¿No tenemos razón en decir que el Espiritismo es la luz que esclarecerá más de un misterio, la clave de más de un problema?
21. ¿Ejercían ellos alguna influencia sobre los combatientes? –Resp. Una influencia muy considerable.
22. ¿Podéis describirnos la manera por la cual ellos ejercían esta influencia? –Resp. De la misma manera como todas las influencias que los Espíritus producen en los hombres.
23. ¿Qué pensáis hacer ahora? –Resp. Estudiar más de lo que lo he hecho durante mi última etapa.
24. ¿Iréis a asistir como espectador a los combates que todavía se entablan? –Resp. No lo sé aún; tengo el afecto de un ser querido que me retiene en este momento; sin embargo, de vez en cuando pienso en escaparme un poco para divertirme con las refriegas subsiguientes.
25. ¿Qué género de afecto os retiene aún? –Resp. Una madre anciana, enferma y sufrida que llora por mí.
26. Os pido perdón por el mal pensamiento que se ha cruzado por mi mente acerca del afecto que os retiene. –Resp. No os preocupéis por ello; dije tonterías para haceros reír un poco; es natural que no me toméis muy en serio, teniendo en cuenta el honorable cuerpo al cual yo pertenecía. Pero tranquilizaros: voy a cumplir el compromiso con mi pobre madre. Ahora merezco un poco que me hayan traído hacia vos.
27. Cuando estabais entre aquellos Espíritus, ¿escuchabais el fragor de la batalla? ¿Veíais las cosas tan claramente como cuando encarnado? –Resp. Al principio la perdí de vista; pero después de algún tiempo ya veía mucho mejor, porque percibía todas las estratagemas.
28. Pregunto si escuchabais el ruido del cañón. –Resp. Sí.
29. En el momento de la acción, ¿pensabais en la muerte y en qué os volveríais si os matasen? –Resp. Yo pensaba en lo que sería de mi madre.
30. ¿Era la primera vez que entrabais en combate? –Resp. No, no; ¿y África?
31. ¿Habéis visto la entrada de los franceses en Milán? –Resp. No.
32. De los que están aquí, ¿sois el único que murió en Italia? –Resp. Sí.
33. ¿Pensáis que la guerra durará mucho tiempo? –Resp. No; esta predicción es fácil y, además, poco meritoria.
34. Cuando entre los Espíritus veis a uno de vuestros jefes, ¿lo reconocéis aún como superior? –Resp. Si lo es, sí; de lo contrario, no.
Nota – En su simplicidad y en su laconismo, esta respuesta es eminentemente profunda y filosófica. En el mundo espírita la superioridad moral es la única que se reconoce; aquel que no la tuvo en la Tierra, sea cual fuere su rango, no tendrá ninguna superioridad; en el mundo espiritual, el jefe puede estar abajo del soldado, el patrón abajo del obrero. ¡Qué lección para nuestro orgullo!
35. ¿Pensáis en la justicia de Dios y os inquietáis con la misma? –Resp. ¿Quién no pensaría? Pero felizmente no tengo que temer mucho; rescaté, a través de algunas acciones que Dios consideró buenas, algunos inconvenientes que tuve como zuavo, conforme me llamáis.
36. Mientras asistís a un combate, ¿podríais proteger a uno de vuestros camaradas y desviarlo del golpe fatal? –Resp. No; esto no está en nuestro poder; la hora de la muerte es marcada por Dios. Si uno debe pasar por ello, nada puede impedirlo; de la misma manera que nadie puede alcanzarla si su hora aún no ha llegado.
37. ¿Veis al general Espinasse? –Resp. No lo he visto todavía, pero espero verlo en breve.
SEGUNDA CONVERSACIÓN (17 de junio de 1859.)
38. Evocación. –Resp. ¡Presente! ¡Firme! ¡De frente!
39. ¿Recordáis haber venido aquí hace ocho días? –Resp. ¡Claro!
40. Dijisteis que todavía no habíais visto al general Espinasse; ¿cómo podríais reconocerlo, ya que él no estará vistiendo su uniforme de general? –Resp. Pero yo lo conozco de vista; además, tenemos muchos amigos que están dispuestos a darnos la contraseña. Aquí no es más como ahí, pues no se tiene miedo en ayudar, y os digo que únicamente los truhanes se quedan solos.
41. ¿Con qué apariencia estáis aquí? –Resp. Como zuavo.
42. Si pudiésemos veros, ¿cómo os veríamos? –Resp. Con turbante y pantalón ancho.
43. ¡Pues bien! Supongamos que pudieseis aparecernos con turbante y pantalón ancho, ¿dónde habríais obtenido dicha vestimenta, ya que la habéis dejado en el campo de batalla? –Resp. ¡Ah! De eso no sé nada; tengo un sastre que la consigue para mí.
44. ¿De qué son hechos el turbante y el pantalón ancho que usáis? ¿Os dais cuenta de esto? –Resp. No; esto es asunto del vendedor de ropas.
Nota – Esta cuestión de la vestimenta de los Espíritus, y de varias otras no menos interesantes que tienen relación con este mismo principio, son completamente esclarecidas por nuevas observaciones hechas en el seno de la Sociedad; trataremos de las mismas en nuestro próximo número. Nuestro valiente zuavo no es lo bastante adelantado como para resolverlas por sí mismo; para esto nos ha sido necesario el concurso de circunstancias que se han presentado fortuitamente y que nos han puesto en el camino cierto.
45. ¿Os dais cuenta de la razón por la cual vos nos veis, mientras que nosotros no podemos veros? –Resp. Creo que vuestras lunetas necesitan de aumento.
46. ¿No sería por esa misma razón que no podéis ver al general con su uniforme? –Resp. Sí, pero él no lo lleva todos los días.
47. ¿Qué días lo lleva? –Resp. ¡Pero vamos! Cuando es llamado al palacio.
48. ¿Por qué estáis aquí vestido de zuavo, si no podemos veros? –Resp. Naturalmente porque aún soy zuavo, desde hace casi ocho años, y porque entre los Espíritus conservamos la forma durante mucho tiempo; pero esto es sólo entre nosotros; comprended que cuando nosotros vamos a un mundo totalmente extraño –la Luna o Júpiter–, no nos damos al trabajo de ponernos un traje de gala.
49. Habláis de la Luna, de Júpiter, ¿ya los habéis visitado después de vuestra muerte? –Resp. No, no me comprendéis. Hemos recorrido bastante el Universo después de la muerte; ¿no os han explicado una multitud de problemas de nuestra Tierra? ¿No conocemos Dios y los otros seres mucho mejor de lo que lo hacíamos hace quince días? Sucede que con la muerte el Espíritu pasa por una metamorfosis que no podéis comprender.
50. ¿Habéis vuelto a ver a vuestro cuerpo que dejasteis en el campo de batalla? –Resp. Sí; no está nada bello.
51. ¿Qué impresión os ha dado al verlo? –Resp. Tristeza.
52. ¿Tenéis conocimiento de vuestra precedente existencia? –Resp. Sí, pero no ha sido lo bastante gloriosa como para que yo pueda jactarme.
53. Decidnos solamente el género de existencia que habéis tenido. –Resp. Era un simple comerciante de pieles salvajes.
54. Os agradecemos por haber consentido venir una segunda vez. –Resp. Hasta pronto; esto me divierte y me instruye; desde que me toleren bien aquí, regresaré de buen grado.
Un oficial superior muerto en magenta
(Sociedad, 10 de junio de 1859.)
1. Evocación. –Resp. Estoy aquí.
2. ¿Podríais decirnos cómo habéis venido tan prontamente a nuestro llamado? –Resp. Yo estaba prevenido de vuestro deseo.
3. ¿Por quién habéis sido prevenido? –Resp. Por un emisario de Luis.
4. ¿Teníais conocimiento de la existencia de nuestra Sociedad? –Resp. Vos lo sabéis.
Nota – En efecto, el oficial en cuestión había realmente contribuido para conseguir la autorización, a fin de constituirnos en Sociedad.
5. ¿Bajo qué punto de vista encarabais nuestra Sociedad cuando la ayudasteis en su formación? –Resp. Mis ideas aún no estaban enteramente establecidas, pero me inclinaba mucho a creer y, sin los acontecimientos que han sobrevenido, ciertamente yo habría ido a instruirme en vuestro Círculo.
6. Hay muchas y grandes notabilidades que comparten las ideas espíritas, pero que no las confiesan en público; ¿sería deseable que esas personas influyentes en la opinión pública enarbolasen abiertamente esa bandera? –Resp. Paciencia; Dios lo quiere, y de esta vez la expresión es verdadera.
7. ¿De qué clase influyente de la sociedad pensáis que el ejemplo deberá partir en primer lugar? –Resp. Primeramente, de algunas; después, de todas.
8. Desde el punto de vista del estudio, ¿podríais decirnos si vuestras ideas son más lúcidas que las del zuavo que acaba de venir, a pesar de que ambos hayan fallecido casi en el mismo momento? –Resp. Mucho más; aquello que él ha podido deciros, atestiguando una cierta elevación de pensamientos, le ha sido soplado, porque él es bueno pero muy ignorante y un poco ligero.
9. ¿Todavía os interesáis por el éxito de nuestro ejército? –Resp. Mucho más que nunca, porque ahora conozco su objetivo.
10. Tened la bondad de definir vuestro pensamiento; el objetivo ha sido siempre abiertamente confesado, y en vuestra posición, sobre todo, ¿no debíais conocerlo? –Resp. ¿Conocéis el objetivo que se ha propuesto Dios?
Nota – Nadie ha de ignorar la gravedad y la profundidad de esta respuesta. Así, cuando encarnado, él conocía el objetivo de los hombres: como Espíritu, ve lo que hay de providencial en los acontecimientos.
11. ¿Qué pensáis de la guerra en general? –Resp. Mi opinión es que os deseo un progreso tan rápido, a fin de que la guerra se vuelva tan imposible como inútil.
12. ¿Creéis que llegará el día en que la misma será imposible e inútil? –Resp. Sí, no tengo duda, y puedo deciros que ese momento no está tan lejos como pensáis, no obstante no pueda daros la esperanza de que vos mismo lo veréis.
13. ¿Os habéis reconocido inmediatamente en el momento de vuestra muerte? –Resp. Me he reconocido casi enseguida, y esto gracias a las vagas nociones que yo tenía del Espiritismo.
14. ¿Podéis decirnos algo sobre M..., muerto también en la última batalla? –Resp. Él aún se encuentra enmarañado en la materia; siente mucha dificultad en desprenderse; sus pensamientos no se habían vuelto hacia este lado.
Nota – De esta manera, el conocimiento del Espiritismo ayuda al desprendimiento del alma después de la muerte; esto abrevia la duración de la turbación que acompaña a la separación; y es comprensible: el Espíritu conocía anticipadamente el mundo en el cual se encuentra.
15. ¿Habéis asistido a la entrada de nuestras tropas en Milán? –Resp. Sí, y con felicidad; me quedé encantado con la ovación que nuestro ejército recibió, primeramente por patriotismo, y después por causa del futuro que le aguarda.
16. Como Espíritu, ¿podéis ejercer alguna influencia en la estrategia militar? –Resp. ¿Creéis que esto no ha sido hecho desde el principio, y tenéis dificultad de adivinar por quién?
17. ¿Cómo se explica que los austríacos hayan abandonado tan prontamente una plaza de armas como Pavía? –Resp. Miedo.
18. ¿Están entonces desmoralizados? –Resp. Completamente; además, si actuamos sobre los nuestros en un sentido, debéis pensar que una influencia de otra naturaleza actúa sobre ellos.
Nota – Aquí la intervención de los Espíritus en los acontecimientos es indudable; ellos preparan los caminos para el cumplimiento de los designios de la Providencia. Los Antiguos habrían dicho que era la obra de los dioses; nosotros decimos que es la de los Espíritus por orden de Dios.
19. ¿Podríais darnos vuestra opinión sobre el general Giulay, como militar, dejando a un lado todo sentimiento de nacionalidad. –Resp. ¡Pobre, pobre general!
20. ¿Volveríais con placer si os llamásemos? –Resp. Estoy a vuestra disposición, e incluso prometo venir sin ser llamado; tened la certeza de que la simpatía que yo tenía por vos no hizo más que aumentar. Adiós.
2. ¿Podríais decirnos cómo habéis venido tan prontamente a nuestro llamado? –Resp. Yo estaba prevenido de vuestro deseo.
3. ¿Por quién habéis sido prevenido? –Resp. Por un emisario de Luis.
4. ¿Teníais conocimiento de la existencia de nuestra Sociedad? –Resp. Vos lo sabéis.
Nota – En efecto, el oficial en cuestión había realmente contribuido para conseguir la autorización, a fin de constituirnos en Sociedad.
5. ¿Bajo qué punto de vista encarabais nuestra Sociedad cuando la ayudasteis en su formación? –Resp. Mis ideas aún no estaban enteramente establecidas, pero me inclinaba mucho a creer y, sin los acontecimientos que han sobrevenido, ciertamente yo habría ido a instruirme en vuestro Círculo.
6. Hay muchas y grandes notabilidades que comparten las ideas espíritas, pero que no las confiesan en público; ¿sería deseable que esas personas influyentes en la opinión pública enarbolasen abiertamente esa bandera? –Resp. Paciencia; Dios lo quiere, y de esta vez la expresión es verdadera.
7. ¿De qué clase influyente de la sociedad pensáis que el ejemplo deberá partir en primer lugar? –Resp. Primeramente, de algunas; después, de todas.
8. Desde el punto de vista del estudio, ¿podríais decirnos si vuestras ideas son más lúcidas que las del zuavo que acaba de venir, a pesar de que ambos hayan fallecido casi en el mismo momento? –Resp. Mucho más; aquello que él ha podido deciros, atestiguando una cierta elevación de pensamientos, le ha sido soplado, porque él es bueno pero muy ignorante y un poco ligero.
9. ¿Todavía os interesáis por el éxito de nuestro ejército? –Resp. Mucho más que nunca, porque ahora conozco su objetivo.
10. Tened la bondad de definir vuestro pensamiento; el objetivo ha sido siempre abiertamente confesado, y en vuestra posición, sobre todo, ¿no debíais conocerlo? –Resp. ¿Conocéis el objetivo que se ha propuesto Dios?
Nota – Nadie ha de ignorar la gravedad y la profundidad de esta respuesta. Así, cuando encarnado, él conocía el objetivo de los hombres: como Espíritu, ve lo que hay de providencial en los acontecimientos.
11. ¿Qué pensáis de la guerra en general? –Resp. Mi opinión es que os deseo un progreso tan rápido, a fin de que la guerra se vuelva tan imposible como inútil.
12. ¿Creéis que llegará el día en que la misma será imposible e inútil? –Resp. Sí, no tengo duda, y puedo deciros que ese momento no está tan lejos como pensáis, no obstante no pueda daros la esperanza de que vos mismo lo veréis.
13. ¿Os habéis reconocido inmediatamente en el momento de vuestra muerte? –Resp. Me he reconocido casi enseguida, y esto gracias a las vagas nociones que yo tenía del Espiritismo.
14. ¿Podéis decirnos algo sobre M..., muerto también en la última batalla? –Resp. Él aún se encuentra enmarañado en la materia; siente mucha dificultad en desprenderse; sus pensamientos no se habían vuelto hacia este lado.
Nota – De esta manera, el conocimiento del Espiritismo ayuda al desprendimiento del alma después de la muerte; esto abrevia la duración de la turbación que acompaña a la separación; y es comprensible: el Espíritu conocía anticipadamente el mundo en el cual se encuentra.
15. ¿Habéis asistido a la entrada de nuestras tropas en Milán? –Resp. Sí, y con felicidad; me quedé encantado con la ovación que nuestro ejército recibió, primeramente por patriotismo, y después por causa del futuro que le aguarda.
16. Como Espíritu, ¿podéis ejercer alguna influencia en la estrategia militar? –Resp. ¿Creéis que esto no ha sido hecho desde el principio, y tenéis dificultad de adivinar por quién?
17. ¿Cómo se explica que los austríacos hayan abandonado tan prontamente una plaza de armas como Pavía? –Resp. Miedo.
18. ¿Están entonces desmoralizados? –Resp. Completamente; además, si actuamos sobre los nuestros en un sentido, debéis pensar que una influencia de otra naturaleza actúa sobre ellos.
Nota – Aquí la intervención de los Espíritus en los acontecimientos es indudable; ellos preparan los caminos para el cumplimiento de los designios de la Providencia. Los Antiguos habrían dicho que era la obra de los dioses; nosotros decimos que es la de los Espíritus por orden de Dios.
19. ¿Podríais darnos vuestra opinión sobre el general Giulay, como militar, dejando a un lado todo sentimiento de nacionalidad. –Resp. ¡Pobre, pobre general!
20. ¿Volveríais con placer si os llamásemos? –Resp. Estoy a vuestra disposición, e incluso prometo venir sin ser llamado; tened la certeza de que la simpatía que yo tenía por vos no hizo más que aumentar. Adiós.
Respuesta a la réplica del Sr. abate Chesnel, en L’Univers
El diario L’Univers (El Universo) ha incluido, en su número del 28 de mayo pasado, la respuesta que nosotros hemos dado al artículo del Sr. abate Chesnel sobre el Espiritismo, haciéndola seguir por una réplica a este último. A ese segundo artículo, que reproduce todos los argumentos del primero, menos la urbanidad de la forma a la que le habíamos hecho justicia, no podríamos responder sino repitiendo lo que ya hemos dicho, cosa que nos parece completamente inútil. El Sr. abate Chesnel siempre se esfuerza por probar que el Espiritismo es, debe ser y no puede dejar de ser una nueva religión, porque de Él se deriva una filosofía y porque se ocupa de la constitución física y moral de los mundos. En este aspecto, todas las filosofías serían religiones. Ahora bien, como los sistemas abundan y tienen partidarios más o menos numerosos, esto restringiría singularmente el círculo del Catolicismo. No sabemos hasta qué punto sería imprudente y peligroso enunciar tal doctrina, porque sería proclamar una escisión que no existe; al menos es dar la idea de la misma. Ved un poco a qué consecuencia llegáis. Cuando la Ciencia hizo objeciones al sentido del texto bíblico de los seis días de la Creación, se profirieron anatemas y dijeron que era un ataque a la religión; hoy, que los hechos han dado la razón a la Ciencia, que no hay más medios de cuestionarlos a no ser negando la luz, la Iglesia se ha puesto de acuerdo con la Ciencia. Supongamos entonces que se hubiera dicho que esta teoría científica era una nueva religión, una secta, porque parecía en contradicción con los libros sagrados y porque echaba por tierra una interpretación dada hace siglos; de esto resultaría que no era posible ser católico y adoptar al mismo tiempo esas nuevas ideas. ¡Pensemos, pues, a qué se reduciría el número de católicos, si fuesen excluidos todos aquellos que no creen que Dios haya hecho la Tierra en seis multiplicado por veinticuatro horas!
Sucede lo mismo con el Espiritismo; si lo consideráis como una nueva religión, es que a vuestros ojos Él no es católico. Ahora bien, seguid mi razonamiento. Una de dos: o es una realidad o es una utopía. Si es una utopía, no hay por qué preocuparse con Él, puesto que caerá por sí mismo. Si es una realidad, todos los rayos no impedirán que lo sea, de la misma manera que antiguamente la Tierra no fue impedida de girar. Si hay verdaderamente un mundo invisible que nos rodea, si podemos comunicarnos con este mundo y obtener del mismo enseñanzas sobre el estado de aquellos que lo habitan –y todo el Espiritismo está ahí contenido–, en poco tiempo esto parecerá tan natural como ver el Sol al mediodía o como encontrar miles de seres vivos e invisibles en una gota de agua límpida; esa creencia se volverá tan común que vos mismo seréis forzado a rendiros ante la evidencia. Si a vuestros ojos, esta creencia es una nueva religión, ella está fuera del Catolicismo, porque no puede ser al mismo tiempo la religión católica y una nueva religión. Si por la fuerza de las cosas y por evidencias, ella se vuelve general –y no puede dejar de ser así, ya que es una de las leyes de la Naturaleza–, desde vuestro punto de vista no habrá más católicos, y vos mismo no seréis más católico, porque estaréis forzado a obrar como todo el mundo. He aquí, señor abate, el terreno sobre el cual nos arrastra vuestra doctrina, y ella es tan absoluta que ya me gratificáis con el título de sumo sacerdote de esta religión, un honor del cual yo no sospechaba. Pero vais más lejos: en vuestra opinión todos los médiums son sacerdotes de esta religión. Aquí os detengo en nombre de la lógica. Hasta el presente me parecía que las funciones sacerdotales eran facultativas; que se era sacerdote por un acto de la propia voluntad y no a pesar de no quererlo, o en virtud de una facultad natural. Ahora bien, la facultad de los médiums es una facultad natural que depende de su organismo, como la facultad sonambúlica; no requiere sexo, ni edad, ni instrucción, ya que la encontramos en los niños, en las mujeres y en los ancianos, entre los sabios como entre los ignorantes. ¿Sería comprensible que muchachos y muchachas fuesen sacerdotes y sacerdotisas sin quererlo y sin saberlo? En verdad, Sr. abate, esto es abusar del derecho de interpretar las palabras. Como he dicho, el Espiritismo está fuera de todas las creencias dogmáticas, con las cuales no se preocupa; nosotros lo consideramos como una ciencia filosófica, que nos explica una multitud de cosas que no comprendemos y, por esto mismo, en vez de sofocar en nosotros las ideas religiosas, como ciertas filosofías, las hace nacer en aquellos en que ellas no existen; pero si a toda costa queréis elevarlo a la posición de una religión, vos mismo lo ponéis en un camino nuevo. Es lo que comprenden perfectamente muchos eclesiásticos que, lejos de introducir el cisma, se esfuerzan por conciliar las cosas, en virtud del siguiente razonamiento: si las manifestaciones del mundo invisible tienen lugar, esto no puede ocurrir sino por la voluntad de Dios, y no podemos ir contra su voluntad, a menos que en el mundo algo suceda sin su permiso, lo que sería una impiedad. Si yo tuviese el honor de ser sacerdote, me serviría de esto en favor de la religión; haría de la misma un arma contra la incredulidad, y diría a los materialistas y a los ateos: ¿Pedís pruebas? Aquí están las pruebas: y es Dios que las envía.
Sucede lo mismo con el Espiritismo; si lo consideráis como una nueva religión, es que a vuestros ojos Él no es católico. Ahora bien, seguid mi razonamiento. Una de dos: o es una realidad o es una utopía. Si es una utopía, no hay por qué preocuparse con Él, puesto que caerá por sí mismo. Si es una realidad, todos los rayos no impedirán que lo sea, de la misma manera que antiguamente la Tierra no fue impedida de girar. Si hay verdaderamente un mundo invisible que nos rodea, si podemos comunicarnos con este mundo y obtener del mismo enseñanzas sobre el estado de aquellos que lo habitan –y todo el Espiritismo está ahí contenido–, en poco tiempo esto parecerá tan natural como ver el Sol al mediodía o como encontrar miles de seres vivos e invisibles en una gota de agua límpida; esa creencia se volverá tan común que vos mismo seréis forzado a rendiros ante la evidencia. Si a vuestros ojos, esta creencia es una nueva religión, ella está fuera del Catolicismo, porque no puede ser al mismo tiempo la religión católica y una nueva religión. Si por la fuerza de las cosas y por evidencias, ella se vuelve general –y no puede dejar de ser así, ya que es una de las leyes de la Naturaleza–, desde vuestro punto de vista no habrá más católicos, y vos mismo no seréis más católico, porque estaréis forzado a obrar como todo el mundo. He aquí, señor abate, el terreno sobre el cual nos arrastra vuestra doctrina, y ella es tan absoluta que ya me gratificáis con el título de sumo sacerdote de esta religión, un honor del cual yo no sospechaba. Pero vais más lejos: en vuestra opinión todos los médiums son sacerdotes de esta religión. Aquí os detengo en nombre de la lógica. Hasta el presente me parecía que las funciones sacerdotales eran facultativas; que se era sacerdote por un acto de la propia voluntad y no a pesar de no quererlo, o en virtud de una facultad natural. Ahora bien, la facultad de los médiums es una facultad natural que depende de su organismo, como la facultad sonambúlica; no requiere sexo, ni edad, ni instrucción, ya que la encontramos en los niños, en las mujeres y en los ancianos, entre los sabios como entre los ignorantes. ¿Sería comprensible que muchachos y muchachas fuesen sacerdotes y sacerdotisas sin quererlo y sin saberlo? En verdad, Sr. abate, esto es abusar del derecho de interpretar las palabras. Como he dicho, el Espiritismo está fuera de todas las creencias dogmáticas, con las cuales no se preocupa; nosotros lo consideramos como una ciencia filosófica, que nos explica una multitud de cosas que no comprendemos y, por esto mismo, en vez de sofocar en nosotros las ideas religiosas, como ciertas filosofías, las hace nacer en aquellos en que ellas no existen; pero si a toda costa queréis elevarlo a la posición de una religión, vos mismo lo ponéis en un camino nuevo. Es lo que comprenden perfectamente muchos eclesiásticos que, lejos de introducir el cisma, se esfuerzan por conciliar las cosas, en virtud del siguiente razonamiento: si las manifestaciones del mundo invisible tienen lugar, esto no puede ocurrir sino por la voluntad de Dios, y no podemos ir contra su voluntad, a menos que en el mundo algo suceda sin su permiso, lo que sería una impiedad. Si yo tuviese el honor de ser sacerdote, me serviría de esto en favor de la religión; haría de la misma un arma contra la incredulidad, y diría a los materialistas y a los ateos: ¿Pedís pruebas? Aquí están las pruebas: y es Dios que las envía.
Variedades
Lord Castlereagh y Bernadotte
«Hace aproximadamente cuarenta años que tuvo lugar la siguiente aventura ocurrida con el marqués de Londonderry, más tarde llamado lord Castlereagh. Él había ido a visitar a un gentilhombre que conocía a uno de sus amigos, el cual vivía en el norte de Irlanda en uno de esos viejos castillos que los novelistas eligen de preferencia para palco de las apariciones del Más Allá. El aspecto del cuarto del marqués estaba en perfecta armonía con el edificio. En efecto, el revestimiento de madera ricamente esculpido y ennegrecido por el tiempo, el inmenso arco de la chimenea, semejante a la entrada de una tumba, las cortinas polvorientas y pesadas que tapaban las ventanas y rodeaban la cama, todo esto daba un tono melancólico a los pensamientos.
Lord Londonderry examinó su dormitorio y tomó contacto con los antiguos señores del castillo al observar en las paredes sus retratos, que parecían esperar su saludo. Después de permitir que el criado de la habitación se retirase, se acostó. Luego de haber apagado las velas, percibió un rayo de luz que iluminaba el dosel de su lecho. Convencido de que no había lumbre en la chimenea, de que las cortinas estaban cerradas y que el cuarto se encontraba algunos minutos antes en completa oscuridad, supuso que un intruso hubiese entrado en la pieza. Entonces, volviéndose rápidamente hacia el lado de donde venía la luz, con gran asombro vio la figura de un bello niño rodeado por una aureola.
Persuadido de la integridad de sus facultades, pero desconfiando de una mistificación de uno de los numerosos huéspedes del castillo, lord Londonderry se abalanzó hacia la aparición, que se retiraba delante de él. A medida que se acercaba de la misma, ésta retrocedía, hasta que finalmente desapareció bajo tierra al lado del sombrío arco de la inmensa chimenea.
Lord Londonderry no durmió en aquella noche.
Decidió no hacer ninguna alusión a lo que le había sucedido, hasta que hubiera examinado con cuidado el semblante de todas las personas de la casa. En el desayuno, buscó en vano sorprender algunas sonrisas ocultas, algunas miradas de connivencia o pestañeos que pudiesen delatar a los autores de esas conspiraciones domésticas.
La conversación siguió su curso normal; estaba animada y nada revelaba una mistificación. Al final, el marqués no pudo resistir al deseo de contar lo que había visto. El señor de la casa observó que el relato de lord Londonderry debía parecer muy extraordinario a los que hace mucho tiempo no visitaban el castillo y que desconocían las leyendas de la familia. Entonces, volviéndose al marqués de Londonderry, le dijo: "Visteis al niño brillante; alegraos, ya que es el presagio de una gran fortuna; pero yo habría preferido que no se tratase de esa aparición".
En otra circunstancia, lord Castlereagh vio al niño brillante en la Cámara de los Comunes. En el día de su suicidio tuvo una aparición semejante.[1] Se sabe que ese lord, uno de los principales miembros del ministerio Harrowby, y el más encarnizado perseguidor de Napoleón durante sus reveses, se cortó la arteria carótida el 22 de agosto de 1823, y murió en el mismo instante.»
-*-*-*-
«Dicen que la sorprendente fortuna de Bernadottele había sido predicha por una necromante famosa, que también había anunciado la de Napoleón I, y que tenía la confianza de la emperatriz Josefina.
Bernadotte estaba convencido de que una especie de divinidad tutelar se encontraba vinculado a él para protegerlo. Quizás las tradiciones maravillosas que rodeaban su nacimiento no eran extrañas a este pensamiento que nunca lo abandonaba. En efecto, en su familia se narraba una antigua crónica según la cual un hada, esposa de uno de sus antepasados, había predicho que un rey ilustraría su posteridad.
He aquí un hecho que demuestra la influencia de lo maravilloso en el espíritu del rey de Suecia. Éste quería resolver por la espada las dificultades que Noruega le ponía; por eso deseaba enviar a su hijo Oscaral frente de un ejército para aniquilar a los rebeldes. El Consejo de Estado hizo una viva oposición a este proyecto. Un día en que Bernadotte tuvo una enardecida discusión sobre el tema, montó a caballo y se alejó de la capital a galope tendido. Después de haber realizado un extenso recorrido, llegó a los límites de una sombría floresta. De repente se presentó ante sus ojos una anciana, vestida de forma extravagante y con los cabellos en desaliño: "¿Qué queréis?" –preguntó bruscamente el rey. La hechicera respondió sin quedarse desconcertada:
–Si Oscar lucha en esta guerra que premeditas, él no dará los primeros golpes, sino que los recibirá.
Bernadotte, impresionado con esa aparición y con estas palabras, regresó a su palacio. Al día siguiente, llevando aún en el rostro los rasgos de una larga vigilia colmada de agitación, se presentó ante el Consejo y dijo: "He cambiado de opinión: negociaremos la paz, pero la quiero con honorables condiciones".»
-*-*-*-
«En su Vie de Rancé (Vida de Rancé), fundador de la Orden de la Trapa, el Sr. de Chateaubriand relata que un día aquel hombre célebre, al pasear por la avenida del castillo de Veretz, le pareció ver un gran incendio que consumía el cobertizo donde estaba el gallinero. Mientras corría rápido hacia allá, el fuego disminuía a medida que se aproximaba al lugar. A una cierta distancia, el incendio se transformó en un lago de fuego, en el medio del cual se levantaba la mitad del cuerpo de una mujer devorada por las llamas.
Tomado de pavor, volvió corriendo para casa. Al llegar, le faltaron las fuerzas y se echó exhausto a la cama.
No fue sino después de un largo tiempo que contó esta visión, cuyo mero recuerdo lo hacía ponerse pálido.
¿Pertenecen esos misterios a la locura? El Sr. Brière de Boismontparece atribuirlos a un orden de cosas más elevado, y yo comparto su opinión. Eso no desagrada a mi amigo, el Dr. Lélut: prefiero creer en el genio familiar de Sócrates y en las voces de Juana de Arco, que en la demencia del filósofo y de la virgen de Domrémy.
Hay fenómenos que sobrepasan la inteligencia, que desconciertan las ideas recibidas, pero ante cuya evidencia es necesario que la lógica humana se incline humildemente. Nada es tan brutal y principalmente irrecusable como un hecho. Tal es nuestra opinión y, sobre todo, la del Sr. Guizot:
“¿Cuál es la gran cuestión, la cuestión suprema que hoy preocupa a las personas? Es la cuestión planteada entre los que reconocen y los que no reconocen un orden sobrenatural, verdadero y soberano, aunque impenetrable a la razón humana; para llamar las cosas por su nombre: es la cuestión establecida entre el supernaturalismo y el racionalismo. De un lado, los incrédulos, los panteístas, los escépticos de toda especie, los puros racionalistas; del otro, los cristianos.
“Para nuestra salud presente y futura es preciso que la fe, el respeto y la sumisión al orden sobrenatural penetren en el mundo y en el alma humana, en los grandes espíritus como en los espíritus simples, en las regiones más elevadas como en las más humildes. La influencia real, verdaderamente eficaz y regeneradora de las creencias religiosas, depende de esa condición; fuera de esto, ellas son superficiales y están muy cerca de volverse vanas”. (Guizot.)
No, la muerte nunca ha de separar para siempre –incluso en este mundo– a los elegidos que Dios ha recibido en su seno y a los desterrados que quedaron en este valle de lágrimas, in hac lacrymarum valle, para usar las melancólicas palabras del Salve Regina. Hay horas misteriosas y benditas en que los muertos muy amados se inclinan ante aquellos que los lloran y susurran a sus oídos palabras de consuelo y de esperanza. El Sr. Guizot, este espíritu severo y metódico, tiene razón en profesar: “fuera de esto, las creencias religiosas son superficiales y están muy cerca de volverse vanas”.»
SAM (Extraído del diario La Patrie, del 5 de junio de 1859.)
[1] Forbes Winslow. Anatomy of suicide (Anatomía del suicidio), 1 vol. in 8º, pág. 242. Londres, 1840. [Nota del periodista Sam, incluida por él mismo al pie de la página de este texto de su autoría, publicado el 5 de junio de 1859 por el diario La Patrie.]
Lord Londonderry examinó su dormitorio y tomó contacto con los antiguos señores del castillo al observar en las paredes sus retratos, que parecían esperar su saludo. Después de permitir que el criado de la habitación se retirase, se acostó. Luego de haber apagado las velas, percibió un rayo de luz que iluminaba el dosel de su lecho. Convencido de que no había lumbre en la chimenea, de que las cortinas estaban cerradas y que el cuarto se encontraba algunos minutos antes en completa oscuridad, supuso que un intruso hubiese entrado en la pieza. Entonces, volviéndose rápidamente hacia el lado de donde venía la luz, con gran asombro vio la figura de un bello niño rodeado por una aureola.
Persuadido de la integridad de sus facultades, pero desconfiando de una mistificación de uno de los numerosos huéspedes del castillo, lord Londonderry se abalanzó hacia la aparición, que se retiraba delante de él. A medida que se acercaba de la misma, ésta retrocedía, hasta que finalmente desapareció bajo tierra al lado del sombrío arco de la inmensa chimenea.
Lord Londonderry no durmió en aquella noche.
Decidió no hacer ninguna alusión a lo que le había sucedido, hasta que hubiera examinado con cuidado el semblante de todas las personas de la casa. En el desayuno, buscó en vano sorprender algunas sonrisas ocultas, algunas miradas de connivencia o pestañeos que pudiesen delatar a los autores de esas conspiraciones domésticas.
La conversación siguió su curso normal; estaba animada y nada revelaba una mistificación. Al final, el marqués no pudo resistir al deseo de contar lo que había visto. El señor de la casa observó que el relato de lord Londonderry debía parecer muy extraordinario a los que hace mucho tiempo no visitaban el castillo y que desconocían las leyendas de la familia. Entonces, volviéndose al marqués de Londonderry, le dijo: "Visteis al niño brillante; alegraos, ya que es el presagio de una gran fortuna; pero yo habría preferido que no se tratase de esa aparición".
En otra circunstancia, lord Castlereagh vio al niño brillante en la Cámara de los Comunes. En el día de su suicidio tuvo una aparición semejante.[1] Se sabe que ese lord, uno de los principales miembros del ministerio Harrowby, y el más encarnizado perseguidor de Napoleón durante sus reveses, se cortó la arteria carótida el 22 de agosto de 1823, y murió en el mismo instante.»
-*-*-*-
«Dicen que la sorprendente fortuna de Bernadottele había sido predicha por una necromante famosa, que también había anunciado la de Napoleón I, y que tenía la confianza de la emperatriz Josefina.
Bernadotte estaba convencido de que una especie de divinidad tutelar se encontraba vinculado a él para protegerlo. Quizás las tradiciones maravillosas que rodeaban su nacimiento no eran extrañas a este pensamiento que nunca lo abandonaba. En efecto, en su familia se narraba una antigua crónica según la cual un hada, esposa de uno de sus antepasados, había predicho que un rey ilustraría su posteridad.
He aquí un hecho que demuestra la influencia de lo maravilloso en el espíritu del rey de Suecia. Éste quería resolver por la espada las dificultades que Noruega le ponía; por eso deseaba enviar a su hijo Oscaral frente de un ejército para aniquilar a los rebeldes. El Consejo de Estado hizo una viva oposición a este proyecto. Un día en que Bernadotte tuvo una enardecida discusión sobre el tema, montó a caballo y se alejó de la capital a galope tendido. Después de haber realizado un extenso recorrido, llegó a los límites de una sombría floresta. De repente se presentó ante sus ojos una anciana, vestida de forma extravagante y con los cabellos en desaliño: "¿Qué queréis?" –preguntó bruscamente el rey. La hechicera respondió sin quedarse desconcertada:
–Si Oscar lucha en esta guerra que premeditas, él no dará los primeros golpes, sino que los recibirá.
Bernadotte, impresionado con esa aparición y con estas palabras, regresó a su palacio. Al día siguiente, llevando aún en el rostro los rasgos de una larga vigilia colmada de agitación, se presentó ante el Consejo y dijo: "He cambiado de opinión: negociaremos la paz, pero la quiero con honorables condiciones".»
-*-*-*-
«En su Vie de Rancé (Vida de Rancé), fundador de la Orden de la Trapa, el Sr. de Chateaubriand relata que un día aquel hombre célebre, al pasear por la avenida del castillo de Veretz, le pareció ver un gran incendio que consumía el cobertizo donde estaba el gallinero. Mientras corría rápido hacia allá, el fuego disminuía a medida que se aproximaba al lugar. A una cierta distancia, el incendio se transformó en un lago de fuego, en el medio del cual se levantaba la mitad del cuerpo de una mujer devorada por las llamas.
Tomado de pavor, volvió corriendo para casa. Al llegar, le faltaron las fuerzas y se echó exhausto a la cama.
No fue sino después de un largo tiempo que contó esta visión, cuyo mero recuerdo lo hacía ponerse pálido.
¿Pertenecen esos misterios a la locura? El Sr. Brière de Boismontparece atribuirlos a un orden de cosas más elevado, y yo comparto su opinión. Eso no desagrada a mi amigo, el Dr. Lélut: prefiero creer en el genio familiar de Sócrates y en las voces de Juana de Arco, que en la demencia del filósofo y de la virgen de Domrémy.
Hay fenómenos que sobrepasan la inteligencia, que desconciertan las ideas recibidas, pero ante cuya evidencia es necesario que la lógica humana se incline humildemente. Nada es tan brutal y principalmente irrecusable como un hecho. Tal es nuestra opinión y, sobre todo, la del Sr. Guizot:
“¿Cuál es la gran cuestión, la cuestión suprema que hoy preocupa a las personas? Es la cuestión planteada entre los que reconocen y los que no reconocen un orden sobrenatural, verdadero y soberano, aunque impenetrable a la razón humana; para llamar las cosas por su nombre: es la cuestión establecida entre el supernaturalismo y el racionalismo. De un lado, los incrédulos, los panteístas, los escépticos de toda especie, los puros racionalistas; del otro, los cristianos.
“Para nuestra salud presente y futura es preciso que la fe, el respeto y la sumisión al orden sobrenatural penetren en el mundo y en el alma humana, en los grandes espíritus como en los espíritus simples, en las regiones más elevadas como en las más humildes. La influencia real, verdaderamente eficaz y regeneradora de las creencias religiosas, depende de esa condición; fuera de esto, ellas son superficiales y están muy cerca de volverse vanas”. (Guizot.)
No, la muerte nunca ha de separar para siempre –incluso en este mundo– a los elegidos que Dios ha recibido en su seno y a los desterrados que quedaron en este valle de lágrimas, in hac lacrymarum valle, para usar las melancólicas palabras del Salve Regina. Hay horas misteriosas y benditas en que los muertos muy amados se inclinan ante aquellos que los lloran y susurran a sus oídos palabras de consuelo y de esperanza. El Sr. Guizot, este espíritu severo y metódico, tiene razón en profesar: “fuera de esto, las creencias religiosas son superficiales y están muy cerca de volverse vanas”.»
SAM (Extraído del diario La Patrie, del 5 de junio de 1859.)
[1] Forbes Winslow. Anatomy of suicide (Anatomía del suicidio), 1 vol. in 8º, pág. 242. Londres, 1840. [Nota del periodista Sam, incluida por él mismo al pie de la página de este texto de su autoría, publicado el 5 de junio de 1859 por el diario La Patrie.]
Qué es el Espiritismo
INTRODUCCIÓN AL CONOCIMIENTO DEL MUNDO INVISIBLE O DE LOS ESPÍRITUS, CONTENIENDO LOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA DOCTRINA ESPÍRITA Y LA RESPUESTA A LAS PRINCIPALES OBJECIONES.
por ALLAN KARDEC
Grande in 18º. Precio: 60 centavos.[1]
Las personas que sólo tienen un conocimiento superficial del Espiritismo son naturalmente llevadas a hacer ciertas preguntas, cuyas respuestas encontrarían en un estudio completo de la cuestión; pero les falta tiempo, y frecuentemente la voluntad para entregarse a observaciones continuadas. Antes de emprender esta tarea querrían saber al menos de qué se trata, y si vale la pena ocuparse de la misma. Por lo tanto, nos ha parecido útil presentar, en un marco restringido, la respuesta a algunas de las cuestiones fundamentales que diariamente nos son dirigidas; para el lector, esto será un primer inicio y, para nosotros, un ahorro de tiempo, porque nos dispensará de estar repitiendo constantemente las mismas cosas. La forma de diálogo nos pareció la más conveniente, porque no tiene la aridez de la forma meramente dogmática.
Terminamos esa Introducción con un resumen que permitirá aprender, a través de una lectura rápida, el conjunto de los principios fundamentales de la ciencia. Aquellos que, después de esta sintética exposición, consideren la cuestión digna de su atención, podrán profundizarla con conocimiento de causa. Muy a menudo las objeciones nacen de las ideas falsas que a priori las personas tienen de lo que no conocen; rectificar estas ideas es refutar dichas objeciones: tal es el objeto que nos hemos propuesto al publicar este pequeño escrito.
En el mismo, las personas ajenas al Espiritismo encontrarán los medios de adquirir en poco tiempo –y a precio módico– una idea del asunto, y las que ya conocen podrán encontrar la manera de resolver las principales dificultades que les fueren propuestas. Contamos con la colaboración de todos los amigos de esta ciencia para ayudar a divulgar este resumen.
[1] Todas las obras del Sr. Allan Kardec se encuentran en las librerías de los Sres. Ledoyen, Dentu y en la oficina de redacción de la Revista. [Nota de Allan Kardec.]
por ALLAN KARDEC
Autor de El Libro de los Espíritus y director de la Revista Espírita.
Grande in 18º. Precio: 60 centavos.[1]
Las personas que sólo tienen un conocimiento superficial del Espiritismo son naturalmente llevadas a hacer ciertas preguntas, cuyas respuestas encontrarían en un estudio completo de la cuestión; pero les falta tiempo, y frecuentemente la voluntad para entregarse a observaciones continuadas. Antes de emprender esta tarea querrían saber al menos de qué se trata, y si vale la pena ocuparse de la misma. Por lo tanto, nos ha parecido útil presentar, en un marco restringido, la respuesta a algunas de las cuestiones fundamentales que diariamente nos son dirigidas; para el lector, esto será un primer inicio y, para nosotros, un ahorro de tiempo, porque nos dispensará de estar repitiendo constantemente las mismas cosas. La forma de diálogo nos pareció la más conveniente, porque no tiene la aridez de la forma meramente dogmática.
Terminamos esa Introducción con un resumen que permitirá aprender, a través de una lectura rápida, el conjunto de los principios fundamentales de la ciencia. Aquellos que, después de esta sintética exposición, consideren la cuestión digna de su atención, podrán profundizarla con conocimiento de causa. Muy a menudo las objeciones nacen de las ideas falsas que a priori las personas tienen de lo que no conocen; rectificar estas ideas es refutar dichas objeciones: tal es el objeto que nos hemos propuesto al publicar este pequeño escrito.
En el mismo, las personas ajenas al Espiritismo encontrarán los medios de adquirir en poco tiempo –y a precio módico– una idea del asunto, y las que ya conocen podrán encontrar la manera de resolver las principales dificultades que les fueren propuestas. Contamos con la colaboración de todos los amigos de esta ciencia para ayudar a divulgar este resumen.
ALLAN KARDEC
[1] Todas las obras del Sr. Allan Kardec se encuentran en las librerías de los Sres. Ledoyen, Dentu y en la oficina de redacción de la Revista. [Nota de Allan Kardec.]