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DISCURSOS
Señores y apreciados hermanos espíritas:
No sois escolares en Espiritismo. Hoy colocaré de lado, pues, las cuestiones prácticas sobre las cuales, debo reconocer, estáis suficientemente esclarecidos, para enfocar el problema con una perspectiva más amplia, pero, por encima de todo, en sus consecuencias. Este aspecto del asunto es grave, el más grave, indudablemente, puesto que revela el objetivo hacia el cual se orienta la Doctrina Espírita y los medios para alcanzarlo. Tal vez seré un poco extenso, pues el tema es vasto, aunque restaría todavía mucho por decir para completarlo. Es por esa razón que solicitaré vuestra indulgencia, considerando que, pudiendo permanecer un tiempo muy limitado entre vosotros, me veo obligado a expresar de una sola vez lo que en otras circunstancias podría haber dividido en varias partes.
Antes de abordar el punto principal del asunto, creo un deber examinarlo desde un ángulo que es, en cierta manera, personal. Si se tratase solamente de una cuestión individual, seguramente otra sería mi actitud. Entretanto, ella está ligada a varios aspectos de carácter general y de ello puede resultar un esclarecimiento provechoso para todos. Ese fue el motivo que me llevó a optar por tal iniciativa, aprovechando así la ocasión para explicar la causa de ciertos antagonismos con que nos encontramos, no sin cierto espanto, en nuestro camino.
En el estado actual de las cosas aquí en la Tierra, ¿cuál es el hombre que no tiene enemigos? Para no tenerlos sería preciso no habitar aquí, pues ello es una consecuencia de la inferioridad de nuestro planeta y de su condición de mundo de expiación. ¿Bastaría, para no encuadrarnos en esa situación, practicar el bien? ¡No! Ahí está Cristo para probarlo. Si el mismo Cristo, pues, la bondad por excelencia, sirvió de blanco a todo cuanto la maldad puede imaginar, ¿cómo habremos de extrañarnos por el hecho de que lo mismo suceda a quienes valen ciento de veces menos?
El hombre que practica el bien -esto dicho como hipótesis general- debe, pues, prepararse para ser herido por la ingratitud y tener contra él a aquellos que, no practicándolo, son envidiosos de la estima concedida a los que lo practican. Aquéllos, no sintiéndose dotados de fuerza para elevarse, procuran rebajar a los demás hasta su nivel, se obstinan en anularlos con la maledicencia y la calumnia y se ofuscan con sus actitudes.
Se oye decir constantemente que la ingratitud con que somos pagos endurece nuestro corazón y nos torna egoístas. Hablar así es probar que se tiene el corazón con predisposición para ser endurecido, dado que ese temor no podría detener al hombre verdaderamente bueno. El reconocimiento es ya una remuneración por el bien que se hizo; practicarlo teniendo en miras esa remuneración, es hacerlo por interés. Por otro lado, ¿qué sabemos si aquel que beneficiamos, y del cual nada esperamos, no será estimulado por más elevados sentimientos a un recto proceder? ¡Éste puede ser, tal vez, un medio de llevarlo a reflexionar, de enternecer su alma, de salvarlo! Esta esperanza constituye una noble ambición. Si nos menoscabamos, no realizaremos lo que nos compete hacer.
No podemos, por tanto, suponer que un beneficio, aparentemente estéril en la Tierra, sea para siempre improductivo. Es, muchas veces, una semilla sembrada que no germinará sino en una vida futura de aquel que la recibió. Muchas veces hemos observado a ciertos Espíritus ingratos, como los hay entre los hombres, embargados de emoción en el Espacio por el bien que se les hizo. Y ese recuerdo, despertando en ellos pensamientos benéficos les facilitó el tomar el camino del bien y del arrepentimiento, contribuyendo a abreviarles los sufrimientos. Sólo el Espiritismo podía revelar esta consecuencia de la benevolencia; sólo él está en condiciones de hacer conocer, por las comunicaciones recibidas del Mundo Espiritual, el aspecto caritativo de esta máxima: Un beneficio nunca está perdido, sustituyendo al sentido egoísta que se le atribuye. Mas, volvamos a lo que nos concierne.
Poniendo toda cuestión personal de lado, los enemigos del Espiritismo se sienten mis adversarios naturales. ¡No creáis que me lamento! ¡Lejos de eso! Cuanto mayor es la animosidad de ellos, mejor compruebo la importancia que la Doctrina Espírita asume ante sus ojos. Si se tratase de algo sin consecuencias, una de esas utopías que nacen estériles, no le prestarían atención. ¿No habéis visto escritos -relacionados a la ideología- afectados de un tono de hostilidad que no se encuentra en los míos y cuyas expresiones no son más moderadas que lo atrevido de los pensamientos? ¡Contra ellos, no obstante, no se manifiesta una sola palabra! Igual cosa podría darse si las doctrinas por las que lucho difundiéndolas permaneciesen circunscriptas en las páginas de un libro. Del mismo modo -y que puede parecer más asombroso- tengo adversarios entre los mismos adeptos del Espiritismo. Pues bien, en esta área se hace necesaria una explicación.
Entre quienes adoptan las ideas espíritas existen, como bien sabéis, tres categorías bien distintas:
1ª Los que creen pura y simplemente en los fenómenos, pero que de ellos no deducen ninguna consecuencia moral;
2ª Los que perciben el alcance moral de los mismos, mas no lo aplican con los demás ni con ellos mismos; y
3ª Los que aceptan personalmente todas las consecuencias de la Doctrina y la ponen en práctica, es decir, se esfuerzan por vivir su moral.
Éstos, como bien lo comprendéis, son los espíritas practicantes o verdaderos espiritas. Esta distinción es importante, puesto que bien explica las anomalías aparentes. Sin ella sería difícil comprender las actitudes de determinadas personas. Pero bueno, ¿qué preceptúa esa moral? Amaos los unos a los otros; perdonad a vuestros enemigos; no tengáis ira, ni rencor, ni animosidad, ni envidia, ni orgullo, ni egoísmo; sed severos con vosotros mismos e indulgentes para con los demás. Tales deben ser los sentimientos del verdadero espírita, de aquel que se atiene al fondo y no a la forma, del que coloca al espíritu por encima de la materia. Éste puede tener enemigos, mas no es enemigo de nadie, puesto que no desea el mal de persona alguna, sea quien fuere, y con mayor razón, tampoco procura hacer mal a ninguno.
Éste, señores, como veis, es un principio general del cual toda persona puede extraer un beneficio. Si tengo enemigos, pues, ellos no pueden ser tenidos en la categoría de espíritas, puesto que, admitiendo que tuviesen motivos legítimos de queja contra mí, cosa que me esfuerzo por evitar, esa no sería una razón para odiarme, más cuando nunca les he hecho ningún mal. El Espiritismo tiene por divisa: Fuera de la caridad no hay salvación, lo que equivale a decir: Fuera de la caridad no puede haber verdadero espírita. Os solicito inscribir, de aquí en adelante, esta divisa en vuestras banderas, dado que ella resume al mismo tiempo la finalidad del Espiritismo y el deber que él impone.
Estando reconocido que no se puede ser un buen espírita con sentimientos de rencor en el corazón, yo me alegro de contar sólo como amigos a los auténticos espíritas, puesto que si yo tengo defectos ellos sabrán disculpármelos. Seguidamente veremos a qué vastas y fructíferas consecuencias conduce este principio.
En primer lugar, examinaremos las causas que pueden excitar ciertas animosidades.
Desde que comenzaron las primeras manifestaciones de los Espíritus, algunas personas vieron en ellas un medio de especulación, una nueva mina para ser explotada. Si esta idea hubiese seguido su curso, habríamos visto pulular por todas partes a médiums y seudo médiums, ofreciendo consultas a un determinado precio por sesión. Los periódicos contarían con gran cantidad de esos anuncios. Los médiums se habrían convertido en decidores de la suerte y el Espiritismo se habría ubicado en la misma línea de la adivinación, de la cartomancia, de la necromancia, etcétera. Ante tal desconcierto, ¿cómo podría el público diferenciar la verdad de la mentira? Poner al Espiritismo a salvo en medio de tal confusión, no sería cosa fácil. Fue imperioso impedir que él se encaminara por esa vía funesta. Era preciso cortar por la raíz un mal que lo habría atrasado por más de un siglo. Fue lo que me esforcé en hacer, demostrando desde el principio el carácter grave y sublime de esta nueva ciencia, haciéndola salir del camino exclusivamente experimental para hacerla penetrar en el de la filosofía y la moral, revelando, finalmente, la profanación que sería explotar el alma de los muertos, al tiempo que cubrimos sus despojos con el mayor respeto. De ese modo, señalando los inevitables abusos que resultarían de semejante estado de cosas, contribuí -y de eso me congratulo- para que no se llegara al descrédito y la explotación pública del Espiritismo, poniéndolo a la consideración, en cambio, como algo venerable y digno de respeto.
Creo haber prestado con ello algún servicio a la causa, y si no hubiese actuado de tal forma, ¿de qué me podría alegrar? Gracias a Dios mis esfuerzos fueron coronados por el éxito, no solamente en Francia, sino también en el extranjero, y puedo decir que los médiums profesionales son hoy raras excepciones en Europa. Donde sea que mis obras penetraron y sirven de guía, el Espiritismo es visto en su genuino aspecto, esto es, en su carácter esencialmente moral. Por todas partes los médiums sinceros y desinteresados que comprenden la responsabilidad de su misión, se ven rodeados de la consideración que les es debida, cualquiera sea su posición social. Y esa consideración crece en sentido paralelo con el mayor desinterés.
No pretendo decir que entre los médiums profesionales no existan muchos que sean honestos y dignos de consideración. Pero la experiencia ha demostrado a mí y a muchos otros, que el interés es un poderoso estimulante del fraude, puesto que tiene por miras el lucro; y si los Espíritus no colaboran -lo que frecuentemente ocurre, puesto que no están para satisfacer nuestros caprichos- la astucia, fecunda en estos trances, encuentra con facilidad un medio de suplirlos. Para uno que actúe con lealtad, habrá cientos dispuestos al abuso, lo que afectará la reputación del Espiritismo. Por otro lado, nuestros adversarios no descuidarán el explotar en provecho de sus críticas los fraudes que pudieran comprobar, concluyendo con ello que todo en el Espiritismo es falsedad y que urge, por tanto, oponerse a ese nuevo género de engaño. En vano se podrá decir que la Doctrina no es responsable de tales abusos. Bien conocéis el proverbio: "Cuando se desea matar al perro, se dice que está rabioso".
Qué respuesta más oportuna podría darse a una acusación de mixtificación que decir: "¿Quién os invitó a venir? ¿Cuánto pagasteis para entrar?" Aquel que paga quiere ser servido; exige una retribución por su dinero; si no le es dado lo que espera, tiene el derecho de reclamar. Pues bien, para evitar esa reclamación se trata de satisfacerlo por cualquier medio. De ahí el abuso, pero el abuso que amenaza convertirse en regla en vez de una excepción. ¡Por ello la necesidad de combatirlo! Ahora que tenemos una opinión a este respecto, el peligro es de temer sólo con los inexpertos. A quienes se quejaren, pues, de haber sido engañados o de no haber obtenido las respuestas que deseaban, podemos decirles: "Si hubieseis estudiado el Espiritismo, sabríais en qué condiciones él puede ser experimentado con provecho; conoceríais cuáles son los legítimos motivos de confianza y de duda y qué es, en suma, lo que puede esperarse de él; no habríais pedido lo que él no puede dar; no hubierais ido a consultar a un médium como a un cartomántico para pedirle a los Espíritus revelaciones, consejos sobre herencias, descubrimientos de tesoros y otro ciento de cosas semejantes que no son incumbencia del Espiritismo. Si fuisteis engañados, debéis culparos sólo vosotros".
Es evidente que no se puede considerar una explotación la mensualidad que se paga a una sociedad para solventar las expensas de su sostenimiento. De igual manera, la más elemental equidad nos dice que no se puede imponer esa contribución a personas que no disponen de posibilidades financieras o de tiempo para frecuentar con asiduidad como asociados. La especulación consiste en hacer de la situación una industria, atrayendo al primero que fuere, curioso o indiferente, exigiéndole dinero. Una sociedad que así actuase sería tan reprensible, o más aún, que un individuo, y no merecería ninguna confianza. Una institución espírita debe proveer a sus necesidades. Ella debe compartir entre todos sus integrantes los gastos y nunca cargarlos sobre uno solo; esto es justo, y con este criterio no existe ni explotación ni especulación. En cambio, el caso sería muy distinto si el primero que se presentase pudiese adquirir el derecho de entrada por medio de un pago, pues esto sería desnaturalizar la finalidad esencialmente moral e instructiva de las reuniones de este género, haciendo de ellas un espectáculo para curiosos.
En cuanto a los médiums, éstos se multiplican de tal modo que los profesionales serían, hoy en día, considerados superfluos.
Tales son, señores, las ideas que me esforcé por hacer prevalecer, motivo por el cual me siento feliz por el hecho de haber obtenido éxito mucho más fácilmente de lo que había pensado. Pero comprendí, también, que aquellos a quienes frustré en sus esperanzas no son mis amigos. Estamos, pues, en presencia de un grupo que no me puede ver con buenos ojos, lo cual, convengamos, poco me inquieta. Si nunca la explotación del Espiritismo se la intentó introducir en vuestra ciudad, yo os invito a renegar de esa nueva industria a fin de no comprometeros brindándole vuestro apoyo y para que las censuras que se originaran no vayan a caer sobre la pureza de la Doctrina.
Junto a la especulación material existe aquella otra a la cual podríamos llamar especulación moral, esto es, la satisfacción del orgullo, del amor propio. Es el caso de quienes intentan, al margen de todo interés pecuniario, hacer del Espiritismo un pedestal honorífico para colocarse en evidencia. A éstos muy poco los favorecí en mis escritos, y mis consejos, por otro lado, desvirtuaron más de un intento premeditado y calculista, probando que las cualidades del verdadero espirita son la abnegación y la humildad, conforme a la máxima de Cristo: "Quien se exalta será humillado". Éstos son los que integran el segundo grupo que, igualmente, tampoco me aprecian. En él se encuentran los portadores de las ambiciones frustradas y de los amores propios resentidos.
En esta clase de personas están las que no me perdonan el hecho de haber logrado éxito. Para ellas, el suceso de mis obras es causa de disgusto y motivo que les hace perder el sueño cuando asisten a los testimonios de simpatía que espontáneamente me son dispensados. Este grupo de envidiosos lo constituyen todos aquellos que, por temperamento, no toleran ver a un hombre elevar un poco la cabeza sin intentar nada por sumergirlo. Otro grupo no menos irascible, seguramente, es el constituido por médiums, no por médiums mercenarios, sino, por el contrario, desinteresados, materialmente hablando. Me refiero a los médiums obsedidos, o mejor dicho, fascinados. Algunas consideraciones a este respecto no dejarán de tener su utilidad. Éstos, por su orgullo, están de tal forma persuadidos de que todo cuanto reciben es sublime y sólo puede provenir de los Espíritus superiores, que se irritan con la menor observación crítica, al punto de enemistarse con sus amigos cuando éstos manifiestan la inhabilidad de no admirar lo que les parece absurdo. En esto reside la prueba de la mala influencia que los domina, puesto que, suponiéndose que por falta de capacidad de juzgar o de conocimiento no estuviesen sus críticos en condiciones de percibir claramente, esto no puede constituir un motivo para tener prevención respecto a ellos, que no se hallan en su misma posición. Pues bien, esa es la tarea de los Espíritus obsesores, los cuales, para mantener mejor al médium bajo su dependencia, lo inducen al alejamiento y rechazo de toda persona que esté en condiciones de abrirle los ojos.
Existen también los dotados de una susceptibilidad que linda con el exceso. Se molestan hasta con los más insignificantes detalles, como ser: por el lugar que se les destina en las reuniones, si éste no es de relevancia, así como por el orden establecido para el examen de las comunicaciones que recibieron o por el hecho de negarse la lectura de una de aquéllas, cuyo tema no fue considerado oportuno para el momento. Algunos se fastidian cuando no son invitados a brindar su concurso con asiduidad, otros se disgustan porque el orden de los trabajos no es invertido, de manera de favorecer sus conveniencias. Hay, además, aquellos que les agradaría ser considerados médiums titulares de un grupo o de una sociedad, ser allí los dueños y señores y que sus Espíritus guías sean tomados por árbitros infalibles de todas las cuestiones, etcétera, etcétera... Esos motivos son tan pueriles y tan mezquinos, que ninguno de ellos se anima a confesarlos. Mas no por eso dejan de constituir una fuente de sórdida animosidad que, tarde o temprano, se manifiesta a través de las discordias y los alejamientos. Sin tener razones objetivas que ofrecer por su retiro, muchos, poniendo de lado los escrúpulos, presentan pretextos o alegaciones imaginarias. El hecho de no haber satisfecho jamás las pretensiones de esas personas fue considerado por ellas como un grave error nuestro, o mejor dicho, como un crimen, razón por la cual, naturalmente, me dieron la espalda, gesto ese al cual reaccioné, una vez más -según ellos- erróneamente, no dándoles ninguna importancia. ¡Todo esto es imperdonable! -decían-. ¿Concebiréis esta palabra en los labios de personas que se dicen espíritas? Este es un vocablo que debería ser quitado del léxico espírita.
Esos desagrados los han experimentado, como yo, la mayor parte de los directores de grupos o de sociedades, y a todos yo los invito a tomar mi actitud, esto es, la de no dar importancia a esos médiums que más constituyen un inconveniente que un recurso. En su presencia se está siempre molesto y con el temor de herirlos, hasta con las acciones más simples y candorosas.
Estos inconvenientes fueron antes mayores que ahora. Cuando los médiums eran en menor cantidad que hoy, había que conformarse con aquellos que se disponía. En la actualidad, en cambio, en que ellos se multiplican por todas partes, el obstáculo disminuyó en razón misma de poderse seleccionar, a la vez que por la mayor compenetración de los verdaderos principios de la Doctrina que la generalidad posee.
Dejándose a un lado el grado de la facultad, las cualidades de un buen médium son la modestia, la sencillez y la devoción. Él debe ofrecer su colaboración teniendo por miras el ser útil y no el de satisfacer su vanidad. Nunca debe atenerse a las comunicaciones que recibe, pues de tal manera podría pensarse que hay en ellas algo suyo, algo que tiene interés en defender. Debe aceptar la crítica, e incluso solicitarla, sometiéndose a las advertencias de la mayoría sin intenciones premeditadas. Si lo que recibe es falso, malo o detestable, todo eso es preciso que se le diga sin ningún temor de herirlo, e incluso con la seguridad de que tal cosa no ha de ocurrir. Esos son los médiums verdaderamente útiles a un grupo, con los cuales jamás habrá motivos de desinteligencias, puesto que comprenden muy bien la Doctrina. De igual forma son ellos los que reciben las mejores comunicaciones, dado que no se dejan dominar por los Espíritus orgullosos. Los Espíritus mentirosos no se les acercan, puesto que se reconocen impotentes para poderlos utilizar. En cuanto a los demás, ellos no comprenden la Doctrina o no la quieren comprender.
Seguidamente viene una categoría conformada por personas que jamás están satisfechas. Algunas de ellas consideran que procedo con una extremada celeridad, al paso que otras, con una cierta lentitud. Es como en la fábula El molinero, su hito y el fumento. Los primeros me reprueban el haber formulado principios prematuramente y erigirme en calidad de jefe de una escuela filosófica. Pero ocurre que, dejando de lado la idea espírita, ¿acaso no me correspondería a mí el derecho de arrogarme, como tantos otros, el de ser autor de un sistema filosófico, así fuese éste el más absurdo?
Si mis principios son falsos, ¿por qué no presentan otros que los sustituyan, haciéndolos prevalecer? Ellos, según parece, no son juzgados de irracionales por la generalidad, ya que encuentran adherentes en tan grande número. ¿Pero no será eso, justamente, lo que excita el mal humor de esas personas? Si esos principios no tuviesen partidarios, si fuesen ridículos a partir del primer enunciado, seguramente de ellos ya ni se hablaría.
En cuanto a los otros, a los que afirman que no avanzo lo suficientemente rápido, esos desearían verme lanzado atropelladamente -con buena intención, quiero creer, pues es siempre mejor presuponer lo mejor que lo peor- en un camino en el que no quiero arriesgarme. Sin dejarme influir, pues, por las ideas de unos ni de otros, sigo la ruta que yo mismo me tracé: Tengo un objetivo, lo veo y sé cómo y cuándo lo alcanzaré, no inquietándome los clamores de los que pasan junto a mí.
Creed, señores, ¡las piedras no faltan en mi camino! Paso por encima de ellas, incluso de las más grandes y pesadas. Si se conociese la verdadera causa de ciertas antipatías y de muchos alejamientos, ¡muchas sorpresas recibiríamos!
Además, es preciso que me refiera a las personas que son puestas, con relación a mí, en posiciones falsas, ridículas y comprometedoras, las cuales pretenden justificarse, en última instancia, recurriendo a pequeñas calumnias: Los que esperaban seducirme con sus elogios, creyendo de esta manera poderme llevar a servir sus designios, dándose luego cuenta de la inutilidad de sus maniobras para atraer mi atención; aquellos que no elogié ni estimulé, y que eso esperaban de mí; esos otros, en fin, que no me perdonan el haber adivinado sus intenciones y que son como la serpiente a la que se la pisa. Si todas esas personas estuviesen dispuestas a ubicarse por unos momentos en una posición extraterrena, mirando las cosas desde un punto más alto, comprenderían perfectamente la puerilidad de cuanto les preocupa y no se extrañarían por la poca importancia que a todo eso dan los verdaderos espíritas. Es que el Espiritismo abre horizontes tan vastos que la vida corporal, corta y efímera, se apaga con todas sus vanidades y sus pequeñas intrigas ante lo infinito de la vida espiritual.
Tampoco debo omitir una censura que me fue dirigida: La de no hacer nada para atraer nuevamente junto a mi a personas que se habían alejado. Eso es verdadero, y la reprobación fundamentada. Yo la merezco, pues jamás di un único paso en tal sentido, y aquí están los motivos de mi indiferencia.
Aquellos que se aproximan a mí lo hacen porque eso les conviene; es menos por mi persona que por la simpatía que en ellos despiertan los principios que profeso. Los que se apartan, lo hacen porque no les convengo o porque nuestras maneras de ver las cosas no concuerdan. ¿Por qué, entonces, tendría que contradecirlos, imponiéndome a ellos? Además, honestamente, carezco de tiempo para intentarlo. Es sabido que mis ocupaciones no me permiten el tiempo suficiente para descansar. Por otro lado, por uno que se aleja, hay mil que llegan. Considero un deber dedicarme a éstos, por encima de todo, y eso es lo que hago. ¿Orgullo? ¿Desprecio por los demás? ¡Oh! ¡No! ¡Honestamente, no! Yo no desprecio a nadie y me conduelo de quienes actúan mal, rogando a Dios y a los Espíritus buenos para que hagan nacer en ellos mejores sentimientos. Eso es todo. Si retornan, son siempre recibidos con júbilo. Mas correr a su encuentro, eso no me es posible hacerlo en razón del tiempo que de mí reclaman las personas de buena voluntad, y, además, porque no doy a ciertos individuos la importancia que ellos se atribuyen. Para mí, un hombre es un hombre, ¡nada más! Mido su valor por sus actos, por sus sentimientos, nunca por su posición social. Así pertenezca él a las más altas clases de la sociedad, si procede mal, si es egoísta y negligente en cuanto a su dignidad, ante mis ojos es inferior al trabajador que vive correctamente; y yo aprieto más cordialmente la mano de un hombre humilde cuyo corazón siento vibrar que la de un potentado cuyo pecho está mudo. La primera me trasmite calidez, la segunda frialdad. Hombres de la más alta posición me honran con sus visitas, sin embargo, nunca por causa de ellos, un trabajador quedó postergado para hablar conmigo. Muchas veces, en mi escritorio, el príncipe se sienta junto al obrero. Si aquél se sintiera humillado, simplemente le diría que no es digno de ser espírita. Pero me siento feliz de manifestar que yo los vi, muchas veces, estrechar sus manos fraternalmente, lo que me llevaba a manifestar con el pensamiento: "¡Espiritismo: es este uno de tus milagros; el preanuncio de muchos otros prodigios!"
Tal vez me correspondiera abrir a mí las puertas de la alta sociedad, mas lo cierto es que no he ido jamás a golpear en ellas. Eso me insumiría un tiempo que prefiero emplear más provechosamente. Coloco, en primera instancia, el consuelo que es preciso ofrecer a los que sufren, levantar el ánimo de los caídos, liberar a un hombre de sus pasiones, de la desesperación, del suicidio, ¡detenerlo, tal vez, al borde mismo del crimen! ¿No vale más ésto que los blasones dorados de la nobleza? Guardo millares de cartas que son para mí mucho más valiosas que todas las honras de la Tierra y a las que conservo como verdaderos títulos nobiliarios. Así pues, no os alarméis si no voy en procura de quienes me han dado la espalda.
Tengo adversarios, ¡yo lo sé! Pero el número de ellos no es tan grande como podría hacer suponer lo antedicho. Ellos se encuentran en las categorías que cité, pero son apenas individuos aislados y su número es muy pequeño en comparación con los que desean testimoniarnos su simpatía. Además de eso, jamás consiguieron perturbar mi reposo, como tampoco sus maquinaciones y sus diatribas conmovieron mi ánimo, y debo agregar que esa profunda indiferencia mía y el silencio que opongo a sus ataques no es lo que menos los exaspera. Por más que hagan, jamás lograrán hacerme salir de la moderación y de la regla que tengo por conducta. No podrá decirse que alguna vez haya respondido injuria por injuria. Las personas que me conocen íntimamente pueden decir si en alguna oportunidad los mencioné, como así también si en la misma Sociedad fue formulada alguna palabra o alusión con relación a cualquiera de ellos. Incluso, tampoco por medio de la Revista Espirita respondí a las agresiones que eran dirigidas a mi persona, ¡y Dios sabe que ellas no han faltado!
Por otra parte, ¿de qué vale su maledicencia? ¡De nada! Ni contra la Doctrina ni contra mí. La Doctrina Espírita prueba, con su marcha progresiva, que no tiene nada que temer. En cuanto a mí, no tengo ninguna posición, por lo tanto no hay nada que me pueda ser quitado; no deseo nada ni nada solicito, por consiguiente, nada me puede ser negado. No debo nada a nadie, de tal modo no existe algo que me pueda ser cobrado; no hablo mal de nadie, ni aun de aquellos que lo hacen de mí. De tal manera, entonces, ¿en qué podrían perjudicarme? Es cierto que se me puede atribuir lo que no dije, y eso ya se hizo más de una vez. Pero aquellos que me conocen son capaces de distinguir lo que digo de aquello que no es mi costumbre decir, y agradezco a cuantos, en semejantes circunstancias, supieron responder por mí. Lo que afirmo, estoy dispuesto a repetirlo ante la presencia de quien fuere, y cuando expreso no haber dicho o hecho una cosa, me considero con el derecho de ser creído.
Además, ¿qué representa todo eso frente a los objetivos que nosotros, los espíritas devotos y sinceros, perseguimos unidos tras ese futuro venturoso que se ofrece ante nuestra visión? Creedme, señores, sería preciso considerar como un robo perpetrado contra la grande obra los instantes que perdiésemos preocupados con esas mezquinerías. Por mi parte agradezco a Dios el haberme concedido, ya aquí, en la Tierra, tantas compensaciones morales al precio de tribulaciones tan pasajeras, como la alegría de asistir al triunfo de la Doctrina Espírita.
Os pido perdón, señores, por haberos entretenido tan largo tiempo con asuntos relacionados con mi persona, pero considero útil establecer con nitidez nuestra posición, a fin de que os sea posible saber en quién confiar, conforme a las circunstancias, y para que podáis estar convencidos de que mi línea de conducta está trazada y que de ella nadie me hará desviar. Por lo demás, creo que de estas observaciones -abstracción hecha de mi individualidad- podrán resultar algunas enseñanzas útiles.
Pasemos ahora a otro punto, y veamos el estado en que se encuentra el Espiritismo.
El Espiritismo ofrece un fenómeno desconocido en la historia de la filosofía: La rapidez de su propagación. Ninguna otra doctrina presenta un caso similar. Cuando se advierte el progreso que se viene conquistando año tras año, sin ninguna presunción se puede prever la época en que ella será la creencia universal.
La mayoría de los países participan del movimiento: Austria, Polonia, Rusia, Italia, España, Turquía, etcétera, cuentan con una numerosa cantidad de adeptos y sociedades muy bien organizadas. Mantengo correspondencia con grupos que funcionan en más de cien ciudades. Entre ellas, Lyón y Bordeaux ocupan el primer lugar. Honremos, pues, a estas dos ciudades que van al frente por su población y su cultura y donde tan alto y tan firmemente se ha levantado la bandera del Espiritismo. Muchas otras ambicionan caminar detrás de sus pasos. A ese mismo respecto conversé con varios viajeros. Todos están de acuerdo en manifestar que cada año se registran progresos en la opinión pública. Los escarnecedores disminuyen en forma evidente. Pero a las burlas ha sucedido la cólera. Ayer se reían, hoy se irritan. De acuerdo con un viejo proverbio, eso es de buen augurio y lleva a los incrédulos a concluir en que la cuestión debe tener implícito un motivo serio.
Un hecho no menos característico es que todo cuanto los adversarios del Espiritismo han hecho para trabar su marcha, lejos de detenerlo, impulsó su progreso. Y se puede afirmar que, por todas partes, ese progreso está en relación con los ataques sufridos. ¿La prensa lo enalteció? Todos sabemos que, lejos de extenderle las manos, ella le puso los pies encima; y con eso no consiguió otra cosa que hacerlo avanzar. Lo mismo ocurrió con los ataques que generalmente le fueron dirigidos.
Existe, pues, con referencia al Espiritismo, un fenómeno que constituye una constante: Es que, sin el concurso de cualquiera de esos medios habitualmente empleados para alcanzar lo que se denomina un suceso, y a pesar de los inconvenientes que se le han opuesto, él no cesa de ganar terreno todos los días, como para dar un desmentido a aquellos que predicen su próximo fin. ¿Será esto una presunción o una fanfarronada de nuestra parte? No; se trata de un hecho imposible de ser negado. El extrajo la fuerza de sí mismo, lo que prueba el poder arrollador de esta idea. Aquellos, pues, a quienes eso contraría, harán mejor cambiar de objetivo o dejar el paso libre a lo que no pueden detener. El caso es que el Espiritismo es una idea, y en cuanto idea, él camina y derrumba todos los obstáculos; no se la puede detener en las fronteras como un paquete de mercaderías. Se queman libros, pero no se pueden incinerar ideas; mas las mismas cenizas de aquéllos, llevadas por el viento hacen fecundar la tierra donde ella debe fructificar.
Sin embargo, no es suficiente lanzar una idea al mundo para que ella eche raíces. (No, seguramente) No se crean a voluntad opiniones y hábitos. Lo mismo ocurre con relación a los descubrimientos y las invenciones: aun el más útil se pierde si no llega a su tiempo, si la necesidad que está destinado a satisfacer no existe todavía. Igual cosa acontece con las doctrinas filosóficas, políticas, religiosas y sociales: Es preciso que los Espíritus estén maduros para aceptarlas. Si llegan muy temprano, permanecen en estado latente, y, como las semillas plantadas fuera de tiempo, ellas no prosperan.
Si el Espiritismo, pues, encuentra tan grandes simpatías, es que su tiempo ha llegado y que los Espíritus están maduros para recibirlo; es que él responde a una necesidad, a una aspiración. Tenéis de ello la prueba por el número, hoy inimaginable, que lo acoge sin extrañeza, como algo muy natural, a partir del momento que se les habla por primera vez de él. Confiesan que todo siempre les pareció así, pero que no eran capaces de precisar sus ideas. Se percibe el vacío moral que la incredulidad y el materialismo van creando en torno del hombre; se comprende que esas doctrinas cavan un abismo para la sociedad; que destruyen los vínculos más sólidos: Los de la fraternidad. Y además, porque el hombre tiene instintivamente horror a la nada, así como la Naturaleza tiene horror al vacío. Esta es la razón por la que el hombre recibe con alegría la prueba de que la nada no existe.
Pero, se podrá decir, ¿no se le enseñó diariamente que la nada no existe? ¡Sin duda, ello le fue enseñado) Mas, entonces, ¿cómo entender que la incredulidad y la indiferencia hayan crecido incesantemente en este último siglo?
Es que las pruebas ofrecidas no satisfacen más en la actualidad, puesto que no responden a las exigencias de la inteligencia. El progreso científico e industrial convirtió al hombre en un ser positivo. Él quiere darse cuenta de todo. Quiere saber el porqué y el cómo de cada cosa. Comprender para creer se tornó una necesidad imperiosa. Este es el motivo por el cual la fe ciega ya no tiene dominio sobre él. Y eso, para unos, es un mal, y para otros, un bien. Sin entrar a discutir la cuestión, apenas diremos que así lo establece una ley de la Naturaleza. La humanidad, en forma colectiva, así como los individuos, tiene su infancia y su edad madura. Cuando se encuentra en la madurez, arroja a la distancia sus pañales y quiere hacer uso de sus medios, esto es, de su inteligencia. Querer hacerla retroceder es tan imposible, como obligar a un río a remontarse hasta su fuente.
Atacar el mérito de la fe ciega -se podrá decir- es una impiedad, puesto que Dios quiere que su palabra sea aceptada sin examen. La fe ciega tuvo su razón de ser, y aun mismo su necesidad, pero en un cierto período de la historia de la humanidad. Si hoy ella no es suficiente para fortalecer la creencia, es porque está en la naturaleza de la humanidad que así debe ser. Ahora bien, ¿quién creó las leyes de la Naturaleza? ¿Dios o Satanás? Si fue Dios, no habrá ninguna impiedad en seguir sus leyes. Si en la actualidad es una necesidad de la inteligencia comprender para creer, como beber y comer es una necesidad del cuerpo físico, señala que Dios quiere que el hombre haga uso de su inteligencia: De otro modo no se la habría dado. Hay personas que no experimentan esa necesidad, que se conforman con creer sin examen. No las recriminamos, y lejos está de nosotros el pensamiento de perturbarles su tranquilidad. El Espiritismo, evidentemente, no está destinado a ellas: Si tienen todo lo que necesitan, nada hay a ofrecerles. No se obliga a comer a la fuerza a quienes manifiestan no tener hambre. El Espiritismo está destinado a aquellos que el alimento intelectual que les es brindado no les satisface, y el número de estas personas es tan grande que el tiempo no alcanza para que nos ocupemos de las otras.
Entonces, ¿por qué se quejan que no andemos detrás de sus pasos? El Espiritismo no procura a nadie en especial, no se impone a nadie y se limita a decir: Aquí me tenéis, esto es lo que soy, esto es lo que traigo. Los que juzguen tener necesidad de mí, aproxímense; los demás, permanezcan donde se encuentran. No es mi propósito perturbarles la conciencia ni injuriarlos. La única cosa que pido es la reciprocidad. Entonces, ¿por qué el materialismo tiende a sustituir a la fe? ¿Acaso porque hasta el presente la fe no raciocina? ¿Porque ella dice: ¡Creed!, al tiempo que el materialismo expresa: ¡Raciocina!? Convengo en que éstos son sofismas. Con todo, buenas o malas son razones que, según la opinión de muchos, tienen ventaja sobre aquellos que ninguna ofrecen. Agregad a esto que el materialismo satisface a quienes se complacen en la vida material, quieren eludir las consecuencias del futuro y esperan, de tal modo, escapar a la responsabilidad de sus actos, teniendo por miras, en suma, que él es eminentemente proclive a la satisfacción de todos los apetitos brutales. Ante la inseguridad del futuro el hombre se dice: Aprovechemos el presente. ¿Qué beneficio me proporcionan mis semejantes? ¿Por qué me he de sacrificar por ellos? Son mis hermanos, se dice. Mas, ¿de qué me pueden servir hermanos que yo los perderé para siempre, que mañana estarán muertos como yo mismo? Finalmente, ¿qué somos unos para con los otros? Muy poco, si una vez muertos nada queda de nosotros. ¿De qué servirá que me imponga privaciones? ¿Qué compensación por ellas obtendré si todo terminará conmigo?
¿Consideráis posible fundar una sociedad sobre las bases de la fraternidad con semejantes ideas? El egoísmo es la consecuencia natural de una posición como ésa. Y de acuerdo con él, cada uno trata de lograr lo mejor para sí; pero esa parte mejor es siempre el más fuerte el que se la lleva. El débil, por su parte, pensará: Seamos egoístas, puesto que los demás lo son. Pensemos sólo en nosotros, dado que los demás no piensan más que en ellos mismos.
Tal es, convengamos, el mal que tiende a invadir a la sociedad moderna; y ese mal, cual gusano dañino, puede resentir sus mismas bases. ¡Oh! ¡La culpa es de quienes la llevan por ese triste camino! ¡De los que se esfuerzan por rechazar la creencia! ¡De los que pregonizan el presente en perjuicio del futuro! ¡Ellos tendrán una terrible deuda que rescatar por el uso que han hecho de su inteligencia!
Mientras tanto, la incredulidad deja como rastro un mar de inquietud. Si es cómodo al hombre entregarse a las ilusiones, no puede evitar el pensar, en algún momento, sobre lo que le deparará el futuro. Con aversión hacia ella, la idea de la nada lo conturba. Querría tener la certeza, pero no la encuentra. Entonces fluctúa, hesita, duda y la incertidumbre lo mortifica. Se siente desgraciado en medio de los placeres materiales que no pueden salvarlo del abismo de la nada que se abre ante sus pies y al cual, supone, va a ser precipitado.
Es en ese momento que llega el Espiritismo como áncora salvadora, como un faro encendido en las tinieblas de su alma. Viene a sacarlo de la duda, viene a llenar el horroroso vacío de la incertidumbre, no como una vaga esperanza, sino con pruebas irrecusables resultantes de la observación de hechos. Viene a reanimar su fe, no manifestando: ¡Creed, pues eso os ordeno!, sino: ¡Ved, tocad, comprended y creed! Él no podría, pues, llegar en momento más oportuno, ya sea para detener el mal antes de que él sea incurable, o bien para satisfacer las necesidades del hombre que ya no cree en simples palabras y tiene aspiraciones de raciocinar sobre aquello que cree. El materialismo lo había seducido con sus falsos raciocinios; a sus sofismas era preciso oponer raciocinios sólidos, apoyados sobre pruebas materiales. Para esa lucha, la fe ciega se había mostrado impotente. Por esa razón es que digo que el Espiritismo vino a su tiempo.
¡Lo que falta al hombre es, pues, la fe en el futuro! La idea que se le brinda no satisface su apetito por lo positivo. Es extremadamente vaga, por demás abstracta. Los lazos que lo unen al presente no son lo suficientemente definidos. El Espiritismo, por el contrario, nos presenta al alma como un Ser circunscripto, semejante a nosotros, con la sola excepción de la envoltura corporal de la que se desprendió, mas revestida de otra envoltura fluídica, lo que la hace más comprensible y lleva a concebir mejor su individualidad. Pero, además de esto, él prueba, por la experiencia, las relaciones incesantes del mundo visible con el Mundo Invisible, que se convierten, así, recíprocamente solidarios. Las relaciones del alma con el ambiente terreno no cesan con la vida física. El alma en estado de Espíritu constituye uno de los engranajes, una de las fuerzas vivas de la Naturaleza. Ya no es un ser inútil que no piensa y que no tuvo más que una corta trayectoria en la eternidad. Es siempre, y por todas partes, un agente activo de la voluntad de Dios para la ejecución de sus obras. Así, conforme a la Doctrina Espírita, todo se concatena, todo se eslabona en el Universo, y en ese gran proceso, admirablemente armonioso, los afectos sobreviven. Lejos de extinguirse, ellos se fortifican y se depuran.
Aunque esto no fuese más que teoría, ésta tendría, sobre las demás, la ventaja de ser más seductora, aunque no ofreciese la certeza. Con todo, es el mismo Mundo Invisible que vino a revelársenos a nosotros, a probarnos que está, no en regiones del espacio inaccesibles aun para el pensamiento, sino aquí, a nuestro lado, en torno de nosotros, y que vivimos en medio de ellos como un pueblo de ciegos lo puede estar en medio de otro de videntes. Esto puede perturbar a ciertas ideas, estoy de acuerdo. Pero ante un hecho, nos guste o no, tenemos que inclinarnos. Se podrá negar todo, se querrá probar que no puede ser así. Pero ante pruebas palpables, sería necesario oponer pruebas más palpables aún. No obstante, ¿qué es lo que se ofrece? ¡Sólo la negación!
El Espiritismo se apoya sobre hechos. Y los hechos, de acuerdo con el raciocinio y la lógica rigurosamente aplicados, dan a él el carácter de positivismo que conviene a nuestra época. El materialismo vino a minar todas las creencias y a socavar sus cimientos, sustituyendo a la moral por la razón de ser y a echar por tierra los mismos fundamentos de la sociedad, proclamando el reino del egoísmo. Los hombres serios, entonces, al preguntarse adónde nos lleva tal estado de cosas, vislumbraron un abismo. Y esto es lo que vino a detener el Espiritismo, diciéndole al materialismo: No irás muy lejos, pues aquí están los hechos que demuestran la falsedad de tus raciocinios.
El materialismo amenazaba hacer caer en tinieblas a la sociedad, afirmando a los hombres: El presente lo es todo, el futuro es incierto.
El Espiritismo, por el contrario, corrige esta deformidad concluyendo: El presente es efímero, mas el porvenir lo es todo. Y esto él lo prueba.
Un contradictor escribió en cierta oportunidad en un periódico que el Espiritismo está lleno de seducciones. No pudo él dirigirle, contra su voluntad, un elogio mayor, al tiempo que se condenaba de la manera más concluyente. Decir que una cosa es seductora, es decir que ella satisface. Pues bien, este es el gran secreto de la propagación del Espiritismo. Para sustituirlo, ¿por qué no le oponen algo mejor? Si ello no se hace, es porque no se dispone para ofrecer nada que satisfaga más que él. ¿Por qué agrada? Ello es muy fácil de explicar:
Él agrada por lo siguiente:
1. porque satisface la aspiración instintiva del hombre relacionada con su futuro;
2. porque presenta al futuro bajo un aspecto que la razón puede admitir;
3. porque la certeza de la vida futura hace que el hombre enfrente con paciencia las miserias de la vida presente;
4. porque, con la doctrina de la pluralidad de existencias, esas miserias expresan una razón de ser, son explicables, y, en lugar de ser atribuidas a la Providencia con carácter de acusación, pasan a ser justificadas, comprendidas y aceptadas sin rebeldía;
5. porque es un motivo de felicidad saber que los seres que amamos no los hemos perdido para siempre, que los habremos de encontrar y que están constantemente junto a nosotros;
6. porque las orientaciones dadas por los Espíritus tienden a convertir mejores a los hombres en sus relaciones recíprocas.
Además de éstos, existen otros muchos motivos que sólo los espíritas tienen los medios para comprender.
En contraposición a ellos, ¿qué ofrece el materialismo? ¡La nada! Éste es el consuelo que ofrece para enfrentar las miserias de la vida.
Con tales elementos, el futuro del Espiritismo no puede ser incierto. Lejos de ello, si debemos sorprendernos de algo, ha de ser del hecho de que haya franqueado tan rápidamente un camino lleno de preconceptos. Cómo y por qué medios logrará la transformación de la humanidad, es lo que nos resta analizar.
Cuando se considera el estado actual de la sociedad, se está obligado a reconocer su transformación como un verdadero milagro. Pues bien, este es el milagro que el Espiritismo debe y puede realizar -ya que se halla dentro de los designios de Dios- y eso con la ayuda de una divisa: Fuera de la caridad no hay salvación. Tome esta máxima por emblema la sociedad humana, adapte a ella su conducta, reemplace con la misma a esta otra, que se encuentra en plena vigencia en nuestros días: "La caridad bien entendida empieza por casa", y todo cambiará. Toda la cuestión reside en lograr que el lema fuera de la caridad no hay salvación sea aceptado.
Bien lo sabéis, señores, el vocablo caridad tiene un significado muy amplio. Existe la caridad que se hace con los pensamientos, otra que se realiza con las palabras, y también la de los actos. Caridad no es únicamente limosna. El hombre es caritativo en pensamientos cuando se muestra indulgente hacia las faltas que comete el prójimo. La caridad que se manifiesta en forma de palabras obra de manera de no decir nada que pudiera perjudicar a los demás. Y la caridad de los actos la ejerce con el semejante en la medida en que se lo permitan sus posibilidades. El pobre que comparte su mendrugo con un compañero suyo más necesitado que él es más caritativo y tiene mayor mérito, a los ojos de Dios, que el rico que da de lo superfluo sin privarse de nada. El que alimenta contra su prójimo sentimientos de ira y animosidad, celos y rencor, falta a la caridad. Caridad es la antítesis de egoísmo. Este último es la exaltación de la personalidad, en tanto aquélla constituye la sublimación de la personalidad. Dice la caridad: "Primero para vosotros; después, para mí". Expresa el egoísmo: "Antes para mí, y si sobrare, para vosotros". La caridad está íntegra en esta frase de Cristo: "Haced a los demás lo que quisierais que ellos os hiciesen". En suma, la caridad se aplica a todas las relaciones personales. Admitidlo: si todos los miembros de una sociedad obraran con arreglo a este principio habría en la vida menos desilusiones. Cada vez que dos individuos están reunidos, por ese solo hecho contraen deberes recíprocos. Si desean vivir en paz se ven obligados a hacerse mutuas concesiones. Tales deberes aumentan en proporción al número de individuos. Los conglomerados humanos se constituyen en todos colectivos que poseen también sus respectivas obligaciones. Así pues, tenéis, además de las relaciones de un individuo con otro, las de las ciudades con otras ciudades, las de Estados con Estados y las de países con países. Esas relaciones pueden estar motivadas por dos causas diferentes, que son la negación la una de la otra: el egoísmo y la caridad. Porque hay también un egoísmo nacional. El egoísmo hace que el interés personal prevalezca por encima de todo. Cada persona toma para sí lo que puede, el prójimo es considerado sólo como un antagonista, como un rival capaz de entrometerse en nuestro camino, y al cual podemos explotar o bien podría él explotarnos a nosotros. El triunfo será del más sagaz, y la sociedad -triste es decirlo- consagra generalmente esa victoria, lo cual hace que aquélla se divida en dos sectores principales: el de los explotados y el de los explotadores. De ello resulta un perpetuo antagonismo, que hace de la vida un tormento, un verdadero infierno. Reemplácese el egoísmo por la caridad, y todo será distinto. Nadie tratará de hacer daño a su vecino, iras y celos se extinguirán, a falta de quien los alimente, y los hombres vivirán en paz, ayudándose recíprocamente, en lugar de despedazarse los unos a los otros. Si la caridad sustituye al egoísmo, todas las instituciones sociales pasarán a tener por fundamento el principio de la solidaridad y reciprocidad. Y el fuerte protegerá al débil en vez de explotarlo.
Muchas personas podrán decir: "¡He ahí un bello sueño! Por desgracia, no es más que eso: un sueño; porque el hombre es egoísta por naturaleza y por necesidad, y siempre seguirá siéndolo". Ahora bien, si tal afirmación fuese verdadera (¡lo que sería realmente muy lamentable!), cabe preguntarnos con qué finalidad llegó Cristo hasta nosotros, predicando la caridad a los hombres. Con el mismo resultado la hubiera predicado a los animales. No obstante, analicemos la cuestión.
¿Hay un progreso, desde el salvaje hasta el civilizado? ¿Acaso no se busca a diario mejorar las costumbres de los salvajes? ¿Con qué objeto se hace esto, entonces, si se piensa que el hombre es incorregible? ¡Qué rara extravagancia! Estáis seguros de educar a los salvajes, pero creéis que el civilizado no puede mejorar. Si el hombre civilizado abrigara la pretensión de haber alcanzado el máximum del progreso que es accesible a la especie humana, bastaría comparar las costumbres, el carácter, la legislación y las instituciones sociales de hoy con los de antaño para convencerse de que aquello no es cierto. Y los hombres de épocas pasadas también suponían haber llegado al último grado de desarrollo. ¿Qué hubiera respondido un gran señor de tiempos de Luís XIV si le hubiesen dicho que podía existir un orden social mejor, más justo y humano que el que en ese entonces había? ¿Si le hubieran afirmado que ese régimen más equitativo se caracterizaría por la abolición de los privilegios de clases y la igualdad ante la ley de los poderosos y los humildes? Ciertamente, el audaz que hubiese proclamado todo eso pagaría bien caro su temeridad.
De lo cual se desprende que el hombre es eminentemente perfectible y que los más adelantados de hoy parecerán atrasados dentro de algunos siglos. No admitir este hecho equivale a negar el progreso, que es una ley de la Naturaleza.
Aun cuando el hombre haya adelantado desde el punto de vista moral, es menester convenir, empero, en que ese progreso se operó más acentuadamente en el sentido intelectual. ¿Por qué? He aquí otro problema que fue dado al Espiritismo explicar, mostrando que la moral y la inteligencia son dos caminos que rara vez marchan juntos. Cuando el hombre da unos pasos adelante en uno de ellos, se retrasa en el otro. Sin embargo, más tarde recobrará el terreno perdido y ambas fuerzas terminarán por equilibrarse, a lo largo de sucesivas reencarnaciones. El hombre ha llegado a una etapa en que ciencias, artes e industrias alcanzaron un límite que hasta hoy no se había conocido. Pero, si la satisfacción que de ellas extrae es bastante para la vida material, deja en cambio un vacío en el alma. El ser humano aspira a algo superior, sueña con instituciones más perfectas, desea la vida y la felicidad, la igualdad y la justicia para todos. Mas, ¿cómo alcanzar todo eso, si siguen imperando los vicios en la sociedad y, principalmente, el egoísmo? El hombre siente, pues, la necesidad del bien para ser dichoso, comprende que sólo el reinado del bien puede concederle la ventura a que aspira. Y por instinto presiente que ese reinado llegará, cree en la justicia de Dios y una voz secreta está diciéndole que va a iniciarse una nueva era.
¿Cómo ocurrirá esto? Por lo pronto, si el imperio del bien es incompatible con el egoísmo, será preciso que este último sea eliminado para que aquél pueda manifestarse. Y, ¿qué puede eliminarlo? El predominio del sentimiento del amor, que mueve a los hombres a tratarse como hermanos y no como enemigos. La caridad es la base, la piedra fundamental de todo el edificio social. Si prescinde de ella, el hombre sólo construirá sobre arena. Siendo así, urge que los esfuerzos y, sobre todo, los ejemplos de todos los hombres de bien la difundan. Y que no se desanimen al afrontar los recrudecimientos de las pasiones viles. Éstas son los enemigos del bien. Al ganar terreno, se lanzan contra él. Pero está dentro de los designios de Dios que, a causa de sus propios excesos, se autodestruyan. El paroxismo de un mal es siempre indicio de que está llegando a su fin.
Acabo de afirmar que si prescinde de la caridad el hombre construye sobre arena. Un ejemplo hará comprensible este aserto.
Algunos individuos bien intencionados, conmovidos por los padecimientos de una parte de sus semejantes, supusieron haber encontrado remedio al mal en ciertas doctrinas de reforma social. Con pequeñas diferencias, los principios son poco más o menos los mismos en todas esas concepciones, sea cual fuere el nombre que se les haya dado: vida comunitaria, por ser la más barata; comunidad de bienes, para que todos tengan su parcela de ellos; nada de riquezas, pero tampoco miserias. Todo esto es harto seductor para aquel que, no poseyendo cosa alguna, ve de antemano cómo la bolsa del rico pasa a integrar el fondo comunal. Pero no piensa que todas las riquezas disponibles, puestas en común, crearían una miseria general en vez de una miseria parcial. Que la igualdad establecida hoy sería rota mañana por las fluctuaciones de la población y la diferencia entre las aptitudes individuales. Que la igualdad permanente de bienes supone una igualdad de capacidades y de trabajo. Mas no es éste el problema. No me propongo analizar aquí los aspectos positivos y negativos de tales sistemas. Dejo a un lado las imposibilidades que acaba de enumerar y propongo que los examinemos desde otro punto de vista que -me parece- todavía no ha preocupado a nadie, y que se relaciona con nuestra área de reflexiones.
Los autores, fundadores o promotores de todos esos sistemas, sin excepción, sólo se han propuesto organizar la vida material de una manera que sea para todos provechosa. No cabe duda de que su finalidad es encomiable, pero resta saber si en ese edificio no faltan los cimientos, los cuales son los únicos que podrían consolidarlo, dada la posibilidad de que fuese realizable.
La comunidad es el renunciamiento más completo a la individualidad. Requiere la más absoluta de las consagraciones, pues cada persona debe pagar con sí misma. Ahora bien, el móvil del renunciamiento y de la consagración es la caridad, vale decir, el amor al prójimo. Por otra parte, hay que reconocer que la base de la caridad consiste en la creencia; la falta de creencia conduce al materialismo, y éste, a su vez, lleva al egoísmo. Un sistema social que, por su naturaleza misma, para ser estable requiera virtudes morales en el grado supremo, deberá tener su punto de partida en el elemento espiritual. Y lo cierto es que no lo toman en cuenta de manera ninguna, ya que el aspecto material constituye su finalidad exclusiva. Muchas de tales concepciones están fundadas en una doctrina materialista que se confiesa con voz alta y clara, o se basan en un panteísmo que no pasa de ser una especie de materialismo embozado. Eso quiere decir que se engalanan con el rótulo de fraternidad, pero ésta, igual que la caridad, no se impone ni se decreta: es algo que existe en el corazón, y no será un sistema social el que la engendre, si ahí no se encuentra ya. Al mismo tiempo que esto sucede, el defecto antagónico a la fraternidad, haciéndose presente, habrá de arruinar el sistema, el que caerá en la anarquía, pues cada persona querrá extraer para sí la mejor parte. Ahí tenemos ante nuestros ojos la experiencia para probar que dichos sistemas no extinguen en el ser humano ni las ambiciones ni la codicia. Antes de hacer la cosa para los hombres es preciso formar a los hombres para la cosa, del mismo modo que se adiestran operarios para después confiarles una tarea determinada. Antes de construir es menester nos aseguremos de la solidez de los materiales que vamos a emplear. Aquí, los materiales nobles son los hombres de corazón, de honestidad y renunciamiento. Bajo el imperio del egoísmo, amor y fraternidad serán -como ya dijimos palabras vacías de sentido. Así pues, ¿de qué manera (con el egoísmo reinando) fundar un sistema social que requiera la abnegación en tan alto grado que tenga por principio esencial la solidaridad de todos hacia cada uno y de cada uno para con todos? Hombres ha habido que abandonaron su suelo natal para fundar en lugares distantes colonias organizadas bajo el régimen de la fraternidad. Querían huir del egoísmo que los aplastaba, pero se llevaron a éste consigo y allá donde ahora están hay explotadores y explotados, pues falta la caridad.
Creyeron que bastaba con obtener el mayor número posible de brazos, sin imaginar que al propio tiempo estaban introduciendo en la nueva institución los gusanos que la devorarían, y esa nueva institución se arruinó con tanto mayor rapidez por el hecho de que no tenía en sí ni la energía moral ni la fuerza material suficientes para hacerla sobrevivir.
Lo que le faltaba no eran brazos, sino corazones sólidos. Lamentablemente, gran número de individuos se enrolaron en la empresa, mas luego, por no considerar satisfactoria la tarea común que se habían propuesto, resolvieron liberarse de sus obligaciones personales. Divisaron tan sólo un punto seductor en lontananza, sin advertir la espinosa ruta que hasta él conducía. Luego, desilusionados de sus esperanzas, reconociendo que antes de disfrutar era preciso trabajar, sacrificarse y sufrir mucho, sólo les 43 quedó la perspectiva del desaliento y la desesperación. Ya sabéis lo que a la mayoría de ellos sucedió. Su error consistió en haber querido levantar un edificio empezando por la cumbre, antes de haber asentado cimientos y muros robustos. Estudiad, en la historia, la causa de la caída de los más florecientes Estados, y por doquier encontraréis la mano del egoísmo, de la avidez y la ambición.
Sin la caridad no hay institución humana estable. Y no pueden existir caridad ni fraternidad, en las acepciones auténticas de los términos, sin creencia. Aplicaos, pues, a desarrollar sentimientos que, al afirmarse, eliminarán el egoísmo que os destruye. Cuando la caridad haya penetrado en las masas, cuando se haya convertido en la fe, en la religión de la mayoría, entonces vuestras instituciones se tornarán mejores, por la fuerza misma de las circunstancias. Desaparecerán los abusos que el individualismo exacerbado engendra. Así pues, enseñad la caridad y, sobre todo, predicad con el ejemplo. La caridad es el áncora de salvación de la sociedad humana. Sólo ella puede instituir el reinado del bien sobre la Tierra, porque ese reino es asimismo el de Dios. Si prescindís de la caridad, por mucho que llegareis a hacer, no crearéis sino utopías, de las cuales sólo os resultarán desilusiones. Si el Espiritismo es una verdad, si debe él regenerar al mundo, ello ocurre porque tiene por base la caridad. El Espiritismo no ha venido para derribar ningún culto ni establecer uno nuevo. Proclama y prueba verdades que son comunes a todos, que constituyen la base de la totalidad de las religiones, y no se preocupa de detalles. Sólo una cosa ha venido a destruir: el materialismo, que significa la negación de toda religión. Únicamente un templo derruirá: el del orgullo y el del egoísmo... Llega hasta nosotros para dar una sanción práctica a estas palabras de Cristo, que son toda su ley: Ama a tu prójimo como a ti mismo. No os espantéis, pues, por el hecho de que tenga él por adversarios a los adoradores del vellocino de oro, cuyos altares ha venido a echar por tierra. Naturalmente, están centra él los que juzgan que la moral del Espiritismo es incómoda, aquellos que de buen i gana hubieran pactado con los Espíritus y sus manifestaciones si los Espíritus se avinieran a entretenerlos. En cambio, el Espiritismo llega para rebajar su orgullo y predicarles la abnegación, el desinterés y la humildad. Dejad, pues, que ésos digan y hagan lo que quisieren Con ello no se modificará la marcha de los designios de Dios.
De modo que, por su poderosa revelación, el Espiritismo viene a acelerar la reforma social. A no dudarlo, sus adversarios reirán ante esta pretensión que, sin embargo, nada tiene de presuntuosa. Demostramos que la incredulidad, la simple duda acerca de su futuro, mueve al hombre a concentrarse en la vida presente, lo cual, por supuesto, desarrolla el egoísmo. El único remedio para ese mal consiste en concentrar la atención en otro punto y desarraigar el egoísmo -si así vale decirlo-, a fin de que, de ese modo, todos los hábitos que le son inherentes resulten modificados. Al probar el Espiritismo de manera evidente la existencia de un Mundo Invisible lleva, por fuerza, al individuo a un orden de ideas muy distinto, puesto que amplía el horizonte espiritual, limitado hasta entonces a la Tierra. La importancia atribuida a la vida corpórea disminuye conforme va creciendo la de la vida espiritual. Así nos situamos con naturalidad en otro punto de vista, y lo que nos había parecido una montaña se nos representa ahora no mayor que un grano de arena. Las vanidades y ambiciones de este mundo se convierten a nuestros ojos en puerilidades, en juguetes infantiles, si se les compara con el porvenir grandioso que está aguardándonos. Al apegarnos menos a las cosas terrestres, tendemos asimismo a satisfacernos menos a costa de los demás, con lo que se logra una disminución del egoísmo.
Ahora bien, el Espiritismo no se limita a probar la existencia del Mundo Invisible. Por los ejemplos que nos presenta, nos lo revela en su realidad y no como la imaginación humana lo había concebido. El Espiritismo nos muestra ese Mundo Invisible poblado de seres dichosos o infelices, pero prueba que la caridad, soberana ley de Cristo, puede asegurar ahí la paz y la alegría. Por otra parte, asistimos al espectáculo de la sociedad terrenal que se autodespedaza bajo el señorío del egoísmo y que, en cambio, viviría en paz y ventura si imperase la caridad. Con esta última todo es beneficio para el hombre: felicidad en este mundo y en el otro ... No se trata ya -según la expresión de un materialista- del sacrificio de personas engañadas, sino -conforme a lo manifestado por Cristo- de una inversión de dinero que va a ser centuplicada. Con el Espiritismo, el hombre comprende que todo será ganancia para él si obra el bien, y todo habrá de serle pérdida si opta, en cambio, por el mal. Pues bien, entre la certeza (¡no diré la oportunidadl) de perder o ganar, la elección no puede motivar dudas. De ahí que la difusión de la idea espírita tienda, por fuerza, a hacer mejores a los hombres en sus relaciones mutuas. Y lo que el Espiritismo está realizando hoy con los individuos lo hará mañana con las masas, cuando se haya difundido de una manera general. Tratemos, entonces, en provecho de todos, de hacer que se le conozca.
Preveo una objeción que es posible oponer: la de que, con arreglo a estas ideas, la práctica del bien sería un cálculo interesado. A ella respondo diciendo que la Iglesia, al prometer los regocijos del cielo o amenazar con las llamas del infierno, conduce a los hombres por la esperanza o por el terror. Cristo mismo enseñó que lo que demos en este mundo se nos devolverá después centuplicado. No cabe duda de que tiene más mérito obrar el bien con espontaneidad, sin pensar en sus resultados, pero sucede que no todos los hombres han alcanzado esa etapa de desarrollo, y vale más practicar el bien con un aliciente que no realizarlo en absoluto.
Oímos hablar a veces de personas que hacen el bien sin especulaciones y -por así decirlo- obedeciendo a un impulso que les es propio. Se agrega que no tienen mérito, por cuanto en ese comportamiento suyo no empeñan ningún esfuerzo personal. Es un error... No hay nada a lo que el hombre llegue sin esfuerzo. El que no ha tenido que realizarlo en esta existencia debe de haber luchado en una vida anterior, y terminó por identificarse con el bien. Ved ahí por qué su conducta parece tan natural. El bien reside en esa clase de personas, como en otras están las ideas que -ellas también- han tenido su origen en un trabajo anterior. Este es, incluso, uno de los problemas que el Espiritismo viene a resolver. De modo, pues, que los hombres de bien tienen asimismo el mérito de haber luchado. Sólo que ya consiguieron la victoria, en tanto que los otros deben seguir bregando aún para obtenerla. De ahí que - igual que los niños- carezcan de un estímulo, o sea, de un objetivo por alcanzar o, si lo queréis, de un premio por lograr.
Otra objeción, más seria, es la que sigue: si el Espiritismo produce todos esos resultados, los espíritas deben ser los primeros en beneficiarse con ellos. La abnegación, la consagración desinteresada, la indulgencia hacia el prójimo, la abstención absoluta de toda palabra o acto que puedan herir a los demás, en suma, la caridad, en su más pura acepción, debe ser la regla invariable de su conducta. No han de conocer el orgullo, los celos, la envidia ni el rencor, como tampoco las tontas vanidades y las susceptibilidades pueriles del amor propio. Tienen que practicar el bien por el bien mismo, con modestia y sin ostentación, poniendo por obra esta máxima de Cristo:
"... no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha". Obrando de este modo, nadie merecerá que se le apliquen estas palabras de Racine:
"Un beneficio enrostrado equivale siempre a una ofensa".
En suma, la más perfecta armonía debe reinar entre ellos. ¿Por qué, entonces, se citan ejemplos que parecen contradecir la eficacia de estas bellas máximas?
Al iniciarse las manifestaciones espiritistas muchos las aceptaron sin prever sus consecuencias. La mayoría las tenía por concepciones curiosas; pero cuando resultó de ellas una moral severa, deberes estrictos que debían ser cumplidos, no faltó quien se sintiera sin fuerzas para practicarlos y adecuarse a ellos. Carecían de valor, dedicación, renunciamiento. En esas personas la naturaleza corpórea prevaleció sobre la espiritual. Creyeron, pero retrocedían frente a la realización. En los comienzos sólo había, pues, espíritas, vale decir, creyentes.
La filosofía y la moral descubrieron ante esa ciencia un horizonte nuevo y modelaron a los espiritistas practicantes. Los primeros quedaron en la retaguardia. Los segundos se lanzaron hacia el frente .
Cuanto más se iba sublimando la moral tanto más hacía contrastar las imperfecciones de aquellos que se habían rehusado a seguirla, de la manera que una luz intensa hace que resalten las sombras. Era lo mismo que un espejo: algunos no quisieron mirarse en él o, mirándose, creyeron reconocerse, y entonces optaron por apedrear a los que se lo ponían delante. Tal es, todavía hoy, la causa de ciertas animosidades. Sin embargo -y afortunadamente-, puedo decir: esas son excepciones, algunas pequeñas sombras en el vasto panorama, incapaces de alterar su luminosidad. En este grupo hay que incluir, en gran parte, a los que podríamos denominar espíritas de la primera formación. En cuanto a los que se formaron después, y siguen formándose a diario, en su gran mayoría aceptaron la Doctrina, precisamente, a causa de su moral y de su filosofía. He ahí por qué se esfuerzan en llevarla a la práctica. Pretender que todos ellos deberían haberse vuelto perfectos es desconocer la naturaleza humana. No obstante, la circunstancia de que se hayan despojado de los vestigios del hombre viejo que había en ellos constituye siempre un progreso que, necesariamente, debemos tomar en cuenta. Sólo son indisculpables a los ojos de Dios aquellos que, estando debidamente esclarecidos, no han extraído de ese esclarecimiento el provecho que podía brindarles. Por cierto que a éstos se pedirá severa cuenta, cuyas consecuencias habrán de sufrir aquí en la Tierra, conforme hemos visto que acontece en muchos casos. Pero, al lado de ellos hay asimismo un gran número de personas que han experimentado una verdadera metamorfosis. En la creencia espírita encontraron la fuerza necesaria para vencer tendencias que de mucho tiempo atrás estaban arraigadas en ellas, romper con viejas actitudes, ignorar resentimientos y enemistades y acortar las distancias que existen entre una clase social y otra. Del Espiritismo se exigen milagros: he ahí los que puede producir...
Así pues, por la fuerza misma de las circunstancias, la Doctrina Espirita llevará -como inevitable consecuencia- al perfeccionamiento moral. Éste, a su vez, conducirá a la práctica de la caridad, y de la caridad ha de nacer el sentimiento de la fraternidad. Cuando los hombres estén imbuidos de estas ideas, adaptarán a ellas sus instituciones, y de tal suerte realizarán, en forma natural y sin violencia, las reformas deseables. Sobre esos cimientos erigirán el edificio social del porvenir.
Se trata de una transformación inevitable, pues está comprendida en la Ley del Progreso. Sin embargo, si se deja librada tan sólo a la marcha natural de las cosas, su realización podrá verse demorada por mucho tiempo. Está en los designios de Dios que la activemos, si creemos en la revelación de los Espíritus, y vivimos precisamente el tiempo predicho para ello. La concordancia de las comunicaciones, a este respecto, es un hecho digno de subrayarse. Por todas partes nos dicen que nos acercamos a la era nueva y que van a llevarse a efecto notables realizaciones. En cambio, sería un error suponer que el mundo se halle amenazado por un cataclismo material. Analizando las palabras de Cristo salta a los ojos que, en esta como en otras muchas circunstancias, habló Él de una manera alegórica. La renovación de la humanidad, el reinado del bien sucediendo al del mal, son hechos notables que pueden tener su realización sin que haya necesidad de un naufragio universal, el suceder de fenómenos extraordinarios o de la derogación de las leyes naturales. Y es siempre en este sentido en el que los Espíritus se han expresado.
Habiendo alcanzado la Tierra el tiempo señalado para que se convierta en una morada feliz, elevándose así en la jerarquía de los mundos, basta a Dios no permitir a los Espíritus imperfectos que reencarnen en ella, apartando entonces de este mundo a aquellos que, por orgullo, incredulidad o malos instintos puedan constituirse en un obstáculo para el progreso, perturbando la buena armonía reinante. Así procedéis vosotros mismos en una asamblea en que necesitéis disfrutar de paz y tranquilidad, por cuyo motivo alejáis de ella a quienes puedan provocar el desorden; o como de un país se expulsa a los malhechores, que son desterrados a naciones distantes. Esto es así porque en las razas -o mejor dicho, para servirnos de las palabras de Cristo-, en las generaciones de Espíritus que son enviados a la Tierra como expiación, los que persistan en seguir siendo incorregibles serán sustituidos por una generación de Espíritus más adelantados, para lo cual será suficiente una nueva generación de seres humanos y la voluntad de Dios, que puede -por medio de acontecimientos inesperados, aunque naturales- apresurar su partida de la Tierra. Pues bien, si la mayor parte de los niños que ahora están naciendo pertenecen a la nueva generación de Espíritus mejores, y si los demás, que parten cada día de este mundo, no regresaran aquí, de todo ello va a resultar una renovación completa.
Ahora bien, ¿qué será de los Espíritus que han sido exiliados de la Tierra? Se les encaminará hacia mundos inferiores, donde expiarán sus culpas a lo largo de siglos de difíciles pruebas, puesto que también ellos son ángeles rebeldes que menospreciaron el poder de Dios y se sublevaron contra la ley que Cristo vino a recordarles.
Sea como fuere, en la Naturaleza nada se hace por saltos. La vieja levadura dejará todavía, durante algún tiempo, huellas que sólo poco a poco irán borrándose. Cuando los Espíritus nos afirman (y lo hacen por doquiera) que estamos acercándonos a ese momento, no creáis que ello signifique que seremos testigos de una transformación visible. Quieren decirnos que nos hallamos en el instante de la transición, que asistimos a la partida de los viejos y a la llegada de los nuevos, los cuales vendrán a fundar un nuevo orden de cosas, esto es, el imperio de la justicia y de la caridad, que constituye el verdadero reino de Dios sobre la Tierra, pronunciado por los profetas y cuyos caminos ha venido el Espiritismo a preparar.
Vedlo, señores: estamos ya muy lejos de las mesas giratorias y, sin embargo, sólo algunos años nos separan de la cuna del Espiritismo... Cualquiera que hubiese sido lo bastante audaz para predecir lo que hoy está pasando, hubiera aparecido como insensato a los ojos de sus propios compañeros. Si se observa una minúscula semilla, ¿quién podría comprender -si antes no hubiera asistido al fenómeno- que de ella saldría un árbol poderoso? Viendo a aquel niño nacido en un establo de una pobre aldehuela -en Judea-, ¿quién hubiera podido suponer que, sin el fausto y el poder material, su sola voz conmovería al mundo, apoyada únicamente por algunos pescadores iletrados y tan pobres como Él mismo? Otro tanto acontece con el Espiritismo que, surgido de un humilde y vulgar fenómeno, ahondó sus raíces en todas direcciones, y cuyo ramaje cubrirá muy pronto la Tierra entera. Las cosas progresan con celeridad cuando Dios así lo quiere. Y puesto que nada sucede fuera de su voluntad, ¿quién no verá en esto la mano de Dios?
Al asistir al avance irresistible de los acontecimientos, podríais exclamar, como otrora los cruzados que marchaban hacia la conquista de la Tierra Santa: ¡Dios lo quiere! Pero con la diferencia de que ellos avanzaban llevando en sus manos hierro y fuego, en tanto vosotros sólo tenéis por arma la caridad que, en vez de causar heridas mortales, derrama un bálsamo salutífero sobre los corazones doloridos. Y con esta arma pacífica, que centellea a los ojos cual un rayo de la divinidad y no como un metal asesino; con esta arma que siembra esperanza y no temor, dentro de algunos años habréis reconducido al aprisco de la fe a más ovejas descarriadas que lo que hubieran podido hacer siglos de violencia y prepotencia. Con la caridad por guía marcha el Espiritismo hacia la conquista del mundo.
¿Será fantasioso y quimérico el cuadro que os he bosquejado? ¡No! La razón, la lógica, la experiencia, todo, en fin, nos dice que es esta una realidad.
Espiritistas, sois los impulsores de esa obra grandiosa. Haceos dignos de tan gloriosa misión, cuyos primeros frutos estáis ya recogiendo. Predicad, sí, con las palabras, pero hacedlo, sobre todo, con el ejemplo. Comportaos de suerte que, al veros, no puedan alegar que las máximas que enseñáis son en vuestros labios palabras vanas. A la manera de los apóstoles, obrad milagros, ya que para eso os ha concedido Dios el don... No milagros que choquen a los sentidos, sino milagros de caridad y de amor. Sed buenos con vuestros hermanos, sed buenos con el mundo entero, y sedlo también con vuestros enemigos. A ejemplo de los apóstoles, echad fuera demonios. Tenéis poder para esto, y ellos pululan en torno de vosotros: los demonios del orgullo y de la ambición, de la envidia y los celos, de la codicia y la sensualidad, que alimentan todas las pasiones viles y siembran entre vosotros los frutos de la discordia. Expulsadlos de vuestros corazones, a fin de que adquiráis la fuerza necesaria para arrojarlos fuera de los corazones ajenos. Obrad tales prodigios y Dios os bendecirá, y las generaciones del futuro harán lo propio, como las de ahora bendicen a los primeros cristianos, muchos de los cuales tornan a vivir entre vosotros, para asistir y cooperar a la coronación de la obra de Cristo. Haced esos milagros y vuestros nombres serán gloriosamente inscritos en los anales del Espiritismo. Liberaos lo antes posible de todo cuanto pueda restar aún en vosotros del viejo fermento. Pensad que en cualquier instante -mañana mismo, quizá- el ángel de la muerte puede venir a golpear a vuestra puerta y deciros: "Dios te llama para que rindas cuenta de lo que hiciste con su palabra, con la palabra de su Hijo, que Él ha hecho repitieran los Espíritus buenos". Así pues, estad siempre prontos a partir, y no procedáis como el viajero imprudente, que es tomado de sorpresa y desprevenido. Llenad de antemano vuestras alforjas, aprovisionaos con buenas obras y sentimientos igualmente buenos, porque ¡ay de aquel a quien el fatal momento sorprenda con la ira, la envidia o los celos en el corazón! Tendrá por escolta a los malos Espíritus, que se regocijarán de las desdichas que le aguarden, puesto que tales desventuras obra suya serán. Y vosotros sabéis bien, espíritas, cuáles son esas desgracias: los que las padecen se llegan hasta nosotros por sí mismos para describirnos sus sufrimientos. A aquellos otros, en cambio, que se presentaren puros, los buenos Espíritus acudirán para extenderles la mano, diciéndoles: "Hermanos, sed bienvenidos a las celestes moradas, donde os esperan himnos de alegría".
Los adversarios que tenéis reirán de vuestra creencia en los Espíritus y en sus manifestaciones, pero no podrán mofarse de las virtudes que de tal creencia resultan. No se burlarán cuando vean a enemigos perdonándose en lugar de agredirse; cuando presencien el renacimiento de la paz entre los que se habían dividido por disidencia; cuando vean al incrédulo de ayer absorto hoy en fervorosa plegaria; al hombre violento y colérico convertido ahora en un ser dulce y pacífico; al libertino transfigurado en un individuo que cumple sus deberes y en un perfecto padre de familia; al orgulloso que se ha hecho humilde, y al egoísta dando pruebas del más alto espíritu de caridad. No se burlarán cuando comprueben que ya no han de temer la venganza de sus enemigos que hayan abrazado el Espiritismo. El rico no reirá cuando advierta que el pobre no envidia su fortuna, y este último, en vez de abrigar sentimientos de celos, bendecirá al rico que se hizo humano y generoso. Los jefes no reirán de sus subordinados y dejarán de molestarlos cuando echen de ver que se han vuelto escrupulosos y concienzudos en la realización de sus tareas. Por último, los patronos alentarán a sus servidores y subalternos cuando adviertan que, bajo el imperio de la fe espirita, se han hecho más fieles, consagrados y sinceros. Se darán cuenta entonces de que el Espiritismo es bueno para todo y para todos, y no sólo para salvaguardar sus intereses materiales. Y tanto peor será para quienes se rehusaron a ver un poco más lejos... Bajo el señorío de esa misma fe, el militar habrá de ser más humilde y humano, más fácil de llevar. Tendrá sentimientos y será obedecido no por temor, sino por la razón. Tal lo que comprueban los dirigentes imbuidos de esos principios -y son muchos-. Por eso motivo, procurarán con sinceridad que no se ponga traba alguna a la propagación de las ideas espiritistas entre sus dirigidos.
Ved aquí, señores que os mofáis, lo que produce el Espiritismo -esta utopía del siglo diecinueve-, parcialmente aún, es cierto, pero cuya influencia ya se reconoce y cuya difusión pronto se comprenderá que es del mayor beneficio para todos. Su influjo constituye una garantía de seguridad para las relaciones sociales, puesto que es el más poderoso freno a las malas pasiones, a las efervescencias desordenadas, y muestra el lazo de amor y de fraternidad que debe unir al grande con el pequeño y a éste con aquél. Haced, pues, que merced a vuestro ejemplo en breve pueda decirse: "¡Plazca a Dios que todos los hombres sean espiritistas de corazón!"
Queridos hermanos espíritas, vengo a señalaros el camino, a haceros ver el objetivo. ¡Puedan mis palabras, en su impotencia, haberos hecho comprender su grandeza! Sin embargo, otros han de venir -después de mí- que os la mostrarán también, y cuya voz, más poderosa que la mía, tendrá para las naciones la viva resonancia de la trompeta. Sí, hermanos míos: pronto habrán de surgir entre vosotros Espíritus mensajeros de Dios, encargados de establecer su reino sobre la faz de la Tierra, y los reconoceréis por su sabiduría y la autoridad de su lenguaje. A su voz, los incrédulos e impíos se llenarán de espanto y estupor, y se inclinarán ante ellos, pues no se atreverán a tildarlos de locos. No podría yo, hermanos, revelaros lo que el futuro os está preparando. Pero cerca se hallan los tiempos en que todos los misterios serán develados, para confusión de los embusteros y glorificación de los buenos.
En el ínterin, revestíos del manto blanco, aplacad las discordias, ya que éstas pertenecen al reinado del mal, que está tocando a su fin. Séanos posible fusionaros en una misma y única familia y daros mutuamente -desde lo hondo del corazón y sin cálculo premeditado- el nombre de hermanos. Si hay entre vosotros disidencias, causas de antagonismos; si los grupos que deben marchar todos hacia una meta común estuvieren divididos, lo lamento, pero no me preocupo por los motivos de esto ni analizo quién haya podido cometer los primeros errores, sino me pongo sin vacilar del lado del que tenga más caridad, esto es, más abnegación y auténtica humildad, pues aquel a quien falte la caridad estará siempre equivocado, aun cuando le asista cualquier especie de razón, ya que Dios no aprueba al que llama a su hermano racca.
Los grupos son individualidades colectivas que deben vivir en paz, como los individuos, si realmente son espíritas. Vienen a ser los batallones de la gran falange. Ahora bien, ¿qué sería de una falange cuyos batallones se dividieran? Aquellos que miran a su prójimo con ojos celosos están probando, sólo con eso, que se hallan bajo una influencia ruin, puesto que el espíritu del bien no puede producir el mal. Ya lo sabéis: el árbol se reconoce por sus frutos. Y el fruto del orgullo, de la envidia y los celos es fruto envenenado, que matará al que pretenda alimentarse con él.
Lo que vengo diciendo acerca de las disidencias entre los grupos es igualmente válido para las que puedan suscitarse entre los individuos. En tales circunstancias, el dictamen de las personas imparciales es siempre favorable a aquel que ofrezca mayores pruebas de grandeza y generosidad. En la Tierra, donde nadie es infalible, la indulgencia recíproca es una secuela del principio de caridad, que nos mueve a obrar con los demás como quisiéramos que ellos hiciesen con nosotros. Y sin indulgencia no existe caridad, del mismo modo que sin caridad no hay verdadero espírita. La moderación es uno de los signos característicos de ese sentimiento, así como la acrimonia y el rencor son indicios de su negación. Con aspereza en el trato y espíritu vengativo se deterioran las más dignas causas, pero con la moderación las fortalecemos, si estamos ya de su lado, o pasamos a participar de ellas, si aún no lo hemos hecho. De esta manera, si yo tuviese que opinar en una divergencia, me preocuparía menos por las causas y más por las consecuencias. En querellas que han tenido su origen principalmente en palabras, las causas pueden ser el resultado de factores que no siempre está en nuestra mano gobernar: la conducta ulterior de dos adversarios es la resultante de la reflexión. Entonces actúan con sangre fría, y es cuando se define el verdadero carácter de cada una de las partes. Muchas veces andan juntos una mala cabeza y un corazón también malo, pero rencor y buen corazón son incompatibles el uno con el otro. Mi medida de evaluación sería, en tal caso, la caridad, o sea que pondría mis ojos en aquel que no hablara tan mal de su adversario, mostrándose más moderado en sus recriminaciones. Conforme a esta medida nos juzgará Dios, ya que Él será indulgente con el que haya sido indulgente y será inflexible con el que haya sido inflexible.
La conducta que la caridad nos indica es clara, infalible y sin equívocos. Podríamos definirla así: "Sentimiento de benevolencia con respecto al prójimo, basado en lo que querríamos que éste nos hiciese a nosotros". Si la tomamos por guía podemos estar seguros de no apartarnos del recto camino que conduce a Dios. El que con sinceridad y seriedad desee trabajar en bien de su automejoramiento debe analizar la caridad en sus mínimos detalles y adecuar a ella su conducta, pues se aplica a todas las circunstancias de la vida, así a las más simples como a las más complejas. Cada vez que estamos en la duda en cuanto al partido que hemos de tomar en interés de los demás, bastará con que interroguemos a la caridad, y ella habrá de respondernos siempre de la manera justa. Lamentablemente, se escucha más a menudo la voz del egoísmo.
Sondead, pues, los hondones de vuestra alma, para arrancar de ella los postreros vestigios de las malas pasiones, si algo de éstas queda todavía. Y si experimentáis algún resentimiento contra alguien, preocupaos por sofocarlo y decidle: "Hermano, olvidemos el pasado. Los Espíritus malos nos habían separado. ¡Reúnannos los buenos!" Si él rechaza la mano que le extendéis, entonces lamentadlo, pues Dios por su parte le dirá: "¿Por qué pides perdón, tú, el que no perdonó?"
Daos prisa, para que no os sean aplicadas estas fatales palabras: "¡Es demasiado tarde!"
Tales son, queridos hermanos espíritas, los consejos que tengo que daros. La confianza que habéis depositado en mí es una garantía de que ellos obtendrán frutos provechosos. Los buenos Espíritus que os asisten os dicen cada día lo mismo, pero consideré un deber exponeros estas advertencias en conjunto, de modo que sus consecuencias se destaquen mejor. Vengo, pues, en nombre de ellos a recordaros la práctica de la gran ley del amor y de la fraternidad, que pronto deberá regir al mundo y hacer que en él reinen la paz y la concordia, bajo el estandarte de la caridad hacia todos, sin exclusión de sectas, castas ni colores.
Con esta bandera el Espiritismo será el lazo de unión que reunirá a los hombres divididos por las creencias y los prejuicios mundanos. Derribará la más poderosa barrera que separa a los pueblos: el antagonismo de las nacionalidades. A la sombra de esa bandera, que constituirá su punto de reunión, los hombres se habituarán a tener por hermanos a aquellos a quienes veían como enemigos. Pero hasta entonces bastantes luchas habrá, puesto que el mal no suelta fácilmente su presa y los intereses materiales son tenaces. No cabe duda de que no veréis vosotros con los ojos del cuerpo la realización de esa obra, a la cual cooperáis, a pesar de que ese momento no se halla muy lejos. Los primeros años del siglo venidero deberán preanunciar esa era nueva que se está gestando en el ocaso de ésta que hoy vivimos. Pero disfrutaréis con los ojos del Espíritu el bien que hubiereis hecho, así como los mártires del Cristianismo se regocijaban contemplando los frutos de su sangre derramada. ¡Valor y perseverancia! No os echéis atrás ante los obstáculos. El campo no se vuelve fértil sin la dádiva del esfuerzo sudoroso. De la manera que el padre, aun en el atardecer de la vida, construye el hogar que proveerá abrigo a sus hijos, así también creed que estáis construyendo, para las generaciones por venir, un templo a la fraternidad universal en el que las únicas víctimas inmoladas serán el egoísmo, el orgullo y todas las pasiones viles que a la humanidad ensangrentaron.